josé luis carrasco balmaceda don evaristo el cartero ilustraciones

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josé luis carrasco balmaceda don evaristo el cartero ilustraciones
JOSÉ LUIS CARRASCO BALMACEDA
DON EVARISTO EL CARTERO
ILUSTRACIONES DE ANDRÉS JULLIAN
EDITORIAL ANDRÉS BELLO
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DON EVARISTO EL CARTERO
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DON EVARISTO Y LA CARTA
En las cercanías de Rancún, en una
casa sombreada por grandes árboles, vivía Evaristo
el Cartero. Era hombre jovial, de regular estatura,
ancho de hombros y poseedor de armónicas
facciones. Tenía una esposa, llamada Isidora, y tres
hijos: Ramiro, de quince años; Beatriz, de catorce, y
Federico, de trece.
Evaristo se sentía feliz con su profesión, pues le
encantaba caminar, admirar el paisaje y departir con
los lugareños.
Cierto día a Isidora le informaron que una
hermana que vivía en un pueblo cercano se hallaba
muy enferma, y que incluso corría el riesgo de morir.
Preocupada, dejó a Evaristo a cargo de los niños,
metió algo de ropa en un bolso y emprendió el viaje.
Ese mismo día, Evaristo realizó sus actividades
como de costumbre. Salió de casa muy temprano,
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llevando su maletín con cartas, y ya no volvió hasta
pasado el mediodía. Lo hizo arrastrando los pies y
con el ceño fruncido. Los niños, que por ser verano
estaban de vacaciones y se aprontaban para
almorzar, no dejaron de notar el gesto de
preocupación que ensombrecía el rostro de su padre.
—¿Qué pasa, papá?
—Me quedó una carta sin entregar —les contestó
Evaristo.
Los niños se inquietaron. Sabían que para
Evaristo no entregar una carta era la peor de las
desgracias. Beatriz, una hermosa niña de cabello
castaño y largo, ojos verdes y cuerpo esbelto, que era
muy juiciosa y atinada en sus observaciones, confundida, preguntó:
—¿Cómo es eso, papá?
El hombre hizo un gesto ambiguo con las manos.
—Es una extraña carta —dijo—. Una carta
dirigida a un tal Jerzy Korzeniowsky.
—¿Jerzy
Korzeniowsky?
—se
sorprendió
Beatriz—. ¡Qué nombre tan raro! ¿Y dónde vive?
—En un costado del cerro Los Litres.
—¿En el cerro Los Litres? ¿Tan lejos? —intervino
Ramiro, un muchacho algo obeso y de cara redonda.
—Sí —aseveró Evaristo.
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Evaristo dejó su maletín sobre una silla y lo abrió,
sacando la única carta que había dentro. Los tres
niños se acercaron y miraron la carta. El sobre era de
un papel amarillo, que parecía pergamino, muy antiguo, y el nombre y la dirección estaban escritos con
tinta negra y letra cursiva.
JERZY KORZENIOWSKY Costado cerro
Los Litres Rauco
—El nombre es extranjero —dijo Evaristo—. Y lo
más curioso del caso es que el sobre no trae
remitente ni franqueo y tampoco existe ningún
timbre del correo de origen, ni señas, ni datos que
permitan conocer con mayor exactitud la dirección
del destinatario.
—Devuélvala a la oficina del correo y olvídese
del asunto —propuso Ramiro, de mal humor, viendo
que la conversación retrasaba el almuerzo.
—Que yo sepa, nadie vive cerca del cerro Los
Litres —señaló Beatriz, sin hacer caso del despectivo
comentario de su hermano.
El cartero se rascó la cabeza, como solía hacerlo
cuando algo le preocupaba, y después, arrastrando
las palabras, dijo:
—Tienes razón. Está en un sitio inhóspito, en
medio de un bosque, y hay que atravesar un terreno
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muy disparejo para llegar a su base. Me demoraré en
ir, caminando, más de una hora. Eso, sin contar el
regreso...
—Entonces, lo más conveniente es que devuelva
la carta a la oficina del correo
—intervino Federico, que era el más tímido de los
tres hermanos y que por tal razón hablaba poco.
—Quizás —aceptó Evaristo—. Pero antes, tengo
que agotar todas las posibilidades.
Y
sonriendo, recuperó la carta, la devolvió al
maletín y dio por terminada la conversación.
Una hora más tarde, luego de almorzar, Evaristo
se despidió de sus tres hijos y encaminó sus pasos
rumbo al cerro Los Litres. En el momento de la
despedida, Beatriz tuvo un negro presentimiento,
aunque nada dijo.
Durante la tarde, los niños realizaron diferentes
actividades. Ramiro durmió la siesta, Federico jugó a
la pelota con unos amigos, y Beatriz se dedicó a
arreglar un huerto.
Y
transcurrieron las horas. Atardeció y luego
anocheció. Los niños comenzaron a inquietarse.
—Estoy preocupada —dijo Beatriz—. Papá salió
hace horas y aún no ha regresado.
—Sí. Es extraño —añadió Ramiro. —Tal vez
sufrió un accidente —opinó Federico.
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—¡Vaya! —se ofuscó Ramiro—. Tú y tus oscuros
presentimientos, Federico. Yo creo que ya debe estar
por llegar. Quizás se encontró con algunos amigos
que lo invitaron a comer y eso lo ha retrasado.
—Pero es que él nunca ha vuelto a casa de noche
—dijo Beatriz—. Es posible que Federico tenga razón
y papá sufrió un accidente.
—Ya, ya, ya —dijo Ramiro—. También tú te estás
poniendo fúnebre, Beatriz. Papá conoce mejor que
nadie estos lugares y si se ha retrasado, sus motivos
tendrá.
—Tal vez —dijo la niña—. Pero hay árboles,
piedras y quebradas. Pudo haberse golpeado con
alguna rama, o torcido un tobillo al pisar una piedra,
o caído por alguna pendiente.
—¡Bah! No creo —porfió Ramiro—. Él es muy
cauteloso.
—Pero un accidente puede ocurrirle a cualquiera
—replicó Beatriz.
Siguieron aguardando hasta bien entrada la
noche. Luego, intranquilos, se acostaron. Pero no
pudieron dormir. A cada instante creían oír abrirse la
puerta y que su padre regresaba. Al día siguiente,
apenas amaneció, Beatriz, desconsolada, echó a
llorar.
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—Algo le pasó a papá —dijo la niña—. De otro
modo hubiera regresado.
—Por esta única vez tienes razón —aceptó
Ramiro malhumorado—. Ya tendría que haber
vuelto. Mejor será que avisemos a los vecinos y a los
del correo.
—Espera —dijo la niña—. No avisemos todavía.
Alguien podría comunicárselo a mamá y ella se
desesperaría. Yo soy de la idea de ir a buscarlo al
cerro Los Litres.
—Sí. Vamos —la apoyó Federico.
—Yo prefiero avisar —se opuso Ramiro—. Me
cargan las caminatas.
—Pues tendrás que acompañarnos —se hizo la
dura Beatriz—. Tiempo atrás hicimos un juramento.
Dijimos, con la mano en el corazón, que en caso de
peligro o dificultades mayores actuaríamos en
conjunto. Ahora estamos en dificultades mayores.
—Sí —dijo Federico—. Tendrás que ir con
nosotros.
—Está bien, está bien —refunfuñó Ramiro—. Iré.
—Entonces —dijo Beatriz—, ya que nos pusimos
de acuerdo, preparémonos para la marcha.
—Esperen —dijo Federico, atragantándose—.
¿Me permiten? ¿Puedo opinar?
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Ramiro, enfadado como estaba, miró a su
hermano con dureza, como preguntándola ¿y a ti
quién te ha dado permiso para opinar?, pero después
lo pensó mejor y continuó callado.
—Está bien —dijo Beatriz—. Habla, Federico.
—Pues... —empezó Federico—. Tal vez lo que
voy a decir sea una tontera, y si es así no me hagan
caso...
—Adelante —lo animó Beatriz.
—¿Y si le preguntamos por nuestro padre a doña
Uberlinda?
Ramiro dio un respingo y Beatriz se puso
súbitamente seria. Doña Uberlinda era una anciana
solitaria que vivía recluida en una cabaña no muy
lejos de allí. Tenía fama de bruja y poseía un acabado
conocimiento de las distintas hierbas, buenas y
malas, existentes en la zona. Los lugareños decían
que también era infalible para sacar la suerte y que
jamás fallaba con sus filtros y pociones mágicas.
—¡Oh, no! —se asustó Ramiro.
—No sé... —murmuró Beatriz. Y después arrugó
la frente y quedó pensativa.
—¡Es una locura! —insistió Ramiro—. ¡Una
verdadera locura!
—Entonces... ¡perdonen! —se excusó Federico.
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—Saben —dijo Beatriz de pronto—. Después de
todo no es tan mala idea. Es más, me parece una
excelente idea —agregó—. ¡Iremos donde doña
Uberlinda!
—¡Ay, no! No cuenten conmigo —dijo Ramiro.
Y es que le temía tanto a la mujer, que ninguna
fuerza en el mundo lo hubiera hecho acercarse a ella.
—¿Acaso crees que te lanzará algún hechizo? —
bromeó Federico.
—Deja de molestar —reclamó Ramiro—. Actúo
así porque soy precavido. Además tú también le
temes.
—No importa —terció Beatriz—. Si no quieres ir,
allá tú. La vida de papá no tiene precio y si para
encontrarlo hay que recorrer el mundo entero,
aunque sea peligroso, yo al menos lo haré.
—Y yo te acompañaré, hermana —dijo
enfáticamente Federico.
—Pues yo también iré —habló entre dientes
Ramiro—. Aunque no entraré en la casa de esa
mujer.
—Está bien —aceptó Beatriz.
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DOÑA UBERLINDA
Era una sencilla cabaña, de techo bajo y aspecto
miserable. Una fina columna de humo se elevaba
Cuando los niños salieron de la casa era muy temprano y
el tiempo se presentaba gris y frío. En corto rato estuvieron
frente a la vivienda de doña desde la derruida chimenea.
Beatriz golpeó la puerta mientras sus hermanos la
esperaban a una prudencial distancia. Ramiro se había
ocultado atrás de una higuera y Federico permanecía agazapado entre unos maquis. Ambos temblaban de miedo.
Beatriz también sentía algo de temor, el lógico temor que
se experimenta ante lo desconocido; pero el deseo de
encontrar a su padre era tan pero tan intenso, que no dudó
ni un momento en seguir adelante.
—Pasa... niña —dijo desde el interior una cascada voz
de mujer.
Beatriz hizo girar la manilla y empujó la hoja de
madera. El rechinar de la puerta la sobrecogió. Dio un
paso al frente y se detuvo. Adentro había un agradable
olor a té de hierbas.
—¡Ya! Entra, niña —repitió la misma voz de antes—.
¡Vamos! No te quedes allí parada.
Beatriz dio un nuevo paso y habituó su vista a las
semipenumbras reinantes. Doña Uberlinda estaba de pie
junto a una cocina, poniendo una tetera sobre el fuego-
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—Venía... —intentó explicar Beatriz. Pero no supo qué
más decir.
—Mejor cierra la puerta, niña que entra frío. Ya sé a
qué has venido.
—¿Lo sabe? —se extrañó Beatriz, cerrando la puerta y
acercándose a la mujer.
—Sí. Vienes a preguntar por tu padre perdido. Él salió
ayer a entregar una carta y todavía no ha regresado.
—¡Oh! Es verdad. ¿Y cómo lo sabe?
—¡Bah! Es muy sencillo. Y no te asustes por lo que vas
a presenciar. Acércate a la cama y lo entenderás.
Beatriz se acercó a la única cama existente en la pieza y
reparó en una persona que allí dormía.
—¿Quién es? —preguntó.
Compruébalo tú misma.
—¡Papá! —exclamó.
Y sin esperar más, abrazó a su padre, quien no efectuó
ningún movimiento.
—¿Pero qué tiene? —preguntó angustiada—. ¿Acaso
está...? —agregó, sin querer terminar la frase.
—No —respondió doña Uberlinda—. Aunque
permanece inconsciente. Anoche sentí ruidos afuera y al
abrir la puerta lo encontré en el suelo tirado. Tuve que
realizar un gran esfuerzo para arrastrarlo y luego meterlo
en la cama. Desde entonces nunca ha recuperado el conocimiento.
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—¡En tal caso iré de inmediato a Ran-cún en busca de
un médico! —se desesperó Beatriz—. También les avisaré
a mis hermanos.
—No. Espera —dijo la mujer—. No sacas nada con
traer un médico. Lo que tiene tu padre no es una
enfermedad humana sino algo mucho peor.
—¿Mucho peor? ¡No entiendo!
—Tu padre apenas respira, no tiene pulso y su piel está
amoratada.
—¿Y qué significa eso?
—Si es lo que yo supongo, entonces está a punto de
morir y ningún médico o remedio puede salvarlo. Quizás
yo pueda ayudarlo, pero primero he de saber qué le
sucedió. Deberás contarme todo lo que él hizo ayer desde
temprano.
La mujer apartó la tetera del fuego y vertió agua en dos
tazas. Puso las tazas en una mesa y luego invitó a la niña a
sentarse.
—Mientras me cuentas, tomaremos una taza de té. Eso
te ayudará a tranquilizarte.
Beatriz estaba tan confundida que no se atrevió a
rechazar el ofrecimiento; aunque, de haber dependido de
ella, hubiera corrido en busca de un médico. Pero doña
Uberlinda parecía muy segura de lo que decía. Beatriz alzó
la taza de té y sorbió lentamente su contenido. Le encontró
un gusto dulzón que le apaciguó el ánimo y en pocas
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palabras le contó a la anciana todo lo que sabía. Al
terminar, ésta, extrañada, le preguntó:
—¿Y a quién estaba dirigida esa carta?
—A un tal Jerzy Korzeniowsky, que vive en un costado
del cerro Los Litres.
El rostro de doña Uberlinda adquirió una palidez
cadavérica. Se tomó la cabeza con ambas manos y después
se levantó y fue hasta un viejo estante desde donde cogió
un voluminoso libro.
—¡Uy! —dijo, después de hojear el libro—. El asunto es
más escabroso de lo que yo suponía. Jerzy Korzeniowsky
es el verdadero nombre del Mago de los Espejos, un
duende que posee grandes poderes.
—¿Qué? No entiendo. ¿Está segura de lo que dice? —se
asombró Beatriz.
—La historia es larga, muy larga. Pero te la contaré.
Entonces, la mujer le explicó a la niña que existían dos
mundos paralelos que estaban incomunicados entre sí.
Uno era el de los seres humanos y el otro era el de los seres
fantásticos, llamado Wexterfalia, habitado principalmente
por duendes, brujas y hadas.
—Pero usted —la interrumpió Beatriz—, y perdone
que se lo diga, señora, es una bruja y está aquí.
—Te equivocas, niña. Yo no soy ninguna bruja. Las
brujas no son humanas y por lo tanto no tienen corazón. A
mí me dicen bruja porque he llegado a dominar los
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secretos de la naturaleza. Gracias a eso he podido ayudar a
tu padre y lo he mantenido momentáneamente con vida.
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—¿Morirá? —preguntó Beatriz, sintiendo que se le
cortaba la respiración.
—No lo sé todavía. Termina de tomar tu té, niña, y
entre tanto yo estudiaré este libro.
La mujer se acercó a una ventana para que le diera de
lleno la luz diurna y se dedicó a hojear el libro.
—¿Qué busca, señora? —preguntó la niña, intrigada—.
Es muy raro y viejo ese libro.
—Tiene razón, no es un libro común, niña. Son los
apuntes históricos de una de mis ancestros, que vivió hace
algo así como quinientos años en una remota región del
centro de Europa. Los apuntes están en otro idioma, pero
puedo traducirlos.
—¡Ah!
—¡Hum! —exclamó la mujer, rato después, cerrando
con lentitud el libro—. No creo que tu padre logre
sobrevivir.
—¡Ay, no! ¿Tan grave es? —se asustó Beatriz,
conteniéndose para no ponerse a llorar.
—Es lo peor que pudo haberle pasado. Le han quitado
el brillo de su alma inmortal. Ni con todos mis
conocimientos puedo ayudarlo. El brillo de su alma está
ahora en Wexterfalia...
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—Pero... ¿Y cómo sucedió eso, señora? —se desesperó
Beatriz—, si usted antes dijo que ambos mundos, aunque
paralelos, estaban incomunicados.
La mujer demoró la respuesta.
—Así es, por lo general. Pero cada quinientos años,
exactos, ambos mundos se comunican durante cuarenta y
ocho horas. Justo ayer se cumplieron quinientos años
desde la anterior abertura.
