Puerta lateral - Jornal de Poesia

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Puerta lateral - Jornal de Poesia
Puerta lateral
Jorge Rodríguez Padrón
Coleção de Areia
Puerta lateral
Jorge Rodríguez Padrón
Selección e introducción a cargo de
FLORIANO MARTINS
Coleção de Areia - 2
© Puerta lateral, Jorge Rodríguez Padrón | 2010
© Portada y proyecto gráfico | Floriano Martins
Coleção de Areia – 02
Projeto Editorial Banda Hispânica
Caixa Postal 52817 – Agência Aldeota
Fortaleza Ceará 60150-970 Brasil
Coleção de Areia - 3
Sumário
I. La frontera inquietante (estudio introductorio)
La frontera inquietante de la crítica (en Jorge Rodríguez
Padrón)
II. La quietud sacramental
Vértices de una escritura atlántica
Para una interpretación del modernismo en Canarias
Las vanguardias tardías hispanoamericanas en España
Voces desde la periferia
José María Eguren: una luminosa estela de sombra
Lectura de Lezama Lima
El pájaro parado (leyendo a Emilio Adolfo Westphalen)
(fragmentos)
Conjunción y disyunción (notas del diario de un diálogo)
Joaquín Pasos: un joven que nada sabía
Notas para un diálogo de antologías
Silencio único que nos incendia
Javier Sologuren: vagando entre los signos de la noche
La aventura poética de Roberto Juarroz
José Kozer: la poesía como conversión
III. La encarnación radiante (algunas tentativas)
Alfonso Reyes y el Madrid posible
Todo viaje es a la ventura (siguiendo a Maqroll)
La palabra dada
El barco de la luna (fragmentos)
Dados bibliográficos de Jorge Rodríguez Padrón
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I | LA FRONTERA INQUIETANTE
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La frontera inquietante de la crítica
(en Jorge Rodríguez Padrón)
Floriano Martins
En el ámbito de una crítica de la poesía hispanoamericana,
algunos libros deben ya ser considerados como esenciales a una
comprensión del género, libros cuya acción crítica establece un
foco de reflexión y correspondencia entre las diversas poéticas
que se siguen fundando en este territorio. En este sentido es que
se puede citar algunos títulos de la obra crítica de Octavio Paz,
tales como Las peras del olmo (1957), Cuadrivio (1965) y
Puertas al campo (1966), volúmenes en que es posible señalar
un sistema de diálogos dentro de los límites de la creación
poética en Hispanoamérica, constituyendo así, en palabras del
mismo Paz, un amplio y notable “campo de afinidades y
oposiciones”. Con igual intensidad y poder de revelación
podemos citar Fundadores de la nueva poesía latinoamericana
(Barral, Barcelona, 1971), del argentino Saúl Yurkievich, La
máscara, la transparencia (Monte Avila, Caracas, 1975), del
venezolano
Guillermo
Sucre
y
Catorce
poetas
hispanoamericanos de hoy (Providence College, Rhode Island,
1984), este último una compilación de textos críticos sobre
algunos poetas hispanoamericanos realizada por los chilenos
Pedro Lastra y Luis Eyzaguirre.
Además de estos podemos contar también con otras obras
importantes, aunque no se detengan especificamente en el
universo de la poesía hispanoamericana: Descripciones (Monte
Avila, Caracas, 1983), del venezolano Juan Liscano,
Hispanoamérica: mito y surrealismo (Procultura, Bogotá,
1986), del colombiano Carlos Martín, Gravitaciones y
tangencias (Colmillo Blanco, Lima, 1988), del peruano Javier
Sologuren. Tales libros — y algunos otros pueden naturalmente
ser aquí inclusos — se aventuran a nutrir perfiles y raíces,
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lenguaje y movimiento, de una esfera literaria que se va
insinuando, en cuerpo y alma, en la medida en que se toca su
centro incandescente, su magma voraz.
Una vez firmada como algo no esporádico, expuesto a lo
efímero de las circunstancias, e insinuando ya un cuerpo de
intenciones, la poesía hispanoamericana se impone entonces
más allá de sus fronteras, sea por la residencia de algunos de sus
poetas en países europeos y en los Estados Unidos, o por la
sensibilidad y seriedad del trabajo de algunos críticos e
traductores. El hecho es que esta poesía puede ser hoy
observada a la luz de su real condición: no como el discurso
ordinario de un lenguaje impuesto, sino como la intensa y
determinada búsqueda de fundación de una realidad que se
caracterice por la multiplicidad de lenguajes, incorporación
voraz (sin embargo jamás aleatoria) de signos, conceptos,
formas, creencias — desdoblamiento continuo de sentidos,
destrucción y correspondencia de las significaciones. Vallejo,
Huidobro, Borges. Lezama, Paz, Rojas. Montejo, Pacheco,
Kozer. El balance de un siglo de poesía en Hispanoamérica
sorprenderá a todos por su vitalidad, multiplicidad, frescura e
transbordamiento. Hay, por lo tanto, una clara urgencia en la
tejedura de este inventario.
Entre los nombres que han mostrado un empeño sincero en
la difusión de esta poesía se encuentra el del crítico español
Jorge Rodríguez Padrón (Las Palmas de Gran Canaria, 1943-),
una de las voces más pertinentes y experimentadas de la crítica
literaria en los días de hoy. Su claro interés por la poesía
hispanoamericana cuenta ya con más de dos décadas y se
multiplica en una infinidad de artículos y ensayos incluidos en
innumerables publicaciones. En tal sentido, anotemos un poco
su trajectoria.
En 1973 se edita un volumen titulado Tres poetas
contemporáneos: Valery, Pavese, Paz, en el que se pueden
averiguar las interrelaciones existentes entre la obra de estos
tres notables poetas, la “preocupación por los límites, por la
aventura creadora que los tres llevan a término, o que para los
tres resulta ser eje de su esfuerzo creador”, conforme palabras
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del mismo Rodríguez Padrón en entrevista que le hice
(Andrómeda # 27, San José, Costa Rica, 1989).
Luego en seguida publicaría Octavio Paz (Ediciones Júcar,
Madrid, 1975), un extenso y esclarecedor estudio sobre la obra
del poeta mexicano, primer ensayo de conjunto sobre este poeta
publicado en España, donde es posible situar con más nitidez su
defensa de la crítica como una arriesgada aventura exploratoria
en los subterráneos del lenguaje, “una penetración intensa en la
realidad formal, intrínseca e inherente a la expresión literaria”.
Este volumen crítico de Jorge Rodríguez Padrón está además
amparado por una rica iconografía y una excelente, aunque
reducida, selección de poemas de Octavio Paz.
En los años siguientes proliferan los artículos (aún no
reunidos en libro), así como la preparación de una monumental
Antología de poesía hispanoamericana 1915-1980 (EspasaCalpe, Madrid, 1984), volumen abierto por un largo estudio
preliminar, que se configura como una singular puerta de acceso
al universo transbordante de la poesía hispanoamericana —
recordemos que Puerta lateral era exactamente el título
previsto por el autor, no habiendo sido posible por meras
circunstancias editoriales. En él podemos disponer de una
riquísima gama de perplejidades y desacuerdos, las venas
multifacéticas de esta poesía allí caracterizadas por la “escritura
conflictiva” de Juan Liscano, las personas épicas de Alvaro
Mutis, el “delicado ejercicio de despojamiento verbal” de Juan
Gelman, la “escritura plural y digresiva” de José Kozer, entre
otros. Tal vez falte al libro una referencia directa a la corriente
surrealista de esta poesía, antecipada en parte por la obra de los
chilenos Rosamel del Valle y Humberto Díaz-Casanueva y
continuada por la experiencia vertiginosa de autores como
Enrique Molina, Emilio Adolfo Westphalen, Enrique GómezCorrea, y más recientemente, Ludwig Zeller. No obstante, es
posible entrever la defensa de Jorge Rodríguez Padrón, la
misma que Lezama Lima, por un barroquismo como espejo
ideal de la expresión americana, tanto por el transbordamiento
formal como por la “fiesta de los sentidos”. Tal vez por esta
óptica se pueda comprender mejor la obra del boliviano Jaime
Sáenz, del colombiano Jorge Gaitán Durán y de la argentina
Olga Orozco, para citar apenas algunos. De cualquier modo, la
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importancia del trabajo de Rodríguez Padrón consiste en la
difusión, ya en aquella ocasión emergente, de una “realidad
poética” ejemplificada por un “cuerpo de doctrinas”
(recurriendo a la expresión de Paz) consciente y de acentuada
relevancia, lo que significaba decir que el autor cumplió con su
deber sagrado: crear posibilidades de diálogos entre las
culturas, desvelando nuevos caminos y alertando sobre los
límites que deben ser ultrapasados.
En el desdoblamiento de su obra crítica Jorge Rodríguez
Padrón prosigue en busca de elucidación (y consecuente
difusión) de los caminos (laberinto flamante) de la poesía
hispanoamericana. Se sigue un intenso período de lecturas,
teniendo siempre en cuenta: la lectura como celebración del
diálogo incesante entre las obras, la amplia conjunción de voces
que se fijan (y también se disuelven) en cada encuentro, la plena
comunión de signos que revelan las secretas (invisibles) puentes
que nos dan acceso a una otra realidad. Impulsado por el agon
de ese flujo de lecturas, reflexión y revelación de escrituras que
abren uno (y otro más siempre) abanico de indagaciones,
Rodríguez Padrón se dedica a una serie de ensayos, nuevamente
sobre la poesía hispanoamericana (para él la poesía española no
puede prescindir de la lectura de esta otra poesía), reunidos en
un libro titulado Del ocio sagrado (Libertarias/Prodhurfi,
Madrid, 1991). Se trata de una nueva visión suya de la escritura
poética, como también de su oficio como crítico.
Primer movimiento del crítico: abandono, dejarse tocar por
la aventura, celebrarla en su entraña, abismarse en sus
insinuaciones. Solamente entonces comienzan a tomar cuerpo
las figuras de su discurso, iluminaciones resultantes de una
entrega total. Ir a buscar el sentido más allá de todo sentido, por
detrás de la trama verbal con que el texto nos seduce. Ejercicios
de reconocimiento: reflejos y transparencias. Desafío constante
al cuerpo del lenguaje, a la sombra inquietante de su propio
deseo, desafío a la escritura para que esta se muestre como
tejedora de su propia crítica. Esta me parece la visión con que
Rodríguez Padrón busca provocar un diálogo entre crítica y
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creación poética, diálogo de incesantes sorpresas alcanzadas en
sus centellas de atracción y repulsión.
Del ocio sagrado nos trae nuevamente a la escena las voces
inconfundibles de poetas como Jorge Luis Borges, José Lezama
Lima, Octavio Paz, Gonzalo Rojas, Javier Sologuren, Alvaro
Mutis, Roberto Juarroz y José Kozer, esta vez podiéndose
detener con todo el espíritu (una meditación) sobre la poética de
cada uno, confirmándolas y hasta revelándoles algunas
insospechables galerías. Trátese de abordar la escritura como
reescritura constante en Borges, de señalar un erotismo
transbordante y ceremonial en el principio de las imágenes en
Lezama Lima, de apuntar a una recuperación reflexiva y madura
del surrealismo en la poesía de Javier Sologuren, o indicar la
“serenidad contemplativa” que José Kozer aplica “al fervor
sensual de una palabra desbordada” — la densa estructura
crítica que sigue placenteramente erigiendo Rodríguez Padrón
produce resonancias inquietantes, genera síntesis relucientes y
singulares, a partir de su constelación de cuerpos disidentes y/o
confluentes, teatro de signos esenciales, juego de propagaciones
sucesivas que buscan “unidades y unidad”.
Y si Del ocio sagrado nos revela tanto acerca de poéticas ya
consagradas, lo hace más aún al adentrar al territorio inóspito
(¿ignorado por cuáles razones?) de la poesía del peruano José
María Eguren — un visionario inolvidable que anticipa espacio y
tiempo en el curso de las experiencias poéticas en
Hispanoamérica, pleno y luminoso en su inquietud creadora —,
de la paraguaya (aunque nacida en las Islas Canarias) Josefina
Plá — cuya poética, elegíaca y metafísica, nos desafía a
“desangrar hasta la última gota para poder resucitar”, teniendo,
a ejemplo de Lezama Lima, la resurrección como una de las
raíces de toda gran poesía —, y del nicaragüense Joaquín Pasos
— igualmente elegíaco, la visceralidad de Pasos consiste
paradoxalmente en su inocencia, poética erguida en la pureza y
encantamiento de lo ignoto, la corredera irrefrenable del
asombro ante lo desconocido. Estos tres ensayos asumen
proporciones aún más instigantes y reveladoras en Del ocio
sagrado exactamente por tratarse de estudios (zambullidas)
acerca de obras de escasa difusión. Libro, sin duda, fundamental
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este de Jorge Rodríguez Padrón, al iluminar uno de los
escenarios más vigorosos de la escritura poética contemporánea.
Determinado por lo mismo criterio, ha escrito aún dos otros
volúmenes: Tentativas borgeanas (Editora Regional de
Extremadura, Salamanca, 1989) y El pájaro parado/Leyendo a
Emilio Adolfo Westphalen (Ediciones del Tapir, Madrid, 1992),
libros en los cuáles es posible habitar las singularidades e
revelaciones de dos escrituras poéticas de extrema importancia
para los destinos de la poesía hispanoamericana. En Borges la
poesía es constante recreación y zambullir infatigable en el
laberinto de las culturas. Para Westphalen el poema es un
milagro irrefutable entorno del cual se renueva el hombre, que
torna posible la resurrección. Crítico reconocido por su
profundidad y visión poética, Rodríguez Padrón señala con
clareza los artificios y enigmas de esos dos notables poetas.
Sobre el argentino subraya:
Octavio Paz ha hablado de la creación poética como retorno
al origen, como encuentro con la palabra pura e irrepetible.
Borges escribe desde esa situación irrepetible, irreversible,
y original también. Borges ha retornado al mundo
primario donde las fronteras entre lo real y lo imaginario,
entre lo posible y lo imposible, se han disuelto para
siempre; donde las diferencias entre contrarios se anulan; y
se anulan porque se dicen, porque se nos dicen.
Y acerca del peruano considera:
Todo en el poema, en la poesía de Emilio Adolfo
Westphalen, es reflejo, espejo; tiene su doble en el objeto
mirado, en el trazo verbal que lo incorpora: el verso en el
otro verso, la palabra en la sucesión de formas que la
acogen. No caber, pues, en un espacio determinado; alzar
la voz como única esperanza de elevación, de arraigo en el
desarraigo; debatirse en la queja, pero frente a uno mismo.
La presencia de estos libros en el panorama cultural español
es de gran importancia, tanto por una lectura más aclaratoria a
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cerca de los laberintos borgeanos, como también por el aspecto
primordial — hasta entonces no se había tomado en
consideración1 — de tratarse aquí de la primera publicación
crítica (todo un libro) entorno de la poesía del peruano
Westphalen, sin duda alguna uno de los poetas fundamentales
de la gran aventura poética hispanoamericana. Dos libros, pues,
esenciales que lo destacan a su autor entre los críticos más
reveladores de la actualidad.
En 1993 la poesía de lengua española recibe dos otros libros
de Jorge Rodríguez Padrón: Paso sobre paso/1 & 2 (Cuadernos
de Calandrajas, Toledo) y El sueño proliferante y otros ensayos
(Universidad de Las Palmas de Gran Canaria). En sus páginas
nuestro encuentro ahora es con poetas españoles e
hispanoamericanos; se amplía el diálogo hasta el punto de la
revelación acerca de las relaciones entre las dos instancias
geográficas. Paso sobre paso es un libro mágico, dónde el crítico
nos conduce por los pliegues de sus encuentros sugestivos con el
poema mismo, y también con su autor (Gonzalo Rojas, Ángel
Crespo, Javier Sologuren, César Simón, Roberto Echavarren,
entre otros). El libro desnuda la voz de algunos poemas y ofrece
a su autor un espacio de consideraciones acerca de su
interpretación crítica. Funda el instante revelador de un
riquísimo diálogo: poema, autor, lector (crítico), todos reunidos
en torno del fuego central de la poesía.
Por otro lado, El sueño proliferante abre la discusión acerca
de las experiencias con el lenguaje poético llevadas a término en
la extensión del idioma español, apunta confluencias,
rompimientos y desencuentros, convivencias y ajenamientos
entre la poesía hecha en España y su otro polo, Hispanoamérica.
No hay otro libro que fundamente tan bien tales relaciones,
establecendo las causas y efectos de sus dominios. Allí la
modernidad y las vanguardias han sido objeto de una lectura
1Anterior a la publicación de El pájaro parado, es correcto señalar la
existencia de una pequeña edición, con tiraje de cien ejemplares y
escasa difusión, de EAW (Editorial “El café de nadie”. México. 1985), de
Stefan Baciu, plaquette que recoge dos ensayos acerca del peruano.
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crítica y sus propuestas de diálogo. Con su voz también poética,
el mismo Rodríguez Padrón señala, en el prólogo de este libro,
acerca de los desdoblamientos posibles de la poesía de lengua
española:
Otra mirada, otras preguntas se reclaman con urgencia, y
quizá sea éste el único mérito de las páginas que siguen:
contribuir a proponer la una, arriesgarse a hacer las otras.
Sólo a los poetas corresponde ver con nueva luz, dar con las
respuestas que se solicitan.
El aporte cultural de este crítico echa sus raíces todavía a
través de la difusión de valores literarios de su propio país,
sobre todo aquellos autores nacidos en las Islas Canarias,
habiendo preparado valiosas ediciones críticas de la obra de
escritores tales como Domingo Rivera, Alfonso García Ramos y
Arturo Azuela, mereciendo especial destaque los volúmenes
organizados para la Biblioteca Básica Canaria: No menor que el
vacío (1988), de Luis Feria y Teoría de una experiencia (1989),
de Eugenio Padorno, libros que han revelado admirables
circunstancias de la poética de estos dos importantes poetas
contemporáneos. Rodríguez Padrón fue también redactor de la
revista grancanaria Fablas, experiencia llevada a término en los
años setenta, acerca de la cual él mismo nos habla:
Fablas quiso ser, desde el comienzo de su andadura pública,
un lugar de encuentro para escritores españoles (de las
islas y de la Península) e hispanoamericanos; quiso ser un
enclave similar, en lo literario, a lo que las islas Canarias
han sido siempre, en lo geográfico y en lo cultural,
y al fin constata que
vista desde hoy, aquella empresa fue algo importante, tanto
en las islas como fuera de ellas, y creo yo que cuantos
trabajamos para la revista es ahora cuando empezamos a
considerar esa importancia que, en los años de actividad
editorial, no podíamos sospechar.
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El texto con que se inicia nuestra antología desvela una
visión del crítico acerca de una situación común a la poesía
atlántica — aspecto que engrandece la razón central del presente
libro —, por su vez una escritura que en su raíz significa la
disposición arriesgada por la constante aventura del lenguaje y
la iluminación de los descubrimientos. “Vértices de una
escritura atlántica”, que apunta algunas cuestiones esenciales de
la poesía moderna de una determinada región, precisamente
Canarias, Brasil e Hispanoamérica, es un pórtico fundamental
de acceso a los despliegues críticos de Rodríguez Padrón. Este
ensayo ha integrado una edición especial de la revista El
Urogallo (Canarias, 1989), donde se muestra una serie de
reflexiones sobre la cultura contemporánea de las Islas
Canarias. También allí se publica un otro ensayo de Rodríguez
Padrón: “Cinco propuestas para una nueva narrativa canaria”,
donde observa con peculiar lucidez los despliegues esenciales de
la narrativa en su rincón natal.
A partir de este revelador “Vértices de una escritura
atlántica” tomamos la palabra de Rodríguez Padrón, su discurso
verbal, como la iluminación de los caminos oscuros recurridos
por la poesía española e hispanoamericana, sus rumbos
existenciales y verbales, a través del encantamiento y sutileza de
sus reflexiones. Hasta el momento en que presentamos un
fragmento de su El barco de la luna, todavía inédito, donde
valora, con notable propiedad, los orígenes barrocos de la poesía
hispanoamericana y el “sentido gravitatorio” de la poesía escrita
por mujeres (que no se debe confundir con la discutible poesía
femenina) que, según el mismo, “explica muy bien el signo de
identidad fundamental de toda la poesía moderna en aquel
continente”.
Al fin de nuestra jornada, de nuestra puerta lateral, una vez
más la incontestable presencia de la voz crítica de Rodríguez
Padrón: tres encuentros con el autor de este libro, diálogos al
largo de unos años, que buscan aclarar unas cuestiones más ya
largamente ofrecidas en las páginas de nuestra aventura crítica.
Una vez más la confirmación de lo imprescindible que es la
presentación de este crítico en el ámbito de su espacio natural
de actuación reflexiva, o sea, la poesía en lengua española,
sobremanera sus relaciones entre España e Hispanoamérica.
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Creemos, por tanto, que la suma de observaciones hechas aquí a
respecto de Jorge Rodríguez Padrón, y también de su trayectoria
crítica como una totalidad orgánica, precisa la esencialidad de
una obra que sigue un curso abisal: agotar la voz en lo que se
dice, tornar pleno el sentido, arrancando un otro sentido al
sentido inaugural de todo aquello en que toca.
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II | LA QUIETUD SACRAMENTAL
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Vértices de una escritura atlántica
1
El recorrido describe un triángulo que tiene, en sus tres vértices,
otros tantos espejos donde se refleja el rostro plural de una
misma actitud creadora, de una misma concepción del escritor
como individuo marginal, solitario, aislado, que, vuelto sobre sí
mismo, no se anonada en una autocontemplación narcisista,
sino que se enfrenta, abierta y críticamente, a la imagen que del
mundo, de su mundo, de sí mismo, va trazando en sus textos. Y
al contemplarse en su doble que es la escritura, el temblor de su
confusa identidad se transmite también al lenguaje, recibido con
desconfianza, aceptado con encantamiento y manejado con
atractiva puericia, como dijera Lezama Lima. Canarias es el
punto de partida y de llegada que inicia, desarrolla y cierra ese
triángulo perfecto al cual aludo. Los otros dos vértices:
Hispanoamérica y Portugal.
2
Una escritura atlántica que quiere decir dispuesta al
descubrimiento, a la novedad, a la sugestión creadora; una
escritura excéntrica y dinámica cuyo lenguaje discurre en la
delicada frontera entre iluminación y oscuridad, y que se abre
siempre desde la orilla hacia el mar, desde la seguridad a lo
posible: un intento dramático y nunca concluido de definir una
identidad que participa de la misma afirmación y negación
contenidas en su lenguaje. Una escritura atlántica que, frente a
la luminosa serenidad mediterránea con su madurez histórica y
su gozosa sensualidad nunca desmesurada, construye una
inquieta sugestión que la impulsa hacia lo nuevo: el lenguaje
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salta en pedazos y solicita una sintaxis, un ritmo y, sobre todo,
un acento diferentes.
3
Un acercamiento a la literatura de Canarias, hecho con el
entusiasmo y la dedicación de quien desea encontrarse con ella,
antes que con la calculada intención de definir espacios
históricos generacionales que la contengan, conduce — de forma
inmediata y necesaria — hasta la literatura hispanoamericana.
El espejo ultramarino devuelve la imagen de su pareja
condición: en Hispanoamérica, como en Canarias, una escritura
nacida de la incertidumbre ante el lenguaje, de la condición
mestiza y plural de su realidad que, ni ostenta con castizo
orgullo un origen determinado, ni se sustrae a las novedades
que, asumidas sin traumas, la mantienen lejos de cualquier
confiada seguridad. Una escritura literaria que necesita
desarrollar una mirada propia, individual, y configurar — al
mismo tiempo — una vivencia cosmopolita de la realidad.
4
En la lectura de los escritores modernistas insulares se nos
ofrece una variedad muy particular del modernismo y
postmodernismo españoles, sólo explicable en función de su
carácter periférico y excéntrico; ello es, e su discusión interna y
fundacional con la lengua literaria heredada. Pues hunde sus
raíces en las peculiaridades dialectales que de verdad hacen del
lenguaje algo vivo y cambiante, nuevo: un habla cargada de
doble sentido, cuyo tono y cuyo ritmo contradicen
constantemente los rigores gramaticales, dejan de ser aquellos
que impone el modelo para mostrar su otro lado provocador.
Ello se confirma en la lectura de los escritores de vanguardia
que, si en América suponen la segunda inauguración de la
literatura contemporánea en lengua española, en Canarias —
aunque frustrada en la trágica fugacidad auroral de los años
treinta, amenazada por esa sombra inquietante que pronto
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tomaría forma de guerra civil — el grupo surrealista de Tenerife
fue la verdadera voz, no el eco, como tampoco lo fue el
modernismo, de la vanguardia a este lado de la lengua: el
interlocutor válido para un diálogo que, fatalmente, no ha
podido cumplirse a plenitud.
5
Por Andalucía, primero y por Canaria, muy poco después, la
lengua española se entrega al vértigo creador sin trabas ni
complejos. La afirmación juanramoniana de que él se sentía un
“andaluz universal” debe entenderse en este contexto. Y sólo
cuando su obra incorpora la visión cosmopolita que le concede
su contacto con la realidad americana puede dar cima a su
poema fundamental, movido por la incertidumbre y por la
recíproca contemplación de imágenes y palabras venidas de un
lado y del otro océano. Espacio no es otra cosa que una
fundación poética en la que interviene la memoria del poeta
reflejada en la realidad cambiante de un lenguaje que ilumina y
multiplica las posibilidades de conocimiento, abriéndose al
drama de la identidad. Pero el caso de Juan Ramón Jiménez
siempre ha resultado excepcional. Desde dentro, su obra se ha
entendido, casi en exclusiva, como ajena al discurrir histórico Y
a la fidelidad requerida por una poesía sin aventura,
confirmadora de la verdad antes que contradictoria de la
misma.