—¿Entonces las personas pueden ir allá y los otros
seres pasar a este mundo?
Beatriz estaba cada vez más confundida.
—Sí, en cierto modo —respondió la anciana—. Aunque
el asunto no es tan simple. Hacia allá pueden ir solamente
los niños y algunos adultos que reciban una invitación
especial para hacerlo. Tu padre recibió esa invitación. La
carta de Jerzy Korzeniowsky fue el salvoconducto que le
permitió entrar. Un cartero —mensajero en otros
tiempos— es para los seres fantásticos una especie de
talismán que les otorga poderes ilimitados. El Mago de los
Espejos debió haber estado esperándolo y le arrebató el
brillo del alma. Luego, con sus últimas energías, tu padre
usó su ingenio para regresar, alcanzando de noche mi
puerta.
Beatriz comenzó a sollozar muy suavemente. La
anciana le acarició la cabeza y le dijo:
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—Y en cuanto a los seres fantásticos, ninguno de ellos
puede venir acá. Tienen una ley muy estricta que lo
prohibe.
Pasaron varios minutos antes de que Beatriz se
recuperara. Entonces, como animada por una nueva
motivación, preguntó:
—¿Usted antes señaló que los niños podían pasar a ese
otro mundo?
—Sí. Aunque es difícil y peligroso, porque, en caso de
cerrarse las puertas, éstas ya no se abrirán hasta dentro de
quinientos años.
—¿Pero se puede ir allá y recuperar el brillo?
—Tal vez. Pero en la práctica es casi imposible. Los
riesgos que se deben superar son tantos y tan grandes, que
las posibilidades de éxito son mínimas. Además, si el
Mago de los Espejos ya absorbió el brillo, entonces todo
habrá sido en vano. También, de intentarlo, será una
carrera contra el tiempo.
—¿Y de cuántas horas dispongo? —preguntó Beatriz—
. ¿Es decir, cuántas horas de vida le quedan a papá?
—No creo que él pase de esta noche —respondió la
anciana—. He logrado mantenerlo con vida gracias a
infusiones de hierbas y a pócimas muy eficaces que no
ocupaba desde hacía mucho tiempo. Pero su efecto no es
muy prolongado.
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—Entonces —señaló Beatriz, decidida—, iré allá y
recobraré el brillo. Partiré de inmediato. El único problema
es que no sé por dónde ir.
—Si estás dispuesta y eres valiente, yo te indicaré el
camino. Pero deberás moverte rápido, no demostrar miedo
y tener una fe ilimitada en tus medios. Allá, por ser niña,
nada malo te podrá pasar, y si logras entrar, para salir
deberás utilizar la misma puerta por la que entraste o
cualquier otra que encuentres abierta.
—¡Uf! Es complicado —dijo Beatriz—. Además
tampoco sé cómo enfrentar a ese tal Jerzy Korzeniowsky.
—Tu fuerza de voluntad es mejor que cualquier arma,
niña. Pero quizás pueda ayudarte...
La mujer buscó algo bajo la cama y sacó una caja. La
abrió y dejó a la vista varios pequeños frascos de vidrios.
Escogió uno en cuyo interior había un polvo azul, y se lo
pasó a la niña. Le dijo:
—Ten. Toma. Quien huela estos polvos dormirá
profundamente durante varias horas.
La niña guardó el frasco en un bolsillo de su delantal y
la mujer continuó hurgando en la caja. Tomó otro frasco,
ahora con un polvo amarillo, y se lo entregó también a la
niña.
—Este polvo —dijo la mujer—, al ser respirado,
produce un efecto tan violento que impide pensar y
moverse. Llévalo, porque también podría serte útil.
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—Gracias —dijo Beatriz guardando el frasco junto al
anterior—. Y ahora, desearía pedirle un último favor,
señora.
—Lo que digas, niña.
—Quiero que de todas maneras consiga un médico
para papá. Quizás todavía tenga alguna remota esperanza.
—Pensaba hacerlo, niña. No te preocupes. En un rato
más iré a Rancún y lo traeré.
—Muy sabroso su té, señora —dijo Beatriz,
disponiéndose a partir—. Y ahora, dígame, ¿cómo pasaré
al mundo de los seres fantásticos?
—Siguiendo por el único sendero que va hasta el ceno
Los Litres, niña. Después de alcanzar una extraña roca con
forma de embudo, al continuar, en cualquier momento encontrarás una puerta que te permitirá pasar a Wexterfalia.
Tienes todo el día, hasta el anochecer, para cumplir tu
cometido y regresar.
—Gracias por su ayuda, doña Uberlin-da —dijo la
niña, despidiéndose—. Es usted una dama muy amable, la
mejor, aparte de mi madre, que he conocido. Seguiré sus
sabios consejos.
Beatriz se acercó a su padre, le acarició la cara y
después le besó la frente. El color verdoso de la piel era
ahora mucho más intenso. Acongojada, le besó una vez
más la frente y luego dio media vuelta y abandonó la casa.
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—Adiós, niña —la animó la mujer desde la puerta—.
Espero que encuentres lo que vas a buscar. De verdad así
lo espero.
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RUMBO AL CERRO LOS LITRES
Cuando Beatriz salió de la casa de doña
Uberlinda, sus hermanos se abalanzaron
hacia ella y le hicieron múltiples preguntas. La niña
contestó algunas y evitó responder otras: no quería
alarmarlos. Y aunque estaba acongojada trató de parecer
serena. Al final, para no dilatar más el asunto, respiró
hondo y les dijo:
—Iré de inmediato al cerro Los Litres a buscar a papá.
—¿Él... está allá? —preguntó Ramiro extrañado—. ¿Eso
dijo doña Uberlinda?
—Sí. En cierto modo —señaló Beatriz—. Y si ustedes
no se oponen, creo que es mejor que vaya yo sola.
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—¡Sola! ¿Por qué? —preguntó Federico sin entender lo
que su hermana pretendía.
—Sí. ¿Por qué? —preguntó también Ramiro, aunque
no le disgustaba la idea de no participar en la caminata.
—Porque hay que avanzar rápido, buscar en diferentes
sitios y enfrentar grandes peligros.
—¿Te refieres a encontrar animales salvajes, serpientes
u otro tipo de alimañas? —dijo Ramiro.
—Quizás...
—Pues yo de todos modos te acompañaré —señaló
Federico—. No te dejaré ir sola.
—Habrá peligros, te repito. Lo dijo doña Uberlinda.
—No importa, los enfrentaremos juntos.
—¡Vaya con el par de hermanos que tengo! —exclamó
Ramiro malhumorado—. Tendré que acompañarlos
también. No crean que partirán sin mí.
Beatriz, dentro de su aflicción, sonrió. Al hacerlo pensó
en el largo viaje que los aguardaba. Decidió, en ese
momento, que al llegar a la roca con forma de embudo
dejaría a sus hermanos esperando y completaría ella sola el
recorrido. Claro que no sabía cuánto demoraría la misión y
si ésta sería exitosa, pues, incluso, podía suceder que no
volviera.
Los tres hermanos avanzaron con rapidez rumbo al
cerro Los Litres. Beatriz iba en silencio, con la vista baja y
absorta en sus propios pensamientos. No quería preocupar
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a sus hermanos, pero, según lo que expresara doña
Uberlinda, las posibilidades de salvar a su padre eran
mínimas. Y no había mentido al decir que iba en su
búsqueda, porque el brillo del alma de un ser humano es
parte esencial de su existencia. Aunque también podía
suceder que doña Uberlinda estuviera equivocada y que
con la asistencia de un buen médico todo se resolviera en
forma favorable. Pero la mujer había hablado con tal
convicción y conocimiento de causa que, pese a lo
truculento de su historia, costaba no creerle. Además tenía
un buen prestigio ganado en años y para apoyar su
versión contaba con el antiguo libro que parecía que estaba
a punto de desintegrarse.
Para no seguir pensando en lo mismo, Beatriz se
mordió los labios y apuró el tranco.
Con el correr de los minutos el clima empezó a mejorar
y en el cielo comenzaron a aparecer amplios espacios
azules.
Los tres hermanos iban a campo traviesa, con la brisa
despeinándoles los cabellos y sin encontrar a nadie.
Ramiro, que marchaba junto a Federico, empezó a retrasarse. Caminaba lentamente y cojeaba como si se hubiera
torcido un pie o llevara un objeto extraño dentro del
zapato. Para no dejarlo atrás, Beatriz tuvo que detenerse.
—¿Qué pasa? —preguntó.
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—Es que se metió una piedra en uno de mis zapatos —
se justificó Ramiro—. Me cuesta caminar y además estoy
cansado y tengo hambre y sed.
—Está bien, descansaremos —dijo Beatriz.
Ramiro se sacó el zapato y lo sacudió dejando caer una
pequeña piedra. Luego se tendió de cara al cielo y cerró los
ojos. Beatriz y Federico lo imitaron.
Diez minutos después, algo más repuestos, reanudaron
la marcha.
En la siguiente media hora superaron unos pastizales,
vadearon un riachuelo y rodearon una quebrada.
Se detuvieron frente a un frondoso bosque de pinos. A
lo lejos, sobre las copas de los árboles, destacaba la verde
cima del cerro Los Litres.
—No creo que sea conveniente seguir —dijo Ramiro,
ya bastante arrepentido de haber llegado hasta allí—. Este
bosque es muy espeso y de entrar en él corremos el riesgo
de perdernos.
—Seguiremos —replicó Beatriz.
—Y además de perdernos podríamos morir de hambre
—insistió Ramiro.
—Podríamos, también, encontrar a papá —intervino
Federico.
—Ya es tarde para arrepentimientos —dijo Beatriz sin
ánimo de discutir—. Lo primordial es atravesar este
bosque. Existe un solo sendero y es muy estrecho. Yo iré al
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frente, Federico me seguirá, y Ramiro, que es el mayor,
cerrará la marcha.
Ramiro se mordió los labios y se dispuso a replicar,
pero sabiendo que sería en vano, recapacitó y sólo dijo:
—De acuerdo. Pero estoy acalambrado, me duelen los
pies y quizás papá ya regresó a casa.
—Imposible —dijo Federico—. El sendero por el cual
veníamos es el único que existe y por ahí no ha regresado
nadie.
—Ya. Está bien. Vamos —aceptó Ramiro.
Se internaron por la angosta senda que serpenteaba
entre los árboles y luego de veinte minutos de marcha
forzada llegaron a un espacio abierto en cuyo centro destacaba una inmensa roca con forma de embudo. Allí se
detuvieron.
—¡Uf Ya no daba más —dijo Ramiro dejándose caer
pesadamente junto a la roca—. No me moveré de aquí en
mucho rato.
Federico se recostó junto a su hermano y suspiró
ruidosamente. Beatriz apoyó su espalda en la roca y esperó
a tranquilizarse. Pese a lo duro de la caminata no experimentaba gran cansancio y hubiera podido soportar
perfectamente otra media hora de marcha. Pensaba
también en su padre y en lo mucho que lo quería.
Impaciente, luego de varios minutos de detención, miró a
sus hermanos y les dijo:
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—Falta poco para llegar al cerro Los Litres y creo saber
dónde buscar. Ustedes, como están cansados, espérenme
aquí mientras yo voy a explorar y vuelvo.
—Haz lo que quieras —dijo Ramiro.
—No te demores demasiado —señaló Federico.
—Y si empieza a oscurecer y no he vuelto, emprendan
el regreso sin mí —agregó Beatriz—. Sabré encontrar el
camino.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Federico—. Apenas
es pasado el mediodía.
Beatriz no contestó: observaba el sendero, que después
de la roca se dividía en tres.
—¿Por cuál ir? —se preguntó en voz alta.
—¿Y yo qué sé? —replicó Ramiro con voz agria. Y es
que ahora pensaba en el largo viaje de regreso.
—Bueno, al fin y al cabo cualquier sendero da lo
mismo —razonó Beatriz—. La base del cerro ha de estar
cerca y si no la veo es por causa del follaje.
—Vuelve pronto, hermana —se despidió Federico.
Pero ya Beatriz no lo escuchaba, porque se había
internado por el sendero de la derecha.
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LOS HERMANOS SE SEPARAN
Después de la partida de su hermana,
Ramiro y Federico pasaron largos minutos
acostados en el pasto, descansando. Al rato, tras
desperezarse, Federico se levantó y dijo: —Beatriz no
debió haber ido sola. Se ha estado comportando muy extraña últimamente.
—¿Y eso qué tiene de raro? —señaló Ramiro—. Lo que
pasa es que ella es una niña tonta.
—No hables así de nuestra hermana —la defendió
Federico—. Beatriz es mucho más inteligente que tú y yo
juntos.
—¡Ja! ¡Y que lo digas! Ambos sabemos que a Beatriz le
encanta alardear de importante. No le costaba nada
esperar a que descansáramos y luego continuar la búsqueda los tres juntos.
—Tienes razón en eso —dijo Federico—. Ella ni
siquiera sabía por dónde ir. Quizás tomó el sendero
equivocado. Deberíamos seguirla.
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—No pienso moverme —dijo Ramiro—. Cuando me
levante de aquí, será sólo para regresar.
—No seas mal hermano. Si queremos ayudar a Beatriz,
debemos ir por los otros dos senderos.
—Te repito que no pienso moverme.
—Bueno. Allá tú —replicó Federico—. Yo tomaré hacia
la izquierda. Seré prudente y no me alejaré demasiado.
Y sin agregar palabra, echó a caminar y se internó por
el sendero de la izquierda, perdiéndose a los pocos
segundos entre la floresta.
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RAMIRO Y LAS MARIPOSAS
Una hora después de la partida de sus
hermanos, Ramiro comenzó a inquietarse. El
silencio era tan pero tan opresivo, que ni siquiera el
zumbido de las chicharras o el canto de las aves silvestres
lograba escuchar. En vano intentó oír otros sonidos
propios de la naturaleza. Se paró y miró cuanto lo rodeaba.
La forma de embudo de la roca le produjo una
desagradable sensación de pequenez. Dio unos pasos
vacilantes hacia el sendero del centro y después se detuvo.
No se decidía. Tentado estuvo de devolverse y olvidar
definitivamente la búsqueda. Notaba hinchados los pies,
engarrotadas las piernas y cansado el cuerpo. Lo único que
lo impulsaba a continuar era el gran cariño que sentía
hacia su padre. Pensó que, quizás, éste podía necesitar su
ayuda, y él, a pesar de sus limitaciones, estaba dispuesto a
brindársela.
Avanzó a paso de tortuga.
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Recordando que llevaba un pan con jamón en un
bolsillo, lo sacó y a medida que caminaba fue comiendo.
Rogaba para que alguno de sus hermanos gritara avisando
que había encontrado a su padre y así acabara lo que él
consideraba un cruel suplicio. Mas, para su desgracia,
ningún ruido rompía el silencio y parecía que él era la
única criatura viviente en el bosque.
Hasta que, de pronto, al eludir una piedra en el
sendero, un objeto entre los matorrales atrajo su atención.
Intrigado, se agachó y lo levantó.
¡Era el gorro de su padre, el que siempre usaba cuando
salía a repartir cartas!
Lo sacudió y se lo puso. Le quedó tan holgado que le
cubrió los ojos. Muchas disparatadas ideas cruzaron por su
mente.
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Se lo sacó y lo guardó en el pantalón, bajo la pretina.
Entonces, al levantar la vista, descubrió la más maravillosa
mariposa que había visto jamás. Era entera azul, grande, y
volaba con tal suavidad que parecía una dócil cometa.
—¡Vaya! —exclamó.
Y al fijarse mejor, vio que junto a la mariposa volaban
otras, también grandes y de diferentes tonalidades. Las
había rojas, amarillas, granates, verdes, negras, blancas y,
en fin, de una gama de colores y combinaciones difícil de
describir. Todas eran grandes, hermosas y parecían
provenir de un costado de la arboleda. Ramiro olvidó su
cansancio y el mal genio que siempre lo embargaba y se
sintió motivado por una enorme curiosidad. Pensó que tal
vez su padre también había sido atraído por el vuelo de
aquellas mariposas.
Se apartó del sendero y fue a investigar.
El follaje de los árboles era muy tupido y tuvo que
avanzar agachado y se raspó las manos y la cara cuando
pasó por entre las ramas más bajas. Algunas mariposas le
circundaron la cabeza con sus revoloteos. Eran, según
calculó, del tamaño de un pañuelo.
Pensó en lo maravilloso que resultaría atrapar algunas
de ellas para mostrarlas luego a sus hermanos. Pero
después recapacitó y decidió que era mejor seguir adelante
para averiguar de dónde provenían.