6
A la literatura española le era indispensable (en cierto modo,
aún lo sigue siendo) una salida hacia lo incierto que el mar
ofrece; debía situarse en una orilla desde la cual plantear sus
propios interrogantes. Y no podía serlo el Mediterráneo,
conocido y asumido históricamente, eje además de la tradición
literaria en lengua catalana. No llegará a serlo, tampoco, a pesar
de su especial predisposición para ello, la moderna poesía
gallega que debe luchar, en el siglo XIX, por reivindicar, desde la
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condición entonces minoritaria y marginal de su lengua, una
personalidad sepultada en la ceguera de la historia, de modo
que pudiese alcanzar el espacio correspondiente dentro de la
poesía peninsular y lograra integrar sus voces en la continuidad
histórica perdida. Ha de ser en ese rio de la lengua que discurre
desde el sur hacia América donde la literatura que habla en
español encuentre el enclave decisivo de Canarias como orilla y
frontera, a la vez que como primera distancia que facilite el
análisis autocontemplativo y crítico que es urgente, entonces y a
partir de ese momento: un diálogo todavía ocasional, pero sin el
cual será imposible un desarrollo renovador, vivo, de la
literatura de nuestra lengua.
7
El profesor Manuel Alvar, dedicado desde hace mucho tiempo y
con tanta pasión como sabiduría al esclarecimiento del español
de Canarias, a explicado cómo “en las islas, el castellano se
proyectó fuera de sus fronteras geográficas y creó una nueva
realidad. Ya no castellana, porque Andalucía interpuso sus
telones; ya no andaluza, porque las aguas del océano
presagiaban inéditos alumbramientos. La lengua se adaptó a
una nueva realidad para captarla, transmitirla y recrearla.”
Realidad física, incontestable, de un paisaje plural e inquietante:
en el centro geométrico, un promontorio de piedra gana espacio
al cielo, un círculo se abre hasta las entrañas de fuego extinto, o
el triángulo blanco, seno perfecto, ofrece su aureola al infinito.
Circundándolo todo, una lámina azul que se allana, o se
encrespa, o se alza con imponente violencia, en un constante
amago de engullirlo para siempre. Nunca sucede. Pero la
evidencia geográfica se disuelve — una vez y otra — en la
perpetua sospecha de su imaginaria condición.
8
Paisaje omnipresente cuya inmanencia parece depender de los
elementos, y cuya relación con el hombre que lo habita (otra
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realidad nueva asumida por el español que derrota en las islas)
ha sido siempre doble y conflictiva: el insular reconoce aquella
realidad, pero la imagina siempre desaparecida. La mitología
atlántica no contempla lugar de llegada alguno: la imagen
neblinosa de San Borondón genera una fuerza centrífuga que
impulsa al insular, para reconocerse, a buscarse con denuedo a
través de un mar tenebroso y sin límites, en un océano abierto a
la aventura, en los rostros de perplejidad, de incertidumbre
inaugural, de miedo también, que se han asomado desde el
comienzo de los tiempos a tal inmensidad. En el archipiélago
atlántico, el hombre no tiene la conciencia orgullosa de la
individualidad, sino la evidencia (unas veces exaltada, otras
vergonzante) de su mestiza condición, producto de fugaces
encuentros con viajeros que allí hacen escala ocasional. De
ilusiones y fracasos, de huidas constantes, se nutre la tradición
insular; en los encuentros sucesivos y diversos con gentes
venidas de fuera se fragua su peculiar identidad.
9
“Canarias — escribe también el profesor Alvar — no es una zona
marginal, sino el centro del mundo que habla nuestra lengua;
aquí se anudan las modalidades de ambas bandas del mar y se
filtran las diferencias.” Aquella lengua, orgullosa de su origen y
pagada de su poder, “dejó de ser castellano para convertirse —
aquí — en español”. Y ese español recién nacido viene a la vida
portando la implícita semilla de la irreverencia: de una manera
absolutamente natural, el español de Canarias vive en el riesgo
que toda creación literaria exige; establece siempre lo
imprevisto en la tranquilidad aceptada de la norma, evitando
que ésta llegue a convertirse en una ortopedia anuladora. La
literatura insular nunca ha sido ajena a esta condición; en ella se
han originado sus más notables creaciones: no una lengua
aceptada con respeto y reverencia, sino soliviantada por la
ambigüedad y el doble fondo que en ella habita, manipulada
desde esa distancia y con las necesidades que la nueva realidad
impone; nunca una respuesta pasiva a la realidad o a los sucesos
que en ella se producen, sino una voluntaria, emotiva hasta
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lúdica inversión de los mismos, que se traduce en constantes
hallazgos, en atrevidas sorpresas.
10
Es verdad que tal posición fronteriza y excéntrica puede
conducir — como así ha sido — a la autosuficiencia y a la
impersonalidad. No hay raíces históricas lo suficientemente
sólidas para asentar una tradición; y en su historia más reciente
o más lejana, el insular afronta tal conflictiva identidad sin
hacer demasiado caso de ese componente dramático indudable:
con una cierta comodidad subsidiaria y dependiente, se desliza,
con más frecuencia de la deseada, hacia un mimetismo que lo
lleva a remedar actitudes e ideas, a copiar usos y costumbres.
No se atreve a encarar su ventajosa situación. El escritor canario
tiene la ineludible obligación de fundar su propia tradición,
asumiendo su pluralidad mestiza y espejeante; no sólo ha de
contemplarse en la realidad que lo circunda, sino que debe
volverse hacia los otros, sentirlos parte de su identidad e
indagar en sus miradas y en sus voces hasta reconocerse
plenamente en ellas, sin complejo alguno. Así lo han hecho,
desde dentro y desde fuera de las islas, sus mejores poetas y
prosistas.
11
Favorecido por mi posición equidistante con respecto a los dos
polos de la lengua española (lejos del casticismo envejecido y
sabiéndome parte de un proceso lingüístico y literario siempre
inaugural), no he tenido dificultad alguna para incorporar otras
voces — no sólo las que hablan español — al diálogo que intento
definir aquí, siempre que aborden los problemas de su lengua
con idéntica voluntad inaugural y siempre que afronten la
creación literaria con la misma urgencia inquietante y
sugeridora que ilumina la imagen de su verdadera identidad
individual colectiva, coincidente en todo con esa difícil
reconstrucción del origen que, como digo, se resiste a aceptar de
Coleção de Areia - 22
modo inconsciente o subsidiario el peso de la tradición. Así
sucede con los escritores portugueses que inauguran allí la
modernidad, hasta llegar a la figura central de Fernando Pessoa.
12
Escriben también desde una orilla, a veces no especificamente
geográfica, que los define y que abre sus senderos hacia lo
posible, hacia lo intuido por el deseo; su fe se plasma en la
construcción de una identidad resistente a todo lo que
entienden como historia ajena o frustrada, y optan por una
relación dramática (ello es, crítica, dialogante) con las dos
imágenes que de sí mismos confluyen en ese límite que
espiritualmente los condiciona y geograficamente los constituye.
La escritura portuguesa contemporánea funda sus orígenes, de
la misma forma que los otros dos vértices de la escritura
atlántica, en la ruptura con la historia, en la novedad del
lenguaje, en la obsesión reformista que desea superar el simple
compromiso histórico y en la voluntad cosmopolita contenida
en la peculiar afirmación de la individualidad, y hasta del
aislamiento, del escritor. La marginalidad como inauguración
imaginativa que sitúa al lenguaje del otro lado de la realidad, en
ese territorio donde la voz poética es voz unánime.
13
Hay una “dura, briosa, hermandad [de los canarios] con los
portugueses, que tantos motivos de acercamiento dio en el
pasado”, pues se trata de una historia compartida, paralela o
coincidente en el recuento de determinados acontecimientos
políticos o sociales y en intercambio humano, tan fructífero en
lo económico como influyente en la personalidad. Esta
andadura fraternal en la historia arraiga — sin embargo —
mucho más atrás, en la fundación mítica que, como escribe la
profesora María Rosa Alonso, “se gestó en la santidad viajera de
los monjes celtas […] Corrió por la saudosa tierra portuguesa,
jalón céltico del ensueño y del sentimiento del mar, posó su
Coleção de Areia - 23
aleteo de mariposa en las Azores ¿yñ ¡Cómo no habríamos de
buscarla en las Islas Afortunadas!”. Dura, briosa hermandad
que, inexplicablemente, ha pasado inadvertida para
historiadores y críticos; ha vivido aletargada en las
preocupaciones de los propios escritores; dejó su huella, no sé si
del todo consciente, en los autores de principio de siglo, en
donde Enrique Díez-Canelo la detectó inmediatamente.
14
La lengua literaria portuguesa, como la española, empieza a ser
moderna, a ser otra, cuando por intermedio de estas tres
iluminaciones no sólo se aventura a reconocer el riesgo de su
identidad naciente, sino cuando dicha experiencia, en cierto
modo simultánea a pesar de los concretos desfases cronológicos,
encuentre su correlato exacto en los otros dos espejos donde
también las relaciones heredadas entre individuo y lenguaje,
entre individuo y concepto unilateral de la realidad, se rompen y
multiplican para que sus fragmentos dialoguen entre sí,
estableciendo sus propias leyes de atracción y rechazo. Que sea
la poesía portuguesa del Brasil, y la española de
Hispanoamérica, la que haya afrontado las más arriesgadas
experiencias textuales, no debe ser ceñido por un fenómeno
extraño o marginal, sino que debe suscitar la adecuada
respuesta por parte de la poesía, más conservadora y resistente,
de este lado del Atlántico.
15
De ahí que invoque la situación de Canarias como
singularmente válida, en el caso de la lengua española. Se trata
de una evidencia histórica que podremos comprobar apenas
iniciemos el cotejo entre la obra de los escritores más
representativos de la modernidad insular y los escritores
coetáneos de los otros dos polos de la literatura atlántica. Una
escritura de carácter inaugural que transforma la solemnidad
rigurosa de la épica en un mito desbordado que oponer a la
Coleção de Areia - 24
torpe pasividad de la historia que heredan o de la sociedad en
que vive; en la exaltación irónica de lo cotidiano, aprovechando
los valores de la expresividad coloquial y la fugacidad inestable
en la cual se desenvuelve; o que la deja escapar hasta el terreno
de lo visionario, de un más allá que es paisaje — cósmico o
próximo — siempre nuevo y distinto para el individuo que,
desde su seno, en constante alerta, alza voluntarioso su palabra.
16
Para hacerlo así, el escritor — también en los tres casos — debe
adoptar determinadas posiciones, determinada retórica.
Objetivo y distante, mira lo que le es próximo, llegando hasta su
misma identidad; pero comprometido con esa existencia que es
su lenguaje, debe entregarse a los otros, y a sí mismo, con una
peculiar religiosidad laica: unas veces, se sustrae a la vida
pública, vive una existencia marginal o bohemia; otras, se
esconde en los límites más cercanos de su barrio o de su hogar;
otras, en fin, renuncia a la imagen de su identidad tal y como la
transmite la historia para desdoblarse en pseudónimos o
heterónimos, por medio de los cuales puede ahondar mejor en
los extremos de su experiencia: la búsqueda apasionada y
dramática de sí mismo y el diálogo continuo, crítico, irónico y
hasta lúdico con ese lenguaje que es su única identidad cierta.
17
Todo lo dicho me lleva a concluir que esta inauguración
atlántica de la literatura moderna es un ejemplo evidente de la
capacidad de la literatura para anular las fronteras geográficas y
políticas y establecer otros territorios, más abiertos y por ello
más tolerantes, donde la palabra poética sea vínculo de unión,
pero también de discusión, verdaderamente liberador. Si el
espacio del océano se sigue disputando como una parcela
dividida en zonas de influencia estratégica antes que como
territorio donde la fuerza sugestiva del mito suplante a la
torpeza “gris y desanimada” de los intereses encontrados, lo que
Coleção de Areia - 25
fue en su día itinerario para un descubrimiento, tal vez azaroso,
de nuevos mundos, y ámbito para el viaje en busca de la propia
identidad, del doble que somos y que hemos querido negar
desde una y otra ladera, se convertirá en un vacío donde el
escritor, que mira solícito desde esa orilla que lo define, se
perderá para siempre: su voz tendrá como respuesta el silencio.
Coleção de Areia - 26
Para una interpretación del
modernismo en Canarias
El primer estudio sistemático que existe sobre la poesía
escrita en las islas Canarias es el iniciado por el profesor Ángel
Valbuena Prat, en la última década de los años veinte, que daría
lugar, poco tiempo después, al primer tomo de su Historia de la
poesía canaria (Barcelona, 1937). Esta obra, que el autor nunca
completó, establece unas líneas fundamentales que — durante
mucho tiempo — han servido a estudiosos, historiadores y
antólogos para aproximarse al movimiento poético que se
desarrolla en las islas, con muy singulares características, en el
tránsito de los siglos XIX al XX. En sus años de catedrático en la
Universidad de la Laguna (Tenerife), Valbuena Prat convivió
con los más jóvenes y pujantes escritores insulares, iniciadores
por entonces de la aventura vanguardista, y agrupados en torno
a publicaciones como “La rosa de los vientos”, revista
precursora de “Gaceta de arte”, indiscutido portavoz del
surrealismo canario de los años treinta. Aquel entusiasmo
afirmativo de una identidad insular en la literatura en lengua
española despertó, sin duda alguna, el interés de Valbuena Prat
por explorar el origen de actitudes tan renovadoras. Por eso, su
Historia de la poesía canaria se inicia con el estudio de autores
como Antonio de Viana y Bartolomé Cairasco, poetas del siglo
XVII, fundadores de una visión poética que ya es claramente
insular, y de un lenguaje que — movido por la vibración estética
del Barroco — se convierte él mismo en paisaje, en imagen,
estableciendo así una particularísima mitología insular y
atlántica en la poesía de Canarias. Valbuena pasa de ellos a los
románticos, para iniciar seguidamente, con más pormenor, el
estudio de los poetas que ya conforman el modernismo de las
islas, a partir de sus indiscutibles predecesores: los poetas de la
Coleção de Areia - 27
Escuela Regionalista de Tenerife. Valbuena Prat declara sin
reparos que, a partir de ahí, la poesía canaria adquiere su
indiscutible personalidad y demuestra su condición moderna.
Sin embargo, los criterios manejados por el profesor
Valbuena — a pesar de su larga y buena fortuna crítica posterior
— se han revelado, a la luz de los nuevos estudios sobre el
modernismo, como el mayor obstáculo para que una obra tan
importante lograra trascender los límites históricos dentro de
los cuales se realizó. Hace muy poco tiempo que las propuestas
de Valbuena Prat sobre la poesía canaria han empezado a ser
revisadas, y quizá ésta sea una buena ocasión para exponer el
porqué de esa revisión imprescindible, teniendo en cuenta su
incidencia en la valoración posterior del modernismo insular. A
pesar de su contacto directo con aquella literatura, a pesar de su
conocimiento de primera mano de autores y obras, y de la
realidad misma de las islas, Valbuena siempre aplicó a su
estudio un criterio estético que oponía al alumbramiento
imaginativo y formal de los modernistas el recelo y la templanza
sentimentales del noventayochismo dominante: frente a una
poesía pretendidamente musical y colorista, otra que dice,
cuenta y canta. Por eso, en su análisis de los poetas canarios,
Valbuena desvía la atención hacia aquellas obras exaltadoras de
lo próximo, de la cotidianidad pequeña y familiar, por medio de
lo que él entiende como efusión sentimental de temas y
actitudes expresados en esa poesía. Y acaba estableciendo, como
caracteres definitorios de la misma, los siguientes: el
aislamiento, el cosmopolitismo, la intimidad y el sentimiento del
mar. No obstante existir esas características (si sólo atendemos
a lo puramente descriptivo), no se arriesga Valbuena a matizar
cada una de ellas, y prefiere quedar en los niveles temáticos, sin
notar que tales aspectos actúan sobre la obra literaria
provocando en ella una agitación dramática muy peculiar,
consecuencia de la condición insular en que se origina. El
aislamiento y la intimidad no sólo son sentimientos, sino rasgos
de una personalidad capaces de inaugurar una imaginería
específica, donde lo cotidiano no es la celebración enajenadora
sino actitud crítica; no son sentimientos que se traduzcan en
retórica, sino rasgos que favorecen una liberadora síntesis de lo
Coleção de Areia - 28
coloquial y prosaico con lo artístico y poético, en el lenguaje
manejado por estos poetas, que es así crítica de sí mismo. El
cosmopolitismo y el sentimiento del mar no serán — como
explica Valbuena y así parece haber sido interpretado hasta hace
poco — motivo de una temática exótica o curiosa, sino
generadores de una concepción de la poesía y de la palabra
poética de carácter universal, unánime: una palabra cambiante,
de una vitalidad y un dinamismo siempre inesperados. El
cosmopolitismo, además, orienta a la poesía insular hacia uno
de los vértices capitales de la modernidad: el lenguaje de la
ciudad, como opuesto a la retórica tradicional.
Por otra parte, Valbuena aplica siempre a su estudio un
criterio central y casticista para explicar un fenómeno literario
que es, básicamente, periférico y excéntrico. La crítica española
ha aludido siempre a los rasgos diferenciadores entre el centro y
la periferia del idioma, pero — talvez consciente del riesgo que
supone encontrarse con una imagen contestadora y dialogante
de la literatura propia — se ha apresurado a advertir que no
puede ser muy sólida una crítica sustentada en tales
presupuestos. Un error que ha costado muy caro no sólo a los
estudios del tema que nos ocupa sino al desarrollo de toda la
poesía española. Desde esos escritores del Barroco que
Valbuena Prat estudia en su libro, la poesía de Canarias se
escribe con el propósito decidido de originar un nuevo centro
fuera del centro (al igual que sucede con la poesía en lengua
española de América, precisamente por las mismas fechas); con
la intención de dilucidar una nueva identidad confusa y
contradictoria, pues se reconoce en el centro de una dramática
bipolaridad determinada por su aislamiento y por su voluntad
cosmopolita. Desde Viana y Cairasco, la poesía escrita en
Canarias quiere ser una inauguración con la capacidad
suficiente para interrogar, de forma constante e impertinente, a
la tradición peninsular heredada. En consecuencia, no creo que
pueda hablarse del modernismo insular como de una provincia
del modernismo peninsular, o como de una simple realización
ecoica del modernismo americano, que deba ser superada con la
vuelta a las fuentes de una poesía tradicional y popular; a esa
retórica de carácter utilitario y ético, religiosa, que alienta en
Coleção de Areia - 29
todo el 98. Así orientó su trabajo Valbuena Prat, e impidió que
el modernismo de Canarias llegase a ser rectamente entendido.
Valbuena rastreó en los poetas canarios de fin de siglo en
busca de aquellos aspectos que pudieran servirle para
aproximarlos a la estética discursiva y machadiana que él
defendía como modelo; aunque tales rasgos fueran, en realidad,
aparentes o superficiales. Y la crítica posterior prefirió
conformarse con esas líneas generales establecidas por él, y no
se preocupó de interrogarse sobre sus evidentes limitaciones. De
esta forma, la poesía de Canarias ha ocupado sólo un lugar
subsidiario en los recuentos históricos del modernismo, o en los
estudios y antologías sobre el tema publicados en España, a
partir de entonces2. Y la razón no es otra que aquella tenaz
incomprensión (cuando no abierta desconfianza) con que la
poesía española escrita fuera de los límites peninsulares ha sido
observada siempre desde dentro del país. Una incomprensión y
un recelo que han abortado, una v otra vez. el diálogo necesario
entre la lengua (y la literatura) de ambas laderas de nuestra
cultura. Aquí nos hemos conformado o con la observación
minuciosa que aplican a la literatura hispanoamericana aquellos
que la entienden como un producto exótico, cuya rareza lo hace
digno de ser catalogado, clasificado e historiado, o con el
impulsivo mimetismo de aquellos otros que asumen, sin
discusión, formas expresivas que, por su notoriedad o brillantez,
resultan especialmente atractivas. Pero marcando siempre —
unos y otros — las diferencias; haciendo más insalvable cada vez
la distancia que separa una poesía de otra que es ella misma. No
ha existido una conciencia clara (y la incomprensión americana
no ha sido menor) de que lo imprescindible y urgente es un
diálogo, una abierta comunicación entre el origen y el futuro de
una lengua, y de su literatura, que para desarrollarse con
2Debo hacer la excepción de la Antología de la poesía española e
hispanoamericana, de Federico de Onís (new York, 1961), y los
artículos que Enrique Diez-Canedo, prologuista además de Tomás
Morales, publicara en La Nación, de Buenos Aires, con el título de
Voces de Atlántida: los líricos de Canarias, en los años treinta.
Coleção de Areia - 30
necesaria vitalidad, no pueden negar la existencia del otro, sin
arriesgarse a afrontar su mirada y ser capaz de contestar a su
interrogante perplejidad.
En Canarias, los momentos literarios de mayor originalidad
coinciden con el Barroco, con la Ilustración, con el Modernismo
y con la Vanguardia. No se trata de una casualidad histórica;
hay razones contundentes para que así suceda: en las islas no se
produce una creación literaria propia en tanto que no exista una
situación histórica abierta al riesgo y a la critica de sí misma y de
su vehículo expresivo; en tanto no se ponga en tela de juicio la
validez de unas determinadas formas que ya habían adquirido la
categoría de clásicas. Es más, en las islas no habrá originalidad
literaria sino en aquellas etapas de su particular historia en que
el escritor se ve obligado a definirse (o a explicarse) en tanto que
insular, en tanto que escritor periférico en abierta disidencia con
la tradición peninsular, porque se sabe protagonista de una
existencia diferente. Y ello se produce en las dos grandes crisis
de la historia moderna, que son los dos momentos de profunda
crisis, también, en las formas expresivas de la creación artística
y literaria. Y en el caso de las islas, a esas dos articulaciones
decisivas de la historia habrá que sumar la crisis particular que,
primero cultural y luego cultural y política, afecta a la España de
la edad contemporánea. Los límites de la Ilustración española o
la
necesidad
de
regeneración
que
proponen
los
noventayochistas, no se dan en las islas que — por su abierta
conciencia cosmopolita — conectan directamente (así pasó
también con el surrealismo) con las fuentes de la modernidad.
Es decir, ofrecieron a la literatura peninsular la imagen que ésta
se resistía a admitir, o que distorsianaba reiteradamente.
Porque, como ha explicado el profesor Alvar, que ha
estudiado profunda y largamente la cuestión, Canarias es el
primer enclave geográfico, a este lado del Atlántico, donde la
lengua española empieza a tomar distancia con respecto a sí
misma y a interrogarse por su presente y su futuro. El primer
enclave atlántico en que, al asumir sin traumas la realidad del
mestizaje, el español empieza a ser otra lengua sin dejar de ser
la misma. Y ello sucede desde el instante mismo en que las islas
Coleção de Areia - 31
deben afrontar su conflictiva situación geográfica y su no menos
dramática participación en la expansión oceánica de España y
del español. Me parece que todo ello nos obliga a acercarnos a la
literatura de Canarias prescindiendo del criterio provincialista
hasta ahora vigente: deben explorarse aquellos caracteres que
determinan su peculiaridad en el contexto de la literatura en
lengua española, porque conforman un desarrollo literario de
carácter fronterizo y abierto: última orilla hacia el
descubrimiento, hacia la sugestión de esa aventura que consiste
en salir en busca del otro y asumirlo sin paliativos; ir en busca
de la imagen española proyectada en América y retornar, sin
perder el sentido del origen, enriquecidos por un entendimiento
exacto de lo que significa lo americano. Frontera y orilla que es,
también, confluencia, espacio de encuentro y diálogo entre
ambas imágenes. Sólo en este contexto podrá entenderse (y
valorarse justamente) la poesía modernista de Canarias. La
condición insular, la condición moderna y la condición atlántica
son los tres puntos de referencia que determinan esa
originalidad. En ellos están englobados, y alcanzan su total
significado, aquellos caracteres a los que se refería Valbuena
Prat. Me detendré en cada uno de esos puntos y trataré de poner
algunos ejemplos que justifiquen mis afirmaciones.
Lo primero que descubrimos es que los rasgos definitorios
señalados por Valbuena no pueden aceptarse por separado, ni
son independientes los unos de los otros; que actúan en tanto
que extremos de una relación bipolar y dramática: el
aislamiento y la intimidad no se explican sin sus contrarios
complementarios que son el cosmopolitismo y el sentimiento
del mar. Porque la condición insular está sujeta a la
incertidumbre que supone el reconocimiento de un espacio
propio y perfectamente delimitado en el cual arraigar, al tiempo
que la inquietud producida por la evidencia de un desvalimiento
geográfico obliga al hombre insular a interrogarse sobre el
misterio que encierra el horizonte y a sentir, como consecuencia,
la necesidad de salir en su busca. Isla y viaje son conceptos
estrechamente unidos en la simbología literaria, pero también
en las actitudes sociales e históricas que condicionan al hombre
insular. Si a ello se añade, como hemos visto, que el archipiélago
Coleção de Areia - 32
canario, desde su ingreso en la historia (en la edad moderna,
desde la prehistoria y sin conocer etapas intermedias), asume su
papel de enclave estratégico, de frontera última hacia la
aventura del descubrimiento y conquista atlánticos, aquella
incertidumbre dramática se nos hace doblemente significativa
en la constitución de su personalidad. Y los escritores de fin de
siglo serán los primeros en asumir, como marca de su
originalidad, y de su conciencia moderna, esa identidad
conflictiva.