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Al esquivar un espinoso arbusto, de pronto trastabilló
y cayó. Se afirmó de algunas ramas, pero eran débiles y no
tardaron en ceder, y como estaba en la orilla de una
pequeña quebrada, un segundo después, sin que pudiera
evitarlo, se deslizó muy profundo, entre hojas, raíces y
tierra suelta. Rodó dando tumbos y ya no se detuvo hasta
cuando estuvo en el fondo.
Dolorido, se paró.
—¡Oh! ¡Perdí el gorro de papá! —se lamentó.
Ahora se hallaba en la parte baja de la quebrada, sin
posibilidad alguna de subir, porque el terreno era de arena
y arcilla blanda que se desgranaba con sólo tocarla.
Dejaron de interesarle las mariposas y sintió mucho
miedo. Cerró los ojos y gritó con todas sus fuerzas.
—¡Socorro!... ¡Hermanos...! ¡Ayúdenme!... ¡Beatriz!...
¡Federico!...
Quedó ronco de tanto gritar. Sabía que sus
posibilidades de ser escuchado eran mínimas, por la
configuración de la quebrada, unido a la espesa vegetación
circundante arriba. Miró al cielo y lo vio infinitamente azul
y con escasas nubes. También vio una larga fila de
mariposas, volando en correcta formación, como aves
migratorias, rumbo a la boca de una estrecha caverna
situada en la parte baja de la quebrada.
Esperanzado, olvidó sus magulladuras y fue hacia allá.
La caverna era muy profunda y las mariposas, en su
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perfecto vuelo, formaban dos filas, una de entrada y otra
de salida.
Ramiro agitó las manos y las mariposas rompieron la
formación internándose todas en la caverna.
—¡Qué... asombroso! —balbuceó—.
Quizás papá también llegó hasta aquí y entró en la
caverna.
E, incentivado por una sed de aventura no habitual en
él, se adentró en la caverna.
Aunque la oscuridad en el interior no era completa, le
costó ambientar la vista. Además tuvo que avanzar
agachado para no golpearse la cabeza contra las aristas
rocosas. Creyó que pronto encontraría una salida, pero
luego de una larga caminata, atravesando diferentes
túneles, tuvo que reconocer, temblando de miedo, que
estaba definitivamente perdido.
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LA BRUJA, LA SÍLFIDE Y LA GORGONA
Beatriz siguió por el sendero de la derecha
sin detenerse. Pensaba en su padre y en lo
mucho que lo quería. También pensaba en lo que le dijera
la anciana Uberlinda respecto a la existencia de un mundo
asombroso, paralelo, en el cual existían fantásticos seres.
Avanzó tan distraída, que no disfrutó contemplando el
paisaje. De haberlo hecho se hubiera maravillado con la
suave trepidación de las ramas mecidas por el viento, con
la gran variedad de colores de las flores silvestres, y con
los delicados aromas que escapaban de las hierbas rastreras.
Cuando menos lo esperaba fue a parar a una
explanada, en cuyo centro, imponente, descollaba una
gigantesca araucaria. El colosal árbol tenía el tronco recto,
grandes ramas horizontales en forma de pirámide y una
altura de entre treinta y cuarenta metros. Beatriz se
extrañó de encontrar allí tan impresionante especie
arbórea. Y más se extrañó luego, cuando comprobó que
justo en la base del tronco existía una puerta, de regular
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tamaño, que permanecía cerrada. En el centro de la puerta
destacaba una manilla. Sin dudar, se acercó a la puerta y
tiró la manilla.
Rechinando, la puerta se abrió.
Beatriz miró hacia el interior peguntándose quién
podía vivir allí. Por los alrededores no había huertos,
árboles frutales ni construcciones que permitieran suponer
la existencia de alguien.
Se introdujo en el enorme tronco y descubrió una
rústica escala que se internaba en la tierra. Bajó con
lentitud. En el ambiente flotaba un agradable olor a flores
y
le pareció oír, a lo lejos, una suave melodía. Pensó que,
quizás, aquél era el refugio de un guardabosques, o de un
defensor de la naturaleza, o de un ermitaño que no quería
ser molestado. También pensó que tal vez aquélla era una
de las formas de pasar a Wexterfalia.
Bajó más y más hasta quedar sumida por completo en
las tinieblas. Iba temerosa y con las manos al frente para
evitar que algún invisible obstáculo le golpeara el rostro.
Los escalones terminaron abruptamente y, sin detenerse,
siguió con lentitud avanzando por un angosto corredor
hasta alcanzar lo que le pareció que era una puerta.
Tentada estuvo de devolverse y subir y salir y
continuar la búsqueda por otros sitios menos tenebrosos;
pero, atendiendo a la posibilidad de que su padre hubiera
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seguido aquel mismo camino, buscó la perilla de la puerta
y la abrió.
¡Oh! Quedó maravillada. Pensó que llegaría a una
caverna, tan oscura como la anterior, o tal vez a una mina
abandonada. También pensó que entraría en un refugio
subterráneo, con lámparas en las paredes y grandes cofres
repletos de riquezas.
Pero he ahí que había salido. Estaba otra vez afuera,
como si nunca hubiera bajado.
Las voces de dos personas que cantaban y reían
atrajeron su atención. En un árbol cercano, suspendido
entre dos cuerdas, descubrió un columpio. Y sobre el columpio, meciéndose, había dos mujeres, una muy fea y
otra muy bonita. La primera lucía un traje negro, muy
amplio y con una falda que le llegaba hasta los tobillos, y
la segunda, otro igual, aunque completamente blanco.
Mientras se mecían, ambas cantaban y reían. Al ver a la
niña dejaron de hacerlo.
—¡Hola! —dijo Beatriz haciendo gala de sus buenos
modales—. ¡Qué hermoso columpio!
Las mujeres se miraron entre ellas extrañadas. Luego,
la más fea, con voz ronca, dijo:
—¡Pero si es una niña!
—Claro que soy una niña —rió Beatriz—. ¿Acaso no se
nota? Mi nombre es Beatriz.
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—¿Y de dónde vienes, Beatriz? —preguntó la mujer
bonita.
—De lejos —respondió Beatriz—. Llegué aquí bajando
por el interior del tronco hueco de la araucaria que está
allá.
Beatriz miró hacia atrás y quedó atónita al comprobar
que allí no había ninguna araucaria, sino solamente
simples rocas, todas muy juntas.
—Creí... —dijo. Y después quedó en silencio y con la
boca abierta.
—Pero, realmente, ¿de dónde vienes? —insistió la
mujer bonita—. ¿Habías caído en manos de algún cíclope?
—¿De un cíclope? ¡Oh, no! Sólo vine a buscar a mi
padre, que está perdido. Posiblemente él pasó ayer por
aquí. ¿Ustedes, lo vieron?
—¡Bah! —intervino la mujer fea—. Ahora resulta que
aquí tenemos a una niña humana que dice venir de muy
lejos y andar en busca de su padre perdido. ¡Habráse visto!
—¡Pero si es verdad! —exclamó Beatriz.
—Si tú lo dices —dijo la mujer de negro—. Pero...
mejor ven y colúmpiate, niña. Te agradará.
Las dos mujeres abandonaron el columpio y Beatriz
avanzó hasta el tablón y se sentó en él, aunque sin
intenciones de columpiarse. Pero, aun cuando no estaba en
su ánimo hacerlo, el tablón se movió por sí solo, y alcanzó,
en corto rato, una gran altura.
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—¡Vaya! ¡Qué columpio más fantástico! —dijo la niña
sin demostrar miedo, pues recordaba las palabras de doña
Uberlinda al respecto.
La fea mujer de negro esperó, impaciente, que la niña
se asustara y le pidiera por favor que la bajara.
Pero Beatriz, lejos de asustarse, parecía disfrutar cada
vez más con los bruscos movimientos, y se permitió
incluso dejar escapar de tanto en tanto estridentes carcajadas.
Defraudada, la fea mujer de negro movió una vara que
tenía entre las manos y en pocos segundos el columpio se
detuvo.
Al bajarse, Beatriz se alisó el vestido.
—¡Qué divertido! —dijo—. Pero no puedo seguir, pues
he de encontrar a papá. ¿Ustedes lo vieron?
—¡Ja, ja, ja! —rió la mujer de negro—. De haberme
topado con un extraño lo habría llevado a mi casa,
dejándolo allí para siempre. Pero la verdad es que yo y la
sílfide no hemos visto pasar a nadie.
—Entonces, señoritas, siento tener que dejarlas, pero he
de continuar mi búsqueda.
—¡Ea! No tan aprisa, niña —dijo la fea mujer—. No
tuviste miedo del columpio y se ve por tus actos que eres
valiente; pero no te dejaré ir así, tan fácilmente, porque,
como buena bruja que soy, te necesito para unos
experimentos.
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—¡Oh!
Beatriz supo que su situación se tornaba crítica. Para
salir del embrollo decidió ganar algo de tiempo. Respiró
profundo y preguntó:
—¿Y usted, hermosa dama de blanco, por qué anda en
compañía de una señora tan fea?
—Cualquier pregunta házmela directamente a mí,
pequeña —dijo la bruja.
Beatriz se sintió defraudada. Esperaba que la sílfide la
hubiera ayudado.
Justo en aquel instante, en la distancia, se oyó un grito
agudísimo. La bruja, aterrada, dio un salto.
—¡La Gorgona! —exclamó. Y guardó su vara mientras
le cambiaba el color del rostro.
Después echó a correr con tal rapidez que resultó
asombroso para sus años.
—¿Quién es la Gorgona? —preguntó Beatriz a la
sílfide.
—¿No sabes quién es la Gorgona? —balbuceó la sílfide
temblando de miedo—. Bueno, es lógico que no lo sepas,
pues nunca has estado aquí antes. Y tienes suerte de
ignorarlo; pero si algún día te topas con ella ya no podrás
olvidarla... ¡jamás! Eso, si es que vives para contarlo. ¡Es
horrible! No existe nada más repulsivo y perverso en este
mundo.
—Tú... ¿la has visto? —preguntó Beatriz.
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—¡No! Y tampoco quisiera verla, niña. Pero me la han
descrito otras silfides, que quedaron ciegas y envejecidas
con sólo mirarla. Es la última de su especie y su estridente
grito es inconfundible. Va por ahí, sin rumbo fijo, y ataca
por igual a enanos, gigantes, duendes y hadas. Hasta la
bruja, con el fabuloso poder de su vara, le teme.
—¿Cómo... es?
—Un monstruo con figura de mujer y cabeza cubierta
de serpientes. Es muy astuta y se mueve en silencio. Sólo
la delata su chirriante grito. Pero cuando ataca... ¡Ay!
Cuando ataca no deja rastros de sus víctimas. Hace
algunos siglos existían varias, pero ahora únicamente
queda la Gorgona Mayor, la peor de todas, que tiene como
principal facultad la de petrificar a quienes se atreven a
mirarla. —¿Tan terrible es?
—Muy terrible. Pero no te asustes, niña, pues al
parecer está lejos y si nos quedamos quietas y en silencio
no nos descubrirá. En caso de sentirla cerca, ocúltate y no
la mires por ningún motivo.
Justo entonces, cuando la sílfide terminó de hablar, se
oyó cercano el aullido de una fiera. El sonido fue tan
retumbante y pavoroso, que Beatriz se estremeció de pies a
cabeza. Se arrimó a un árbol y cerró los ojos. Sintió, a corta
distancia, el ruido de un gran cuerpo aproximándose,
rompiendo arbustos y desgajando ramas.
—¡Atrás, Gorgona! —gritó de pronto la sílfide.
43
Beatriz, recordando lo que le dijera doña Uberlinda
referente a que en aquel mundo no podía sufrir ningún
daño, abrió los ojos. Lo que vio le produjo escalofríos.
Una horrible mujer, con manos de bronce y cabellos de
ensortijadas y silbantes viboras, se acercaba a la sílfide. Era
vieja, vestía andrajos y poseía un solo diente y un único
ojo. La sílfide, paralizada por el terror, permanecía con la
espalda apoyada contra un árbol y con una mano
cubriéndose la vista y la otra al frente para defenderse.
Tomando una rápida decisión, Beatriz se interpuso
entre la Gorgona y la sílfide.
—¡Atrás! —dijo la niña en forma resuelta—. ¡No te
acerques!
Y buscó en el bolsillo de su delantal uno de los
frascos que doña Uberlinda le entregara. Sacó el que
contenía el polvo amarillo.
La Gorgona miró a la niña con ojos fulgurantes y, sin
detenerse, gruñendo, siguió adelante.
—¡No te acerques! —repitió Beatriz—. ¡Si continúas
avanzando te pesará!
Y como la Gorgona no se detuviera, destapó con
rapidez el frasco y lanzó su contenido hacia adelante.
Voló una nube de polvo amarillo, que envolvió al
extraño ser, cambiándole de inmediato la tonalidad.
Se escuchó un chillido escalofriante y después una tos
de asfixia, muy ronca, seguida de varias convulsiones.
44
Lo que sucedió a continuación fue muy confuso y
difícil de comprender para Beatriz. Algo helado le rozó la
nariz y luego vio un enredo de serpientes y de inmediato
una boca con un afilado diente abrirse y cerrarse justo
frente a sus ojos.
A continuación sobrevino un fragor que la hizo caer y
perder el sentido.
Cuando volvió en sí estaba tendida en el suelo y la
sílfide hallábase acuclillada junto a ella.
Todo se encontraba en calma.
—¿Qué pasó? —preguntó Beatriz.
—Se marchó —dijo la sílfide—. La Gor-gona huyó. Es
increíble. Fuiste muy valiente al enfrentarla, niña. De no
ser por ti ahora yo estaría ciega, o, lo que es peor,
convertida en piedra.
—¡Bah! No fue nada —dijo Beatriz—. Sabía que ella no
podía dañarme y por eso actué así.
—Pero igual fuiste valiente, niña, y ahora estoy en
deuda contigo. Te ayudaré en lo que pueda.
—Entonces —pidió Beatriz— ayúdame a encontrar al
Mago de los Espejos. Él fue quien robó el brillo del alma de
mi padre.
Y le contó a la sílfide su historia y cómo era que ella
había llegado hasta allí.
La sílfide la escuchó en silencio, y luego, moviendo con
pesimismo la cabeza, dijo:
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—Tu padre no pasó por aquí, niña. Lo hubiera sabido.
Y en cuanto al Mago de los Espejos, he oído hablar de él,
aunque jamás lo he visto. Sé que tiene su castillo cerca de
una colina dorada, pero desconozco su exacto paradero.
—¡Oh! —dijo Beatriz desconsolada.
—Pero sí sé quiénes te pueden indicar dónde
encontrarlo —agregó la sílfide.
Beatriz dio un salto.
—¿Sí? ¿Quiénes? —preguntó.
—Los elfos —respondió la sílfide—. Son unos
diminutos duendecillos, con alas transparentes y muy
traviesos, que viven en un apartado bosque de canelos, a
un día de marcha.
—¿Un día? ¡Imposible! —dijo Beatriz—. Hoy mismo, es
decir esta misma tarde, he de encontrar al Mago de los
Espejos.
—Entonces tendrás que averiguarlo de la manera
difícil —señaló la sílfide—. Habrás de preguntarle a un
genio que vive al pie de un gigantesco boldo no lejos de
aquí. Este genio conoce muy bien al Mago de los Espejos,
porque han cometido varias tropelías juntos. Pero ten cuidado. Aquí, mientras seas niña, eres intocable, pero el
genio igual puede aprisionarte.
—No importa —dijo Beatriz—. Yo me las arreglaré.
Dime cómo llegar al boldo.
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—Para ir hasta el boldo tienes que avanzar guiándote
por esa colina plateada que se ve allá a lo lejos. Pero
correrás un gran peligro, te repito.
—Seré precavida —dijo la niña—. Y ahora he de partir.
Adiós y gracias por tus consejos, hermosa sílfide.
Beatriz estrechó la mano de la sílfide y ésta se sacó un
collar con una llave que lucía en el cuello y se lo entregó a
la niña diciéndole:
—¡Adiós, bondadosa niña! Si alguna vez, en algún
lugar, alguien te encarcela, usa esta llave y podrás salir. Es
mágica y puede abrir cualquier cerradura, aunque no sirve
para entrar en los castillos de los magos.
—¡Gracias! —balbuceó Beatriz.
Y se colgó el collar con la llave alrededor del cuello.
Después se despidió de la sílfide y abandonó el paraje. La
colina plateada destellada a lo lejos y hacia allá dirigió sus
pasos.
47
EL PRIMER GENIO Y LOS TRES ANILLOS
Beatriz caminó por más de media hora y
cuando el cansancio estaba por vencerla descubrió, en la
entrada de un bosque, un corpulento boldo. Como supuso
que aquél era el boldo bajo el cual vivía el genio, se sentó
entre las raíces para esperarlo. Aunque no lograba
entender cómo un genio tan enorme, tal cual se lo describiera la sílfide, podía vivir allí.
Mientras reflexionaba, de pronto escuchó un estrépito
formidable bajo sus pies y casi de inmediato se abrió el
suelo y salió una gruesa columna de humo.
Beatriz, aterrada, se levantó de un salto y no encontró
nada mejor que hacer para protegerse, que subir a la copa
del boldo y esperar allí, oculta, la marcha de los acontecimientos.
El humo, denso como alquitrán, poco a poco dejó paso
a un gigantesco genio, negro y horroroso, que traía tres
grandes cajas consigo. Tenía el porte de una casa, llevaba
puesto un pantalón bombacho granate y era gordo y con
un impresionante sable colgándole sin funda desde el
48
cinturón. Mantenía entre las manos una oxidada cadena
unida a las tres grandes cajas.
Beatriz permaneció inmóvil observando lo que ocurría
entre las raíces del árbol. No se atrevía ni siquiera a
pestañear por temor a que el genio levantara la vista y la
descubriera. Pero el genio parecía muy absorto
desenredando la cadena. Después desempolvó las cajas,
quitó los cerrojos y a continuación las abrió.
De la primera caja salió un anciano barbudo de aspecto
venerable, de la segunda surgió una mujer de
incomparable belleza, y de la tercera, la más pequeña,
salió un gato, un simple gato, negro, no muy grande,
que al instante empezó a maullar a la vez que agitaba con
movimientos bruscos la cola.
La curiosidad de Beatriz pudo más que su miedo y
alargó el cuello para observar mejor lo que acontecía abajo.
El anciano cayó de rodillas delante del genio e inclinó
la cabeza esperando lo que él supuso era el fin de sus días.
La mujer, en cambio, comenzó a reír a carcajadas, sin
mostrar temor, y el gato, con el lomo engrifado, siguió
maullando y moviendo sin cesar la cola.
El genio cogió a la mujer de la cintura y la miró
directamente a los ojos. Con voz de trueno, le dijo:
—Hermosa ninfa del País de los Espejismos Perpetuos.
Preciosa criatura a la que robé cuando aprobaste con
honores las peores pruebas de hechicería. Deidad de la que
49
he estado desde siempre enamorado. Aquí está lo que me
pediste. Éste es el mago Euclíades, rey de la remota región
de Prioxes y peligroso guerrero a quien derroté luego de
una batalla gloriosa. A su lado está Aleaxonora, soberana
de las Islas Perdidas de Occidente, máxima bruja del día, a
quien quité todos sus poderes hasta dejarla convertida en
gato. ¿Estás satisfecha?
La joven, lejos de impresionarse con las palabras del
genio, le hizo una mueca despectiva, y después,
poniéndose las manos en la cintura, le dijo:
—Ahora ni Euclíades ni Aleaxonora me interesan,
tonto genio. Hasta ayer sí, porque dominándolos podría
haber dominado a todos los seres vivientes del territorio.
Pero hoy han dejado de ser importantes. Tuve una visión.
Ayer un cartero humano pasó los límites de Wexterfalia y
el brillo de su alma le fue extraído por el Mago de los
Espejos.
—¡Aagghh!...
El genio, asombrado, había dejado escapar un potente
alarido.
—Tú dices quererme —siguió la mujer, sin inmutarse
con el grito del genio—. Pues bien, si tanto me quieres,
dame una prueba de tu cariño. Tráeme el brillo del alma
del cartero humano.
—Es que... no puedo hacerlo —se excusó el genio,
desesperado, mirando a la mujer con temor—. Pídeme lo
50
que quieras, aun las cosas más imposibles, pero no eso.
Puedo darte riquezas, esclavos, joyas, mover montañas y
vencer a los seres más poderosos. Pero el brillo de un alma
humana únicamente puede ser usado por quien lo extrajo.
—Entonces apaga el brillo y acaba con el Mago de los
Espejos —lo fustigó la mujer—. Con eso yo seré la más
poderosa.
—Me pides algo imposible —dijo el genio—. Él tiene
ahora el máximo poder. Está protegido por el fulgor del
alma.
—Eres un cobarde y no mereces que te quiera —lo
reprendió la mujer—. En vista de las circunstancias, ahora
lo único que deseo es que te deshagas cuanto antes de
Euclíades y de Aleaxonora. Elévate con ellos tan alto como
puedas y después dejalos caer para que sus huesos queden
enterrados muy profundamente.
—¡Qué vengativa y malvada eres! —se estremeció el
genio—. No sé si hago bien queriéndote como te quiero.
La joven se agachó, cogió una piedra y se la lanzó al
genio, aunque con pésima puntería. El genio, lleno de ira,
tomó a la mujer de la cintura y la encerró en la caja. Hizo
lo mismo con el anciano y con el gato y después selló las
tres cajas. Luego se tendió en el suelo y apoyó su horrible
cabeza en el tronco del boldo. Entonces, sollozando, dijo:
—¡Ay! ¡Pobre de mí! Esta mujer tan ruin será mi
perdición. ¿De qué me sirvió quitarles las sortijas al mago
51
y a la hechicera y dejarlos inermes? Ahora tendré que
matarlos y mi esfuerzo habrá sido en vano. ¡Pobre de mí!
—repitió.
Y cansado como estaba, no tardó en quedarse dormido.
Beatriz, en el árbol, no supo qué hacer. Pero viendo al
genio dormido y por lo tanto completamente indefenso,
bajó y se detuvo junto a él. ¡Era monstruoso! El sable
brillaba con intensidad devolviendo el reflejo del sol y se
preguntó a cuántos enemigos habría liquidado con tan
formidable arma. Cerca del sable, colgando de la hebilla
del cinturón, descubrió una sarta con tres anillos y una
llave.
Con mucho cuidado, descolgó la sarta y sacó los tres
anillos y también la llave. Los tres anillos eran de oro y
tenían incrustadas magníficas piedras preciosas. La llave,
en cambio, era sólo de bronce.
Después, extremando las precauciones, descorrió el
cerrojo de la primera caja, en la cual estaba el anciano, y la
abrió. El hombre la miró extrañado y ella le hizo una seña
indicándole que saliera. Luego repitió la operación con el
cerrojo de la segunda caja, donde se hallaba el gato,
aunque no se atrevió a abrirla por temor a que los
maullidos despertaran al genio.
Entonces, mostró los tres anillos al anciano y éste
escogió uno y se lo puso.
52
Después, el anciano, con pasos sigilosos, fue donde el
genio. Lo último que vio Beatriz antes de cerrar los ojos y
dar vuelta la cabeza, fue al anciano levantando el arma del
genio y apuntando directo al rugoso cuello.
Cuando abrió los ojos, el gigante ya no estaba. En su
lugar solamente quedaba algo de humo y en el suelo una
gran mancha negra.
El anciano ejecutó a continuación una serie de extraños
movimientos. Primero golpeó la tierra con un pie y la caja
donde se encontraba la bella mujer se hundió como si
hubiera caído en un profundo foso. Después sacó al gato
de la otra caja y le puso una de las sortijas. Por último,
cogió al gato de la cola y le dio una vuelta completa en el
aire. Al colocar otra vez al gato en tierra, éste poco a poco
empezó a transformarse en una hermosa joven, de cabello
cobrizo largo y grandes ojos almendrados, que se mostró
muy disgustada con lo sucedido.
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Una vez que la metamorfosis llegó a su término, el
anciano, haciéndole una reverencia a la niña, le dijo:
—Querida niña, salvaste mi vida y la de Aleaxonora y
por eso te estaremos eternamente agradecidos. Mi nombre
es Euclía-des y soy mago y rey en un remoto territorio.
Dime en qué puedo ayudarte.
Beatriz le narró su historia y lo sucedido con su padre,
poniendo especial énfasis en el largo viaje emprendido por
ella para recuperar el brillo del alma. Por último, le
preguntó por el paradero del Mago de los Espejos.
El rostro del anciano se ensombreció antes de
contestar.
—Es casi imposible llegar hasta él —dijo—. Vive en un
palacio de acero protegido por tres gruesas puertas, detrás
de las cuales hay arpías, cancerberos y cíclopes. Pero lo
peor del caso es que cada puerta puede abrirse sólo con
una única llave y las tres llaves se las entregó el Mago de
los Espejos a los tres peores genios de la región. Una de las
llaves es la que tomaste cuando el genio dormía. Faltan
otras dos.
—He de encontrarlas —dijo Beatriz decidida.
—Y yo te ayudaré —dijo el anciano—. Pero no será
fácil. Te indicaré dónde hallar a los otros dos genios. Uno
vive en una fuente situada al pie de un sauce, no lejos de
aquí, y se esconde bajo la apariencia de un pez rojo. El otro
54
está más distante. Hay que alcanzar una alta tapia, saltarla
y entrar en un desierto. Cuando menos lo esperes verás al
genio.
—¿Y qué debo hacer para conseguir las dos llaves que
faltan? —preguntó Beatriz confundida.
—Al llegar cerca de la fuente, el primer genio tratará
de hacerte su prisionera. Lo aceptarás con la única
condición de que te dé algo a cambio. Él también aceptará
y sellará el trato. Tú, entonces, le exigirás que te entregue
el pez blanco que está en la fuente. Tendrás que insistir en
que eso es lo único que deseas. El pez blanco es su esposa
y él no puede vivir sin ella. Cuando lo veas dudar y te
implore por la vida de su esposa, le pedirás, en
compensación, tu libertad y la llave. Una vez con la llave
en tu poder seguirás directamente hasta el desierto. Allí,
en cualquier momento, el otro genio se acercará a ti
transformado en insecto. Deberás atraparlo de inmediato o
estarás irremediablemente perdida. Para liberarlo, cuando
te lo suplique, solicítale la llave y al mismo tiempo exígele
que te lleve al castillo del Mago de los Espejos.
—¿Y qué hago con este anillo que sobró? —preguntó la
niña una vez que terminaron las explicaciones del mago.
—Es tuyo por derecho propio —dijo el anciano—.
Pertenecía a la hechicera de la cual estaba enamorado el
genio. Al usarlo te permitirá volar.
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—¡Oh! ¡Qué bien! —dijo Beatriz. Y guardó el anillo en
el bolsillo de su delantal junto a la llave.
—Y para ayudarte en tu misión —agregó el anciano—,
te haré un obsequio en agradecimiento a lo que hiciste por
mí.
El anciano se sacó un anillo que llevaba en el dedo
meñique y se lo entregó a la niña, explicándole que al
ponerse aquel anillo se volvería por una sola vez y por
corto tiempo invisible.
Beatriz guardó también el anillo en el bolsillo de su
delantal y se dispuso a partir.
Aleaxonora la detuvo.
—Espera —dijo—. Yo también tengo algo que
entregarte.
Y le pasó a la niña un anillo, parecido al anterior, que
ella colocó sin demora junto a los otros en el bolsillo.
La indicación de la mujer fue que al ponerse aquel
anillo adquiriría tal velocidad corriendo que, en caso de
ser perseguida, nadie podría alcanzarla. Añadió que su
efecto también era de corta duración y por una sola vez.
Agradeció la niña este nuevo obsequio
continuación se despidió y emprendió la marcha.
56
y
a
VIII
LOS OTROS DOS GENIOS
Beatriz siguió en detalle las indicaciones del mago
Euclíades y no se detuvo hasta alcanzar el sauce. A los pies
del árbol había una fuente muy cristalina donde nadaban
multicolores peces. Beatriz se hallaba muy entretenida,
observando el suave nado de los peces, cuando,
súbitamente, una explosión cercana le hizo levantar la
vista y descubrió, junto a ella, una horrible cabeza. ¡Era el
genio! Y aunque estaba preparada para enfrentarlo, no
pudo evitar que un escalofrío de pavor le recorriera la
espalda, las piernas y también los brazos.
El genio, que tenía la cara entera roja y toscas facciones
de pez, bostezó ruidosamente y dijo:
—¿Por qué, niña, interrumpes mi sueño?
Beatriz no supo qué contestar. Las palabras del genio
parecían amables, pero ella sabía, por lo que le dijera
Euclíades, que los genios eran seres perversos.
57
—¡Te convertiré en mi prisionera si no respondes de
inmediato! —vociferó el genio, cambiando bruscamente su
actitud.
—Está bien, genio —respondió la niña, sin demostrar
temor—. Lo acepto. Seré tu prisionera, pero tendrás que
darme algo a cambio. ¿Es justo, verdad?
—¡Vaya! Así que aquí tenemos a una niña inteligente
—rió el genio—. De acuerdo. Pide lo que quieras, aunque
de nada te va a servir donde te voy a enviar.
—¿Y si no cumples?
—Cumpliré —dijo el genio—. Has de saber que un
genio siempre cumple lo que promete. Salvo que sea algo
imposible de cumplir. ¿Pedirás algo imposible?
—¡Oh, no! Pediré algo fácil.
—Entonces no hay problema, niña. Acepto tu trato.
—¡Quiero el pez blanco que está en la fuente!
—¿Quéee...?
El genio palideció y le castañetearon los dientes.
Dirigió a la niña una mirada cargada de odio y después se
mordió los labios.
Por un momento, Beatriz temió que el genio la
golpeara y cerró los ojos y se cubrió el rostro con ambas
manos. Pero un instante después el genio se apaciguó e,
incluso, intentó mostrarse amable.
—Pero, niña —dijo—, ¿para qué pides algo tan simple?
Puedo darte cosas mejores, como por ejemplo la más
58
grande de las joyas, o deliciosos manjares, o, si lo prefieres,
otros peces de colores de los muchos que hay en la fuente.
—¡Quiero el blanco! —insistió Beatriz—. Es todo lo que
pido.
El genio todavía intentó disuadirla por otros medios,
ofreciéndole filtros encantados, frutas que producían
alucinaciones y otra gran variedad de objetos mágicos,
mas fue en vano.
—¿De qué me sirve todo eso estando prisionera? —dijo
la niña.
—¿Y para qué quieres el pez blanco? —preguntó a su
vez el genio.
—Pues... ¡para comérmelo!
La respuesta de Beatriz fue tan dura y precisa que el
genio vaciló.
—Por favor, niña —imploró el genio—. No puedo
darte ese pez. Mejor deshagamos el trato y no serás mi
prisionera.
—Entonces, si no me das el pez, tendrás que
recompensarme —dijo la niña.
—De acuerdo, niña —se sometió el genio—. Dime qué
deseas.
—Lo siguiente...
Beatriz pidió al genio la segunda llave del castillo,
algunas frutas y le hizo prometer que no la seguiría. El
genio, irritado, a regañadientes tuvo que aceptar.
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Una vez con la llave en su poder, la niña continuó su
camino siguiendo al pie de la letra el resto de las
instrucciones que le diera el mago Euclíades.
Avanzó por un retorcido sendero, que se internaba
entre los árboles, y luego de mucho andar, cuando
pensaba que se había perdido, alcanzó por fin la tapia. Era
muy alta y tuvo que afanarse para superarla. Al otro lado
había un desierto.
Se estremeció, atemorizada, al pensar que tendría que
ir por aquel arenal interminable. Pero de todos modos dejó
la tapia y avanzó. El sol pegaba con fuerza y el calor era
agobiante. Hacia los cuatro puntos cardinales, hasta donde
alcanzaba con la vista, divisó únicamente llanura, soledad
y un arenal espléndido. Pronto el cansancio, la sed y la alta
temperatura terminaron por doblegarla. Abatida, se dejó
caer sobre la candente arena.
Mientras permanecía recostada y con los ojos
entornados, sintió de pronto un agudo zumbido cerca de
sus oídos. Sorprendida, abrió los ojos y vio girar alrededor
de su cabeza un extraño insecto. Más rápida que un rayo
pegó un manotazo al aire y lo atrapó.
El zumbido dentro de su mano se hizo ensordecedor.
Entonces, escuchó una voz muy potente, proveniente
de su mano, que dijo:
—¡Suéltame! ¡Por favor, niña, suéltame!
—¿Eres... el genio? —preguntó Beatriz.
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—Sí. Y si no me sueltas al instante lo lamentarás.
—No creo que estés en condiciones de amenazarme,
genio. Dime, ¿qué pasaría, por ejemplo, si apretara mis
dedos?
—¡Ay! ¡No! ¡No lo hagas! Por favor, suéltame, niña.
—Te soltaré. Pero con una condición.