Porque, primero los poetas regionalistas de Tenerife y más
tarde los máximos exponentes del modernismo insular,
escribirán desde una excentricidad activa e inaugural; con el
propósito evidente (y hasta declarado sin tibieza;) de situar su
voz en un contexto totalizador, de modo que el otro la reciba, y
se establezca así un diálogo crítico y, por ello, fructífero. ¿Quién
es ese otro? En primer lugar, ellos mismos: su imagen histórica,
que en ese momento empieza a ser cuestionada, y su lengua, que
con ellos empieza a ser diferente, pues desarrolla sus
peculiaridades dialectales, entendiendo éstas no en lo que
respecta a la fonética o al vocabulario, sino — primordialmente
— en relación con todo cuanto define su ritmo, su tono, su
acento y su intención. Se genera así una suerte de ambigüedad
irónica, de doble fondo que nos obliga a entender el instrumento
expresivo como algo fragmentario y confundidor, antes que
como una unidad sin quebraduras, manejada como instrumento
de comunicación. Esa reflexión existencial y esa fundación de la
identidad que pretenden los poetas modernistas de Canarias
sólo podían darse con una estética deformada y dramática que
es totalmente moderna; una estética que no era extraña en las
islas, pues surgía como expresión natural de la condición
insular. El aislamiento y la intimidad, como señas de identidad
de la moderna poesía de Canarias, son equivalentes al proceso
de individualización creadora que es fundamental en la
modernidad; individualización que, además, se aparta de toda
valoración ética, de toda seguridad arrogante, para iniciar la
vertiginosa exploración — de índole explícitamente pagana — en
las zonas oscuras de la conciencia y en la magia alumbradora del
lenguaje, porque ambos caracteres actúan como expresión de
Coleção de Areia - 33
una conciencia marginal que es doble: el escritor aislado y el
escritor como crítico de esa realidad cercada que lo acoge y lo
define.
En este orden de cosas resulta paradigmática la obra de
Rafael Romero (Las Palmas, 1886-1925), cuyo pseudónimo de
“Alonso Quesada” suplantó, desde muy pronto, en la obra, la
verdadera identidad del escritor. Este desdoblamiento no es
causal (como no lo son tampoco los pseudónimos que el mismo
escritor maneja al publicar su obra en prosa), pues tiene que ver
con la distancia crítica adoptada con respecto a la sociedad
insular en la que vive y con respecto a sí mismo como individuo.
“Alonso Quesada” empezó escribiendo romances muy literarios,
hijos de una tradición aprendida; pero muy pronto — y la
influencia personal de Unamuno no fue lo que menos
contribuyó a ello — dejó que su poesía asumiera un
coloquialismo más directo y verdadero, y hasta nunca
disimulado prosaísmo. En El lino de los sueños (Madrid, 1915),
los ritmos se quiebran, movidos por el testimonio existencial
que con urgencia vierte el autor en sus poemas; al
trascendentalismo literario contesta con la agusada ironía de
sus versos, cuando no con un humor que llega, en ocasiones, al
sarcasmo más violento. Los temas bucólicos de sus poemas
iniciales se cambian por el de la ciudad y sus gentes; por la vida
cotidiana, pero también por la angustia personal. Pero no es la
suya, por eso, ni una poesía exaltadora de la vida menuda y
provinciana, ni una visión entrañable de esa dulce mediocridad,
ni un testimonio patético de la crisis personal. Sus libros — en
especial su segunda y póstuma entrega: Los caminos dispersos
— revelan la agitación y el drama de un creador que ha de vivir
en medio de esa pequeñez, padeciendo, como confiesa, ese
Buen clima. ¡Oh la atracción del turismo,
bigardonería de presidentes de sociedad!…
Fe del patriota terruñero que hace
de su Baedexcker, alfalfa espiritual…
Yo estoy en medio de este clima localista
con una irremediable temperatura universal.
Coleção de Areia - 34
En esto, “Alonso Quesada” resulta un autor perfectamente
equiparable a los posmodernistas hispanoamericanos, a
Leopoldo Lugones o a López Velarde, con quienes su obra
guarda sorprendentes relaciones. Pero más aún (y lo he
estudiado con detalle en otro lugar), la obra de Quesada se halla
próxima a la de César Vallejo, no ya por la similitud vital de
ambos escritores, que también (“¿Mi dolor es inactual? / ¿Por
qué siento esta amargura / que no es justa ya / dentro de la
vejez planetaria? / ¿Es anacrónico el dolor de mi alma? / ¿Y esta
desesperada negrura / de la noche infinita, incrustada / en mis
ojos que miran la sombra / como si la sombra fuera camino de
luz?”), sino porque tanto Quesada como Vallejo se acercaron
decididos hasta la irracionalidad que luego la vanguardia
convertirá en eje de sus más atrevidas exploraciones poéticas:
La muerte española es una señorita vaga
ninfómana y torcida.
No se puede abrazar. Huele a hueso orinado
y tiene una interpretación mímica.
Una “irremediable temperatura universal”, dice “Alonso
Quesada”, y ello nos advierte de cómo esa tensión centrípeta
busca su contraria complementaria; de cómo ese
reconocimiento de la insularidad presupone y justifica una
voluntad de cosmopolitismo que también los modernistas
insulares (como los americanos) convierten en motor de su
originalidad creadora. El escritor canario, desde que ingresa en
la modernidad, se reconoce ciudadano del mundo, y como
explica Juan Marichal, “nos hemos librado del regionalismo,
del espejismo literario que ha absorbido (malográndolas) a
tantas plumas de la península española y de la América en
lengua castellana”. Lo que constituye su más evidente limitación
(no tener una historia propia y estar obligado a padecerla), se
revela como la capacidad más creadora del escritor insular, y
por tanto, su capacidad más liberadora: poder hablar con una
voz personal que es, al mismo tiempo, una voz unánime. Como
escribe Luis Monguió, “la sensibilidad del poeta lo hace
universal, no un mero asimilador de modelos extranjeros, y lo
universal de su humanidad lo hace identificarse con todos los
Coleção de Areia - 35
tiempos, todos los sentimientos, toda la naturaleza animada,
todos los pueblos”.
Cuando Valbuena Prat se refiere al cosmopolitismo de los
poetas modernistas de Canarias no va más allá de una simple
caracterización temática, y pone el ejemplo de los ingleses que,
en la obra del propio “Alonso Quesada”, tienen un destacado
protagonismo, tanto en la poesía como en la prosa. Pero esos
ingleses — y esto no alcanza a verlo Valbuena — actúan como
espejo, o como doble, en el cual nuestro escritor contempla su
propia existencia angustiada. Esos británicos silenciosos y hasta
herméticos; aislados también en una sociedad distinta a la suya
y — en su mayoría — con una salud muy precaria (cuando no
irrecuperable), víctimas de una soledad que los obliga a
refugiarse en el alcohol o en el opio, no están en la obra de
Quesada como personajes exóticos en los que solazarse por su
extrañeza, sino como imágenes cambiantes y dolorosas de sí
mismos, con las que el escritor establece un diálogo crítico y una
subrepticia y sutil solidaridad:
Cielo de Londres sobre el Mar Atlántico.
Corazón de abisinio, la ciudad:
un aroma español de rebotica
llena de estupidez y ancianidad.
Pero en el Puerto se cobija Europa
dentro de un barco que es universal.
………………………………………………………..
Una francesa salta.
(En la litera se deja olvidado el lunar.)
Sólo una inglesa de cabellos rojos
tiene luminosidad…
El cosmopolitismo es así una fuerza centrifuga que empuja al
insular desde su centro hacia ese otro en que sin duda se
reconoce, y que derrota a sus playas y a sus puertos para quedar
allí como su doble, o para pasar, en efímera escala, y certificar la
fugaz condición de su identidad. El cosmopolitismo, en fin,
como condición que da al escritor insular la ventaja de sentirse
Coleção de Areia - 36
dentro y fuera de esa realidad que lo justifica. Y en este sentido,
el mar es el primer doble con el cual tropieza el poeta. No es un
sentimiento, ni es un paisaje, aunque haya sentimiento y paisaje
en el mar de los modernistas insulares, sino que con su
constante presencia, siempre igual y siempre cambiante y
sorprendente, siempre límite pero siempre puerta de entrada
para toda la magia del mundo, se constituye en una identidad
cuya imaginería mitológica servirá a Tomás Morales (Gran
Canaria, 1885-1921) para fundar, con sus dos poemas capitales
(“Poemas del Mar” y “Oda al Atlántico”) una realidad poética
opuesta — gracias a su vitalidad sensual y colorista y gracias al
esplendor de su lenguaje — a la mezquina condición utilitaria de
una burguesía comercial naciente, satisfecha con un progreso
del que sólo era dócil servidora. La obra de Tomás Morales,
tantas veces considerada como epigonal con respecto a la de
Rubén Darío, su maestro, no es un simple ejercicio de
reverencia hacia el poeta nicaragüense, sino una construcción
irónica que extrema la inutilidad de sus visiones poéticas, o
quiebra los ritmos y estrofas intencionadamente, para zarandear
— con una voluntad creadora muy moderna — las dormidas
conciencias de una sociedad para quien la imaginación no era
un valor cotizable. Tomo dos ejemplos:
Llegaron invadiendo las horas vespertinas;
el humo, denso y negro, manchó el azul del mar,
y el agrio resoplido de sus roncas bocinas
resonó en el silencio de la puesta solar.
Hombres de ojos de ópalo y de fuerzas titánicas
que arriban de países donde no luce el sol;
acaso de las nieblas de las islas británicas
o de las cenicientas radas de Nueva York.
***
¡Atlántico infinito, tú que mi canto ordenas!
Cada vez que mis pasos me llevan a tu parte,
siento que nueva sangre palpita por mis venas
y a la vez que mi cuerpo, cobra salud mi arte…
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El alma temblorosa se anega en tu corriente.
Ese cosmopolitismo que empieza reflejándose en la creación
mitológica del mar de Tomás Morales, tiene pronto mucho que
ver con la modernidad en la cual las islas ingresan por entonces,
también de un modo inesperado y como consecuencia de un
nuevo sobresalto histórico, a fines del siglo XIX. Y será el propio
Morales quien, en los “Poemas de la ciudad comercial”, plantee
la segunda fundación poética de la moderna identidad insular.
En ellos, la nueva ciudad, nacida en torno al puerto y a la
prosperidad económica, suplanta con su dinamismo y su
novedad al viejo barrio colonial. A la vida apacible de los
palacios y casas señoriales sucederá la nerviosa actividad de las
oficinas, los bancos, las casas consignatarias y el trajín de
visitantes de la más diversa condición (“La calle de Triana en la
copiosa / visión de su esplendor continental: / ancha, moderna,
rica y laboriosa; / arteria aorta de la capital… / … / Donde el
urbano estrépito domina / y se traduce en industrioso ardor; /
donde corre sin tasa la esterlina / y es el english spoken, de
rigor”.). Un dinamismo en medio del cual el poeta se siente
perdido, como un ser marginal y distinto; un dinamismo que —
visto de su perspectiva — engendra la semilla de su propia
destrucción. Y por eso, a la actitud aún optimista de Tomás
Morales sucederá pronto su propio recelo irónico y la abierta
disidencia, sarcástica o angustiada, de “Alonso Quesada”:
Ciudad del mar. Buen clima.
……………………………………………………………
Clima oficial
Cortesía del cielo, discreción de la Rosa
de los vientos… ¡Cordura zodiacal!
Buen clima. Uniforme clima
como la estupidez. Clima ideal,
económico, sin gabanes sobre los montes
y sobre la eternidad
de las cosas vacías; clima vacío,
de una perenne y templada vaciedad.
Coleção de Areia - 38
Porque estos poetas se ven obligados a vivir sometidos a un
destino burgués que es contrario, por principio, a su voluntad
creadora. Todos viven otra existencia que contradice su
búsqueda poética. Como diría un compañero de su generación,
el periodista Francisco González Díaz, “el destino ha hecho de
Tomás Morales un galeno nostálgico, ha condenado a Rafael
Romero en la oficina de una casa bancaria y ha confinado a
Saulo Torón en una caseta del muelle. Pequeños Prometeos
tienen sus pequeños buitres”. Obligados, pues, a sobrevivir en
medio de aquella sociedad espléndida y progresiva, dominada
sin embargo por una nueva y más sutil forma de colonización (la
colonia inglesa no sólo se establece en la isla, sino que asume el
control del puerto, de la economía y hasta crea un estrato social
muy influyente que nunca llegará a desaparecer del todo), los
escritores empiezan a ver tras la máscara de aquel esplendor la
inutilidad de su condición; y la única forma de luchar contra ello
será la utilización de ese lenguaje cotidiano, pero volviéndolo
contra sí mismo; ello es, volviendo la retórica imaginista del
modernismo en imaginación subversiva, aprovechando la
condición efímera y perecedera de una palabra que sólo sirve
para comunicar apariencias, gestos vacíos y una rutina
desesperante. En consecuencia, su obra será el testimonio
desgarrado de un drama que se refleja en la visión cotidiana de
la existencia; en una imagen de lo próximo y entrañable, pero
con una nunca disimulada intención de dejar al descubierto la
miseria allí contenida: una escritura con voluntad de
despojamiento. Con los “Poemas de la ciudad comercial”, Tomas
Morales, y con Los caminos dispersos, “Alonso Quesada” (éste,
además, ya lo había hecho en sus Crónicas de la ciudad y de la
noche en los relatos sobre los ingleses de la colonia, con una
prosa de indudable estirpe poética), abandonan los esplendores
del modernismo fundacional, pero no para contradecirlos, sino
para permitir que un lenguaje llano, incluso un descarado
prosaísmo, adquieran ahora aquella misma vigorosa capacidad
de transfiguración poética que el modernismo aportó a una
lengua en exceso dominada por la anécdota y el carácter
discursivo. “Alonso Quesada” incluso fue más lejos: tanto en su
poesía como, sobre todo, en su prosa, se dejó penetrar de los
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primeros alientos del irracionalismo vanguardista que su
temprana muerte, sin ninguna duda, le impidió llevar hasta sus
últimas consecuencias:
Ahora, un hombre embalsamado con morfina
cruza de pronto a mi lado.
Lívido y sordo,
es como un extraño fantasma ibseniano.
No mira con los ojos
sino con el temblor de los labios.
Los labios locos. Toda el alma amarilla
como un sueño de opio vibrando.
Se pierde entre los espejos
de un café iluminado…
La terrible sombra
danza en los espejos,
y el café se toma
en un luminoso laberinto trágico.
La crítica de una realidad insular estática y detenida,
satisfecha de su propia imagen, exacerbó la pasión creadora de
estos poetas en esa orilla que geográficamente los condiciona y
humanamente los enfrenta, una otra vez, con una imagen de sí
mismos que habita a ambos lados de esa frontera, ante la
incertidumbre ilusionada y perpleja del océano. De ahí su
condición atlántica. Ello es, una predisposición al
descubrimiento, a la novedad, a la sugestión creadora. Una
excentricidad dinámica que discurre por esa sutil orilla entre
iluminación y oscuridad; abierta desde la seguridad hacia lo
posible: un intento dramático, y nunca conseguido, de definir
esa identidad que participa de la misma afirmación y negación
contenidas en un lenguaje que resiste a la tradición y solicita
una sintaxis, pero sobre todo un ritmo y un acento diferentes.
Una lectura de la poesía modernista en Canarias que no
pretenda, con habitual y calculada intención, definir los espacios
históricos y generacionales que la contienen (lo único que
parece preocupar, y hasta obsesionar, a los presuntos
especialistas), conducirá de forma inmediata hasta la poesía
hispanoamericana. Allí, el espejo ultramarino devuelve la
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imagen de su pareja condición: la de Hispanoamérica, como la
de Canarias, es una poesía nacida de la incertidumbre ante el
lenguaje, de una concepción mestiza y plural de la realidad; una
poesía que no ostenta con orgullo castizo un único origen, ni se
sustrae a las novedades que — asumidas sin traumas — la
mantienen al margen, o mucho más allá, de cualquier confiada
seguridad. En ambas orillas encontramos una escritura poética
nacida de la necesidad que sienten los escritores por desarrollar
una mirada propia, individual, y por construir — a partir de ella
— una visión cosmopolita; una escritura que, desde los dos
extremos de la lengua común, nace con la modernidad, llámese
ésta barroco, modernismo o vanguardia.
A la poesía contemporánea española le era indispensable una
salida hacia lo incierto que el mar ofrece; debía situarse en esa
posición fronteriza desde la cual se hiciera patente tan necesaria
disyuntiva. Y será siguiendo el curso de ese río de la lengua que
discurre desde el Sur hacia América donde halle esos dos
enclaves decisivos para su evolución: Andalucía y Canarias. La
afirmación juanramoniana de que él se sentía “andaluz
universal” debe entenderse en este contexto. Y sólo cuando su
obra incorpora la visión cosmopolita que le concede su contacto
con la realidad americana — para él una vivencia muy particular
de su misma lengua — podrá dar cima a su poema fundamental,
espejeante y crítico, movido por la incertidumbre y por la
recíproca contemplación de imágenes y palabras, a un lado y a
otro de esa lengua común. “Espacio” no es otra cosa que la
fundación poética donde la memoria del escritor se refleja en la
realidad cambiante de un lenguaje que ilumina y multiplica sus
posibilidades de conocimiento hasta abrirse al drama de la
identidad que la contemplación del mar pone de manifiesto.
Pero ya Canarias había marcado la primera distancia que facilita
ese análisis autocontemplativo y crítico que será urgente
entonces, y a partir de ese momento: un diálogo todavía hoy
intermitente, pero sin el cual es imposible un desarrollo
renovador y vivo de la poesía de nuestra lengua.
Al acercamos a la poesía insular del modernismo
descubrimos, prodigiosamente, el reflejo de otra voz que se
suma al diálogo en ella iniciado; otra voz que es otra condición
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también atlántica y fronteriza. Otra voz que aborda los
problemas de su lengua con idéntica voluntad inaugural, y
afronta la creación poética con la misma urgencia inquietante y
sugeridora que la conduce hasta la imagen de su verdadera
identidad individual y colectiva, coincidente en todo con esa
difícil reconstrucción del origen que, como ya he dicho, se
resiste a aceptar de modo inconsciente y subsidiario el legado de
la tradición. Me estoy refiriendo a los poetas que en Portugal
inauguran la modernidad: los poetas saudosistas y la figura
central de la poesía contemporánea portuguesa, que en ellos se
sustenta: Fernando Pessoa. No se debe obviar la circunstancia
de que poetas como Guerra Junqueiro o Teixeira de Pascoaes
fueran leídos con especial interés por sus coetáneos en Canarias,
donde — desde los comienzos de su historia — la relación con
Portugal y sus islas atlánticas y la presencia de población
portuguesa, fue constante y muy influyente. Los saudosistas,
como los regionalistas de Tenerife y como Tomás Morales más
tarde, incorporan a su poesía ciertos mitos nacionales que
tienen que ver con la leyenda y la imaginación fraguadas a partir
de su vocación atlántica: una forma de buscar un origen propio,
en el momento de ingresar en la modernidad. Pero también
coinciden todos ellos en esa fusión de la retórica celebratoria de
un esplendor atlántico con la inmediatez de lo cotidiano y con el
prosaísmo coloquial. El intimismo y el aislamiento pessoanos,
de ahí derivados, en pugna siempre con el voluntarismo mítico
del supra-Camões, no es más que la consecuencia de aquella
fundación, al igual que Morales, “Alonso Quesada”, o Saulo
Torón lo hacen en la poesía de Canarias:
Dios quiere, el hombre sueña, la obra nace.
Dios quiso que la tierra fuese toda una,
que el mar uniese, ya no separase.
Te bendijo, y fuiste desvelando la espuma,
y la orla blanca, de isla en continente,
clareo, corriendo hasta el fin del mundo,
y se vio la tierra entera, de repente,
surgir redonda, del azul profundo.
(Pessoa)
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De los confines últimos arribarán veloces
voces terrans, voces
cargadas de oraciones, de terror y lamentos
que harán batir las puertas de los audaces vientos:
la que domina al Norte y al Bóreas cautiva;
las que a Occidente giran, y al Meridión y al Este;
y cual inmenso domo cobijador, arriba
— temblorosa de nubes — la bóveda terrestre.
(T. Morales)
Los poetas portugueses escriben también desde una orilla, a
veces no específicamente geográfica, que los defina y abre sus
senderos hacia lo posible, hacia lo intuido por el deseo (“¡Ah
todo el muelle es una nostalgia de piedra! / Y cuando el navío
zarpa del muelle / y se advierte de pronto que se ha abierto un
espacio / entre el muelle y el navío, / me viene, no sé por qué,
una angustia reciente, / una niebla de tristes sentimientos / que
brilla al sol de mis angustias reverdecidas / como la primera
ventana donde la madrugada asoma, / y me envuelve como un
recuerdo de otra persona / que fuese misteriosamente mía”,
escribe Pessoa en Oda Marítima); su fe se materializa en la
construcción de una identidad resistente a esa historia que
reconocen ajena y frustrada: Y se establece así una relación
dramática (crítica y dialogante) con las dos imágenes que de sí
mismo confluyen en el poema, en la orilla. La poesía portuguesa
funda sus orígenes de igual forma que los otros dos vértices de
la poesía atlántica, en una ruptura con la historia que es ruptura
con el lenguaje heredado; en una obsesión reformadora que,
superado el simple compromiso histórico, adopta una voluntad
cosmopolita contenida en su peculiar afirmación de la
individualidad, y hasta del aislamiento, del escritor: la
marginalidad como inauguración imaginativa que sitúa al
lenguaje del otro lado de la realidad, en ese territorio donde la
voz poética es voz unánime. En ello consiste la iluminación de
Pessoa, escritor con quien tantas concomitancias, y no sólo
literarias, guardan los escritores canarios. La lengua literaria
portuguesa (y la española) empieza a ser otra sin dejar de ser la
Coleção de Areia - 43
misma cuando se aventura de esa manera a correr el riesgo de
su identidad naciente, cuando la experiencia de unos y otros
escritores, simultánea aun en sus pequeños desfases
cronológicos, encuentra su correlato exacto en esos otros dos
extremos atlánticos, donde también las relaciones heredadas
entre individuo y lenguaje, entre el escritor y el concepto
unilateral de realidad, se rompe y multiplica para que sus
fragmentos dialoguen entre sí, estableciendo sus propias leyes
de atracción y rechazo. Que la poesía en lengua portuguesa haya
conocido sus más arriesgadas experiencias de la mano de los
escritores brasileños no hace sino confirmar lo que digo.
Estas son las razones que me llevan a invocar la situación de
Canarias como singularmente válida, en el contexto de la poesía
escrita en lengua española. No se trata de una proposición
caprichosa, pues a la vista está que es una evidencia histórica,
fácilmente comprobable son sólo iniciar una aproximación a los
poetas de la modernidad insular y establecer un cotejo con los
poetas situados en esos otros dos polos de la poesía atlántica.
Una poesía de carácter lírico y subjetivo que, primero,
transforma la solemnidad rigurosa de la épica en la desmesura
de un mito; y, más tarde, desarrolla una exploración crítica en lo
cotidiano, aprovechando los valores de la expresividad
coloquial, incluso la capacidad irónica del prosaísmo y, sobre
todo, la inestable fugacidad que lo caracteriza; o, en fin, se deja
arrastrar hasta el terreno de lo visionario, de un más allá que es
paisaje — cósmico o próximo — siempre nuevo y distinto para
ese individuo que, desde su seno, siempre alerta, alza
voluntarioso su palabra. Para conseguirlo, el escritor — también
en los tres casos — se somete a una transformación: objetivo y
distante, mira lo que le es próximo, llegando hasta su misma
identidad; pero, comprometido con esa existencia que es su
lenguaje, debe entregarse a los otros con una peculiar
religiosidad, sustrayéndose a la vida pública con una existencia
marginal y bohemia; limitándose a los contornos, cada vez más
cercanos, de su ciudad, su barrio, su hogar; o renunciando a su
propia identidad, para desdoblarse en pseudónimo o
heterónimos, en personaje de ficción pero de precisa biografía,
por medio de los cuales ahondar más, y de modo más radical, en
los extremos claves de su experiencia: la búsqueda apasionada y
Coleção de Areia - 44
dramática de sí mismo, en diálogo continuo, crítico, irónico y
hasta lúdico, con el lenguaje que es la única verdadera identidad
que reconocen:
Mi corazón es un cubo vaciado
Como invocan espíritus los que los invocan, me invoco a mí
mismo y no encuentro nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con una nitidez
absoluta.
Veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
veo los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo los perros que también existen,
y todo ello me pesa como una condena al destierro,
y todo ello es extranjero, como todo.
(Pessoa)
De pronto sentí un hastío infinito…
Parecía que de mi corazón iban saliendo calles,
calles rectas de una ciudad lenta y gris.
Sentí un rumor trepidante en el fondo del alma,
las calles tiraban de mi corazón.
Y esas voces de polvo, esas palpitaciones urbanas
de los hombres de hongo y de bastón,
removían acremente un pedazo de conciencia
que aún mantenía vivo el dolor.
(“A. Quesada”)
Coleção de Areia - 45
Las vanguardias tardías
hispanoamericanas en España
Curiosamente, mi intervención en este Encuentro3 es la
única que hace referencia, en el título, al tema que nos ha
convocado: las vanguardias tardías. Debo confesar que esta
denominación me inquieta un poco; algo parecido me sucede
con el término decadentismo, aplicado, como suele hacerse, a
los movimientos inaugurales de la modernidad. Siempre me he
preguntado: ¿con respecto a qué se decae, si asistimos al
principio fundacional de una riquísima y plural actividad
creadora, en las artes y en la literatura, todavía vigente? Ante la
propuesta de hoy me asalta idéntica duda: ¿tardías por
agotadas; porque ya no responden al impulso vivificador que el
término vanguardias tuvo en su origen? Y si sólo se trata de
una parcelación cronológica, ¿no implica este calificativo la idea
de llegar a destiempo, cuando ya nada (o muy poco) tienen que
decir las vanguardias?