—Está bien, pide lo que quieras, pero que sea rápido
porque me estoy ahogando.
Sabiendo que los genios jamás mentían, Beatriz dijo:
—¡Quiero la tercera llave del castillo del Mago de los
Espejos!
—¡Oh! ¡No! —dijo el genio—. Eso me enemistaría para
siempre con él.
—Pero un genio nunca deja de cumplir lo que promete
—insistió Beatriz—. También quiero que me jures que no
me harás ningún daño y que además me conducirás
directo hasta el castillo.
Mientras hablaba, Beatriz apretó más la mano.
—¡Ya! ¡Está bien, niña! ¡Cumpliré! ¡Cof, cof, cof! ¡Pero
suéltame ya!
Beatriz abrió la mano y el insecto voló hasta la arena.
Entonces ocurrió algo prodigioso. El insecto comenzó a
crecer y en pocos segundos se transformó en un feo genio,
de cuyos hombros salían dos alas redondas y
transparentes. El genio vestía coloridas prendas, usaba
bigote y turbante, y calzaba puntiagudas pantuflas.
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—Satisfaré tus tres deseos, niña —tronó el genio—,
aunque has de saber que jamás en mis cientos de años de
existencia había ayudado a nadie.
—Siempre hay una primera vez para todo, genio. Y
ahora dame la llave.
—Está bien, te la daré.
El genio sacó una gargantilla de oro que llevaba
alrededor del cuello y la cortó, apartando una llave
también de oro.
—Aquí está la llave —dijo—. Aunque sin las otras dos,
una de bronce y otra de plata, no te servirá de nada.
—No importa —dijo Beatriz.
Y puso la llave de oro en el bolsillo de su delantal,
junto con las llaves de plata y bronce y los tres anillos.
—Bien, genio —dijo entonces—. Ahora llévame hasta
el castillo.
—¿Ves esa colina dorada allá a lo lejos? —dijo el
genio—. La rodean varios bosques y en la base está el
castillo.
—Entonces... ¡Vamos!
El genio cogió con suavidad a la niña y antes de que
ésta tuviera tiempo de darse cuenta de lo que estaba
sucediendo, se vio volando hasta quedar de pie ante una
formidable fortaleza.
Beatriz buscó al genio y no pudo hallarlo. Frente a ella,
en el castillo, destacaba una inmensa puerta de madera
62
reforzada con gruesas láminas de acero, herméticamente
cerrada. Miró en todas direcciones, por si veía algún
peligro, y después se acercó a la puerta.
63
EN EL CASTILLO DEL MAGO
Beatriz sacó la llave de bronce del bolsillo de su
delantal y la introdujo en la cerradura. No tuvo
necesidad de girarla, porque, muy suavemente, la
puerta se abrió. Entró y observó. Se hallaba en un inmenso salón, con grandes estatuas adornando los
rincones y extrañas flores azules resplandeciendo en
las murallas. Avanzó lentamente, temerosa de toparse
con los monstruos descritos por el mago Euclíades. La
puerta, tras ella, se cerró sin producir un solo ruido.
Miró hacia el frente y vio, en el otro extremo, entre dos
pilares, una nueva puerta. Hacia allá se dirigió.
Mientras avanzaba contempló las estatuas. Con pavor
comprobó que eran enormes perros con tres cabezas y
aspecto repelente. Por la descripción dada por el mago
Euclíades supo que aquéllos eran los cancerberos.
Horrorizada, vio cómo uno de los perros movía la cola,
otro las patas, y el tercero las orejas. ¡Estaban vivos!
Siguió caminando algo más aprisa, sin dejar de mirar a
los perros, quienes, desperezándose, la miraron a su vez,
cada uno con sus tres pares de ojos y empezaron a gruñir y
a mostrar los dientes.
Beatriz se desesperó al comprender que, por muy
rápido que corriera, jamás alcanzaría la puerta. Entonces,
64
acometida por una salvadora idea, metió la mano en su
bolsillo, sacó uno de los anillos y se lo puso.
Al principio no sucedió nada, pero luego, como si
alguien la estuviera borrando con una gigantesca goma, su
mano desapareció y después desapareció el brazo y a
continuación el resto del cuerpo. Ahora era lo mismo
que el aire: a simple vista completamente invisible.
Los cancerberos, que ya iban a lanzarse al ataque, se
detuvieron confundidos. Entonces, uno de ellos husmeó el
suelo y de inmediato empezó a seguir las huellas. Mas ya
Beatriz había alcanzado la segunda puerta colocando la
llave en la cerradura.
Cuando la puerta se abrió, los cancerberos iniciaron
una rauda carrera para pasar a la otra habitación, pero la
puerta volvió a cerrarse justo antes de que lo consiguieran.
La niña estaba ahora en un recinto algo más amplio
que el anterior, con gruesas alfombras cubriendo el piso y
lujosos tapices colgando de las paredes.
Se alegró de no encontrar allí ninguna horrorosa
criatura cortándole el paso.
Avanzó hacia la siguiente puerta sin perderse detalle
de cuanto la rodeaba.
De pronto, cuando iba en mitad del salón, percibió
aleteos arriba y un hedor insoportable. Levantó la vista y
descubrió, pendientes del cielo raso, unos sucios animales
con rostro de mujer y cuerpo de ave de rapiña.
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Supuso que aquéllas eran las arpías y se sintió
asqueada y a la vez confundida.
Como las aves no podían verla, puesto que seguía
siendo invisible, pudo continuar sin mayores problemas.
Arriba, en el techo, las arpías empezaron a batir las alas
como si estuvieran a punto de emprender el vuelo.
Con alivio, Beatriz alcanzó la tercera puerta. Hizo
coincidir la llave con la cerradura y al momento la puerta
se abrió.
El tercer recinto era mucho más espacioso que los dos
anteriores y por las paredes caminaban rojas cucarachas
luminiscentes. Allí había gigantescos muebles, maceteros
con árboles y dos descomunales sillas ocupadas por dos
enormes cíclopes. Al oirlos, uno de ellos, que parecía haber
estado durmiendo, abrió desmesuradamente su único ojo
y se levantó de un salto. Como no viera nada extraño quedó muy desconcertado. El otro, entonces, de aspecto muy
feroz, abandonó con presteza su silla y se acercó a la
puerta recién abierta, blandiendo entre las manos una
formidable porra.
En la estancia contigua, en tanto, las arpías batían sin
cesar las alas, formando una descomunal algarabía a la vez
que emitían chillidos plañideros.
Cuando un segundo más tarde la puerta volvió a
cerrarse, los cíclopes, ya más calmados, retornaron a sus
asientos.
66
Entretanto, Beatriz había avanzado aprisa. Superó un
portal y subió por una empinada escala hasta el segundo
piso. Allí se topó con una luminosidad cegadora. Eran los
rayos solares que se filtraban por las altas ventanas y que
multiplicaban su potencia al rebotar en una serie de
espejos.
Notó, preocupada, cómo poco a poco perdía su
invisibilidad.
Continuó avanzando por un largo corredor
alfombrado, extremando las precauciones.
En un recodo descubrió algo que la dejó perpleja. Vio
su propia imagen reflejada en las murallas, en el piso y en
el cielo raso. No tuvo que pensar mucho para comprender
que estaba atrapada en un laberinto de espejos. Se asustó
un poco al pensar que, quizás, jamás saldría de allí. Pero
como era obstinada y además no tenía ninguna otra
alternativa, continuó adelante.
Se golpeó varias veces las manos y la cara creyendo
haber encontrado una salida. La encrucijada de espejos
estaba dispuesta de tal manera que no había forma de
acertar a dar con el camino correcto.
Para no confundirse, mientras avanzaba, fue apoyando
las manos en los espejos.
Muy luego, con tantos recovecos, cruces y vueltas,
comenzó a marearse y además se sintió tan cansada que no
creyó ser capaz de continuar.
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Se detuvo para descansar y aclarar las ideas.
El laberinto parecía interminable. Observó atentamente
los espejos y le llamó mucho la atención uno que emitía
suaves destellos.
Fue y lo tocó.
Por un instante no sucedió nada, pero luego, para su
sorpresa, el espejo se desvaneció y frente a ella quedó un
espacio por el cual pudo pasar.
Ahora estaba en un recinto lujosamente amoblado, con
azulejos tornasolados cubriendo el piso y tapices con
figuras arabescas colgando de las paredes. En el centro,
justo en el centro de la habitación, sobre una mesita de
ónice con incrustaciones de marfil, había un pequeño
frasco de vidrio que dejaba escapar una anaranjada
fosforescencia.
—¡Oh! —exclamó Beatriz. Y su instinto le indicó que
aquél era el brillo del alma de su padre.
Emocionada, dio un paso al frente para acercarse al
frasco, pero una barrera invisible la detuvo.
Lo intentó de nuevo con igual resultado.
Algo que se movía atrás de un estante la inquietó. Miró
temerosa, pero no descubrió nada anormal.
Con lentitud, dio una vuelta completa alrededor de la
mesita. Justo entonces, por segunda vez, creyó advertir
ruidos atrás del estante. Giró la cabeza y alcanzó a
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vislumbrar una sombra y un rizo rubio desapareciendo en
un costado del mueble.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
No obtuvo respuesta.
—¡Sea quien sea, salga! —se envalentonó Beatriz—.
Nada saca con ocultarse. Lo vi...
Ahora oyó con claridad ruidos atrás del estante.
No tardó en aparecer la cabeza y luego la mitad del
cuerpo de un joven rubio de incomparable belleza.
El joven tiritaba de miedo.
—¿No... me harás nada? —preguntó el joven,
adoptando una actitud defensiva.
—¿Y qué podría hacerte? —preguntó a su vez Beatriz
extrañada—. ¿Eres acaso el Mago de los Espejos?
—¡Oh, no! Soy solamente Ciclonio, su esclavo.
—¿Esclavo? —se sorprendió Beatriz—. Eso no es
posible. Ahora no es tiempo de esclavos. Todos los seres
humanos son libres. Puedes ser su sirviente, o su
mayordomo, o su lacayo, pero en ningún caso su esclavo.
—Pero esclavo es lo que soy —insistió Ciclonio.
Y terminó de salir desde atrás del mueble.
Al ver al joven de cuerpo entero, Beatriz quedó sin
respiración.
—Pero... ¿qué te han hecho? —preguntó.
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Su pregunta se debía a que el joven tenía la mitad
superior del cuerpo de una persona común y la mitad
inferior igual a una cabra.
—¿Qué me han hecho quiénes? —preguntó a su vez
Ciclonio, sorprendido.
—¿Quién convirtió la mitad inferior de tu cuerpo en
chivato?
Ciclonio miró sus piernas de cabra sin entender el
sentido de la pregunta.
—Que yo sepa, nadie —dijo—. Mi padre era así,
también mi abuelo, y lo mismo mi bisabuelo, y así,
sucesivamente, todos mis antepasados. Soy un sátiro y
provengo de una honorable familia de sátiros.
Beatriz sintió que se le encendía el rostro de la
vergüenza.
—Te lo preguntaba —se justificó— porque es primera
vez que veo un sátiro. Vine en busca del brillo del alma de
mi padre y creo haberlo encontrado, pero no puedo
acercarme al frasco.
—Tienes razón —dijo el sátiro—. Efectivamente el
brillo está encerrado en aquel frasco, pero no podrás
llevártelo debido a que hay una barrera mágica, invisible,
que lo protege. Además, hoy en la noche, el Mago de los
Espejos abrirá el frasco y absorberá el brillo. Eso le dará tal
poder que se convertirá en nuestro único y definitivo
Emperador.
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—¡No lo conseguirá! —dijo resueltamente Beatriz—.
¡Yo se lo impediré! ¡Le quitaré el frasco con el brillo y le
devolveré la salud a mi querido padre!
El sátiro miró con admiración a Beatriz, suspiró
ruidosamente y dijo:
—Me gustaría ayudarte, niña. Pero la verdad es que
nada puedo hacer. ¡Mira! Soy sólo un simple prisionero y
el Mago de los Espejos es el único que tiene las llaves de
mis grilletes.
El sátiro hizo un gesto con la mano y Beatriz vio una
fina cadena que salía de entre sus patas. La cadena estaba
unida a una argolla empotrada en el piso y terminaba en
unos toscos grilletes.
Sin pensarlo dos veces y sin siquiera razonar, porque
de haberlo hecho hubiera sabido que lo que pretendía era
desde todo punto de vista imposible, Beatriz se sacó el
collar con la llave que le entregara la sílfide y se acercó al
sátiro para liberarlo.
Recién en ese momento se percató de la diferencia de
tamaño entre la llave y las pequeñas cerraduras. Aunque
de todas formas lo intentó.
Entonces... ¡Oh, prodigio! ¡Vaya! En menos de un
segundo la llave se encogió, adaptándose al tamaño de las
cerraduras y, sin siquiera girarla, los grilletes cayeron al
piso.
Tanto Ciclonio como Beatriz quedaron maravillados.
71
Al verse libre, el sátiro efectuó vistosas maniobras,
pero después se tranquilizó.
—No lo puedo creer, niña —dijo el sátiro—. Sabía de
fenómenos semejantes. Pero... ¡Vaya! Ahora de esclavo y
cuidador del brillo soy un ciudadano libre gracias a ti.
—¿Eres el cuidador del brillo? —se intranquilizó
Beatriz, poniéndose de nuevo el collar.
—Lo era, niña —dijo el sátiro—. Lo era. Porque desde
este momento soy sólo tu amigo y humilde servidor. Te
indicaré cómo recuperar el frasco y tú me ayudarás a salir.
Y
a continuación le contó a la niña una larga
historia, explicándole cómo era que él había llegado allí y
lo que pretendía el Mago de los Espejos al convertirse en
Emperador. También le explicó el modo de alcanzar el
frasco:
—Debes poner un espejo frente a la barrera mágica y se
abrirá un vano del tamaño exacto del espejo.
Y
como en la pared había varios espejos,
descolgaron uno y lo colocaron frente a la invisible
barrera. Así, sin mayores complicaciones, Beatriz pudo
pasar y acercarse al frasco.
Ya con el frasco en su poder, Beatriz sintió una gran
alegría y tuvo ansias de gritar y de reír; pero luego pensó
en su padre y se calmó. Entonces, con mucho cuidado,
guardó el frasco y regresó donde Ciclonio.
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—Hay algo que no me has dicho todavía —le dijo
Beatriz—. Algo que yo tampoco te he preguntado.
—¿Qué?
—¿Dónde está el Mago de los Espejos?
—¿Quién? ¿El Mago? —Ciclonio hizo un gesto
ambiguo con las manos antes de agregar—. El Mago salió
a repartir invitaciones para su autonombramiento como
Emperador Supremo. Primero envió a los minotauros,
luego salieron los bucéfalos, y él partió al último para
asegurar la venida de los personajes más importantes.
—¿Y cuando volverá?
—Cuando complete su labor. Todo depende del reloj
de arena. Al bajar el último grano él aparecerá en este
recinto. Es uno de sus poderes y él siempre lo ha usado.
—¡Reloj de arena! ¿Cuál reloj de arena?
—El que cuelga arriba.
Beatriz levantó la vista y descubrió, suspendido en el
aire, sin hilos ni alambres, un gran reloj de arena. En su
interior las partículas caían con lentitud y estaban a punto
de llenar la cavidad inferior.
—¡Ay! —dijo Beatriz—. Si el Mago de los Espejos ha de
regresar cuando caiga el
73
74
último grano, entonces falta poco para que lo haga.
¡Debemos salir de aquí cuanto antes!
—¡Vaya! ¡Pero qué tarde es! —dijo el sátiro sin mostrar
mayor preocupación—. Pensé que el Mago había salido
hacía poco.
Beatriz tuvo una oscura sospecha.
—¡Me has engañado! —dijo—. ¡Me has estado
entreteniendo para que el Mago de los Espejos regrese y
me encuentre aquí!
—¡Oh, no! —dijo el sátiro—. ¿Acaso no te ayudé a
recuperar el brillo? ¿No hicimos un trato?
—Sí. Es cierto...
—¿Entonces...?
—Está bien. ¡Huyamos!
Beatriz corrió hacia el laberinto de espejos, pero
Ciclonio no la siguió. La niña, desesperada, regresó a
buscarlo.
—¡Vamos! —lo apremió—. O estaremos perdidos.
—Es que... no puedo ir —balbuceó el sátiro,
compungido—. Sucede que llevo más de un siglo aquí y
no puedo abandonar al
Mago de los Espejos ahora que me va a necesitar más
que nunca. Lo extrañaría y además no sabría qué hacer
afuera.