Creo que a una y a otra pregunta se respondería si
afrontásemos un problema crucial que — todavía hoy — tienen
planteado el estudio y la crítica de la modernidad en España, y
cuyas repercusiones se manifiestan — no me cabe duda — en la
recepción que de ambos fenómenos se ha hecho por parte de esa
crítica y, en especial, por parte de la propia escritura poética
española, al acercarse a los últimos tramos de la poesía
3La primera redacción de este capítulo sirvió de base a la ponencia
presentada en las Jornadas sobre “Las vanguardias tardías
hispanoamericanas”, celebradas en la Universidad Complutense
(Madrid, noviembre 1991).
Coleção de Areia - 46
hispanoamericana. Aludo al empeño repetido por leer a los
escritores de la modernidad con la misma actitud, y desde
idéntica perspectiva, a la utilizada con toda la tradición anterior:
buscando un centro y obligando a que en él coincidan,
inexcusablemente, las distintas propuestas que fueran
apareciendo. Lectura crítica que, apoyada de modo casi
exclusivo en la temática, en la cronología o en las influencias,
prefiere unificar criterios antes que analizar diferencias; lectura
a la cual le resulta mas fácil parcelar generaciones, observar
rasgos concomitantes, cuando lo significativo del fenómeno
estudiado es — precisamente — aquello que distingue a cada
escritor, que los hace ser voces de un diálogo plural. Se opta
también por resolver (sólo en apariencia) esta cuestión
volviendo al criterio de las literaturas nacionales, cuando ya no
podemos sustraernos al fundamento cosmopolita que la
determina: condición diversa y unánime a la vez del proceso
creador; y no impersonalidad, coartada común para desviarnos
de la cuestión primordial.
Si desde el modernismo (reduzcámonos al ámbito hispánico)
se asiste a un flujo poético caracterizado por una constante
capacidad generadora, pues contiene y alimenta su propia
conciencia crítica, que es fin y comienzo a un tiempo (fluir
proteico, dinamismo metamórfico), las vanguardias no son otra
cosa que una de las manifestaciones formales de ese fenómeno
plural de la modernidad, resistente por igual a los límites
cronológicos que, en tanto movimiento literario, tratan de
imponérsele, y a esa falacia de la uniformidad que le obliga a
renunciar a su carácter proliferante. Proliferación que sostiene
toda la escritura posterior en el tiempo y que la implica en el
continuo al cual me he referido, sin renunciar por ello a su
condición periférica y a su excentricidad; es decir, a su
capacidad para ser otra sin dejar de ser una, a su raigambre
crítica e irónica.
¿Por qué seguimos aquí sin entender a plenitud el fenómeno
de la literatura en lengua española de América? Precisamente
porque nuestra lectura se empecina en no perder la suficiencia
hispano-céntrica; porque no se hace desde el convencimiento de
Coleção de Areia - 47
que los escritores del otro lado del Atlántico nos responden en
nuestra misma lengua, pero devolviéndonosla como nuestra
otra voz: no una respuesta, una propuesta de diálogo para, a
partir de ella, continuar y completar un discurso creador y
crítico que nos compromete a todos. No es ocioso recordar la
sorpresa de Rubén Darío (y en cierto modo su dolor), cuando en
1899 comenta la actitud receptora de los escritores y críticos
españoles ante todo cuanto suponía exigencia reflexiva, pues se
abría a la ruptura y a la novedad: “en todo círculo de jóvenes —
escribe — todo se disuelve en chiste, en ocurrencia de más o
menos pimienta, o frase caricatural que evita todo movimiento
grave”. Pensaríamos que Rubén hablaba por sí mismo; pero en
seguida advierte: “a Valle-Inclán mismo le llaman decadente
porque escribe de una forma trabajada y pulida de admirable
mérito formal (…) todo se toma a guasa”. No desvío la cuestión
si aludo a los suspirillos germánicos con que, desdeñosamente,
se aludió a la voz de Bécquer, en nuestro irregular
romanticismo, o si me remonto en el tiempo hasta el Góngora
oscuro que heredamos durante siglos. Tampoco estará de más
referirnos a la actitud crítica mostrada por Luis Astrana Marín
ante César Vallejo, en 1925 , y que me excuso de transcribir por
muy conocida, y por algo de pudor. Y Cansinos Assens nos ha
dejado testimonio contundente de la recepción de Vicente
Huidobro por parte de “aquellos que ya practicaban el arte
avanzado: ‘Eso — decían — está ya hecho’, y repudiaban el
creacionismo, no por nuevo, sino por retrasado”. No sobra esta
memoria, porque — como espero demostrar más adelante — no
han cambiado mucho las cosas, a pesar del tiempo transcurrido.
Una actitud, pues, que no ha sido nueva, y sí causa — entre
nosotros — de una lectura equivocada de la modernidad que en
Hispanoamérica se funda y desde allí se difunde. Hubo asombro
— y temor — ante la irrupción modernista: Machado o
Unamuno entendieron peor que Juan Valera el sentido
inaugural y cosmopolita de la poética que llegaba a España de la
mano de Rubén Darío; demasiado riesgo para quienes la
utilidad moral y la reverencia a la temporalidad prevalecían
sobre el valor de la forma y sobre la capacidad imaginativa del
poeta. Así heredamos un modernismo estereotipado y falso,
Coleção de Areia - 48
agotado en fórmulas o temas que en sí mismos se consumían,
según la desdeñosa interpretación de la voz y del ritmo, de la
línea y del color, como negadores de la sustantiva humanidad
que todo poema debía contener y trasmitir. En eso se resumió
todo. Nada hubo con Leopoldo Lugones; y mucho menos con
Ramón López Velarde o con José María Eguren (¿se han
acercado alguna vez los exegetas españoles del modernismo a la
obra y significación de estos autores, en la medida en que
censuraron los excesos modernistas, o en que trataron de hacer
pasar por modernistas forzosos a poetas españoles que ni lo
fueron ni quisieron serlo nunca?) Y no es extraño: la obra de los
últimos escritores citados recoge la inauguración modernista
para desarrollarla, no desde un regreso a lo común cotidiano,
sino desde la subversión irónica y desde la apropiación sugestiva
del ritmo coloquial (la conversación como ritmo, no como
arquetipo), desde el descreimiento hacia el riesgo que ya
vislumbra la vanguardia. Como tampoco puede extrañarnos la
difícil ubicación (y escasa comprensión) de poetas como Tomás
Morales o “Alonso Quesada” en el panorama histórico y crítico
del
modernismo
español:
no
siguen
el
modelo
hispanoamericano; en él coinciden, desde una problemática
paralela resuelta como agresión al lenguaje en tanto que forma y
en tanto que ritmo; su condición dialectal — periférica y
atlántica — favorece esa singular perspectiva, extraña dentro del
limitado modernismo peninsular.
Vicente Huidobro y César Vallejo llegan a España en las
primeras décadas del siglo, y toman contacto con nuestra
incipiente vanguardia poética, si así puede hablarse de una
poesía que no había tenido trato con la modernidad y que,
sistemáticamente, negaba la vanguardia, o la miraba con
prevención, en tanto que “corriente viva de la poesía
contemporánea nuestra”, como afirma Pablo Corbalán. Desde
tal actitud, cómo iba a entenderse esta segunda inauguración
americana como parte de una tradición también nuestra. De
nuevo, sorpresa y asombro; de nuevo, recelo autosuficiente.
José Bergamín impulsó y preparó la edición española de Trilce
(1930), pero — al redactar su prólogo — no disimuló su desrazón
ante un texto que “no tiene — son sus palabras — (…) esa
Coleção de Areia - 49
poderosa plenitud dominada y dominadora de la expresión de
Rafael Alberti (Sobre los ángeles)”. Juan Larrea, sin embargo,
confesará a un dubitativo Gerardo Diego que, ante la lectura de
Vicente Huidobro, su reacción fue dar un salto atrevido, y
necesario, porque “a partir de ese día empecé a sentirme otro
(…) me sumió en una atmósfera de ultramundo [porque] se
construía la frase (…) dentro de un ámbito (…) sin tiempo ni
lugar, [lo que] presuponía otra especie de existencia, afirmada
sobre símbolos extraños a la experiencia humana (…) Sentía yo
— concluye — en su modo de ser y de expresarse la presencia de
una especie de imaginación neomúndica, libre y abierta a
horizontes amplísimos”. Posición que es resultado de un
diálogo, de una verdadera reflexión crítica sobre el sentido de la
escritura: Larrea no rechaza la novedad, ni se deja vencer por la
extrañeza, se propone actuar con ellas y frente a ellas, en
igualdad de condiciones.
Si difíciles habían sido las relaciones con la obra de Vallejo y
con la de Huidobro, porque los poetas españoles prefirieron
acogerse a una tradición (clásica o popular) fácilmente
reconocible y cómodamente utilizable, la presencia de Pablo
Neruda, poeta de la locuacidad retórica y de la afirmación
pasional4, concitó inmediato y unánime reconocimiento,
acrecentado por su identificación política con los escritores
españoles de la República. Quienes, por el contrario, nada
supieron (aún hoy siguen siendo materia de estudio para
eruditos) de los poetas mexicanos del grupo de
Contemporáneos: José Gorostiza, por ejemplo, en cuyo discurso
“la conciencia intelectual se inclina fijamente sobre el fluir del
lenguaje hasta congelarlo en una dura transparencia”, resulta
4En 1927, la primera estancia española de Pablo Neruda pasa
desapercibida. Será en 1934 — en sus contactos con los poetas de la
Residencia de Estudiantes y al fundar la revista Caballo verde para la
poesía — cuando su influencia sea notoria. Un homenaje tributado a
Neruda, frente a Vicente Huidobro, contaría con la adhesión de
Gerardo Diego (siempre que no se mencionara explícitamente al
chileno); Juan Larrea y Juan Ramón Jiménez, sin embargo, declinaron
la invitación.
Coleção de Areia - 50
ajeno y difícil para nuestra cómoda escritura poética.
Desconocido Gorostiza; ajeno, igualmente, Emilio Adolfo
Westphalen, cuya abundancia interior le permite penetrar en el
lenguaje como cuerpo o territorio ofrecido para su exploración y
repetido crecimiento. Otro tanto sucede — en nuestro ámbito —
con Juan Ramón Jiménez y su poética de la depuración
expresiva: por contagio y diálogo con el otro costado, sus libros
últimos (y su poema “Espacio”) desdoblaron — y desbordaron —
la aparente desnudez de su escritura. Críticos y poetas españoles
prefirieron entenderlo como el contrario de Antonio Machado, y
censurarlo “a causa de la pérdida de vigencia histórica de la obra
que publicó en los últimos veinte años”5. ¿Se atrevieron, acaso,
a dilucidar el conflictivo tramo final de la obra machadiana?
Así, por buscar tan sólo una cómoda parcelación histórica, o
por usar el rasero igualador de las influencias, negando (o
eludiendo) el contraste con — y el análisis de — lo renovador y
distinto, se prefiere desconocer la presencia de ese otro que nos
habla en nuestra propia lengua con acento diverso, sigue sin
hacerse la adecuada lectura que exige la poesía
hispanoamericana de los últimos cincuenta años. Se me dirá que
ediciones ha habido (no han sido muchas; y, desde luego, no las
necesarias); el profesor González Boixo acaba de hablarnos de la
presencia — constante y abundante de estos poetas en las
revistas peninsulares… No creo que tales referencias invaliden
mi planteamiento. Que haya libros publicados a su tiempo, que
se conozca la existencia de determinados nombres, y hasta que
se detecten ciertas influencias (que, estudiadas con atención,
sólo afectan a lo circunstancial: temas y fórmulas), no quiere
decir que la poesía hispanoamericana haya sido una presencia
5Debo advertir que esta década de los años treinta sigue sin ser
explicada con precisión, ni siquiera por la crítica hispanoamericana:
aparte de la coincidencia unánime en la importancia del grupo de
Contemporáneos, los poetas más significativos de este tiempo son
sistemáticamente desplazados a otras órbitas de influencia, lo cual
desfigura su personalidad y atenúa la importancia de su posición
transformadora y crítica entre las vanguardias y la posguerra.
Coleção de Areia - 51
normal para los poetas españoles y para la crítica de esos
poetas; ni, mucho menos, que se haya mantenido con ella una
corriente de diálogo y entendimiento ante el proceso formal de
la escritura poética contemporánea6.
Nada más iniciar el recorrido por el período concreto que nos
ocupa, descubrimos que la distancia con respecto a los poetas
hispanoamericanos, y el desconocimiento de su obra, es casi
total; por muchas noticias y ediciones que tengamos, siempre se
repiten los mismos nombres y desde idénticas posiciones
críticas. Insisto: me refiero a la integración de la poesía
hispanoamericana en el proceso creador de esta ladera; no me
refiero a los estudios que sobre los autores puedan hacerse en
otros niveles intelectuales. Hasta los mismos años ochenta, sólo
Vallejo o Neruda o Nicolás Guillén son los escritores aludidos e
imitados (esto, en el peor sentido de la palabra): el Vallejo fácil,
ternurista o solidario, efectista y discursivo de los poemas
políticos y de la palabra descarnada; el Neruda narrativo y
locuaz, el Neruda testimonial; y Nicolás Guillén porque
justificaba la identidad con ciertos estereotipos de la poesía
popular, y porque confirmaba la utilidad mural y política de la
poesía… En un minucioso cotejo temático y formal, Francisco
Gutiérrez Carbajo ofrece diversos aspectos de la presencia de
César Vallejo en la poesía española de la posguerra civil. Trataré
de matizar algunos de los ejemplos por él aducidos, lo que
demuestra — a mi entender — ese contacto apenas superficial al
que me he referido. Dejo a un lado la voluntariosa coincidencia
de contenidos y actitudes personales, morales o políticas; quiero
6Desde el ámbito de la erudición académica se suele — falsamente —
pensar (y decir) que la difusión de determinados autores u obras
permite establecer el conocimiento efectivo o posible que de ellos se
pueda tener. Ese tipo de estudios compartidos, sin embargo, se limita
(y en ello fía, incorrectamente) a la estadística, a la rigurosa
enumeración de fechas y ediciones, a la fijación anecdótica de
circunstancias, nunca reflexiona sobre la existencia o no de una
verdadera influencia, que no es siempre consecuencia inmediata de
aquella difusión y conocimiento.
Coleção de Areia - 52
referirme a la ausencia de diálogo en lo que al tratamiento del
lenguaje respecta.
Gutiérrez Carbajo habla — entre otras cosas — de las
enumeraciones, y cita unos versos de José Hierro: “lagartijas,
jaras, erizos, / pintores, nubes, madreselvas, / olas plegadas,
amapolas”, y los emparenta con estos otros de Vallejo: “la paz, la
abispa, el tacto, las vertientes, / el muerto, los decilitros, el
búho”. Enumeración en ambos casos, sí, ¿pero adoptan ambos
poetas la misma actitud ante el lenguaje y ante el poema? Hierro
no ha ido mucho más allá que Unamuno en aquellos poemas
suyos dedicados a ciudades o ríos españoles: una suma de
sustantivos confirma la realidad observada (Hierro, incluso,
debe acudir al calificativo “plegadas” para ajustar el ritmo del
verso), y construye una totalidad lógica. Por el contrario, Vallejo
— en su recorrido zigzagueante y dinámico, con esa dispersión
intencional — nos lleva, con cada cosa que nombra, a una
totalidad diferente, a un discurso distinto; la enumeración
vallejiana disgrega la sintaxis y multiplica así el sentido del
texto. No tiene reparo en escribir “abispa”, ni en incorporar el
sustantivo “decilitros”, una presencia inquietante dentro del
conjunto. Tampoco necesita la ayuda del calificativo,
redundante y retórico, pues la sacudida de estos versos es
esencialmente rítmica. Más adelante, refiriéndose a la antítesis y
la paradoja, Gutiérrez Carbajo aporta los siguientes ejemplos de
José Manuel Caballero Bonald (“la carne yergue / su gastada
mentira hacia el perdido / rastro de verdad, emblema
despiadado / de lo que se puede poseer / pasión que muere
cuando está naciendo”) y del propio José Hierro (“Próximo el
cuerpo, pero / lejana el alma. Cantan / las almas juntas, cuando
/ los cuerpos se distancian. / Oh, qué luchar, qué angustia, / qué
ir y venir del alma / al cuerpo, cómo yerra, / de cuerpo en
cuerpo, el alma”) para cotejarlos con éste de César Vallejo (“Oh,
siempre, nunca dar con el jamás de tanto siempre”). No se
puede comparar el discurso narrativo y evocador de los dos
poetas españoles con la radical y vigorosa síntesis vallejiana. Ni
la sintaxis ordenada de los primeros, su necesaria explicación,
con el vértigo interior (y corporal también) que el verso de
Vallejo registra en su ritmo quebrado y en su amalgama
Coleção de Areia - 53
temporal, donde la alteración de las categorías gramaticales
actúa muy eficazmente. En Caballero Bonaldo y en Hierro, una
imagen inalterada y preservada, el lenguaje con sus recursos
dados dispuestos para su uso. Porque — como explica Gaëtan
Picon — “la existencia oral de la palabra no se cambia en
existencia escritural sino a condición de que la intuición y la
fascinación de ese orden específico intervenga. Es la sintaxis lo
que cuenta, no el vocabulario”. No el simple uso de las fórmulas
— añadiría yo — sino la forma en que tales recursos originan, en
tanto que voz personalizada, una consciente alteración del ritmo
verbal y versal.
Y en los años sesenta, más distancia y más desconocimiento,
si cabe. Aunque seguían presentes los mismos nombres,
tampoco sirvieron para que una escritura poética, en trance de
renovación, confrontara sus posibilidades con las que, por esos
años, mostraban los poetas hispanoamericanos como nuevo
principio crítico de una vanguardia petrificada. Nuestra poesía
fue incapaz de abandonar su discurso moral y narrativo,
empeñada en la fidelidad a una sola tradición, a una sola
memoria: la bondad machadiana y el erróneo sentido rupturista
que se adjudicó a la generación del 27 (tampoco se plantearon
entonces los interrogantes necesarios acerca de esto), hizo que
la entonces nueva poesía española se encerrase en sí misma y se
repitiese indefinidamente. Quizá el abordaje crítico que
protagoniza José Ángel Valente sobre la poesía de César Vallejo
fuera augurio de su posterior acercamiento a (y entendimiento
de) la poesía de Emilio Adolfo Westphalen7. E igualmente
reveladora puede ser la opinión de Claudio Rodríguez quien, en
1963, dice entender como más completo “un poema
destartalado de César Vallejo que la mayoría de los poemas
aparentemente disciplinados que hoy se publican con
semejantes aspiraciones”. Así habla un poeta cuya raigambre
castellana, y tradicional, cuya concepción exhortativa del
7En 1991 preparó y prologó la edición de la poesía toda de Emilio
Adolfo Westphalen que, con el título Bajo zarpas de la quimera,
publicó Alianza Editorial, en Madrid.
Coleção de Areia - 54
poema, no son obstáculos para ese sugerente diálogo que
establece con la otra voz que Vallejo había introducido en
nuestra lengua, y precisamente desde la agitación de la oralidad
(“Aquí no estoy. Madre, ésta no es mi cama. / ¡Pero si es la de
todos, si es la dura / pero con hoyo! Tierra. ¿Y quién la hizo /
tan mal todo este tiempo, madre mía?”, escribe Claudio
Rodríguez en Conjuros, 1958), sin necesidad de hacer dejación
de la propia identidad: entendiéndola en aquélla, a través de
aquélla.
Con el lanzamiento editorial de los novísimos8, se operó una
consciente suplantación; y por ello supuso, en tanto que
imprescindible renovación para la poesía española, una
verdadera falacia. El culturalismo con el cual venían avalados
estos poetas (y que sus descendientes inmediatos adoptarán
como dogma de fe) fue — éste sí — disfraz, afeite, cosmética;
pero no en el sentido en que se apresuró a subrayar la critica de
entonces: en lugar de renovar (o remover siquiera) una lengua
poética estancada, edulcoraron la temporalidad discursiva que
venía lastrándola desde su principio moderno, e insistieron en
una reiterativa sentimentalidad doliente de la memoria, con una
estética más bien engañosa por lo superficial, pues no dependía
de la lengua misma y de sus necesidades, sino que era producto
de una imposición cultural. Brillantez, sí; pero no iluminación; y
mucho menos fundación. La supuesta agresión a las formas
convencionales de nuestra poesía, pronto se descubrió que no
alteraba lo más mínimo el sistema expresivo de la lengua, pues
la opaca configuración de aquella imaginería regresaba — una y
otra vez — a un estereotipo de belleza poética ya caduco. Los
poetas jóvenes de entonces renovaron una cierta fe en el
principio modernista, pero no asumieron las consecuencias de
aquella inauguración: su exquisitez (acogida a la tímida
8La antología Nueve novísimos, preparada y prologada por José María
Castellet, fue publicada por Barral Editores (Barcelona, 1970). La
secuela de su influencia ha permanecido entre los poetas y críticos
españoles de los últimos años, aun cuando nieguen o cuestionen tal
influencia.
Coleção de Areia - 55
aproximación vanguardista del 27) no se quiso contaminar con
la turbulencia oral de César Vallejo (a quien seguían recibiendo
deformado, por la actitud de sus predecesores); los obligó a
bordear el caudaloso río de la poética nerudiana, por temor a
caer en su declarada impureza poética (también la imagen del
chileno condicionada por lo que de él había interesado a los
poetas de posguerra); los condujo hasta el espacio poético de
Octavio Paz9, en donde se reproducía aquel sincretismo
cosmopolita que alimentara — desde sus comienzos — a la
poesía hispanoamericana, y desde donde todo eso (nueva
excentricidad también) irradiaba: en la escritura de Paz
habitaban — perfecta sincronía — las dos líneas de la tradición
hispánica, ambas vueltas, en diálogo fructífero, hacia el discurrir
de la poesía de otras lenguas, desde el simbolismo a las
vanguardias; allí coincidía también la deslumbrante presencia
de la poesía oriental… Tal riqueza sedujo muy pronto a nuestros
poetas, y por intermedio del Octavio Paz poeta, y del Octavio
Paz crítico, hicieron suya aquella vocación cosmopolita.
Pero acabaron entronizando al escritor mexicano, y siendo
presas — en consecuencia— del atractivo de sus recursos, antes
que escribir partiendo de sus más luminosas propuestas: no
hubo diálogo tampoco con aquella escritura; se prefirió una
ciega e incondicional (también más cómoda) sumisión a su
escritura. O incorporan, sin más, la imaginería deslumbrante
que descubrieron en Baudelaire, Eliot o Pessoa; o traducen la
obsesión paciana porque la escritura genere su propia crítica en
una narración del sentido revelador, transparente, que el
poema comporta, para dar más tarde — estragos del entusiasmo
con que se asomaron a Mallarmé, a Pound o a Stevens — en lo
que se denominaría poética del silencio, resolviendo aquella
crítica en negación de la palabra, nunca en revulsivo para un
cambio. O, en fin, insisten en la limitada gama tonal dentro de la
cual se mueve la poética de Octavio Paz, aprovechándola para
9La primera publicación española de la obra de Octavio Paz fue una
amplia antología titulada La centena (Barral Editores. Barcelona,
1969).
Coleção de Areia - 56
abundar — y justificar, con la protección de su autoridad — en
aquella comodidad discursiva que decíamos.
Durante
esos
años
setenta
(curiosidad
hacia
Hispanoamérica, tras la revolución cubana), se publicaron
sucesiva y abundantemente libros de los poetas americanos más
representativos del tiempo; incluso, se recuperó algún nombre
del último plazo de las vanguardias: desde Oliverio Girondo y
Lezama Lima hasta Antonio Cisneros o José Kozer; desde
Enrique Molina y Gonzalo Rojas hasta Heberto Padilla o
Alejandra Pizarnik; desde Ernesto Cardenal y Roberto Juarroz
hasta Roque Dalton o Fernández Retamar; desde Sebastián
Salazar Bondy y Alvaro Mutis hasta Juan Gelman, Enrique Lihn,
Nicanor Parra o Jorge Enrique Adoum… Pero muy poco habría
de significar todo esto. Los más jóvenes y activos poetas de la
Península eludieron toda confrontación con Lezama Lima, por
ejemplo. Si algún conato de acercamiento hubo, poco se
entendió que el escritor cubano — en mayor medida que Octavio
Paz y, sin duda, arriesgando más — era también un centro
irradiante; su escritura — de verdad excéntrica — arraigaba en el
barroco gongorino y, atravesando la compleja poética
juanramoniana, desembocaba (y se prolongaba) en la
“continuidad sensorial de una lengua de las equivalencias
(figuras de aprehensión y rotación), así como en la apertura
especulativa que otorga a la palabra e1 poder de un
conocimiento” por decirlo con palabras de Julio Ortega. No en
vano, Lezama — al tiempo que desarrollaba esa tradición de su
lengua — había llegado críticamente hasta el territorio
mallarmeano del silencio, hasta la violencia existencial que
desmembraría la escritura de Rimbaud. Y lo hizo — además —
superando aquellas fórmulas; es decir, no usándolas,
sometiendo su lengua — que es la nuestra — a una purga
similar, desde un fructífero diálogo. Era la del cubano una fe
poética y por eso desembocaría en una conversión, en una
forma de descifrarnos como habitantes de una misma palabra.
En la extrañeza ante el propio idioma seguía estando la razón de
esa imposibilidad española: en vez de encarar la cuestión
preguntándose qué más podría obligarle a decir a su lengua, el
poeta peninsular prefirió seguir usando de ella como de un
Coleção de Areia - 57
instrumento acabado en sí mismo; puede que apure el fraseo,
puede que aproveche algún recurso de ingenio: nunca la lengua
como experiencia, como vida, nunca la poesía como conversión
— con limitarse a escribirla resulta suficiente.
Pasó igualmente desapercibida (cuánto bien hubiese hecho a
nuestra retórica discursiva) la invención narrativa y la memoria
inmemorial con que Enrique Molina cumple ese viaje por su
biografía y por su experiencia, que configura su obra toda: lo
conceptual deja paso a una sucesión metamórfica de imágenes
atraídas hacia su centro por una particular incoherencia,
movidas en su caminar por la búsqueda de un vacío previo, por
la necesidad de retorno a un estado primordial: en lugar de
memoria y melancolía, conocimiento alucinado, un “estado de
furor”. Y nada se supo tampoco ni de la renuncia a la palabra y
al objeto (construcción de lo invisible, de su plenitud sólo
revelada por una imaginación subversiva) que César Moro bebió
en el surrealismo, ni de la juiciosa ironía con la cual Joaquín
Pasos acometería (primeros años cuarenta) la crítica de la
vanguardia con sus propios recursos expresivos. ¿Qué noticia
hubo de Javier Sologuren, o de Jorge E. Eielson, o de Juan
Liscano? ¿Qué de Fernando Charry Lara o Cintio Vitier…? Un
imprescindible ensayo de este último, publicado en Madrid,
pasaría absolutamente desapercibido. Qué importaban esas
presencias, qué repercusión habría de producir esta
multiplicada publicación entre nosotros de los herederos de la
vanguardia hispanoamericana, si la poesía peninsular
continuaba empeñada en su caduca sentimentalidad cernudiana
(al parecer, su única voz) o en una amanerada reproducción de
la retórica aleixandrina o en su tono trascendente y su ritmo
envarado. Nada puede extrañarnos, por lo tanto, el destino final
de los novísimos: desde la confesada integración que derivaría
“en un cierto neoclasicismo”, como advierte Molina Foix, hasta
la manera vulgar, carente de intuición iluminadora, del último
Gimferrer; desde el gastado sentimentalismo discursivo con
trasfondo moral que repite Guillermo Carnero hasta el forzado
ejercicio métrico (pero no rítmico; y por ello ni crítico ni
dialogante con la tradición) que intenta Jaime Siles en sus
últimos poemas, contrariando así su más genuina voz, su más
Coleção de Areia - 58
luminoso hallazgo. Agudos teorizadores todos; pero nunca
creadores de lenguaje.
Llegados a este punto, permítanseme dos anécdotas
personales. En 1983 presenté, a la editorial Espasa-Calpe, el
proyecto de una antología de poetas hispanoamericanos de las
— por entonces — últimas generaciones. Aunque la antología se
publicó poco después, hubo de sufrir ciertas modificaciones ante
la reacción de los responsables de la edición: su perplejidad
inicial se trocó en decepción al entender — como dijeron — que
no había “ningún nombre conocido”. Sin embargo, entre Juan
Liscano (1915) y Juan G. Cobo Borda (1948), allí figuraban
Gonzalo Rojas y Javier Sologuren, Cintio Vitier y Roberto
Juarroz, Carlos G. Belli y Alvaro Mutis, Enrique Lihn y Juan
Gelman, Ernesto Mejía Sánchez y Jaime Sabines, Roque Dalton
y Luis A. Crespo, José Emilio Pacheco y José Kozer, Pedro
Shimose y Antonio Cisneros. Autores, todos, de obra abundante
y sobresaliente, y en su mayoría editados en España diez años
atrás… En 1990, y para su publicación en una conocida revista
literaria de Madrid, preparé una serie de textos poéticos
hispanoamericanos sobre los cuales, a una propuesta de lectura
hecha por mí, contestaban los propios autores con una reflexión
sobre mis aproximaciones. La dirección de la revista reaccionó
de igual manera que mis editores de 1983: ante el nombre de
Javier Sologuren (nacido en 1921 y con más de veinte títulos
publicados) dijeron: “Hemos de confesar nuestra ignorancia,
pero es la primera vez que oímos este nombre”. El proyecto, en
esta ocasión, no llegó a publicarse.
Algo más que anécdotas, si tenemos en cuenta que 1a poesía
española de los ochenta (al menos, la que se ve y se pregona) se
ha encerrado cada vez más en sí misma, y se ha aplicado a una
aburrida reiteración de ciertos ecos que le llegan desde dentro y
desde sus más inmediatos antecedentes (un 27 mal leído y peor
asimilado, un Cernuda de tercera mano, una experiencia que es
anécdota vulgar, un coloquialismo que es mera fórmula y no
ritmo renovado); una poesía ajena a su doble tradición
contemporánea y, por supuesto, negada al diálogo con esas
otras voces que — desde la misma lengua — le hablan. Si han de
Coleção de Areia - 59
referirse a los poetas hispanoamericanos, apenas repiten por
rutina los nombres de Borges, de Neruda, de Paz; cuando no —
atrevimiento de la ignorancia — dicen interesarse por César
Vallejo a causa de “las geniales intuiciones técnicas que muestra
de vez en cuando”, pero entienden su obra “frustrada por la
incultura y el compromiso del poeta, que le impidieron llegar a
una adecuada teorización de sus atisbos”. Para estos poetas
españoles, la escritura se limita a ser regurgitación de lo apenas
digerido; no se esfuerzan por desarrollar con ella una crítica
(necesaria aún) de su herencia literaria. Desde tales posiciones,
resulta impensable un ejercicio de irreverencia (que lo es de
libertad, y de crítica reveladora) como el que acometen con los
clásicos Juan Gelman o Carlos G. Belli; no se alcanza una
depuración verbal y una interrogación sobre el poema (lectura
no hecha, por ejemplo, de Juan Ramón Jiménez) como la que
llevan hasta sus últimas consecuencias Javier Sologuren o
Roberto Juarroz; sin una imprescindible desconfianza ante la
lengua, no se desarrollará una abundancia irónica y trágica, a
partes iguales (que es sensualidad gozosa, pero también
religiosa reverencia) como la de José Kozer, vuelto hacia su
compatriota Lezama Lima en atrevida respuesta. Cómo se va a
esperar, en la satisfecha escritura de nuestra poesía última, una
autonegación de la misma como la operada por Jorge E. Eielson
(los españoles más próximos a esta experiencia se hallan
condicionados por la trascendencia reverente, por la retórica o
por la broma ingeniosa). ¿Puede haber, así, un rigor existencial
que encare la memoria personal de forma tan sugeridora,
porque en la doblez irónica se alimenta, como lo hace la poesía
de Gonzalo Rojas, nunca mera evocación sentimental? Y ese
riesgo, que es dureza implacable contra sí misma — mente y
cuerpo — en Blanca Varela, ¿podría hallarse entre tanto artificio
truculento como nuestras poetas manejan con general
beneplácito?
Para que tales fronteras puedan cruzarse de modo natural, y
para que la presencia en España de la más renovada (y
renovadora) poesía hispanoamericana cumpla su función como
elemento agitador y como propuesta crítica ante la lengua
poética común, al poeta español le cumple asumir un riesgo que
ha esquivado reiteradamente desde la inauguración modernista:
Coleção de Areia - 60
no interpretar desde la seguridad, sino hacer que su lectura sea
el “descubrimiento de una actualidad permanente” de la
verdadera tradición hispánica, en su plenitud y en su vigorosa
resistencia a la petrificación histórica. Julio Ortega afirma, con
absoluta claridad, que dicha tradición solo se reconocerá “en la
circulación de sus figuras, en las señales de su cambio, en la
actualidad con que nos reclama”. Tradición que — en un
momento dado — se bifurca y actúa desde sus dos orígenes de
manera simultánea; pero que aún resulta ajena para la
experiencia
poética
peninsular,
mientras
que
en
Hispanoamérica, más allá de ser un hecho asumido, es decisivo
para su constante renovación, desde el momento mismo en que
el mestizaje actúa como conciencia de identidad cultural en la
penetrante mirada de Sor Juana Inés de la Cruz sobre el barroco
español; principio nutriente luego, de forma sucesiva, para los
modernistas y para Vallejo, para Neruda, Paz o Lezama y — sin
duda alguna — para todos los poetas hispanoamericanos de los
últimos plazos históricos. Con una importante salvedad: para
todos ellos, esa tradición de la extrañeza, de los místicos y de
Góngora, de Quevedo y de Juan Ramón Jiménez…, escritores
que, al igual que la respuesta de Rojas o Sologuren, Belli o
Juarroz, Lihn o Gelman (por citar solo aquellos en quienes
resulta más evidente), no asumen las voces de su principio
poético sin someterlas al contraste del diálogo; no las abordan
desde la sabiduría, las requieren desde la necesidad: no se
limitan a usar ciertas fórmulas expresivas que sus antecesores
hubiesen canonizado, actúan sobre la lengua de forma paralela a
como aquellos lo hicieron, sin obligarse a claudicar ante tal
herencia, por influyente que sea.
Y desde la perspectiva crítica, la clave reside en no seguir
explicando la poesía con la relación simple de su proceso
histórico (algo siempre convencional); importa indagar en la
diferencia, descubrir lo que tuvo de necesario cada articulación
histórica y cómo — al actuar sobre la lengua — amplió la
capacidad de esta última para nombrar lo invisible, preservando
la identidad de cada una de las voces que en ese período
confluyen y se hablan. No puede seguir la crítica limitándose a
corroborar una forzada igualdad general para cada tramo de la
Coleção de Areia - 61
historia; o — aun peor — empeñándose en la detectación de
influencias, imponiéndolas como enlace lógico entre el tiempo
anterior y el inmediato siguiente. El problema es más complejo.
Y por ello la crítica debe imponerse otra forma de lectura,
puesto que, desde el otro lado de nuestra lengua, nuestra poesía
contemporánea nos habla de otra manera y por ello nos exige,
también, oír de otro modo nuestra propia tradición. Leer así nos
descubrirá la trivialidad ambiente y la peligrosa degradación en
que se mueve la escritura peninsular de este momento, incapaz
— salvo excepciones — de asumir el verdadero compromiso de
la poesía en tanto que forma literaria: iluminar el mundo
invisible, y hacerlo además desde posiciones radicales. El poeta
o es un converso o no es nada. Hablo del poeta en estado puro,
de la poesía como forma de existencia, pues ése es el
convencimiento que mueve al escritor hispanoamericano ante el
ejercicio creador. Por encima de la presión que ejerce el medio
social, superando la limitación impuesta por cada coyuntura
histórica, los poetas hispanoamericanos cuya obra importa de
verdad manejan su lengua y afrontan su compromiso (la poesía)
como una forma — la más pura y completa — de existencia, y
como medio — el más luminoso — de conocimiento y
reconocimiento.
Esa lectura distinta que propongo para la moderna poesía
hispánica nos permitirá comprender que la parcelación
convencional de épocas y movimientos se halla superada por
unas obras que no se limitan a cumplir las exigencias de cada
momento sino que, dentro de cada situación, generan su propia
respuesta.
Octavio
Paz
advierte
cómo
la
poesía
hispanoamericana que inaugura este último medio siglo “en
cierto sentido fue un regreso a la vanguardia. Pero una
vanguardia silenciosa, secreta, desengañada. Una vanguardia
otra, crítica de sí misma y en rebelión solitaria contra la
academia en que se había convertido la primera vanguardia. No
se trataba, como en 1920, de inventar, sino de explorar. E1
territorio que atraía a estos poetas no estaba fuera sino adentro.
Era esa zona donde confluyen lo interior y lo exterior: la zona
del lenguaje”. Testimonio doblemente valioso: por sí mismo, y
por serlo de un testigo que también es parte. Crítica y rebelión
Coleção de Areia - 62
solitaria, nos dice; pero no para restablecer una academia, sino
para arriesgarse en esa zona fronteriza donde el lenguaje es el
único protagonista, y alcanzar a través de él — por medio de su
construcción cifrada — ese otro lado que nos descifra. Llamar a
este proceso que nos ha convocado aquí vanguardias tardías
puede ser, cuando menos, injusto, siempre que entendamos
bien lo que el testimonio de Octavio Paz simplemente certifica.
No quieren ser vanguardistas estos escritores; quieren ser
poetas. Y saben que serlo implica resistencia ante la lengua
como sistema, y fidelidad a la lengua en en tanto que organismo
cuyas funciones vienen determinadas por las voces (formas) que
en él confluyen permanentemente. Lo que como poetas han de
decir (e iluminar con su palabra) no es lo ya dicho, sino lo aún
no dicho.
Esa misma lectura distinta, por ser distinta, nos desvelará el
porqué de la escasa dimensión y del agotamiento evidentes en el
último tramo de la poesía española peninsular; nos descubrirá
la trampa de su obligada reverencia a una tradición a una
moral, a un dictado estilístico, y por qué se rehúsa — una vez y
otra — a la desconfianza y a la ironía ante la lengua, por qué —
en fin — el poeta español renuncia a ser el centro,
contentándose con reproducir, en cada momento, ese patrón
establecido desde el centro. Nuestra historia de andar por casa
(la única que hemos sabido hacer) insiste, todavía hoy, en el
esquema de las generaciones, tan repetido por (y cómodo para)
estudiosos y antólogos, y a él se avienen sin dudarlo los propios
poetas, aunque no lo confiesen (y aún negándolo); así pueden
hablar (unos) y escribir (otros) sin riesgo alguno. Pero en el
riesgo reside, precisamente, la clave de toda poesía que quiera
serlo de verdad: el poeta no se sirve del lenguaje; sirve al
lenguaje y lo explora y lo inventa a cada paso, logrando así —
desde el asombro — ver lo invisible, decir lo inefable. El poeta
escribe de espaldas al mundo, de cara a su lado moridor (la
expresión, certera, es de Salazar Bondy): su experiencia se
convierte en epifanía; en luz de un principio que es forma,
palabra vuelta sobre el lenguaje para interrogarlo, para
contradecirlo. En España siempre se ha preferido magnificar la
figura del poeta (Machado, Lorca, Cernuda) antes que entender
Coleção de Areia - 63
su obra como propuesta de lenguaje (Juan Ramón, Darío,
Vallejo), y al poeta español (las excepciones siempre se han
mirado con recelo y algo más) le cuesta poner en duda su propia
escritura; lo desazona la diferencia.
Porque, para establecer ese diálogo pendiente, y aún difícil,
con la poesía hispanoamericana (diálogo también con nuestra
lengua), y para lograr que sea aceptado con normalidad, el poeta
(y el crítico) debe adoptar una posición periférica; una distancia
que, al margen de la geografía, establezca una nueva perspectiva
con respecto a aquel centro único; que desarrolle otra forma de
mirar su realidad, de usar su lengua no negándolas sino
obligándose a afrontarlas, sin temor a ver cuanto lo identifica
desde esa nueva posición inversa. Tal distancia genera, en
consecuencia, una excentricidad, un nuevo movimiento cuyo
principio se halla dentro del mismo ámbito que le es propio.
Dialogar con el lenguaje supone no tener miedo a la diferencia,
ni pudor a la hora de ser usuarios de las diversas tradiciones de
las que toda escritura poética es heredera, para abordar
posibilidades de expresión siempre nuevas y hacer que la lengua
crezca y se enriquezca. Esa distancia, que es diferencia, se
realiza entre nosotros — desde el principio de la modernidad —
en el espacio atlántico de la lengua española. Allí el escritor
demuestra que, para cumplir a plenitud esa reflexión, ha de
imponerse también una renuncia, despojamiento. No se puede
acceder a lo invisible desde la sabiduría. El poeta empieza a
serlo cuando siente el asombro nacido de la experiencia, cuando
escribe desde una ignorancia primordial que concede pureza al
acto creador.
Mientras el poeta hispanoamericano mira en esa dirección, el
poeta peninsular cede a los requerimientos de quienes siguen
hablando de la escritura como un bien de utilidad pública (en
todos los sentidos de la expresión). La retórica narrativa de los
sentimientos y de la moral ha sido el dogma de una pretendida
poética de la experiencia, dominante en las últimas décadas.
Pagados de no se sabe bien qué sabiduría, émulos de tanta
gloria residual, nuestros poetas insisten hoy en el
amaneramiento de su nueva sentimentalidad; cegados por la
urgencia del éxito (impuesta por la mediocridad de los tiempos),
Coleção de Areia - 64
no participan del “desvelo lúcido al que se llega sin prisa, por
incesante crecimiento”, como explica Gonzalo Rojas.
Indiferentes al compromiso que exige toda conversión,
prefieren poner el lenguaje al servicio de los ecos, antes que
ejercitar sus voces en la disciplina de la diferencia. Existe — eso
sí — la apuesta solitaria de aquellos poetas que — al margen de
su edad o de su posible ubicación histórica10 — dudan de la
inmediatez moral y de la temporalidad discursiva; con una
palabra inaugural afrontan cada día el poema como espacio
ofrecido a la posesión y a la transgresión del lenguaje, y como
tiempo primordial anterior a toda historia: en ese espacio
comulgamos; en ese instante, lo oculto del mundo, de nosotros
mismos, nos será revelado.
10Dentro del discurso habitual de nuestra poesía, mantienen esa
continuidad de la tradición de la extrañeza poetas como Francisco
Pino, Miguel Labordeta o Juan E. Cirlot; Ángel Crespo, Antonio
Gamoneda, Tomás Segovia o Luis Feria; Manuel Padorno, César Simón
o Rafael Soto Vergés; Eugenio Padorno, Aníbal Núñez, Leopoldo María
Panero o José Carlos Cataño. No sólo se sitúan al margen de la normal
circulación de las generaciones: integran su poesía en la órbita de ese
diálogo permanente con sus diversas tradiciones.
Coleção de Areia - 65
Voces desde la periferia
Se trata del diálogo — cuando no inexistente, siempre difícil
— entre la poesía escrita en ambas laderas de nuestra lengua.
Que no se cumple con el mero intercambio de nombres y de
obras; eso, apenas, un primer paso, todavía incierto (en España,
la presencia editorial de los poetas hispanoamericanos es escasa
e intermitente — en los últimos años, más; en Hispanoamérica
ni siquiera eso, con los poetas españoles); lo fundamental para
un intercambio de esta naturaleza, que aprendamos a oír a ese
otro que nos habla en nuestra misma lengua, pero que al hacerlo
establece un nuevo tono, un acento diferenciador, como
contraste — crítico o irónico — frente a un determinado status
expresivo, avalado — casi siempre — por formulaciones
gramaticales o académicas, o por tópicos literarios
convencionalmente admitidos. Diferencia sustantiva: lectura
atenta, y sobre todo viva, de la tradición poética española, desde
el principio hispanoamericano. No la temerosa reverencia que
observamos aquí; conciencia de experiencia compartida y, por lo
mismo, diálogo abierto. Aquella dureza de oído suele ser
enfermedad común entre nosotros, poetas (y lectores) de este
lado; aquella poesía aún resulta lejana y ajena.
No queremos entender que el verdadero poeta sólo lo será
desde la marginalidad y el exilio, desde la periferia; y la
exploración lingüística a la cual habrá de aplicarse — atrevida e
insatisfecha siempre — es una forma de buscar arraigo en su
única patria posible: la palabra. El poeta hispanoamericano
escribe desde ese desarraigo, desde una “identidad resuelta en
ambigüedad”, que nunca desemboca en crispación, sino en
revelación; antes que parapetarse tras los estrechos límites de la
Coleção de Areia - 66
lengua, desea habitarla en absoluta libertad. Peregrino entre
sombras, rinde viaje en el instante preciso de alcanzar esa
revelación; y por ello mismo establece otra dimensión en el
tiempo: su discurso no fluye en cómoda sucesión horizontal (ni
siquiera entre quienes optan por la ordenación narrativa del
poema), ahonda — vertical — en un indispensable anacronismo,
en un tiempo que anula el tiempo convencional y sucesivo de la
historia, o que lo invierte. Contradice también así el espacio en
que la luz — presuntamente — nos muestra las cosas con su
volumen cierto, con su apariencia incontestable. La zona de la
poesía es otra, y se descubre a través de esta experiencia: su luz,
la oscuridad; su certeza, la incertidumbre. De manera rotunda lo
expresa el peruano Martín Adán (1907-1985): “No es la realidad
del que la dice, / No es la realidad del que a ella se asoma. /
Realidad es lo más hondo del espíritu, / Adonde llega el Ángel, /
Donde el Alma está sola”. El poema — por tanto — no surge
como consecuencia de las propuestas del autor; organismo con
vida propia, exige su forma y, sobre todo, su ritmo: su unidad y
su dispersión. El poema “Ciudad”, del colombiano Fernando
Charry Lara (1920), podría ser ejemplo paradigmático: la
anécdota, pura apariencia fugaz (sombras que se pierden o
confunden) constantemente suplantada por el propio discurrir
del texto y por las diferentes facetas (iluminaciones) que el
mismo genera, en un “bosque / De jóvenes y nocturnas
vegetaciones”.
LA ORALIDAD COMO CONTRASTE
El poeta hispanoamericano, al establecerse como otra voz
dentro del discurrir único de la lengua, no sirve a una forma
dada (sea métrica, sea de composición), ni a un orden
determinado (sea movimiento, generación o grupo); se sirve de
ellos, e introduce — como elemento perturbador — una peculiar
oralidad que acabará dando pleno sentido a su escritura; en ella
coinciden razón e irracionalidad, orden y libertad, norma y
habla: no se enfrentan como contrarios, se abrazan produciendo
contactos que son chispazos reveladores. El ya citado Martín
Adán: venía de las vanguardias de los años veinte y se vuelve —
anacrónicamente — hacia los caprichos léxicos y rítmicos de la
Coleção de Areia - 67
poesía trovadoresca; escritura como artificio, pero también —
sin duda — como una forma de vida en la cual reconocerse,
único medio de dar sentido a la existencia. Vida y escritura
como una misma cosa; y las metáforas convencionales (el río, la
rosa…) no tendrán el prestigio (tópico) acuñado en la historia
literaria; tratadas con familiaridad, ponen en evidencia —
precisamente — aquel carácter común. El también peruano
Carlos Germán Belli (1927) o el argentino Juan Gelman (1930)
trabajan en torno a este propósito vertebral: los clásicos (ambos
los remedan de forma flagrante) no son modelos que
reverenciar, tampoco un peso muerto del cual desprenderse; su
arriesgada intención dialógica encuentra el exacto punto de
inflexión en escritores como Garcilaso o Góngora, Santa Teresa
o San Juan de la Cruz…
Voces que se encuentran y que — acordes o discordes — se
integran en el mismo discurso, con sabiduría literaria pero con
envidiable frescura vivencial. Confluyen, y enriquecen con su
concurrencia, la expresión poética. No niegan sus posibles
paternidades, ni se establecen hipócritamente frente a ellas, con
estudiada distancia; los poetas hispanoamericanos reconocen
tales deudas y manifiestan su indudable dependencia,
admirativa y afectiva, de esos y de otros poetas; y esa relación se
traduce en intercambio vivo con los escritores, y con la materia
verbal que todos saben patrimonio común de su plural
identidad. Modernismo o vanguardia (o, en el caso de Charry
Lara, el romanticismo) son iluminaciones o principios, no
valores de cambio, ni fórmulas aplicables a sus obras; no temen
tanto atrevimiento expresivo, se dejan contaminar (incluso
emotivamente) por el sentido inaugural de esas aventuras; no
adaptan la escritura a la moda del tiempo, ahondan en el único
camino generador de lo poético, pero siempre con
confrontación, o llevando sus posibilidades un poco más allá de
los límites ya conseguidos. Así, la escritura se personaliza, se
hace voz propia, una nueva inflexión que sumar a las ya
existentes en la lengua, y con la cual establecer una nueva
posición de diálogo dentro de ella. A esa oralidad me he
referido, que se rebela contra toda estética o retórica previas,
pues se origina y crece a partir de su rabiosa individualidad.
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POESÍA COMO EXPERIENCIA
No de la experiencia. Vida y escritura son la misma cosa: la
una no cuenta a la otra; ambas inauguran la prueba, la aventura
del conocimiento. Y sólo una palabra original, no servil ni
comunicativa, sino comulgante, podrá alumbrarlo. Palabra que
nos habla, y con la cual nosotros hablamos. Reflexión
existencial, sí; pero sin transcendentalismo alguno. Confesión
personal, sí; pero nunca lamento impostado. Un error
persistente, de perspectiva y de comprensión: el poeta (el lector)
español tiende a motejar de retórica, redicha, la expresión
americana (léase a Lezama Lima). Ve poco, comprende menos;
o quizá actúa cegado por su propio — capital — defecto: la
impostación. Denuncia lo que es distinto, sin más. Asombro
inicial ante Rubén Darío, pronto traducido en desdén por lo que
— durante años — se dijo retórica enajenadora. O, si admitido,
modelo para reproducir aquí la voz de allá. Asombro mayor ante
César Vallejo, y temor: el propio Bergamín lo advierte, en el
prólogo de la edición española de Trilce, que él mismo
promovió. Posterior aceptación del peruano, pelo sólo en lo que
fueron sus golpes de efecto; su verdadera voz, desconocida.
Hemos convivido con el Neruda más convencional o con el Paz
menos iluminador, repitiendo, con su palabra prestada, nuestro
modelo: cegados ante la evidencia de una verdadera escritura
poética americana (¿y Eguren, y Gorostiza, y Lezama, y
Westphalen?) abierta al vértigo existente tras lo conocido
(“Épica del pene erecto / Y de la mujer distinta. / Épica del
prójimo y del odio. / Épica de mi sonrisa”, Martín Adán).