—Pero... ¡Eso que dices es ilógico! ¿Acaso no quieres
ser libre?
75
—No. Y si te ayudé lo hice sólo con un fin egoísta.
Sucede que si el Mago hubiera llegado algún día a
convertirse en Emperador, a mí me habría expulsado del
castillo o confinado en algún oscuro calabozo. Al
desaparecer el brillo todo volverá a la normalidad. No,
realmente no quiero ser libre...
—Bueno... Si es así... Si lo has decidido...
—Sí. Prefiero seguir siendo esclavo —dijo Ciclonio—.
Estoy bien aquí.
—¡Ay! —se asustó Beatriz de repente al mirar hacia
arriba—. Faltan pocos segundos para que la arena llene la
parte inferior del reloj... ¡Debo huir, Ciclonio! ¡Adiós!
—¡Adiós, niña! —dijo el sátiro comenzando a ponerse
los grilletes—. Fue un encanto conocerte.
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BEATRIZ ENFRENTA AL MAGO
Luego de abandonar al sátiro, Beatriz escapó por el
corredor de espejos y dio varias vueltas antes de
encontrar el espejo que destellaba. Pasó por el vano y
alcanzó el primer pasillo. Entonces, sin detenerse, bajó
por la escala que daba al salón de los cíclopes. Se
detuvo jadeante.
Los cíclopes, al ver aparecer a Beatriz, saltaron de sus
sillas y levantaron las porras con gestos amenazadores.
Beatriz, sabiendo que el tiempo apremiaba, sacó un
nuevo anillo y se lo puso. Sintió calor y experimentó un
ligero cosquilleo en los pies. Y justo cuando uno de los
cíclopes llegaba junto a ella y se disponía a atraparla,
emprendió una veloz carrera. Le pareció que los cíclopes
quedaban paralizados, víctimas de algún poderoso
hechizo, porque corrió tan rápido que le llegaron a doler
los talones. ¡Había que ver de lo que era capaz el anillo!
Alcanzó la primera puerta y pasó al salón de las arpías,
después superó el recinto de los cancerberos y a continuación salió. Tras ella quedó una barahúnda tremenda.
Su problema, ahora, era que no sabía hacia dónde ir.
Corrió sin rumbo fijo, con la única intención de poner una
gran distancia entre ella y el castillo.
Una vez que se acabó el efecto de la sortija, se detuvo
para descansar. Sacó el frasco con el brillo y lo contempló
extasiada.
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Justo entonces, escuchó unos ladridos distantes.
Inquieta, guardó el frasco y buscó dónde esconderse.
Cerca había un cerro. Decidió escalarlo.
Llegó a la cima sofocada. Ahora los ladridos se oían
más claros. Esto fue lo que vio:
Abajo, el bosque se extendía en todas direcciones, y
más lejos, la colina dorada, en cuya base estaba el castillo,
resplandecía. Unos puntos en el cielo llamaron su
atención; parecían pájaros acercándose.
Se fijó mejor y descubrió, aterrada, que los pájaros eran
las horrorosas arpías. Sintió asco y miedo al mismo tiempo
y desvió la vista para no mirar. Entretanto, al pie del cerro,
entre los árboles, aparecieron las desproporcionadas
cabezas de los cancerberos.
Y junto a los cancerberos venía un extraño personaje:
era pequeño, gordo, de brazos cortos y usaba un rojo
bigote, barba y rizadas patillas. Llevaba en la cabeza un
turbante con lentejuelas plateadas, y todas sus vestiduras,
incluso los zapatos, devolvían el reflejo solar como si se
tratara de un formidable espejo.
—¡Uy! —dijo Beatriz en la parte más alta del cerro—.
¡Vienen las arpías, los cancerberos, y el mismísimo Mago
de los Espejos!
Y
se dedicó a pensar en la mejor forma de escapar,
pero como ya había sido descubierta, no supo por dónde.
Además le quedaba un solo anillo, el que le permitía volar,
78
y, de remontarse, las arpías la perseguirían dondequiera
que fuera. Por otra parte los cancerberos ya subían,
presurosos, seguidos del extraño personaje.
Cuando los perseguidores iban en mitad del ceno, el
Mago de los Espejos —porque efectivamente era él— dio
un agudo grito y los cancerberos se detuvieron al instante.
Luego, adelantándose, dijo:
—¡Devuélveme el frasco con el brillo, niña! Si lo haces
te perdonaré la vida. Te lo prometo como que me llamo
Jerzy Korzeniowsky.
—¡Nunca! —exclamó Beatriz.
Y
sintió en el aire, sobre su cabeza, el fragoroso
aleteo de las arpías.
—¡Si no me devuelves de inmediato el frasco, los
cancerberos se encargarán de ti! —añadió el Mago de los
Espejos.
—¡Mentira! —le rebatió Beatriz—. Ni los cancerberos,
ni las arpías, ni nadie me puede dañar. Sólo pueden
atraparme —añadió.
—¡Y eso es justo lo que harán! —dijo el Mago—.
¡Adelante esclavos! —gritó—. ¡A ella! ¡Atrápenla!
Los cuatro monstruos tricípites se lanzaron al ataque,
abriendo las fauces, gru-ñiendo y ladrando.
Beatriz metió la mano en el bolsillo de su delantal y
sacó el frasco que contenía el polvo azul. Lo destapó y
79
cuando las bestias estaban por alcanzarla, les lanzó el
contenido a las cabezas.
Una nube de polvo azul rodeó a los cancerberos,
paralizándolos, cambiándoles el color y haciéndolos
desplomarse, luego, profundamente dormidos.
El Mago, entonces, que venía atrás de los cancerberos
—y a quien los polvos no habían afectado—, avanzó hacia
la niña dando cómicos saltos.
—¡No cantes victoria todavía, niña! —dijo el Mago—.
Aún quedan las arpías, los cíclopes y el infinito poder de
mi magia... ¡No escaparás!
—¡Eso es lo que crees! —señaló Beatriz.
Y echó el brazo hacia atrás y después lo impulsó con
fuerza hacia adelante. El frasco vacío, que mantenía entre
los dedos, salió disparado hacia el Mago de los Espejos,
acertándole justo en el centro del pecho.
Se escuchó un ruido de vidrios rotos, como si se
hubiera quebrado una vajilla completa, y el hombrecillo
cayó de rodillas y ya no volvió a pararse.
—¡Aaagghh!... —gritó el Mago.
Del traje salió algo de humo y también varias chispas y
después se arrugó tornándose opaco.
—¿Qué... me has hecho? —dijo el Mago, casi a punto
de ponerse a llorar—. ¡Mi fabuloso traje! ¡Mi emblema!
¡Ay! ¡He quedado sin mi magia! ¡Arpías, a ella!
80
Pero las arpías, ya liberadas del hechizo del Mago, no
acataron esta orden y emprendieron el vuelo cada cual en
distintas direcciones.
Envalentonada, Beatriz se acercó al Mago.
—¡Tengo algo que darte! —le dijo—. ¿No te crees
valiente?
El Mago, que era de una estatura inferior a la de
Beatriz, se dejó caer al suelo, sollozando.
—¡No, niña! ¡No me hagas nada! —dijo—. ¡Por favor!
¡Estoy indefenso!...
Y aunque Beatriz estaba indignada con el hombrecillo
por lo que le había hecho a su padre, al verlo así, tan
humilde y desvalido, se apiadó de él y decidió no
agredirlo; simplemente, lo dejó allí, tendido y sin sus
poderes. Bajó del cerro mientras detrás de ella se
escuchaban los más variados lamentos. El mago se quejaba
de la pérdida de sus poderes; del fracaso de su
autonombramiento como Emperador; de su posible
enemistad con los invitados a su frustrada fiesta; de que
sería el hazmerreír de los habitantes del territorio; de tener
de amigo sólo a un miserable sátiro, etc.
Luego de bajar del cerro, Beatriz se internó en un
pintoresco valle. Mientras caminaba notó, preocupada,
cómo el sol poco a poco se acercaba al horizonte.
—¡Huy! —dijo—. ¡Cómo pasa el tiempo! Debo darme
prisa.
81
Y apuró el paso.
Cruzó el valle y llegó a una explanada donde trató de
orientarse.
Mientras estudiaba el lugar, de pronto sintió trepidar la
tierra bajo sus pies, y al levantar la vista vio, acercándose a
largas zancadas, a los dos cíclopes.
—¡Ay! ¡Los cíclopes! —dijo aterrada—. ¡Los había
olvidado!
Y como no encontró nada mejor que hacer para
escapar que usar el anillo y salir volando, se lo puso y
esperó impacientemente los resultados.
Notó un ligero mareo, después se sintió muy liviana y
comenzó a elevarse. Se impulsó ligeramente con los pies y
eso la ayudó a subir más todavía, alejándose de los cíclopes, quienes lanzaron manotazos al aire aunque sin
ninguna posibilidad de alcanzarla.
Desde arriba vio gran parte del territorio.
No tardó en descubrir algunos lugares conocidos: el
desierto donde tuviera el encuentro con el último genio; el
sauce con la fuente del pez blanco, y el boldo desde cuyas
raíces había surgido el primer genio. También vio varios
ríos, algunos palacios y una gran cantidad de cosa
extrañas.
Siguió
volando,
impulsándose
con
suaves
movimientos de brazos y piernas, realizando el trayecto de
regreso.
82
Repentinamente, cuando le faltaba poco para alcanzar
el sitio donde se topara con la sílfide y la bruja, empezó a
bajar sin que pudiera evitarlo.
Sabiendo que el efecto del anillo estaba por concluir,
escogió un lugar que le pareció seguro para el aterrizaje y
trató de controlar el descenso.
Cayó sobre un césped alto, que crecía en un suelo
blando y húmedo.
—Parece que desvié la ruta —se dijo Beatriz,
levantándose—. Pero no estoy muy lejos del lugar en el
cual se encuentra el columpio.
Comprobó que el frasco con el brillo no se había
quebrado y buscó algún sendero que le permitiera un
avance más expedito. Los arbustos la rodeaban como si
estuviera dentro de un inmenso cerco.
—¡Vaya! —dijo—. Tendré que pasar por sobre estos
matorrales.
Y dio un paso adelante.
83
PRISIONERA DEL HOMBRE-ÁRBOL
Cuando Beatriz tocó los primeros matorrales,
de pronto éstos se movieron cerrándole el paso.
Dio un salto atrás, asustada.
Entonces, al fijarse mejor, descubrió que lo que en un
principio había confundido con simples arbustos, eran, en
realidad, los verdes cabellos de un ejército de enanos.
Los enanos tenían los ojos grandes, cuerpos rechonchos
y las piernas tan cortas que, en cualquier otra ocasión,
Beatriz se hubiera reído preguntándose cómo hacían para
caminar. Pero tenían una actitud belicosa, le cerraban el
paso y blandían aguzadas ramas, lo que no hacía presagiar
nada bueno.
Uno de los enanos, que parecía ser el jefe, se acercó a
Beatriz y le tiró el delantal.
—¡Fulgor! —dijo el enano.
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—¿Qué? ¿Quieres el brillo? —preguntó Beatriz
sorprendida—. ¿Es eso?
—¡Fulgor! —repitió el enano, haciendo un gesto
afirmativo con la cabeza.
—¡Jamás! —dijo Beatriz. Y empujó al pequeñín,
botándolo y emprendiendo luego una vertiginosa carrera.
Lo sorpresivo de su acción le permitió superar el cerco
de enanos, ya que éstos tuvieron que apartarse con rapidez
para evitar ser pisados.
Pero pronto los hombrecillos se reagruparon y
emprendieron la persecución.
Y si bien Beatriz, motivada como estaba, corría de
prisa, había que ver de lo que eran capaces las cortas
piernas de los velludos enanos. Parecían hélices de avión
por la velocidad con que se movían.
Ya Beatriz se consideraba perdida, exhausta y con sus
perseguidores pisándole
los talones, cuando sintió quejidos detrás de ella y
también ruido de cuerpos derrumbándose.
Al mirar hacia atrás quedó estupefacta: cortándole el
paso a los enanos se hallaba un vejete alto, flaco y de
piernas arqueadas.
Beatriz quedó muy impresionada con la aparición del
vejete, al que parecía que se lo iba a llevar el viento por lo
delgado que era. Derribaba a los enanos como si fueran
frágiles palitroques o simples figuras de papel. Les
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apuntaba con una rama, la movía en círculos, y los enanos
al instante caían y ya no volvían a pararse.
Entre los enanos que se mantenían en pie se produjo
un desbande total. El vejete dejó escapar una risa
quejumbrosa.
—¡Je-je-je-je-je!...
Y después se dio vuelta hacia Beatriz y la apuntó con la
rama.
Beatriz tuvo la impresión de que algo muy malo iba a
sucederle y decidió correr nuevamente. Pero las piernas se
negaron a responderle y ni siquiera logró mover la cabeza.
Lo único que podía hacer era pensar.
El vejete se acercó a Beatriz, caminando
dificultosamente, como renqueando.
Era de una estatura cercana a los dos metros, de cuerpo
parejo, muy seco y algo torcido, como si todo él no fuera
más que un viejo tronco de acacia.
Al fijarse mejor, Beatriz comprobó, horrorizada, que
efectivamente era un tronco, y la rama —con la que había
detenido a los enanos y la misma que usara para aletargarla a ella—, era una simple prolongación de su
astilloso cuerpo. También notó que le costaba avanzar,
pues tenía un pie más grande que el otro, y ambos eran
raíces.
Una vez que el hombre tronco estuvo junto a la niña,
riendo, le dijo:
86
—¡Je, je, je! Gracias a ti, niña, tendré mi recompensa. El
Mago de los Espejos ofreció, a través de sus emisarios, los
minotauros, nombrar su lugarteniente a quien te entregara
antes de esta medianoche. Pero no te podré llevar, porque
soy lento para caminar y el castillo del Mago queda lejos.
Por eso te encerraré y esperaré a que él mismo venga a
buscarte.
Movió su brazo de rama, y Beatriz, que no podía
hablar ni moverse por voluntad propia, comenzó a
caminar como si de repente se hubiera transformado en
una autómata.
Frente a una gigantesca acacia, el hombre-árbol realizó
un movimiento circular con el brazo y al momento en el
tronco se abrió una puerta por la cual Beatriz se vio
obligada a pasar. Después, el ser vegetal cerró la puerta
por fuera y puso, para asegurarla, una gruesa tranca.
Beatriz estuvo varios minutos sin poder moverse.
Luego recuperó poco a poco sus facultades. Supuso que el
hombre-árbol tenía cierto poder mágico que le permitía
doblegar la voluntad de los seres vivientes. Aunque, por
suerte, no había intentado quitarle el frasco con el brillo,
que todavía conservaba en el bolsillo del delantal, y
conjeturó que esto se debía simplemente a que con sus
manos de ramas no podía asir ningún objeto.
Cuando se recobró por completo, se dedicó a
inspeccionar el lugar. Por algunos nudos del árbol se
87
filtraban varios débiles rayos de luz y pudo ver lo
siguiente: una mesa, una silla, una vasija de greda llena
con agua, y una raída alfombra cubriendo el piso.
Buscó, desesperada, algún punto por donde escapar,
pero fue en vano, ya que el único sitio que servía a la vez
de entrada y de salida era la puerta, y ésta, con la tranca
puesta por fuera, no se podía abrir.
Continuaron pasando los minutos y Beatriz se sintió
perdida. La corteza del tronco era demasiado gruesa y
dura para perforarla usando sólo las manos o una pata de
la silla y, de intentarlo, tardaría horas, tiempo más que
suficiente para quedar atrapada en aquel fabuloso mundo,
quizás para siempre.
Abatida, se derrumbó en la silla y tuvo ganas de llorar.
Para hacer más aflictiva su situación, segundos más tarde
escuchó afuera un monótono tamborileo.
Respiró hondo y trató de serenarse. Se apoyó en el
tronco y buscó un agujero por donde mirar. Vio al
hombre-árbol golpeándose el pecho con sus manos de
ramas y emitiendo, a través de su boca, un sonido
semejante al redoble de un tambor. Desde la distancia,
cuando cesaba a intervalos de golpear, se oía un redoble
parecido.
Beatriz supo que no tenía escapatoria y volvió a
sentarse en la silla y, esta vez, sin poder contenerse,
rompió a llorar.
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Justo en aquel momento, bajo sus pies, escuchó unos
débiles ruidos. Prestó atención.
Pensó que quizás era algún roedor o tal vez aves
picoteando las raíces; pero luego el sonido se repitió y le
pareció, ahora, que alguien golpeaba con una piedra un
objeto metálico.