Posición
descreída
pero
apasionada
del
poeta
hispanoamericano: se halla hasta tal punto implicado en el
poema que, diluida su identidad, viaja al encuentro de sí mismo
a través del rastro de palabras, frases y ritmos que lo
constituyen; recorre, con la vibración del amor, el cuerpo
(lenguaje) que lo completa, íntima unión, intelectual y sensual,
que lo origina todo; así, el peruano Javier Sologuren (1921):
“quiero creer en seducciones ciertas / en magias verdaderas
destellando / por lo más hondo de la sangre presta”. Camino
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iluminado hacia “lo líquido del pensamiento original” (en frase
del chileno Gonzalo Rojas (1917)), gracias a las reverberaciones
del cuerpo amado. Poesía de la memoria como espejo donde
grandeza y miseria conviven sin estridencias, en absoluta
normalidad. La experiencia poética, una forma de vitalismo, de
afirmación del centro y la sabiduría en el amor; una serena
visión de la muerte como ingrediente primordial de la vida (en
Quevedo coincide Sologuren: “La muerte te enseñó las
duraderas / visiones del amor que desmintieron / de polvo y
tiempo equívocas fronteras”; con Quevedo comparte almohada
Gonzalo Rojas, viendo de cerca “la mi muerte, cerca que te oigo
/ por las tablas urgentes, que te palpo / y olfatéote con los
gallos”). Viaje a través del asombro de las cosas que se palpan;
frente a ellas, una distancia imposible de salvar: inutilidad del
oficio de escribir; o mejor, utilidad fulgurante e instantánea.
No por casualidad vuelven siempre, los poetas
hispanoamericanos, a San Juan de la Cruz (Charry Lara titula su
obra toda, Llama de amor viva: una mística que se aferra a lo
tangible, al cuerpo; Noche oscura del cuerpo es el libro capital
del peruano Jorge Eduardo Eielson (1924)): la llama, camino
para penetrar en “todo aquella que bulle oscura y huidizamente
en nuestra vida anímica” (Sologuren); el amor, asombro,
desvelo que mantiene alerta a Gonzalo Rojas y que los devuelve
a “una reniñez, una espontaneidad que casi no me explico”.
Mística que inaugura, en el espacio concedido por el poema, en
su tiempo, la revelación alcanzada; la palabra apenas remedo o
fragmento de la misma: “un nuevo día sí un exaltado / fulgurar
de la efímera existencia / un hoy que en ser ayer tardase apenas
/ a su presente incógnito ingresamos / una vez más del
embeleso presas / semblantes de luz mueven a engaño”, escribe
— ecos de su herencia clásica — Javier Sologuren. El escritor lo
sabe, porque lo vive continuamente, y no teme confesarlo.
Avanza entre una amalgama de signos a los que conjura para
producir aquella fosfórica luz, para repetir su sonido, “sus
cuatro pulsos en el aire, / como entrando olfateando, como
persistiendo / en el funeral de su figura. / (…) en este vaso
Coleção de Areia - 70
etrusco que aún guarda / su respiración, el aleteo / del
zumbido” (Gonzalo Rojas).
La poesía: viaje en busca de la revelación del todo; nunca
confirmación de nada. La palabra — conjuro — ilumina el
misterio de la existencia, pero no llega a desvelarlo del todo; tras
su alumbramiento prodigioso, ella queda como abismo por
donde transcurrir (“En mi mesa muerta, candelabros / De oro,
platos, vacíos, poesía / De mis dientes en ruina, poesía / De la
fuente rosa y el vaso / De nadie en la alfombra”, confirma Jorge
Eduardo Eielson). El poeta: viajero deslizándose por ese vacío
sólo lleno de la delgada desnudez del misterio (“Con un
recuerdo y una ausencia a cuestas, / me acerco al rostro incierto
de esta página / (…) donde el misterio mismo se desnuda”,
Sologuren). En medio de tan anhelante incertidumbre, su
palabra renovada, resistente a la fijación; viviendo una
experiencia dramática que se resuelve en silencio, en una
evidente condición negativa. Desolación por el encuentro del
vacío; triunfante seguridad, sin embargo, por saberse
dominador de tan efímera revelación. Recompensa: saber que al
final de tan intenso viaje el hallazgo es la nada. “Amargo, sí,
errante silencio en que no queda / Sino el poema en la noche /
Como recuerdo herido por el filo de un beso”; “encendido /
jardín de plumas que no existe (…) semejante a centenares / de
millares de millones / de manzanas / pero en llamas”: aire de
beso nocturno, en Fernando Charry Lara; cuerpo en llamas, en
Jorge Eduardo Eielson. Escritura debatiéndose entre sus dos
extremos: ¿decir o no decir? Es el juego que se declara con
urgencia en el título eielsoniano de 1967, mutatis mutandis:
¿equivale la palabra al silencio, o al revés? (“Escribo algo / algo
todavía (…) palabras otra vez / palabras aún / además pájaros
hojas secas viento / borro palabras nuevamente / borro todo por
fin / no escribo nada”). Iluminación del silencio (naturaleza
muerta) en el tramo final de la obra de este mismo poeta.
¿Qué queda, pues? Una retórica, sin duda; pero no vana: el
ejercicio consistente en llenar la superficie del papel con el
rastro negro de las palabras; en rayar (tachar) constantemente
esas palabras (última vuelta de tuerca de la ironía) para
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alumbrar su otro lado, el de la perplejidad; en abolir sin miedo
la imagen (disolver su realidad) para descubrir el vértigo tras
“un muro de cristal / frente a frente / de tu huida / puesto allí /
precisamente / para probarte” (Javier Sologuren). Un ejercicio
de explícita sensualidad, de manoseo febril (“Al mundo lo
nombramos en un ejercicio de diamante, / uva a uva de su
racimo, lo besamos / soplando el número del origen”, Gonzalo
Rojas), un rito mágico cuyo secreto tampoco el poeta conoce,
materializa el acto único del poema. Escrito y dicho; para leerlo
en voz alta. No a la multitud, sino dejando que nos cale hondo
su sonoridad, su joven vitalidad, la misma que existe en la sabia
ternura de Gonzalo Rojas (“Te besara en la punta de las
pestañas y en los pezones, te turbulentamente besara, / mi
vergonzosa, en esos muslos / de individua blanca”); dibujada, en
la escritura de Javier Sologuren, con la anuencia de César
Vallejo y la milenario serenidad de la poesía japonesa clásica:
“se nutrirá el poema / de la clara y la yema / de un huevo /
incubado en la indigencia”.
EN UN RECINTO SAGRADO
El itinerario del poeta hispanoamericano, tránsito hacia el
origen; tránsito y, por tanto, paso, travesía: no es el camino
finalidad, sino teoría para alcanzar otro estado, otro lado (el
lado moridor, dijo el peruano Salazar Bondy). Y en esa
trayectoria, de pronto, el asombro inicial. Como experiencia
religiosa que es, toda escritura verdaderamente poética nos
reconcilia con nuestro principio y — a partir de él — nos permite
iluminar el espacio de lo posible. Y digo nos reconcilia, nos
permite iluminar, porque aludo al poeta pero también al lector:
el poema no es mero vehículo por medio el cual alguien dice
algo; ha de ser punto de encuentro, y comunión, de dos
experiencias forzosamente complementarias y de idéntica
capacidad liberadora. No ese alumbramiento del final; el
comienzo de un nuevo modo de conocimiento (desvela la
ambigüedad del ser, el sentido esencial del mundo); aquel
camino, para ascender, requiere la secreta hondura del misterio
(“Porque no hay ascenso directo. / Todo ascenso procede del
impulso / de ese choque con el fondo”, Roberto Juarroz (1925)).
Coleção de Areia - 72
El poeta hispanoamericano sabe que la creación poética es una
actividad que se mustia con la luz, y abre hueco en lo oscuro, en
lo profundo (zona indeterminada y crítica donde arraiga su
difícil identidad): “Mis dedos alhajados / Buscan el Árbol de la
Noche, clavan / Sus uñas de imprenta en los racimos / De la
Vida y de la Muerte” (Eielson). Una experiencia radical que
necesita procedimientos radicales. De ella nos interesa ahora,
no el trayecto, el punto de partida.
Ingresamos en un recinto sagrado. Cúmplenos dejar a la
entrada toda sabiduría, e investirnos de la misma
imprescindible humildad reverente que adopta el escritor en el
trance (trance, en todos los sentidos). ¿Qué delimita este nuevo
espacio? El sonido del silencio, producido en el instante de la
revelación. Una tensión muy espacial — incluso física —
derivada de la apuesta siempre decisiva hecha por el autor: no
da cuenta de una tarea impuesta, no se complace en tan singular
habilidad: como poeta (también como individuo) se halla
constituido por ella; en tal acción le va la vida. En la palabra —
único espacio de libertad — su ser se irá revelando desde el
fondo de la escritura: bajo la máscara, la transparencia. Por
diferentes que sean sus propuestas (y la forma que cada cual
adopte para materializarlas en un texto), el poeta
hispanoamericano parte siempre de una común perplejidad
inicial; se retrotrae constantemente hasta el origen
(“Reconquistar el olvidado balbuceo / que hacía juego en el
origen con las cosas / y dejar que los pedazos se peguen después
solos. / Como se sueldan los huesos y las ruinas”, Roberto
Juarroz): balbuceo o susurro, silabeo (como reclama Gonzalo
Rojas) que en su virginidad abre un “tiempo suspendido. Sólo
un claro / en el bosque del tiempo” (Roberto Juarroz). Ni
complacencia ni ufanía. Sólo reconocimiento de esta claridad
inicial, fogonazo del asombro que no establece certidumbre
alguna: abre una disyuntiva o multiplica una visión, como a
través de una serie de espejos se prolonga el límite de lo posible.
Los paréntesis usados con tanta frecuencia por el cubano
José Kozer (1940), no desempeñan su función normal
(complemento de lo dicho), disgregan el discurso y lo encaran
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con el nuevo rostro (los nuevos rostros) que el mismo pueda
engendrar (“se sentaron, a oír: transidas (vacilaron) descalzas
las tres (tres, lotos) al ladear la cabeza (escuchar, la luna en los
cristales) (la luna, ceñirse en los vasos) yo he llamado: sed. Oigo,
los pasos quién sube (los pies desnudos, en sus pantuflas) un
vaso marítimo de aguas reposa incendiado en la bandeja grande
de laca”); paréntesis-articulaciones de una confrontación visual
e intencional de las imágenes, sucesiva simultaneidad que el
autor desea para su orden poemático. ¿Por qué la coma
funciona como pausa no sometida a rigor gramatical alguno?
Los quiebros métricos y sintácticos, o su intensificación
reiterativa, que dan especial sentido a la escritura de Gonzalo
Rojas, transfieren la intención rítmica regular a una clara
alteración irónica de la idea generadora del poema, del orden
natural de la lengua y de la imagen del yo proyectada en el texto
(y que el texto devuelve). El silencio (espejo) desvela al propio
Rojas su condición de alumbrado; “aunque el hombre callara y
este mundo se hundiera / oh majestad, tú nunca, / tú nunca
cesarías de estar en todas partes, / (…) y casi eres mi Dios, / y
casi eres mi padre cuando estoy más oscuro”.
Humildad; y no humillación. El poeta hispanoamericano
palpa (y acepta) su indigencia; parte del vacío inicial
(despojamiento: “solo y sensible voy como un mendigo / con un
candil de púrpura y de hielo”, Javier Sologuren) y se busca
dentro del nuevo espacio allí generado por la escritura,
experiencia que progresa hacia el centro oscuro de la nada. El
poeta hispanoamericano no demuestra sabiduría alguna (la
sabiduría, explica luminosa, poéticamente, María Zambrano, es
tan sólo un resultado; acaba en sí misma); participa de una fe
radical en esa pobreza constitutiva que lo atrae — en el vértigo
blanco de la página, a través del negro hilo de la escritura —
hacia la sugestión del futuro. Pero indigencia, ¿de qué? De
cuanto pueda confinarlo en el laberinto del tiempo, de cuanto lo
someta a ese orden, riguroso enemigo de lo imprevisible, de lo
ambivalente y a menudo contradictorio (“caracteres de lo
sagrado”, subraya María Zambrano): “Cuesta volver a lo líquido
del pensamiento / original, desnudarnos como cantando / de la
airosa piel que fuimos, con hueso y todo desde / lo alto del
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cráneo último / de nuestros pasos, tamaña especie / pavorosa, y
eso que algo / aprendimos de las piedras por el atajo del
callamiento” (Gonzalo Rojas).
Despojamiento: ascetismo: esfuerzo conducente a una
revelación. No hay que responder con su forzoso correlato en el
lenguaje. Opera — en este orden de cosas — un sentido inverso
al esperado. Debe hacerlo así, pues lo que se desea — en última
instancia — es la transparencia. No entraña menor desnudez la
palabra abundante y desbordada, la desmesura rítmica de José
Kozer, que la actitud vertical disciplinadamente impuesta por
Roberto Juarroz a su escritura. Ambos se alongan a un idéntico,
vertiginoso vacío, escuchan perplejos el mismo silencio
ensordecedor; el argentino Juarroz opta por la inquietante
sugerencia de la fijeza (“formas a la deriva / que se enrollan a
veces transitoriamente / en el perfil un poco más discreto / de
una rama seca”), el cubano Kozer, entregado a una sensualidad
restallante, de la cual se niega a abdicar, llena aquel vacío (y la
indigencia, entonces, se acentúa de forma más acusada) de
metamorfosis y digresiones, de fintas y suplantaciones
inesperadas: la oralidad de su lenguaje y de su ritmo lo
conmociona todo (“cómo, de dónde saco las palabras para decir
(ahora) este sastre está en el fondo húmedo de la trastienda de
una calle que podemos llamar Villegas (Delancey) calle de
Gorojovaia (está) en los lepidópteros fondos los húmedos
fondos de la carne (animal, sagrado): salta (salta) hacia mí”).
Poesía que o es conocimiento o no es nada. Pero
conocimiento de lo profundo y de lo profuso: en lugar de una
sucesión lineal, proyecta su luz en la complejidad arborescente
— fragmentación, dispersión — del mundo, sea éste un
individuo o una colectividad. Esta escritura reproduce las
preguntas esenciales en torno a lo que constituye y explica tal
complejidad (“Sin saber si estoy acompañado o estoy solo / me
devano por descifrar la trama”, sentencia el uruguayo Roberto
Echavarren (1944)). Una actividad hermana de la filosofía
(mejor, la suplanta en un espacio intelectual donde la filosofía
siempre ha sido disciplina subsidiaria); incursión atrevida hasta
las preguntas esenciales para definir (dar sentido a) una
Coleção de Areia - 75
existencia individual pero no insolidaria. Sólo preguntas, pues
de poesía hablamos. Puede suceder — esto sí — que los
relámpagos de claridad del poema ofrezcan — a posteriori —
determinadas vislumbres a quien, en cada caso, lo escribe, a
quien, en cada caso, lo lee. Porque el lector se verá forzado a
reproducir el proceso seguido por el texto desde aquella misma
perplejidad inicial. El poema no es satisfacción para su
curiosidad, sino incitación hacia ella. Poesía que rechaza el
discurso político — plano y gris, movido por el pragmatismo y
opaco por naturaleza —, que requiere una palabra impregnada
de sentido, rompedora de (y resistente a) los simples
significados: una palabra libre.
QUE SE ENGENDRA EN LA MIRADA
Una cosa es certificar determinados procesos históricos;
otra, muy diferente, pensar sobre la identidad resultante de
aquéllos. Quienes — por la ladera del pensamiento — han
abordado tan delicada tarea en Hispanoamérica (Rodó o
Sarmiento, Alfonso Reyes o Leopoldo Zea, Mariátegui o
Arguedas, Uslar Pietri u Octavio Paz) han incorporado a su
indagación proyecciones o reflejos del pensamiento mítico,
creaciones de la imaginación, la efervescencia — siempre nueva
— del lenguaje literario: discurso intelectual y construcciones
verbales, constitutivamente poéticos. Así, también, las
propuestas del poeta hispanoamericano: su poesía es
conocimiento; conocimiento como penetración; penetración
como encuentro, como reflejo (y reflexión) de quien mira y de
quien es mirado, de quien mira en quien es mirado. Frente a los
ojos, abiertos al asombro, la identidad y la memoria: espacio y
tiempo donde arraigar; un humus espontáneo los amasa en
sólida unidad: la lengua en la cual convergen; una intimidad que
los preserva de toda enajenación: existencia revelándose en
acto, multiplicando aquel reflejo primero en sucesivos rostros
llameantes: mitos e imágenes superan la simple anécdota del
encuentro, dan dimensión y memoria al instante; pero la abren
también a un futuro nunca antes imaginado: efímero, pero
revelador.
Coleção de Areia - 76
Escritura que se engendra en la mirada. Mirada que es así
otra forma (nueva) de sabiduría: “tal vez, sin que nadie llene
nada, / aparezca un color desconocido, / un color que por fin no
se borre, / un color indeleble / como una recién nacida
inexistencia” (Roberto Juarroz). La paradoja invierte lo sabido;
todo comienza de nuevo, sujeto a otra lógica reveladora. Mirada
que es, también, una voz muy especial “que no es asunto de
magia ni de alquimia. / Se trata de pensar de otro modo las
cosas, / palparlas de otro modo, / abandonar las palabras que
las usan / y acudir a las palabras que las cantan” (Roberto
Juarroz). Que las cantan: explosiva sorpresa; incontenible
necesidad de decirla, hallazgo — sin mediación intelectual
alguna — de un principio de conocimiento arraigado en la
sensualidad. Pero no tanto para los otros como para el poeta
mismo: diciéndola de ese modo, él se dice; y en su propio
conjuro convoca al lector al misterio recién inaugurado. Quien
lee, entonces, asume la misma voz, la misma escritura discurre
como suya; no le ha sido concedida desde la superioridad de
quien sabe: es llamado a participar de una identidad común.
El poeta hispanoamericano (desde la mismísima sor Juana
Inés de la Cruz) no repite lo ya sido, nos invita a participar en el
nacimiento de aquello que pudo ser; una mirada virgen, un
sonido inicial, y el deseo instaura el mundo, la vida (“Y ahora es
que recorre los versículos inalcanzables del libro cada palabra
que toca la yema de uno de sus dedos de la mano derecha, se
abre: en la frontera (se abre)”, José Kozer), de la misma forma
que la voluntad de la palabra divina devuelve la transparencia al
límite cegado de la nada o la muerte. Se establece — dijimos —
una retórica; pero no derivada de aprendizaje alguno (mayor o
menor), brota de manera natural y no resulta enajenadora.
Leamos estos versos, Contra la muerte, de Gonzalo Rojas: “Toco
esta rosa, beso sus pétalos, adoro / la vida, no me canso de amar
a las mujeres: me alimento / de abrir el mundo en ellas. Pero
todo es inútil, / porque yo mismo soy una cabeza inútil / lista
para cortar, por no entender qué es eso / de esperar otro mundo
de este mundo”. Una aparente debilidad, y el poeta deriva hasta
ciertos principios habituales de la poesía: los tres primeros
versos suponen una entrega. En ese preciso momento (recorrido
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el trayecto), la revelación. En el espejo de su paradoja, de la
inversión inaugural (“esperar otro mundo de este mundo”), la
vida como desencadenada sensualidad (lo que — en verdad —
expresan los versos iniciales, tras su disfraz de lugar común) da
pie al alumbramiento poético: el deseo, vano; la muerte, único
destino anidando en aquella misma vitalidad.
El sentido del camino se declara una vez que se ha recorrido,
nunca antes. No es propuesta, sino hallazgo. El trayecto por los
meandros del azar, y el poeta respira de acuerdo con sus propias
exigencias (fragmento o sucesión; espiral o círculo perfecto),
para acabar siempre en su nada deslumbradora: silencio previo
del asombro. Ante el lector se tiende (o se alza) un cuerpo
verbal, cuyo perfil describe los límites precisos de un espacio
ritual, sacrificial; en el centro — absoluto recogimiento, pero
irradiando su prodigio — el poeta (“Yo conmemoro en mi mujer
la oquedad que me incumbe (daguerrotipo) de silencios que ella
hace los cuencos la musicalidad precisa del barro en una olla”,
José Kozer) inaugura de esa forma, en un instante de máxima
tensión, el absoluto presente, espacio y tiempo a la vez (“camino
sobre la punta de una aguja”, Roberto Juarroz), de la palabra y
el poema. La conversión se ha producido. Ahora importa
habitar ese espacio; encarnar en una palabra que ha
enmudecido. No exigir a la escritura la claridad de este lado,
entregarse del todo a su sagrada (y secreta) condición: vivir
apasionadamente en su laberinto. Un hermetismo nunca opaco,
transparente; a condición — esto sí — de que el individuo — sea
el poeta, sea el lector — se entregue a él sin resistencia, y
desposeído de toda falsa indumentaria, de todo saber adquirido
(“Si el hombre se detiene, / quizá el paisaje de la vida / también
viaje hacia el hombre”, Roberto Juarroz). Vivir en la pobreza
imprescindible para la revelación; no querer enriquecerse con la
certidumbre engañosa de la sabiduría.
Corolario: este poeta (muchos, tentados por la gloriola, han
claudicado, sin embargo) no escribe ni para el reconocimiento ni
para el éxito; su palabra propone un debate existencial abierto,
en el cual es imprescindible la integración del lector; que éste
sepa oír (y ver) la palabra, su encarnación verbal. Poema
Coleção de Areia - 78
habitado, sacudido pela afirmación de un sujeto que ya no actúa
como su servidor (“Detrás de cada palabra escrita antes /
asoman como un pueblo furtivo / todas las palabras que no
supimos escribir. / Por eso releerse es hallar, / más que las
visiones que fuimos, / las visiones que nos reclamaron en vano”,
Roberto Juarroz); en vez de hacer de su discurso una sucesión
de imágenes más o menos felices, opera en él una cada vez más
arriesgada mutación; el ritmo, contra la rutinaria comodidad del
lenguaje (dependiente tan sólo del fervor inicial inagotable) y
contra el orden de la memoria (girando en torno al yo, a su
“desvelo lúcido al que se llega sin prisa, por incesante
crecimiento”, como explica Gonzalo Rojas): “la forma de una
isla es de configuración tautológica como el que dice aquí nací
sobre el lomo de alguna palabra como yagua manjuarí vengo del
norte me disperso regreso a morir con o sin norte pues poseo la
prerrogativa del aire en ausencia de cualquier otro tipo de
movimiento. / A ella, conmemoro” (José Kozer).
Encarnar: infundir materia corporal a la palabra: una
comunión, tomando la forma de otros, de las otras cosas.
Decisivo despojamiento último que el poeta hispanoamericano
ha de afrontar: dejar de ser yo para hacerse otro, pero sin
abandonar el recinto sagrado que ya habita; establecer nuevas
relaciones de conocimiento y concordia con el mundo y con los
seres que lo pueblan, desde aquella revelación alcanzada.
Mundo que ya no participa de su triste condición histórica; no el
tiempo que contiene, la luz que en él resplandece con la
revelación: imagen del yo, reproducida con limpia transparencia
en ese instante preciso (“Un gato color herrumbre pasa sobre el
muro del fondo: / él es yo, blanco, gozo latente, punto de
rebote”, Roberto Echavarren). Mundo — también — de objetos
ya no ajenos, asimilados al sujeto a través de aquella mirada que
decíamos; ofrecidos para su degustación, en la metáfora del
banquete: “Está la sombra en el firmamento, nevará. / La de
ónix tiende el amplio mantel de lino almidonado sirve en la
porcelana lo rojo de la fruta un manojo blanco de crisantemos
en el búcaro. / Todas las demás a su alrededor abren por la
mitad de golpe las manzanas en el cuenco. / Ruedan, las
canastas. / Cuesta abajo un ruido ensordecedor de piernas
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sayuelas alas el parloteo de las mujeres” (José Kozer). Versos del
poema “Recolección”: rito de colectividad que procura el
sustento primordial; transfiguración de frutos en cuerpos.
Mundo — en fin — concentrado en una honda ternura
(amor) vencedora del tiempo, entrega recíproca de los cuerpos:
pasión y revelación en uno (“Trampa, / no todo será lujuria pero
qué portento / en la lujuria con su olor a / lujuria, con su fulgor
/ a mujer y hombre nadando en la inmensidad de esos dos
metros / crujientes con / sábanas, o sin, en un solo beso / que es
pura imantación mientras afuera la Tierra dicen gira / y ellos ahí
libres”, Gonzalo Rojas). Suprema ceremonia de la encarnación
que abre un nuevo prodigio: el recinto sagrado deja de ser
inviolable; no es hermética la visión, sino absolutamente clara:
resplandece. Para poseerla, para que el individuo no sucumba a
la euforia vana de la sabiduría, para que se sepa en otros, el
cuerpo verbal que habita (imagen, reflejo, eco) debe ser violado,
constantemente inseminado por susurros espermáticos (láctea
corola de lenguaje), penetrado con amor (candil de púrpura),
soliviantado por la ironía (candil de hielo). La indigencia se
trueca entonces, milagrosamente, en riqueza inagotable.
TRASLACIÓN HACIA LO OTRO
El poeta hispanoamericano abdica, pues, de su
individualidad. No pierde, sin embargo, el sentido subjetivo con
que afronta la experiencia: establece un movimiento de
traslación hacia el otro, hacia lo otro, que es — también — él
mismo. Sí, para reconocer su identidad, cumplir este itinerario
(transgresión, violación del último límite), desplegar la escritura
en el umbral del conocimiento. No el final de un proceso, ni su
consecuencia, su constante comienzo. Condición bifronte de
este conocimiento: placentero e iluminador, doloroso y
turbulento. Abre espacios de luz en la complejidad del mundo,
en los entresijos de la existencia, en la confusa trama de la
colectividad que acoge (e identifica) al escritor, gracias a aquella
encarnación ya referida. El poeta hispanoamericano asume su
experiencia contando con que ambas cualidades no son
alternativas sino simultáneas: se implican mutuamente, y de
Coleção de Areia - 80
ello deriva la singularidad de su oficio y de su escritura en el
contexto de la lengua común. Mirar su espacio (su mundo físico)
será mirar su tiempo (su memoria); y descubrir con asombro (y
con angustia no disimulada; si bien desde una distancia crítica
muy eficaz) que participan de idéntica deleznable condición;
que, en ella, tiempo y espacio se hermanan recíprocamente, se
hacen uno. Aunque dicha visión tome la forma de una palabra
fundacional, conjuro y celebración de un espacio magmático
agitado por los elementos (una extrema sensualidad afirma allí
la voluntad de vivir), tras ella circula — soterrada o manifiesta —
una corriente rompedora, una desmesurada conjunción cósmica
con el tiempo (memoria) y su degradación, con la muerte que
todo nacimiento exige: “Trópico de tinieblas que me alumbran
(…) / trópico de mi edad que ya anochece (…) / quiero tu exceso
y tu escasez gemelas, / trópico que me funda y me deshace, /
que me junta compacto y me dispersa, / que me da tierra amada
y me destierra, / que me llena de mundos y de exilios” (Juan
Liscano (1915)). El mundo físico, el paisaje, como organismo
vivo, cuerpo cuyas dimensiones se disparan (y se disparatan)
para mostrar la pequeñez y miseria del individuo que lo habita,
para acabar devorado, instantánea, lentamente, por él. También
como historia, tiempo en el espacio contenido, que acelera esa
locura de la fagocitación (“y yo solo, / con mi camisa azul
marino en una gran pradera / donde podían abalearme desde
cualquier ventana: yo el conejo, / y los perros veloces atrás, y
ningún agujero”, Antonio Cisneros (1942)).