Animada por una remota esperanza, corrió la mesa y la
silla y apartó la alfombra.
Apareció, en el piso de madera, una tapa cuadrada.
Ahora los golpes arreciaban.
Beatriz cogió la silla, por si tenía que defenderse, y
esperó a que quien venía de abajo abriera la tapa.
Esto no tardó en suceder.
89
EL ENCUENTRO ENTRE BEATRIZ Y RAMIRO
Una vez que la puerta del piso se abrió
por completo, apareció primero un mechón
de cabello negro muy espeso y a continuación una cara
redonda y sonrosada. —¡Ramiro! —exclamó Beatriz, al ver
que quien llegaba era su hermano. Y, sin poder contenerse,
lo abrazó eufórica.
—¡Beatriz! —se alegró también Ramiro—. ¡Ay! ¡Si
supieras! ¡He pasado un susto! Después de que tú te fuiste,
como te demorabas, salí a buscarte, y al continuar por el
sendero del centro descubrí unas mariposas enormes y al
seguirlas caí a una quebrada. Luego me interné en una
caverna muy oscura que me trajo hasta acá. ¿Dónde
estamos?
—No me creerías si te contara —contestó Beatriz—.
Tenemos que salir rápidamente de este lugar o
quedaremos atrapados aquí para siempre.
—¡Atrapados! ¿Cómo?
—¡Ay, Ramiro! No hagas tantas preguntas...
—¿Pero encontraste a papá?
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—Sí, en cierto modo.
—¿En cierto modo? ¿Qué quieres decir? ¿Lo
encontraste o no?
—Después te contaré. Ahora bajemos.
Ramiro descendió primero y Beatriz se dedicó a poner
en orden la silla, la mesa y la alfombra antes de cerrar la
tapa desde abajo. Sonrió (aunque no era ocasión para
hacerlo) al pensar en la cara de sorpresa que pondría el
Mago de los Espejos cuando abriera la puerta y no la
encontrara.
Entre ambos empujaron el cerrojo y después
caminaron por el pasillo subterráneo, mejor dicho
corrieron. Una débil fosforescencia, proveniente de las
murallas, les permitió avanzar sin problemas.
—¿Y ahora, hacia dónde vamos? —preguntó Beatriz.
—No sé —dijo Ramiro—. Hay demasiados túneles. La
verdad es que yo antes estaba perdido. Ignoro el camino.
—¿Y entonces?
—¡Sigúeme y veré qué puedo hacer! Ramiro abrió la
marcha y Beatriz fue tras él.
Luego de una larga caminata se toparon con una
pequeña abertura, arriba, que dejaba entrar algo de la
claridad exterior.
—¡Oh! ¡Qué bien! —exclamó Ramiro—. ¡Encontré la
salida!
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—No perdamos más el tiempo —lo apuró Beatriz—.
Salgamos.
Los niños usaron a modo de peldaños algunas raíces y
subieron con una agilidad admirable. Apartaron algunos
arbustos y salieron.
—¿Y ahora qué? —preguntó Beatriz—. Hemos llegado
a un bosque.
—Éste no era el lugar —dijo Ramiro.
—Bueno, eso ya no importa —se resignó Beatriz—. Es
tarde. Iremos hacia la izquierda y, con algo de suerte, en
corto rato regresaremos a nuestro mundo.
—¿A nuestro mundo? ¿Cómo? ¿Acaso no estamos en
nuestro mundo?
—Claro que no. Este es un mundo paralelo, fantástico,
llamado Wexterfalia.
—¿Qué dices? ¡No entiendo!
—Ni hace falta que me entiendas. ¿Y Federico?
—Él tomó por el sendero de la izquierda varios
minutos después de que tú seguiste por el sendero de la
derecha. Yo dormí una corta siesta y luego fui por el del
medio. ¿Sabes? Quedé confundido con lo que dijiste antes.
¿Estás segura de que éste no es nuestro mundo?
—Muy segura. Pero lo que me preocupa ahora es
Federico. Si también vino hasta acá, entonces está en
graves problemas.
92
—No creo. Dijo que no se alejaría demasiado. Tal vez
se perdió, como suele hacerlo —se burló Ramiro.
Beatriz no le contestó. Sólo le dirigió una mirada dura
y después echó a andar.
Más adelante encontraron un sendero y lo siguieron.
Avanzaron entre dos corridas de álamos, cruzaron un
puente sobre un riachuelo, y en los linderos de un bosque,
se detuvieron.
—¡Qué fabuloso bosque! —dijo Ramiro.
—¡Chis! ¡Silencio! —lo interrumpió Beatriz.
—¿Qué? —preguntó Ramiro.
—Escucho un rumor —dijo Beatriz—. Presta atención.
Ramiro se quedó inmóvil y aguzó el oído. Entonces
escuchó, proveniente del centro de la arboleda, un ruido
como de caballos galopando.
—¡Apartémonos del sendero! —se asustó Beatriz—.
¡Parece una estampida!
—¡Ay, no! De nuevo correr —protestó Ramiro—. Me
duelen las piernas y estoy entero acalambrado.
Pero de todas formas corrió, siguiendo a Beatriz, quien
ya se había ocultado entre los árboles.
Desde el bosque salieron galopando unas extrañas
criaturas. Tenían las cuatro extremidades y el cuerpo de
caballo, y de donde debía surgir el cuello del animal
arrancaban los torsos humanos, con sus respectivos
brazos, hombros y cabezas. Eran seres majestuosos, de
93
bellas formas y que avanzaban con tranco firme y elástico.
Cruzaron el puente y continuaron por el sendero,
haciendo vibrar la tierra con sus pezuñas y dejando en el
aire una densa nube de polvo.
—¡Centauros! —se asombró Beatriz.
—¡Pero, hermana! —dijo Ramiro horrorizado—. ¿A
qué terrible sitio hemos venido a parar?
—¡Al más terrible de todos!
—¡Ay, hermana! ¡Yo sólo quiero volver a casa!
—Y yo también —dijo Beatriz—. Pero antes tenemos
que encontrar la puerta que nos permita hacerlo.
Bordearemos este bosque por si veo alguna señal que me
sirva para orientarme.
Bordearon el bosque y justo cuando superaban una
suave hondonada, Beatriz, jubilosa , exclamó:
—¡Allá! Pasando esas rocas está el árbol al pie del cual
conocí a la bruja y a la sílfide. De las ramas colgaba un
columpio. Acerquémonos para comprobarlo.
Beatriz y Ramiro avanzaron rumbo al árbol y desde
lejos vieron el columpio.
—¡Lo sabía! —dijo Beatriz—. Ahora volveremos a casa.
Pero no bien hubo dado un par de pasos, cuando una
sombra cernióse sobre ella y sintió un ligero golpe en la
espalda que la hizo caer.
94
Aterrada, se cubrió la cabeza con ambas manos
pensando que era atacada por un insecto gigante, por un
ave de rapiña, o, lo que era peor, por una de las arpías.
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XIII
DE REGRESO A ESTE MUNDO
Pero quien había derribado a Beatriz no
era otra sino la síl-fide.
—¡A callar! —dijo la sílfide—. ¡No hagan ruido!
Tampoco se muevan.
—¡Oh! —se maravilló Ramiro al ver a tan bella mujer.
—¡Hola, sílfide! ¿Cómo estás? —la saludó Beatriz,
levantándose y sacudiendo el polvo de su ropa.
La sílfide indicó con un dedo en dirección al árbol en el
cual estaba el columpio y, al fijarse mejor, ambos niños
descubrieron, ocultas y blandiendo largas varas, a dos
horrendas brujas.
—¡Ay! ¿Pero qué son esas mujeres tan
feas? —preguntó Ramiro sintiendo
paralizaban los latidos del corazón.
—¡Brujas! —le contestó la sílfide.
96
que
se
le
—¿Y qué haremos para volver a nuestro mundo? —
preguntó Beatriz preocupada—. Las brujas, con sus
poderes, nos capturarán antes de que alcancemos la puerta
entre las rocas.
—Yo las distraeré —dijo la sílfide.
Beatriz la miró agradecida.
—¿Y tú luego cómo te salvarás?
—Tengo mis propios métodos de defensa, niña.
Despreocúpate. Es lo menos que puedo hacer por ti, ya
que antes salvaste mi vida.
—Gracias, sílfide.
La sílfide cogió dos piedras del tamaño de una
manzana y luego dijo:
—Una vez que deje caer las piedras, ustedes corran
hacia las rocas y no se detengan por nada.
Y sin agregar palabra, alzó los brazos y se elevó como
si de pronto se hubiera transformado en una liviana
pompa de jabón.
Voló directo hasta el árbol tras el cual estaban las
brujas.
Ramiro la miró boquiabierto.
Las brujas, que se hallaban ocultas entre unos
matorrales, no se percataron del acercamiento de la sílfide.
Ella tomó la primera piedra y la dejó caer apuntando medio a medio a la cabeza de una de las mujeres. Sin esperar
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a ver el resultado, dejó caer la segunda. Ambas piedras
alcanzaron su objetivo.
—¡Ay!
—¡Ayayay!
Sin perder un segundo, Beatriz y Ramiro aprovecharon
la confusión para correr hacia las rocas.
Ya entre las rocas, Beatriz se sintió desconcertada. No
existía la araucaria y tampoco ningún árbol ni objeto que
se le asemejara. Hasta que, al continuar el avance, llevando
de la mano a Ramiro, repentinamente todo alrededor de
ellos se oscureció.
—¿Vas bien? —le preguntó Beatriz a su hermano.
—Sí —contestó Ramiro—. ¿Dónde estamos?
—Creo que avanzamos por el interior de una araucaria
—dijo Beatriz—. De ser cierto, al frente deberíamos
encontrar una escala.
Efectivamente, luego de unos pasos vacilantes se
toparon con unos peldaños, que de inmediato subieron.
Alcanzaron un sitio donde se veía un rayo de luz.
—¡Es la salida! —dijo Beatriz alborozada.
Terminaron de salir y se dejaron caer, exhaustos, sobre
la húmeda hierba. Atrás vieron la puerta que les había
servido para llegar hasta allí, exactamente en la base del
tronco de la araucaria. Ramiro, receloso, preguntó:
—¿Estás segura de que estamos en nuestro mundo y
no en el otro?
98
—Ya lo creo. Dime, ¿qué ves en las ramas de esos
árboles?
—Unos pájaros. Parecen jilgueros...
—Sí, lo son. Y si te fijas bien verás que algo más allá
hay chirigües y zorzales, y que acá, sobre la araucaria,
descansa una lloica. Éste es nuestro mundo, porque en
Wexterfalia no había pájaros.
—Sí. Tienes razón. Yo tampoco vi pájaros. ¡Oh! ¡Mira!
—se sorprendió Ramiro—. La puerta de la araucaria está
desapareciendo.
—¡Es verdad! —dijo Beatriz—. Aunque eso ahora poco
importa. Debemos regresar donde Federico, que debe estar
impaciente esperándonos. Nuestro viaje duró horas.
Ramiro
suspiró
y
aunque
se
encontraba
completamente agotado y con hambre y sed, por esta vez
no reclamó y siguió en silencio las indicaciones de su
hermana.
Cuando llegaron a la roca con forma de embudo no
vieron a Federico. Beatriz, preocupada, señaló:
—¿Dónde estará?
—Quizás también entró al otro mundo y las brujas lo
atraparon —opinó Ramiro.
—¡Ay, no! —se desesperó Beatriz.
La aflautada voz de Federico, proveniente de unos
arbustos cercanos, les devolvió la tranquilidad.
—¡Vaya! ¿Por qué demoraron tanto?
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—¡Hola, Federico! —dijo Ramiro, alegre—. Es que
tuvimos muchas aventuras. Aventuras increíbles...
—¡Ah! ¡Qué bien! —señaló Federico—. Porque lo que es
yo, he estado aquí aburrido y con hambre y sed. Menos
mal que recolecté algunas moras. ¿Quieren? A mí ya me
aburrieron.
—¡Sí! ¡Gracias! —dijo Ramiro, prácticamente
arrebatando de las manos de su hermano las moras para
luego devorárselas.
Beatriz también comió, aunque con más mesura.
—¡Regresemos! —dijo Beatriz entonces—. Tengo algo
que hacer. Algo fundamental.
Y, sin esperar a saber lo que opinaban sus hermanos,
inició una presurosa marcha. La siguieron Federico y
Ramiro comentando los fantásticos pormenores de la
jornada.
100
XIV
EL FULGOR Y DON EVARISTO
Miles de estrellas empezaban a parpadear en el
despejado cielo, cuando los tres niños avistaron la casa de
doña Uberlinda.
—Esperen aquí —dijo Beatriz a sus hermanos—. He de
entregarle algo a doña Uberlinda. No tardaré.
Beatriz se acercó a la puerta y golpeó. Como no
obtuviera respuesta, la empujó y entró. Sintió el mismo
agradable aroma a hierbas que en la mañana, aunque allí
no había nadie. Sobre la mesa, junto a un jarrón con flores,
encontró una nota. La tomó y salió de la casa para leer. El
mensaje decía:
Beatriz:
Tu padre se agravó y tuvimos que trasladarlo a
Rancún. Tú eres su única salvación. Si traes el brillo del
alma, apresúrate en venir...
101
Más abajo aparecía una dirección y al final la firma de
doña Uberlinda.
Beatriz sintió que de los nervios el corazón se le iba a
salir por la boca. Corrió hacia donde estaban sus
hermanos, que nada sabían de la extraña enfermedad de
su padre, y les pidió que regresaran de inmediato a su casa
y que aguardaran allí a que ella volviera.
—¿Y tú, Beatriz, qué harás? —preguntó Federico.
—Voy al pueblo —contestó Beatriz—. Doña Uberlinda
escribió una nota diciendo que papá me espera allá.
Beatriz dejó a sus hermanos y corrió rumbo al pueblo.
Experimentaba una angustia tan opresiva que le afectaba
por igual el estómago, la garganta y el pecho. No tardó en
hallar la dirección que figuraba en el papel.
Doña Uberlinda la aguardaba impaciente, paseándose
con pasos cortos frente a la puerta.
—¿Lo traes? —preguntó la señora apenas vio aparecer a
la niña.
Beatriz sofocada por la carrera, no respondió. Buscó en
el bolsillo de su delantal y sacó el frasco. Doña Uberlinda
lo tomó con manos trémulas.
—Ojalá que no sea demasiado tarde —dijo la anciana.
Y dio media vuelta y entró en la casa.
Beatriz la siguió sin perderle pisada.
En una sala pequeña, iluminada por una lámpara
solitaria instalada en un rincón, se hallaba Evaristo
102
tendido en una cama, y a su lado, preparando una inyección, se encontraba un joven de camisa blanca y pantalón
gris que arrugaba el entrecejo a cada instante. También
acompañaban al enfermo dos mujeres, el encargado de la
oficina de Correos, y tres lugareños.
—Quiero estar unos momentos a solas con don
Evaristo —dijo doña Uberlinda—. Intentaré lo último.
—Ya no hay nada más que hacer, señora —dijo el joven
de camisa blanca, que era un médico recién egresado y que
había sido destinado hacía poco para realizar su práctica
profesional en Ran-cún—. Está agonizando. Le inyectaré
un sedante y después lo dejaré en sus manos. Tal vez sería
conveniente avisar a un sacerdote para que venga y le dé
la extremaunción.
—Esperemos —dijo doña Uberlinda.
Una vez que el médico realizó su labor, abandonó la
habitación y fue seguido por los demás presentes. Doña
Uberlinda cerró la puerta y se acercó al yaciente. Le puso
el frasco bajo la nariz y lo destapó.
Beatriz dio un respingo al ver lo que ocurría. Del frasco
recién abierto surgió una luz anaranjada muy potente, que
rodeó la silueta del enfermo y después le penetró por la
nariz.
Entonces, en el cuerpo del cartero se produjo un
portentoso cambio. El rostro, antes ceniciento, adquirió un
color sonrosado, y en los labios entreabiertos se dibujó una
103
leve sonrisa. Un instante después bostezó y, a
continuación, movió una mano. Por último, abrió los ojos y
preguntó:
—¡Eh! ¿Qué hago aquí? ¿Dónde estoy? Parece que me
desmayé. La cabeza me da vueltas y vueltas.
Beatriz, emocionada, sintió que se le llenaban los ojos
de lágrimas. Su padre siguió:
—Fui a entregar una carta..., vi grandes mariposas...,
pasé por una estrecha caverna..., me topé con un vejete
pequeño que dijo llamarse Jerzy Korzeniowsky..., le
entregué su carta..., de un frasco me hizo oler unos polvos
de exquisito aroma..., después... ¡Oh! ¡Ése es el frasco!