Dramatismo no exento de ironía, alimentado por ella, en la
escritura del mexicano José Emilio Pacheco (1939): el espacio —
exactos lugares de una geografía y una historia personales — se
borra a medida que se recupera la memoria colectiva; se hace,
deshace o desaparece, conforme el poema inaugura otro tiempo,
el de la evidencia y la vergüenza, que es de uno y es de todos.
Recuperación de la memoria que es violación de la memoria
(“Sal nuestra vida, polvo nuestra casa. / Añicos y agujeros en la
red, / nuestra herencia de ruinas. // Por fin tenemos / que
hacerlo todo a partir / de esta nada que por fin somos”), desde
el momento en que el individuo trata de buscarse en ella. La
degradación se hace entonces físicamente reconocible, tras la
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falsa apariencia de sólida realidad que lo había envuelto todo:
“La fragmentación de las aguas del tiempo que se enroscan
alrededor del detritus como el caracol en su concha / el éxtasis
de lo que por fin se pudre para siempre”, escribe el chileno
Enrique Lihn (1929-1988). Herencia histórica vinculada a una
irremisible destrucción; el esplendor o la vida que pude
alimentarlo se alzó, pero fue pasto de la ambición o la miseria
(“Francisco sin fin Martín / se rompe al cabo se rompe al fin / la
muerte se le parece y él es su sombra / la muerte se le aparece
como una sombra / la muerte que le apetece de sombra en
sombra / que le procede que nunca cede la muerte en punto / la
muerte náda sale del agua / tiene el color del légamo / los ojos
de fósforo se desliza / tigre paso de seda…”, Juan Liscano).
Una identidad maltrecha. Pero el poeta hispanoamericano
no cierra los ojos horrorizado ante su contemplación, deja que
sus perfiles vuelvan a dibujarse en el poema y, a través de ellos,
sugiere o insinúa su condición deleznable: “Oh ciudad /
guardada por los cráneos y maneras de los reyes que fueron /
los más torpes — y feos — de su tiempo / (…) hace casi tres
siglos se talaron los bosques y los pastos / fueron muertos por el
fuego. / El mar (…) su presencia habrás de conocerla en el óxido
de todas las ventanas” (Antonio Cisneros). El poema genera
siempre una retórica al revés; el revés de una retórica: a más
esplendor contemplado (y dicho), más aceleradamente se
precipita en la desolación (“México en el páramo / que fue
bosque y laguna / y hoy es terror y quién sabe”, José Emilio
Pacheco): dos miradas simultáneas que se neutralizan, y que
borran la memoria, la deshacen sin producir dolor; apenas
urgida necesidad de reconocimiento. Tierra predestinada al
expolio; hombre condenado al desarraigo. No luchar contra eso;
establecerse en esa disyuntiva.
Escritura que vuelve ostentosamente la espalda al espacio de
la memoria y encara el espacio (también tiempo) de lo posible;
la que a partir de la implícita orilla en la que se sabe instalada,
abre el acelerado vértigo de la revelación. Bosque o mar,
espacios recurrentes en la poesía de José Emilio Pacheco;
espacios del uno y del todo, de la amalgama y de las sombras, de
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la intuición y de la aventura. No poseen la pétrea nitidez de la
memoria; su dúctil blandura es constante principio: “Cuando
termine su eco / perdurará sólo el mar (…) circulación de las
palabras en el mar del idioma: / la materia que te hizo único, /
pero también afín a nosotros, / jamás volverá a unirse, / nunca
habrá nadie igual que tú, semejante a ti, / siempre desconocido
en tu soledad / pues, como todos, eras lo que ocultas”. ¿A quién
habla el escritor en este fragmento? ¿Al poeta digno de
homenaje — López Velarde —, al caracol que da título al poema,
al mar que junto a la orilla alienta? ¿No será su voz, su rastro de
palabras, la que hacia sí mismo se vuelve, para fundirse todos en
un único magma original y revelador? En la orilla, la mirada ha
descubierto la difícil contradicción entre “lo que deseamos ser y
lo que somos”, pues “nos empantana el lago, sus arenas /
movedizas atrapan / y clausuran / la posible salida” desde
donde la voz busca su propio espejo, su propio eco; sólo allí —
en la distancia entonces abierta — se reconoce: “del fondo de la
noche y de los mares, / del fondo del vacío, nace un rostro, /
nace hablando una voz que se desdobla. (…) lenguas que se
conjugan y se mezclan, / fertilidad de carne y de sonidos” (Juan
Liscano).
Pero esto es sólo el principio, el umbral del conocimiento.
Ahora importa la imagen, evidencia física de esa identidad
vislumbrada. Para verse, para reconocerse, el poeta
hispanoamericano establece sus propias referencias; ya no voz,
signo (“Escribo unas palabras / y al minuto / ya dicen otra cosa
(…) Criptogramas / de un pueblo remotísimo / que busca / la
escritura en tinieblas” (José Emilio Pacheco), e interroga a la
imagen muda dejada por la memoria, y ahonda en su silencio,
en su vacío. Borra también las palabras mentirosas, las formas
mentirosas, regresa al balbuceo inicial: territorio virgen de la
implantación y la suplantación, orilla otra donde “las primeras
frases no mecánicas son poéticas siempre. / Como un poeta
azteca o chino / el niño de dos años se interroga y pregunta: /
‘¿Adónde van los días que pasan?’” (José Emilio Pacheco), o
donde una voz más profunda — su propio acento le da sentido —
mantiene su indiscutible personalidad (así, las voces en Crónica
del niño Jesús de Chilca, de Antonio Cisneros). Principio que
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resulta ser — también — final (“¿adónde van los días que
pasan?”). El poeta encara entonces la imagen de la muerte
derivada de esa memoria colectiva; allí aguarda su propio
tiempo, cediendo al deterioro irremediable (“esta memoria —
flexible como un puente de barcas — que me amarra / a las
cosas que hice / y a las infinitas cosas que no hice, / a mi buena
o mala leche, a mis olvidos. // Qué se ganó o se perdió entre
estas aguas. / Acuérdate, Hermelinda, acuérdate de mí”,
Antonio Cisneros). Visión que es reflejo (reflexión) del yo en el
humus confuso de la historia; su evidencia incontestable sólo
emerge en el blanco cráneo de la calavera que, en prosa, habla
así a José Emilio Pacheco: “Soy tú porque eres yo. O serás
porque fui. (…) Yo, en tu verdadera cara, tu apariencia última, tu
rostro final que te hace Nadie y te vuelve Legión, hoy te ofrezco
un espejo y te digo: / Contémplate”; o que deja su huella
imperecedera en la inscripción que Antonio Cisneros lee
(escribe) en “El cementerio de Vilcashuamán”: “La carne
aguanta menos que el maíz y menos que los granos del vestido: /
más que el algodón la lana pero menos que el hueso: / y más que
las costillas quebradizas aguanta el viejo cráneo”.
¿Reminiscencia hamletiana o familiaridad esperpéntica de la
calavera bailona o vengativa de los grabados mexicanos? Una
herencia intelectual sacudida subterráneamente por el disloque
visceral de la memoria.
LA CRÓNICA COMO MODELO
En esa bipolaridad enunciada se instala el poeta
hispanoamericano. Bipolaridad no conciliadora; crítica:
disyuntiva que lo configura e identifica; tensión que es afanosa
urgencia por reconocerse en los reflejos que de un extremo en el
otro se producen, que de un rostro en el otro se descubren. El yo
cede su individualidad; sabe que sólo es en el otro. Pero no
desaparece como tal. Refuerza (y multiplica) su presencia,
trasladándose al tú, al él, al usted, que se enseñorean del poema.
Ninguna de esas nuevas identidades — sin embargo — borrará la
suya, su sentido. La condición delegada que tiene el sujeto del
poema es el medio más idóneo para establecer el diálogo
iniciático deseado: el yo se mira — con asombro — en su nueva
Coleção de Areia - 84
imagen; y establece, inmediatamente, una peculiar familiaridad
con ese desconocido que no lo es tanto… Perplejidad y confianza
idénticas, cuando lo mirado es el espacio y el tiempo próximos,
memoria y paisaje que también trazan — en el espejo del poema
— los perfiles de quien los contempla en el tránsito (trance)
decisivo. El poeta hispanoamericano instaura su discurso para
contradecirlo. Su palabra y su escritura son los instrumentos
que facilitarán el asalto — a veces irónico, a veces cruel — a su
propia identidad, al mundo en torno y a la historia que lo
explica. Discurso purgativo. Apesar de su amplia respiración
rítmica, de su aparente y prosaico narrativismo, lleva dentro de
sí la semilla de una agitación que afecta a la una y al otro.
La Crónica es entonces el modelo. La escritura se vincula a
su tradición primera: una visión del mundo recién descubierto,
teñida de la inquietud curiosa (y temerosa) de quien se
sorprende ante la incuestionable realidad de su presunta imagen
mítica; de quien siente su extrañeza (y la expresa sin temor ni
engaño) sabiéndose parte de un mundo, donde duda si es o no
un intruso. El peruano Antonio Cisneros no desdeña (ni
disimula) ese principio: sus Comentarios reales son algo más
que una simple paráfrasis del Inca Garcilaso. Cisneros eleva la
anécdota a categoría: la oralidad que impregna su discurso no se
limita a dar cuenta — desde fuera — de lo visto o descubierto;
proyectada en el poema, su voz descubre la insólita capacidad de
la lengua para multiplicarse en acentos y matices que definen
aquella voz como propia y como ajena a un tiempo; ilumina,
simultáneamente, el revés de los sucesos y los rincones oscuros
que constituyen la memoria del individuo que habla. La fábula
es un espejo cuya transparencia permite leer con nitidez los
signos y las imágenes conjurados por la memoria, gracias a
aquella palabra común (“Nadie los vio llegar a las murallas,
nadie a las puertas / — ciudadanos de sueño más pesado que
jóvenes esposos — / y ninguno asomó a la ventana, y aquellos
que asomaron / sólo vieron un cielo azul-marino sin grieta o
hendidura entre su lomo / — antes fue el lechero o el borracho
final — y sin embargo / el aire era una torre de picos y pellejos
enredados / como cuando dormí cerca del mar en la Semana
Santa”).
Coleção de Areia - 85
Y José Emilio Pacheco — como los antiguos cronistas —
rastrea en los dos principios, en los dos rostros de la identidad
hispanoamericana: el fondo borroso de una historia próxima,
sustentada en la bastardía (“En él vio reflejadas / ‘casas sobre el
mar y unos venados / cubiertos de metal / grades, sin cuernos’.
/ ‘Vuelven los dioses’, dijo Moctezuma. / ‘Las profecías se
cumplen. No habrá otro / capaz de refrenarlos. / Del azteca /
quedará sólo el llanto y la memoria”); el sentimiento de culpa
grabada a sangre y fuego, que se deposita — sólido — en el fondo
sucesivo alimentado por su sabiduría (su “Venus anadiomena”,
pintada por Ingres, resplandece; “su perversa inocencia
enciende siempre / la visión de tu carne perdurable, / opuesta a
Valdés Leal, Goya, Quevedo. / Aparta con respeto la Ceniza, / la
Castidad, el Quebranto, las Tinieblas / — rencorosas palabras
donde gimen / nuestro procaz idioma y nuestras culpas -”).
El discurso poético de Juan Liscano establece un tiempo que
siempre sucede contra el tiempo: mirada de vigorosa y
desbordante sensualidad, agitada por el sentimiento inequívoco
de lo perecedero que posee todo canto contempla: la muerte no
niega la vida, cohabita con ella en sorprendente (y estimulante)
cópula: “Todo es nacencia, brote: se está muriendo todo. (…) Un
ser de musgos, élitros, bromelias / surge de la espesura, boquea,
desfallece / (…) Algún niño envejece en lo que dura la centella
terrestre de un lagartijo que huye, / la exhalación de plumas
colibríes”. Ruptura y violación sucesivas, agresividad latente,
sugeridas — unas y otra — por el ritmo interno del poema:
insospechadas síncopas abren huecos de silencio en un discurso
aparentemente lineal; la fijeza, de pronto, congela el vigor con
que hormigueaban los objetos, sucesos y personas: “Los
plátanos de la Isla, / el algodón, los membrillos, / las uvas de
Borgoña, / el girasol, las abejas, / los muchachos, las muchachas
/ haciéndose el amor / entre los maizales. // Son el cráneo de un
perro / quemado por el sol” (Antonio Cisneros).
Como ocurre con su recuperado principio, esta nueva crónica
desborda su condición testimonial: sobre los hechos
convocados, o sobre la realidad física observada, se aplica una
inversión reflexiva, y una descarada voluntad lúdica refrena
Coleção de Areia - 86
toda posible tentación de retórica solemnidad. El yo se halla
fuera y dentro al mismo tiempo: mira y se mira, medita sobre la
trama de memoria que — sin su presencia — apenas sería otra
cosa que máscara petrificada (“Bloque o montaña. / Un solo
rostro”, dirá José Emilio Pacheco ante la presencia sólida y gris
de la cabeza olmeca, ante aquel ciego estupor anclado en el
verdor de la selva). Pero una melancólica sentimentalidad o una
cálida ternura, una intencionada intervención afectiva o una
evidente carga emocional, establecen la doble circulación para
ese diálogo consigo mismo y con el mundo que lo contiene.
Diálogo como distancia precisa para mirar y mirarse; áspera
dureza para violar la memoria colectiva que lo contiene: un
torrente de palabras, explosión de sensualidad, en la crónica
fundacional de Juan Liscano; una cáustica ironía (estirpe
vallejiana) con la cual Antonio Cisneros — altivo y burlón —
encara su memoria más próxima o más lejana; silencio
sobrecogido, tras las palabras que confirman la fuerza
arrasadora del tiempo que destila en la escritura de José Emilio
Pacheco con obsesiva persistencia… Dar vida a lo muerto y
descubrir la muerte en la vida: oficio del poeta
hispanoamericano: luz y tiempo revelador en el instante fugaz
de un hallazgo. Destino común (y desengañado) del poeta
hispanoamericano, cronista de una degradación irreversible.
Voces, todas ellas, proyectadas desde el fondo terroso de la
memoria, desde la soledad meditativa de la impotencia (“Cuanto
nos queda es el lugar y el apego al lugar / aún gobernamos
ruinas de templos, espectros de jardines e casas / si perdemos
las ruinas nada quedará”, José Emilio Pacheco).
Abundante derroche verbal o palabra escueta, la escritura
poética hispanoamericana ofrece la imagen indiscutible de una
condición efímera, de una identidad que se debate en la frontera
entre el ser y el no ser: escritura deleznable como el mundo,
palabra e identidad con el fulgor descubierto en la última linde
de su espacio y de su tiempo. Y — última tentativa — voz
dirigida al doble que en el poema lo refleja: él es también parte
de la memoria, de la degradación derivada de ese discurso del
tiempo. Un tono de reconvención moral, revestido de sordo
escepticismo; contundente ironía de la misma estirpe
Coleção de Areia - 87
subyacente en Luis Cernuda, en ciertos poemas epigramáticos
de José Emilio Pacheco quien se encuentra — fugazmente — con
el sevillano (y con César Vallejo) en un sobrecogedor paseo por
la ciudad de Lima; ironía que esa quevediana en las cenicientas
imágenes que este mismo poeta conjura en sus textos elegíacos
(“En la madera que se resuelve en chispa y llamarada, / luego en
silencio y humo se pierde, / miraste deshacerse con sigiloso
estruendo tu vida”), con aquellos aborda las últimas
estribaciones del sentido — trágico e irónico a un tiempo —
definitorio de la personalidad histórica de la cual se sabe
heredero, y por medio de cual se siente justificado, aunque lo
condene al destierro (“En otro giro de la procesión / o de la tribu
errante que somos, henos aquí sin duda como al principio”).
PARA ACOGER AL DESTERRADO
Difícil ubicación: imagen de su incierta identidad. Conflicto
central (y cenital) frente al que no cabe sino aceptar esa
condición fronteriza y última; y escribir desde ella. Salir podría
ser una solución; pero ¿hacia dónde? Porque el exilio físico no
liquida aquella dramática disyuntiva: la ahonda más (“Nunca
salí el horroroso Chile / mis viajes que no imaginarios / tardíos
sí — momentos de un momento — / no me desarraigaron del
eriazo / remoto y presuntuoso”, Enrique Lihn. “Hagamos lo que
hagamos siempre estaremos / en la actitud del que marcha. //
Así vivimos siempre: despidiéndose”, José Emilio Pacheco). Dos
espacios (pueden multiplicarse constantemente, pero siempre
en esencia dos), dos memorias, dos culturas, alimentando un
impulso centrífugo y una melancolía centrípeta (“Y esa vida que
flota (a duras penas) en las aguas del Tiber imperial / (o los
cantiles del malecón Cisneros). Sus ondas brillantes y viscosas
cual papas de papaya”, Antonio Cisneros) que — unas veces —
atenaza y paraliza, que — otras — da fuerzas para afrontar la
figura del desvalido personaje que “cuando nadie está mirando
lo que oculta / se reconoce, funda un tiempo propio, / invade al
fin su nombre indetenible” (Juan Liscano). El desarraigo físico
apenas es una prueba, un tímido tanteo; hay otro más hondo (y
más complejo; rico en su complejidad, precisamente), el que
ofrece el poema como territorio dispuesto para acoger al
Coleção de Areia - 88
desterrado. En ese nuevo espacio, que es también nueva
memoria aleteando hacia la incertidumbre inaugural, el poeta
hispanoamericano ha de perderse, fatalmente.
Errancia y no pertenencia, al margen de toda coyuntura:
configuración existencial. “Trastiérrate, le entonces digo a mi
alma, y verás. El origen verás, la patria honda del trastierro. Que
es tierra y más, palabra viva e rehallazgo” (Gonzalo Rojas). Se
enzarza así en una nueva trama, tejido de voces y palabras, de
rostros y paisajes (“El padre como personaje chejoviano / y el
padre como padre de las horas / juegan una partida y se
estremecen, / pero desde ámbitos encontrados, / como si se
hubiesen perdido al excavar un doble túnel”, Roberto
Echavarren). Allí queda definida su provisionalidad; así — en la
marginalidad disidente — el ejercicio de la verdadera poesía:
fugaz e instantáneo, mudo en el preciso instante de su perfecta
culminación. El poeta hispanoamericano acepta su condición de
errante, de desplazado; y la vive en el plano existencial como
consecuencia que es (o necesidad) de su oficio de escritor. Ese
yo que no se pierde (que se consolida) en los sucesivos
desdoblamientos del poema, se desplaza también hacia lugares
diversos y deslumbrantes; vive — sucesiva o simultaneamente —
en varios espacios geográficos que son siempre el lugar único del
poema (por muy precisas referencias que se nos den); y lo
devuelven siempre, de forma inexorable, a esa casa de palabras
— la única suya —, a esa memoria sin tiempo del tejido
transparente. Lugares que, como las gentes que los habitan, son
también espejos que devuelven la imagen del sujeto que los
contempla desde su interrogante incertidumbre (“Sido como fui
el fauno real de Niza, la pantera — de Argel — en el Hyde Park,
gárgola alegre del valle de Huamanga, / oh vedme convertido en
el gorgojo muerto del Danubio: pimientos y vigilias sin rumbo y
sin respuesta”, Antonio Cisneros).
Se anuda entonces una extraña familiaridad con el otro lado,
con los otros que allí surgen, en el fragor indiferente de la vida
urbana (“Tampoco Nueva York es otro de los tantos poemas /
que llevan su nombre ni se presta a lucir en el papel / tantas
veces escrito (por nada y para nada) / un sentido como máscara
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/ detrás de la cual me ocultaría yo”, Enrique Lihn), o en la fría y
muda respuesta de una historia petrificada en sus momentos
más solemnes. Y siempre el desamparo, y un ácido humor —
confirmándolo — sin escapatoria posible. Pero la vive también
en el espacio de la escritura (individuo perdido entre signos
cuya interpretación — ordenación de la trama exacta del poema
— hace surgir, de pronto, esa doblez que lo constituye — al
lenguaje también —, que lo hace estar aquí y allí al mismo
tiempo, como sucede con quien lo profiere: “Porque no estuve ni
estaré. / He venido / sólo de paso a esta ciudad, / a este mundo.
/ Soy extranjero / en esta tierra. / En todas / seré extranjero. /
Al regresar / mi patria habrá cambiado / y no estaré ni estuve”,
José Emilio Pacheco). Errabundo, pero excéntrico, el poeta
hispanoamericano escribe sobre un palimpsesto de voces y de
historias, celebradas en la reverberación autoral de la voz
unánime que es toda poesía. No es un ejercicio de sustitución, ni
de suplantación (pura superchería); es diálogo, intercambio oral
y corporal con la materia única que la constituye. No es
erudición pretenciosa, ni un recurso a la inmediatez alegórica;
es convivencia. Jorge Eduardo Eielson se recuesta con Rolando
“crecido y muerto sobre la yerba de los corazones, con esplendor
de hierro y poma de sueña”, y la palabra eleva la solemnidad del
trance en la identidad; los de la trizadura honda y la fragilidad
humilde acuden a la llamada de Gonzalo Rojas y —
concertadamente — dan voz, entre todos, al único Libro; la
pluma contrae nupcias con la letra del afanoso copista
subversivo que es Carlos Germán Belli (“No por crueldad atados
ni por cintas, / mas un hilo ya somos, Filis, de agua, / soplo ya
de aire, lengua ya de fogo”). Cascos oxidados y plumas de
húsares tropiezan entre guijarros, discurren por la cálida
humedad de la palabra fluvial del colombiano Alvaro Mutis
(1923); José Kozer visita a Kafka, a Sade, al rey David, irrumpe
en la velada familiar — levitas y chalinas — de la opulenta
novela europea del siglo XIX, a todos abate hasta la estatura
irrisoria o la grotesca postura que ha de dejarlos a su (nuestro)
alcance…
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José María Eguren: una luminosa
estela de sombra
La lectura como convivencia. Ya no puede haber pedanteria
autosuficiente ni retórica profesoral. Lo que se ventila es cosa
bien distinta; y en otro territorio. Abordarlo implica purgar toda
impureza del pensamiento “lógico y frío”. Ni sensación, ni
inteligencia: ensueño. Y entonces el espacio se abre (e ilumina)
“vasto, desordenado, misterioso”. Espacio para ser recorrido,
cruzado hasta la región fronteriza de los abismos que guardan
los principios. No estáticos: “motivaciones primarias de la
naturaleza y de la infancia”, como sabiamente escribe Javier
Sologuren. Motivaciones; ello es, principios motores; agitación
del caos inicial e inocencia ya perdida del origen. Escribir es
iniciar, “ávido de descubrimiento”, el camino que conduce hasta
esa región situada más allá de toda experiencia racional;
explorar lo desconocido siempre presente o inminente o difuso,
que se resiste a ser conocido. Escribir: ingresar en espacios
cerrados, galerías o salones de una inquietante escenografía,
guiados por la inocencia de la luz (niña; mujer), para llegarnos
hasta el confín, límite que es vacío, desposesión. Artificio del
texto que en la nada de la verdad se resuelve (y disuelve); ritmo,
vitalidad de las cosas sensibles envueltas y asediadas por lo
ignoto e invisible. No con la ayuda del día; ni al amparo de la
noche: ambigüedad de la madrugada o del crepúsculo; o certeza
de que, tras aquellos, en la raya sutil que los separa (¿o lo une?)
habita la verdad que es lo indeterminado, lo indefinido: noche o
sueño, neblina o celaje. Por esas lindes, con tal ambición,
deambula la figura enjuta, la mirada honda y prodigiosa de José
María Eguren. Su escritura como textura fluida, abierta,
aglomerante, donde se expanden y resplandecen visiones y
señales. “Mundo -escribe Américo Ferrari— que cuanto más se
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manifiesta y revela en el verbo, más se oculta y cierra su
secreto”.
La obra poética de Eguren es la luminosa estela de sombra
que deja este andarín (y peregrino) impenitente que, día a día,
se traslada, en larga marcha, en libre marcha, desde Barranco al
Centro, que anda apresurado, “con urgencia de partir, siempre
en trance de fuga”. Camina su cuerpo menudo y quebradizo sin
detenerse nunca; circula su mirada (“dos puntos de
melancolía”) por un espacio “silencioso y secreto, conciso y
circular”, poblado de formas y figuras, que él ha descubierto
caminando. Fluye su escritura como movimiento que no
concluye en el estatismo perplejo de un hallazgo (detención ante
el abismo); pero tampoco se pierde en las afueras inalcanzables
de lo misterioso (olvido o enajenación). El poeta, enteco y
destartalado, regresa puntualmente a Barranco, después de
haber recorrido Lima “con su andar de cuerda”. “Cuando la
sombra cae y se han oscurecido los matices amables, en las
vísperas del camino negro, donde no se vuelve, herido de la vida
implacable, aparece la niña de la cera simbólica, la lámpara de
mi tarde; con la piedad creciente, con la piedad florida, como la
luz de un sueño; la Esperanza” (La esperanza). “Como la luz de
un sueño”. Cuando la poesía -como la luz— se agota en lo
inefable (y lo refrenda), comienza la prosa (creciente y florida:
valor dinámico de los adjetivos verbales; capacidad potencial):
No la negación de la poesía; ni su contrario (la narración). Sino
aquella prosa evocada por el chileno Gonzalo Rojas, escritura
“más larga y sigilosa”, que con la poesía (versa) piensan, al
unísono, “su pensamiento de muchachas desde un fulgor /
inmemorial sin miedo a / morir”.