Evaristo indicó el frasco que doña Uber-linda mantenía
en la mano.
—¡Papá! —exclamó entonces Beatriz, sin poder
contener un segundo más su alegría.
Y se abalanzó hacia su padre, abrazándolo y besándolo
al mismo tiempo.
—No sabe cuánto me alegro de verlo recuperado —
agregó.
—¿Estuve enfermo? —preguntó Evaristo—. ¿De
verdad lo estuve? Sí... Eso es... Cuando llegué al cerro Los
Litres caí a una quebrada y me di un fuerte golpe en la
cabeza. Pero ya estoy bien —agregó.
104
—Esto te pertenece, niña —dijo la anciana, pasándole a
Beatriz el frasco vacío—. Es un frasco muy extraño y que
tiene la tapa de oro.
—De ninguna manera, señora —dijo Beatriz—. Ahora
es suyo. Y también es suya esta llave que me regaló una
sílfide y que en aquel otro mundo servía para abrir
cualquier cerradura.
—¿De
qué
hablan?
—preguntó
Evaristo
incorporándose.
—Nosotras sabemos —dijo Beatriz, entregándole la
llave a la señora—. Es largo de contar y muy difícil de
creer. Doña Uberlinda le salvó a usted la vida. Lo
acompañó en su gravedad anoche y hoy todo el día.
—¿Estuve inconsciente desde ayer? —preguntó
Evaristo.
—Sí.
Evaristo quedó tan confundido que no supo si
agradecer las atenciones dispensadas por la anciana o bien
guardar silencio. Y es que no podía entender cómo era que
él había estado en peligro de muerte, si ahora, justo en
aquel momento, se sentía tan bien de salud que lo único
que deseaba era levantarse y volver a su casa cuanto antes.
Al escuchar risas y ruido de conversaciones, el joven
médico entró en la habitación y cuando vio a Evaristo,
sentado en la cama, quedó tan impresionado que perma-
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neció durante varios segundos inmóvil, con la boca abierta
y sin atinar a nada.
—¡Es... es un milagro! —balbuceó cuando al fin pudo
articular palabra—. Es... es... algo que no logro entender...
Tomó el pulso del paciente, le auscultó el pecho, le
revisó la boca y los ojos, comprobó la temperatura.
Finalmente, atragantándose, dijo:
—¡Sano! Está completamente sano. Es como si jamás
hubiera estado enfermo. Pero deberá guardar cama y no
hacer ningún movimiento brusco, al menos por esta noche,
por si tiene alguna recaída. También debe ingerir mucho
líquido. ¿Cómo lo hizo, señora?
—¡Secretos de naturaleza! —dijo doña Uberlinda en
forma enigmática—. Usted, joven, adquirió sus
conocimientos estudiando y leyendo libros, y yo aprendí
lo que sé observando a las personas y viviendo entre
plantas y árboles.
—¡Me voy a casa! —dijo Evaristo decidido—. No
soporto un minuto más en este sitio.
El médico ayudó al cartero a vestirse y después lo
acompañó hasta la puerta.
Quienes aguardaban quedaron estupefactos al ver salir
a Evaristo. Todos esperaban un desenlace fatal, y la
recuperación les pareció increíble. Evaristo conversó con
los presentes y a todos les agradeció la compañía y
también la preocupación demostrada.
106
—Todavía no lo entiendo —dijo el médico—. Hace
media hora usted agonizaba, sin posibilidad alguna de
sobrevivir, y ahora está rebosante de salud... Todavía no lo
entiendo —repitió.
—¿Vamos? —preguntó Beatriz.
—Lleven una lámpara —dijo el médico—. Está oscuro
y corren el riesgo de tropezar con alguna piedra, chocar
contra alguna rama o perderse.
—¡No! ¡Qué va! —dijo Evaristo—. Hay luna llena y
además conozco tan bien el camino que podría ir incluso
con los ojos cerrados. Con Beatriz pasaremos a dejar a
doña Uberlinda y después nos iremos directo a nuestra
casa. Gracias por todo, médico, y adiós.
Beatriz cogió a su padre de la mano y a doña Uberlinda
de un brazo y echó a andar tarareando una canción. Atrás,
rodeados de sombras, quedaron los lugareños y el médico.
Este último tan confundido, que decidió releer sus mejores
libros de medicina por si en uno de ellos encontraba
alguna explicación lógica que le permitiera desentrañar
aquel complicado misterio.
107
TODO VUELVE A LA NORMALIDAD
Hacía un día agradable. El sol se elevaba
majestuoso por sobre los picachos más altos
de la cercana cordillera y bandadas de aves silvestres
hendían el aire acompañando con trinos su colorido vuelo.
Unos fuertes golpes en la puerta despertaron a Beatriz. Se
levantó asustada, aún amodorrada, y fue a ver quién era.
De pasada comprobó que sus hermanos todavía dormían.
Los golpes en la puerta arreciaron. Antes de abrir, Beatriz
recordó todo lo sucedido. Se sobresaltó. No llegaba a entender si su paso por Wexterfalia realmente se había
producido o si todo era producto de un mal sueño.
Recibió una grata sorpresa al ver quien llegaba.
—¡Mamá! —dijo Beatriz. Y comprobó, al mirar la
posición del sol, que ya era casi mediodía.
La mujer entró en la casa recibiendo grandes muestras
de cariño de su hija. La niña preguntó:
—¿Cómo le fue, mamá?
108
—Mejor de lo que esperaba —respondió la mujer—. Te
contaré.
Y le contó a Beatriz detalles de su viaje y también que
su hermana ya se encontraba fuera de peligro y que
vendría a visitarlos antes de un mes.
—¡Ah, hija! —agregó luego la mujer—. Si supieras...
¡Los extrañé tanto! Menos mal que ustedes estuvieron
aquí, tranquilos, en la casa.
—No tan tranquilos —repuso Beatriz sonriendo.
—¿Qué dices?
—Que ahora ya no tiene nada de qué preocuparse —
agregó Beatriz.
—¿Y Federico y Ramiro, cómo están? ¿Y Evaristo? Hoy
es lunes. ¿Fue a repartir cartas?
Beatriz se acordó de su padre y sintió un desagradable
vacío en el estómago. Sin decir palabra, corrió al cuarto
donde éste dormía y lo halló vacío. Tampoco estaba el
bolso de cuero en el cual acostumbraba a transportar las
cartas, ni la ropa, ni el gorro de reserva. Suspiró aliviada.
Regresó donde su madre y le dijo:
—Parece que papá partió temprano a la oficina del
correo. No lo sentí levantarse, porque anoche me acosté
tarde y cansada, y hoy, cuando él salió, yo estaba
profundamente dormida.
—¡Ah!
109
Beatriz suspiró aliviada sabiendo que todo había
vuelto a la normalidad.
Rato después, cuando Ramiro y Federico despertaron,
saludaron a su madre y Ramiro se esforzó narrándole
parte de sus fabulosas aventuras. Isidora en un principio lo
escuchó extasiada, pero luego, como la historia era muy
larga, además de truculenta y repetida, terminó por
aburrirse.
—Posees una gran imaginación —le dijo.
—¡Pero si es verdad! —aseveró Ramiro—. Beatriz
puede confirmarlo.
Beatriz fue más comedida. Sabía por experiencia, que
era muy difícil para su madre (lo mismo que para
cualquier adulto) creer en los maravillosos acontecimientos que ellos habían vivido y por eso prefirió, para no
embrollar más el asunto, guardar silencio.
A primeras horas de la tarde regresó Evaristo. Lo hizo
con su buen ánimo de costumbre. Saludó a su esposa e
hijos y después se dedicó a comentar los principales
sucesos del día.
Cuando se hallaban todos alrededor de la mesa, listos
para almorzar, Ramiro, haciéndose el importante, dijo:
—Sé donde usted perdió su gorro, el principal, papá.
Está en el fondo de una quebrada cerca del cerro Los
Litres. Si usted quiere, uno de estos días lo acompaño y
vamos a recuperarlo.
110
—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Evaristo extrañado.
Ramiro de inmediato le respondió:
—Es que como usted el sábado en la noche no regresó,
me preocupé, y ayer, temprano, les pedí a Federico y a
Beatriz que me acompañaran a buscarlo. Al llegar cerca del
cerro Los Litres hice que ellos me esperaran y seguí sus
huellas bajando hasta el fondo de una quebrada donde
hallé su gorro, pero después lo perdí y...
—¡Mentira! —dijo Federico—. Fue Beatriz quien
sugirió ir a buscarlo. Ella visitó primero a doña Uberlinda
para averiguar su paradero y después...
—¿Qué pasa aquí? —se extrañó grandemente Isidora—
. Me ausento un par de días y resulta que Evaristo no
regresa una noche a casa, que Ramiro se empeña en
contarme una fantástica historia de centauros y brujas, y
que Federico realiza la caminata más larga de su vida.
—Lo hice por papá —señaló Federico.
—Yo también lo hice por papá —se vanaglorió Ramiro.
Beatriz guardó silencio.
—Mi historia es más simple —intervino Evaristo—. Salí
a entregar una carta y al pasar cerca de una quebrada caí al
fondo y me di un fuerte golpe en la cabeza. Sufrí algunas
alucinaciones, pero de todos modos entregué la carta y
entre mareos pude regresar, aunque me desmayé justo al
pasar frente a la casa de doña Uberlinda. Ella me recogió y
estuve inconsciente la noche del sábado y ayer la mayor
111
parte del día. Cuando me recuperé encontré a Beatriz junto
a mí, y al volver a casa, ya de noche, hallé a Ramiro y a
Federico durmiendo.
—¡Oh! —dijo Isidora. Y no pudo agregar nada más,
pues quedó muy confundida.
—Lo más importante —dijo Beatriz— es que papá ya
está bien, que mamá regresó a casa, y que tenemos a toda
la familia reunida.
—Sabias palabras —dijo Evaristo. Y de pronto se
acordó de un vejete pequeño, de pelo rojo y brillante traje
de múltiples espejos, que lucía en una mano un extraño
frasco que despedía un suave resplandor anaranjado.
También se acordó del nombre del vejete: Jerzy
Korzeniowsky.
—No quiero —intervino Isidora—, al menos por ahora,
que se hable más del asunto. Apenas terminemos de
almorzar iremos a visitar a doña LJberlinda para agradecerle lo que hizo.
—¡Ay, no! —dijo Ramiro.
—Yo prefiero quedarme en casa —añadió Federico.
Beatriz, alegre, señaló:
—¡Yo sí iré, pues a doña Uberlinda le debemos la vida
de papá!
Evaristo movió la cabeza de un lado a otro, pensativo,
y luego, elevando el tono de la voz, dijo:
112
—Y todo por culpa de una simple carta con señas
vagas del destinatario. Pero prometo, como que me llamo
Evaristo, que la próxima vez que deba entregar una carta y
ésta tenga la dirección incompleta, no me complicaré la
existencia y la devolveré de inmediato a la oficina del
correo.
—Estoy de acuerdo —dijo Isidora.
Claro que Evaristo sabía, a pesar de sus encendidas
palabras, que como buen cartero que era, primero iba a
agotar todas las posibilidades para efectuar la entrega,
antes de pensar siquiera en la posible devolución de una
carta que, quizás, era portadora de un mensaje de paz,
amor o alegría para alguien que de verdad lo necesitaba.
113
NOTA SOBRE EL AUTOR
JOSÉ LUIS CARRASCO BALMACEDA
Nació en 1950, en Antofagasta y reside actualmente
en la ciudad de Valparaíso.
Egresó del Instituto Superior de Comercio de dicha
ciudad tras obtener, con el primer lugar, el título de Agente
Comercial y Viajante. Estudió tres años de Ingeniería Comercial en la Universidad Católica de Valparaíso y más
tarde ingresó en el Curso Postal y Telegráfico con la intención de postular a la Empresa de Correos de Chile.
Después de laborar un tiempo en Correos fue contratado
en 1977 por la I. Municipalidad de Valparaíso para ocupar
el cargo de Jefe de Patentes Comerciales, en donde se
desempeña hasta hoy.
A raíz de un accidente, comienza a escribir hacia fines
de 1978. Participa en el Concurso Nacional de Cuentos
Javiera Carrera con su primer cuento, "El Pingüino Nanú",
114
y obtiene el máximo galardón. Posteriormente volvería a
ser distinguido con el primer lugar en los Juegos Literarios
Gabriela Mistral, convocado por la I. Municipalidad de
Santiago, en esta oportunidad, con la novela Al acecho del
cóndor.
El éxito logrado en estos concursos fue un incentivo
para que don José Luis continuara su incursión en el
campo de las letras. Hasta ahora se ha hecho merecedor
de casi un centenar de distinciones, muchas de ellas a
nivel internacional.
Algunos de los últimos premios obtenidos, por grado
de importancia, son:
1992: Premio de la Crítica 1991, otorgado por el Círculo de Críticos de Arte de Valparaíso, en la especialidad de
Literatura, por el cuento "La última bruja".
1992: Premio Pedro de Oña, en categoría Cuento Infantil (categoría y premio únicos), otorgado por la Corporación Cultural de Nuñoa, por el conjunto de cuentos
titulado El gato aventurero.
1993: Premio Concurso Municipal de Literatura "Eusebio Lillo 1993", convocado por la I. Municipalidad de El
Bosque, con el cuento "Cosas del mar", que fue incluido
por dicha Municipalidad en diciembre de 1993 en el libro
con distribución nacional que se tituló Cosas del mar y
otros relatos.
Entre sus publicaciones se encuentran:
La última bruja, editada por Editorial Andrés Bello.
Cuentos publicados en diversas antologías en Chile,
Argentina y España.
115
Último cuento publicado: "Nido", en el volumen 2 de
los libros Cuentos de La Felguera, Ediciones Trea, Gijón,
Asturias, España, en mayo de 1994.
. Clasifica las siguientes oraciones en interrogativas o
exclamativas. Las interrogativas subráyalas con rojo
y las exclamativas con azul.
1. ¿Qué pasa, papá?
2. ¡Pero si es verdad!
3. ¡Pobre de mí!
4. ¿Y Federico y Ramiro, cómo están?
5. ¿Cómo pasaré al mundo de los seres fantásticos?
6. ¡Quiero el pez blanco que está en la fuente!
7. ¡Mentira!
8. ¿Y si no cumples?
9. ¿De qué me sirve todo eso estando prisionera?
10. ¡Qué vengativa y malvada eres!
18. Completa las siguientes oraciones con el
pronombre
personal que corresponda.
1 ____ realizó sus actividades como de costumbre.
2 ____ seré precavida.
3 ____ me ayudarás a salir.
4.____ terminaron de salir y se dejaron caer.
5 ____ iremos a visitar a doña Uberlinda.
6.____ esperabais un desenlace fatal.
19. Completa las siguientes oraciones con adjetivos
calificativos.
116
1.Beatriz era una __________ niña.
2.Los elfos son unos ___ duendecillos.
3.La Gorgona es una ______ mujer.
20. Clasifica los siguientes sustantivos en comunes o
propios. Los comunes escríbelos con letra imprenta y
los propios con letra manuscrita.
1.Evaristo 6. Beatriz
11. Jerzy
2.duende 7. túnel
12. enano
3.columpio 8. Ramiro 13. Rancún
4.Uberlinda 9. víbora
14. frasco
5.mariposa 10. Korzeniowsky 15. Federico
21. Identifica en las siguientes oraciones el sujeto y el
predicado.
1.La sílfide cogió dos piedras del tamaño de una
manzana.
2.Evaristo conversó con los presentes.
3.El sátiro miró con admiración a Beatriz.
4.Los tres hermanos iban a campo traviesa.
5.Beatriz hizo girar la manilla.
22. Busca el sinónimo de las siguientes palabras e inventa una oración relacionada con el contenido de la
novela.
117
1.jovial
2.entregar
3.desgracia
4.obeso
5.agotar
6.cauteloso
7.enfadado
8.agradable
9.sencillo
10. fantástico
23. Busca el significado de las siguientes palabras.
Para facilitar la búsqueda, ordénalas primero por orden alfabético.
1.salvoconducto 7.trucul 11.rugoso
2.voluminoso ento
12.luminisce
3.ancestro
nte
4.infusión
8.follaje 13.descomun
5.paraje
9.eludiral
14.obstinada
10.
6.hurgar
migiratoria 15.grillete
16.Pídeles a tus amigos, familiares o compañeros de
curso que te cuenten una historia donde participen seres
fantásticos (por ej. duendes, brujas, centauros, sílfi-des,
genios, etc.).
17.Escribe una noticia donde cuentes el final feliz de
esta novela.
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