Paso, pues, al otro lado. Y decisivo. Atrevido (y juvenil) salto
al vacío, cuando el poeta se reintegra a su morada interior. Por
ese espacio cerrado y propio se aventura el escritor para mirar
desde él lo que en él, apenas antes, se reflejaba: resplandor y
visión. Mirar para llenar, con la expansión (epifanía) de la
mirada, tanto desconsuelo. Hilar, despojado ya de la pasión
oscura, el tejido maravilloso que en los extremos de la poesía
quedara interrumpido. Pero el salto no es locura; tampoco festín
de lo irracional. Orden interior y serenidad; también una —
particular — sabiduría. Nunca el azar. Necesidad de un sólido
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equilibrio que dé sustento a aquella materia poética de la
disgregación. Edificio que al arraigar en el abismo abierto y en la
expansión luminosa del lenguaje, debe acatar otras leyes: no
capricho sin brida; forma precisa y complementaria donde la
belleza (exactitud de la mirada y de la palabra) se cumple a
plenitud. San Juan de la Cruz — otro frágil andarín de su órbita
—, tras alcanzar los extremos del éxtasis, cuando la sensualidad
llameante del amor estalla en voz enajenada (en olvido), se
explaya — serenidad de la razón — por la prosa de sus
comentarios. Se dicen freno a la explosión luminosa de su
palabra nocturna; explicación y guía para no iniciados; derrota
de la poesía que, ante el obstáculo de lo inefable, retorna a la
sensatez de lo denotativo. Pero esa prosa no viene a anular el
resplandor poético; éste la ha exigido como su imagen
simultánea. No es consecuencia del hermetismo o la
indefinición en la que aquélla ha querido habitar, sino espejo
donde se expande y multiplica el misterio, donde la contención
se torna análisis igualmente luminoso. No hay explicación. El
poeta, una vez reconocidos los principios los eleva a categoría de
cuerpo verbal: no sus metáforas o sus imágenes, ellos mismos
siendo materia de la escritura y generando, al propio tiempo,
otro movimiento, otra sucesión11.
Paralelo sorprendente, la prosa de José María Eguren, que
no por casualidad lo ocupa durante las últimas etapas de su vida
como escritor; cuya densidad poética y filosófica (ello es, su
riesgo estético), nunca enemiga de su transparencia reveladora,
tampoco ha de ser considerada como mera anécdota. No se ha
atenuado la inquietud creadora; se reviste (o inviste) de rigor,
que es cosa bien distinta. “Eguren — como dice Ricardo Silva
Santisteban — trata de captar el desenvolvimiento psicológico
11“Como lenguaje, esta prosa se podría calificar de lenguaje negativo,
en el doble sentido de que enseña el despojamiento y el despojo íntimo,
y de que cuando dice algo lo dice (…) con la condición de que se
recuerde que tampoco es eso, sino algo más allá de eso, con una mera
utilidad de encantamiento o aproximación”. José María Valverde.
Estudios sobre la palabra. Rialp. Madrid. 1952.
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de la naturaleza y el arte, escogiendo el medio de aprehensión
cartesiano”. Peculiaridad; sin embargo, en la prosa de Eguren.
Su objeto no es la poesía de la cual procede, sino que se abre a
una pluralidad (goce estético; reflexión intelectual), a partir de
aquellas iluminaciones poéticas suspendidas en el temblor del
hallazgo último, con el deseo de la plenitud entonces apenas
vislumbrada en el instante revelador: equilibrio (también
totalidad) de la escritura como oficio y como experiencia mayor
(“Una palabra que llega justa es como una confidencia
milenaria, como un secreto transmitido de generación en
generación”).
Los “motivos” egurenianos sustentan su originalidad en que,
si en ellos la razón se pone al servicio de la pura estética (su
teórico contrario), ésta última se integra, a su vez, en el discurso
intelectual, encarna en sus formas verbales y mentales. En el
poema — instante o relámpago — la visión se abría, movida por
el ritmo, pero la palabra resultaba insuficiente para hacer
perdurable aquella revelación; en el “motivo”, tal y como lo
entiende José María Eguren, ese mismo instante que entonces
era final; al dispersarse analíticamente, provoca una cadencia de
visiones que se expanden; en ascensión arborescente; hasta
determinar no un tiempo (lo discursivo nada tiene que ver aquí)
sino un espacio inédito (e inaudito) donde el impulso inicial
(motor de la escritura) impresiona (arrastra hacia las imágenes)
y conmueve (produce otro movimiento solidario) para que
surjan imágenes nuevas y, sobre todo, se generen inesperadas
asociaciones que, en su aparente heterogeneidad, despliegan la
mas pura transparencia sobre la intrincada oscuridad de lo
absoluto. Porque se contemplan entre sí, recíprocamente se
iluminan y fundan un tácito diálogo entre sus diversas figuras.
Poesía que adopta el método de la prosa, porque se ha invertido
el proceso de la escritura, al haberse invertido también la
posición desde la cual el poeta accede al conocimiento del
Coleção de Areia - 94
mundo. “Motivos” como formas del dinamismo esencial de toda
escritura, de su ritmo fundacional, en el espacio trascendido12.
Partimos, pues, de esta idea de movimiento primero, de
agitación inicial e iniciática (“porque no me produzco como
filósofo, sino siempre como poeta. Mi divagación crea un clima
ávido de descubrimiento”). Ello hace de la obra toda de José
María Eguren un solo cuerpo en crecimiento sucesivo y creador.
Vibración rítmica de la música y de las sensaciones que,
contenida en la palabra (habitándola), genera — primero — las
visiones que establecen ese “momento privilegiado en que el
hombre se siente colmado por el éxtasis de participar en una
armonía cósmica”. Tiempo de la exaltación y de la credulidad
del visionario. Y esa misma vibración alimenta, a partir de
entonces, los movimientos sucesivos hacia ese otro lado que se
vislumbrara tras aquel instantáneo fulgor. Mutación y
fundación constantes, la escritura de Eguren se resiste a la ley
inexorable de la disolución impuesta por las limitaciones de la
existencia y del lenguaje. Busca lo absoluto consciente en un
nuevo principio reproductor y re-presentativo de la idea como
objeto; ello es, un principio engendrador ya no de visiones, sino
de formas, de imágenes. Principio que arraiga — fatalmente —
en la sensualidad, en el reconocimiento físico de esa forma
recién creada.
Habitante de una región literaria en donde el entusiasmo por
el orden simbólico, por una realidad donde los cuerpos han
cedido su lugar a sus correspondencias conceptuales y emotivas,
se verá suplantado por el milagro que supone la cosa en sí
misma (en su cotidiana grisura, incluso) como revelación de lo
secreto (lo sagrado), Eguren arrostra — con todas sus
consecuencias — la aventura de aceptar lo intempestivo o
espúreo en el artificio de la creación literaria. Pero no se
contenta con la tierna e irónica mirada sobre el diario acontecer
12Si nos atenemos a los valores etimológicos del término “motivo”, y su
procedencia verbal (movere, motus), es fácil colegir la utilización plural
que de tales significados encontramos en la intención que mueve a José
María Eguren. Con este propósito hemos subrayado los términos que
establecen dicha cadena significativa.
Coleção de Areia - 95
que sus contemporáneos pusieron en circulación; tampoco se
solaza en la exaltación de lo pequeño. La reacción coloquialista,
crítica e irónica que se produce en la poesía hispanoamericana
hacia 1915 , le sirve a Eguren para avanzar un poco más en esa
“avidez de descubrimiento” que lo posee: no despliega lo
prosaico dentro del poema; quiere ver el poema desde la prosa,
y con ésta desarrollar corporalmente su secreto. En
consecuencia, el dinamismo inagotable de su escritura no se
limita a ser vibración íntima, concentrada en la palabra: lo que
era indeterminación o indefinición (“La música es idioma que el
hombre posee marginalmente, sin comprenderlo en su totalidad
(…) La Naturaleza la ofrece elemental y fragmentaria, a veces
integral. (…) El sonido es una forma como lo es el color”. Línea.
Forma. Creacionismo): otro cuerpo, otro misterio: “el primer
axioma”. Principio del espacio de la verdad. No tiempo.
Extensión cósmica ilimitada, antes que forzosa delimitación de
la existencia. San Juan de la Cruz — lo vimos — se halla próximo
a este ejercicio poético, a causa de la voluntad espejeante de su
prosa; pero el deseo de conocimiento trascendido en la
perfección física del universo, que con los “motivos” Eguren
manifiesta, lo acerca sin discusión a la mirada — ya no mística y
contemplativa sino inquieta y deseosa de sabiduría — que
mantuvo a Fray Luis de León en permanente desvelo y en pugna
inacabada entre los dos extremos del absoluto: “aquella celestial
eterna esfera”; “el bajo y torpe suelo”.
Anhelo de conocimiento absoluto, para paliar la desventura
de quien vive “de noche rodeado / en sueño y en olvido
sepultado”. Pero ese conocimiento oculto no habita en la nitidez
del mundo exterior, ni siquiera en la vibración poética de una
palabra visionaria; se aleja y se pierde entre las innumerables
luces que adornan el cielo; en otra noche que invita a la
aventura. Conocimiento, por tanto, como esfuerzo intelectual;
pero no desde el dolor y hacia la muerte, sino desde el orden y
hacia la belleza de las formas que sustenta la vida y la
mantienen alerta. La prosa de los “motivos” no quiere hallar
definiciones ni construir razonamientos. Eguren prefiere ir más
allá de la luz y de la verdad aparentes del mundo y de las cosas.
Nada que tenga que ver con tales limitaciones. Ya ha dado el
salto a una región de la que no se puede volver incólume.
Coleção de Areia - 96
Arriesga más en su escritura y por ello, aun desbordándola, no
renuncia a la estirpe poética que la origina: desea establecer —
nada más y nada menos — que la evidencia de lo numinoso, esa
“órbita de lo sagrado”, esa “respiración ritual”, que es
fundamento del ritmo, principio de la verdad total que habita en
el territorio abierto tras el límite conseguido con la revelación
poética.
Frente a la escueta verticalidad de los poemas egurenianos,
frente a su dinámica respiración (frente a su “gracia”), la
abundancia divagatoria y la expansión analítica de los “motivos”
describen una órbita, trazan imaginariamente un espacio y
disponen en el centro del mismo la otra cara del instante
poético, que — de pronto — se verá multiplicada en fragmentos,
al romperse la contemplación narcisista que la mantenía
conforme a su origen visionario. Las imágenes surgidas a partir
de esta operación disgregadora serán los nuevos principios de
esa línea de pensamiento, que con sus próximos dialogan.
Principios de lo que sólo puede darse un poco más allá del final.
Indagación intelectual que, por lo tanto, no se sustenta en lo
cotidiano existencial (aunque a veces lo parezca), que desdeña la
lógica y el orden imperantes en el pensamiento racional (por
más que el discurso engrane y se desarrolle sin fisuras ni
sobresaltos); indagación intelectual que, al sumergirse en lo
oscuro y lo secreto, propone otro artificio literario, una
construcción muy precisa de la escritura, que ha de justificarse
en ese nuevo movimiento desplegado por la voluntad
indagadora del poeta, donde razón existencial, razón estética y
poesía son una y la misma cosa. “Toda ventana es abierta al
infinito, una separación, una virtualidad: ojos para ver, espíritu
para volar. Es el marco de la naturaleza objetivada: el marco del
aire y de la luz. Toda ventana es simbólica parte del corazón y de
la mente” (Las ventanas de la tarde). Abrir, mirar, ver: el sujeto
hacia el objeto total. Exploración que sólo en el nuevo espacio
libre del tiempo (eternidad) se cumple.
¿Por qué en el aire? ¿Hacia qué destino? “El árbol es el
pensamiento del paisaje, la lontananza es el espíritu. Un soplo
panorámico, domina al hombre; cae sobre su quietismo, o atrae
a nuevos senderos (…) El hombre es un ave migratoria (…)
Coleção de Areia - 97
También es una ascensión mística el paisaje de la noche
estrellada,
de
las
constelaciones”
(Línea.
Forma.
Creacionismo). Si movimiento y espacio, si pulsión hacia fuera,
esta escritura — que en el hondón de lo místico se ha generado
— es también ascensión. Poesía del aire y de la perpetua
mutación. Este José María Eguren, flaco hasta la escualidez, es
antes humo que piedra, como lo era — en su solidez ósea —
aquel César Vallejo: poeta de la tierra, de la raíz mineral de
aquel húmero que se calzaba cada mañana para echar a andar.
Elevación y dilución, en busca de espacio, que sitúan a Eguren
en !a órbita huidobriana (palabras como “paracaídas que se
abren en pleno vuelo. Antes de tocar tierra, estallan y se
disuelven en explosiones coloridas” — dijo Octavio Paz).
Estallido y color de la palabra, también en Eguren. Aunque no
por caída sino por elevación: “vuelo diáfano”, árbol de llamas en
que se multiplica aquel leve temblor de la candela infantil que
antes lo guiara por sus escenografías nocturnas. “Las
generaciones aviadoras dilatarán la estética. El hombre
ambiciona tocar el cielo con sus alas y trasponer el vértice
sombrío. Un viaje en sueño por los futuros años sería muy
hermoso”. (Metafísica de Ia belleza). Siempre hacia el futuro;
hacia el deseo. Vagar por un mundo de quimeras, caminar (o
correr) hacia el límite, y aun más allá, para ver: “dilatación de la
estética”, migración ascendente que traspasa el “vértice
sombrio” (“con ojos de diamante / mirar desde las ciegas
alturas”, rezan los versos de su poema “Peregrín, cazador de
figuras” (vid. La canción de las figuras). Pero itinerario del
sueño (“la voluntad más libre”): desprendido del lastre de la
mente, guiado por las luminarias de la noche (“El celaje de la
noche es sombra viva que trata de desasirse de su contenido de
luz (…) De ahí que la noche esté poblada de luces vivientes y
lámparas oscuras. El celaje de la tarde es rezo y remembranza;
el de la noche es un sueño”. La emoción del celaje), arribar hasta
la raya de la aurora, “esa línea que separa dando, creando al par
abismo y continuidad (…) Es un sueño, es decir, un lugar donde
los simples sentires, y su natural fantasear, aparecen a punto de
ser abolidos por un imperativo (…) La aparición de la Aurora
unifica los sentires transformándolos en sentido”, por decirlo
con palabras de Maria Zambrano.
Coleção de Areia - 98
Espacio de luz entre dos tiempo de sombra, la aurora resulta
ser así esa franja dual donde ambigüedad e intercambio actúan
como motores indiscutibles del conocimiento definitivo. La
prosa manifiesta entonces su primera razón de ser: movimiento
expansivo que no rehúye el azar de los encuentros (vecindad
evidente con el surrealismo), que asume — en su orden estricto
— la libre alteración lógica del discurso como su fluido principal.
La poética del lenguaje, que en la contemplación contenida se
extasía y queda a las puertas del conocimiento, es — en la prosa
de los “motivos” — poética de la acción, como desde el momento
mismo de la inauguración futurista (¡cuántas concomitancias
radicales con la poética egureniana!: en 1909, precisamente,
como recuerda González Vigil, Eguren afirmaba que al poeta “de
ninguna manera le está concedido volver el rostro; porque lo
vencerán los vencidos”), se observa en la escritura de la
vanguardia europea: espacio de revelación para esa síntesis de la
maravilla: una imagen donde vibración poética y agitación vital
se encuentran y entregan mutuamente (“Los ingleses saben
inventar sus inventos: un yate, un golf, un lebrel (…) Un ritmo
nuevo para sus almas rítmicas: inventaron el tennis. Este juego
gentil que parece una alegoría por su forma, no es una lenta
harmonía ni un compás de espera. Es como un ala o un batir de
alas (…) Su indumentaria es una claridad móvil que se recorta
con limpidez. Ágil blancura, ágil azul. Es la elegancia de la
mañana con su alegre euritmia. Su discreción no es monótona;
porque las almas vuelan y los cuerpos se libran a la luz. Los ojos
brillan celestes y los cabellos absorben el brillo matinal dorado.
Es el reír de las siluetas, la danza de los talles gentiles”. Las
terrazas).
En la vanguardia europea y — de modo muy especial — en la
reverberación y diálogo de los primeros vanguardistas atlánticos
de este lado de la literatura iberoamericana. Desde el
postmodernista grancanario Alonso Quesada (1886-1925),
abriendo las vislumbres de su poesía a las reveladoras imágenes
de su prosa última, allá por los primeros veintes (“Hoy, el
paisaje es el hongo inglés. El hongo triste. Sin duda que se ha
hallado solo, en medio de las cachorras o los livianitos y se
empina sobre la redonda cabeza británica (…) Es como un negro
que llegara a Europa: tiene el asombro de un negro y todo el
Coleção de Areia - 99
mundo lo mira sobre la testa anglicana, con esa curiosidad del
paleto civilizado. Y el hongo se azora y se le van enrollando poco
a poco las alas, hasta que se queda en la coronilla del inglés.
Entonces la gente se ríe y el hongo empieza a tartamudear y
rueda sobre los bancos, presa de un síncope”), hasta la
“embriaguez rapsódica, una fuga incontenible” que dictara a
Juan Ramón Jiménez (1881-1958) ese poema “en una sola
estrofa de verso mayor”, Espacio, hacia 1941 (“Los dioses no
tuvieron más sustancia que la que tengo yo”. Yo tengo, como
ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo por vivir. No soy
presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que veo, a un
lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz) es
sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido”), en esa
aurora que, en la orilla americana de su lengua, hizo
resplandecer la imagen en la transparencia de la palabra.
Pasando por el profeso surrealista que es, ya en 1932, el
tinerfeño Agustín Espinosa (1897-1939), aligerando la escritura
hasta el hueso preciso de la forma (“Hay sobre tierra y mar —
monotonía y matiz, diligencia y ocio — un sol manso y joven,
que pasta entre breves nubes grumosas y pasea su plural lengua
por los telares, húmedos aún, del fresco paisaje”). Sin olvidar —
desde luego — la figura central del portugués Fernando Pessoa
(1888-1935), roturando en su discurso confesional — desde 1912
— la honda herida de sus visiones (“Entonces, en la playa,
rumorosa sólo de las olas propia, o del viento que pasaba alto,
como un gran avión inexistente, me entregaba a una nueva
especie de sueños: cosas informes y suaves, maravillas de
impresión profunda, sin imágenes, sin emociones, limpias como
el cielo y las aguas, y sonando, como las volutas al desenredarse
del mar que se alza del fondo de una gran verdad”).
Revelación que se mantiene activa porque se constituye en
organismo cuya respiración y cuyas funciones no queda nunca
en suspenso. Antes bien; hacen que este nuevo cuerpo (forma
textual; imagen desplegada) crezca gracias a un diálogo, tácito y
permanente, entre el sentimiento, que por ser sintético junta y
construye, que como arquetipo de la vida se recibe de forma
inconsciente, y la inteligencia que, al ser analítica, separa y
destruye, exige una voluntad selectiva que tiende a la belleza,
por más que no logre conquistarla nunca del todo. Lo
Coleção de Areia - 100
fundamental es, por tanto, el trayecto que sigue esa revelación,
la huella verbal que deja en la escritura. El camino que ésta
recorre parte de la sugerencia promovida por un contacto
sensual (sorpresa, perplejidad), pero deriva pronto hacia nuevos
extremos (no teme perderse), a causa de la fantasía dinámica
que aquel primer hallazgo desencadena. El mundo poético de
Eguren — advierte Roberto Paoli — está “poblado de fantasmas
que se mueven en él como en un hades nebuloso y mudo (…)
país ignorado donde imaginamos latentes las bellezas idas y el
amor de antaño”. Lo prodigioso es que la palabra no se congela
en la melancolía; los “motivos” crecen en el fervor (hervor) de
una sintaxis distendida, ramas (y tramas) para dar forma a ese
otro espacio vivo y cambiante del discurso inaugural (“la
fantasía es un principio sensorial, no existiría sin los sentidos
(…) El misticismo es esencialmente contemplativo (…) la
fantasía es dinámica; penetra el misterio, y al detenerse pierde
los atributos emotivos, el élan de su vida; parece que actúa en la
muerte y tras la muerte”. La lámpara de la mente). La inocencia
primera vuelve a manifestarse, por tanto, en la abolición de las
formas; pero la maravilla deseada se descubre detrás, como otra
forma desvelada (sin velo; sin sueño), despojada de limitaciones
y temores; en un espacio donde el ritmo de la vida puede fluir
sujeto al puro latido de la palabra, donde discurre también “la
fantasía [visión] inseparable del fantasma [sujeto] y de la
imagen [nuevo reflejo creado]”.
Prosa como reunión y conciliación de aquella inquieta
voluntad indagadora, por una parte, y de la serenidad, hija de la
madurez concedida por la experiencia poética, por otra. Y tal
dualidad permite ver más (y en mayor profundidad) por las
sendas del misterio que ella misma abre y disgrega en su
peculiar divagación. Captación visual y conocimiento que —
mediatizado por este contacto primario — aparece como nuevo
hallazgo, única forma posible de la escritura literaria. Eguren,
pintor también febril, se empeñó en dar consistencia corporal a
sus “recuerdos y [a] algunos motivos que había soñado pintar
antaño”. Captó paisajes en el lienzo de sus “acuarelas
imaginadas”, o los encerró en el misterio oscuro de su cámara
mínima de fabricación casera. Paisajes como diorama o como
espejo mágico, que colocado ante el mundo, consigue el prodigio
Coleção de Areia - 101
de hacer que ese mundo vibre y se encienda, no en su apariencia
sino en su transparencia. Prosa como reflexión: lienzo en donde
la forma y el color de las cosas se hace nuevo cuerpo, en la
inversión líquida del cristal; prosa como diorama del
pensamiento, donde la normalidad del discurrir del mundo se
altera por la voluntad inquiridora del individuo que en él
trascurre: “La noche no es la negrura ni la sombra; hay luz en la
sombra para el insecto luminoso. La noche es la luz negra, es
otra luz. No hay nada tan puro como el nacimiento del día (…)
El celaje elemental es entelequia luminosa, es un constante
despertar, un amanecer de media noche; es pasional porque la
pasión surge de la sombra y va a la luz que es la alegría. La luz
de la tarde es somnolienta y triste, mas la tristeza es gestadora
de alegría, amor del arte” (La emoción del celaje).
Paisaje o figura. Y sus dobles en un espejismo de nubes
polícromas. Pero también presagios (e indicios y anuncios) de
imágenes por venir; de un texto que — celaje también en sus
plurales hallazgos — no rehúye la progresiva (y milagrosa)
duplicación que en él se materializa. Porque es espacio exterior
que en la naturaleza arraiga y en su realidad objetiva existe;
pero es también — al unísono — espacio interior que en
pensamiento se dilata y por sus vericuetos persigue (“cazador de
figuras”) su causa íntima esencial. El conocimiento ansioso que
mueve a este peregrino no se satisface con aquellas
resplandecientes insinuaciones, por sugestivas que resultaran;
una vez cruzada la linde última, el deseo ya es de encuentro y
entrega totales. Texto, pues, que en múltiples reverberaciones se
realiza; que como indicio cierto (escritura cuerpo, formas que se
miran y se hablan, imágenes que se transparentan y se aman:
las palabras “se me imaginan como las mariposas que van
llevando sin quererlo el polen mágico”) se revela, desprendido
ya de toda resonancia: “símbolo de la infinidad”. Anuncio de “la
comprensión máxima próxima a la belleza que es la verdad”.
En todo este itinerario, el cazador se ha mantenido muy
alerta. Su deber. Lo sabe muy bien aquel joven que, a grandes
zancadas, recorría los campos, en las haciendas de Pro y
Chuquitanta, con su magnífica escopeta. Abatido por error el
palomo grande, de pecho metálico y alas negras con líneas
blancas, limpísimas (ave extraordinaria, nunca vista antes por
Coleção de Areia - 102
aquellos parajes), dejó para siempre aquel noble ejercicio. Sus
ojos se abrieron (y su ambición) a cuanto existe antes del sueño
y de la muerte; nada de eso le había sido dado hasta cruzar la
frontera inquietante, límite de la subjetividad y negación de
todo espacio: tiempo como vencimiento. José María Eguren
(portento de aquellos dos disparos) en el territorio de lo
sustancial pre-subjetivo, “espacio abierto” que Rilke reconoció
“libre de la muerte”. Así descubre Eguren — tras el tiempo del
relámpago — el generoso espacio (infinitud o eternidad) de un
sueño que es vigilia: “El sueño carece de tiempo y de espacio;
admite una sucesión que puede ser inmediata como una
respuesta. Sus planos distanciales son borrosos o nulos; ni la
nube ni el aire se oponen a nuestro vuelo diáfano. En el cerrado
dilema del Universo y el átomo, el sueño es la voluntad más
libre” (Metafísica de la belleza). Y encuentra también la facultad
escondida que la madurez desvela. Poder para ver la totalidad
“del objeto emotivo o la belleza”, no en el “endurecimiento del
análisis”: “la idea extensiva emocional se transparenta y afina”
con los años. “Basta una ojeada imprecisa para que sintamos el
objeto bello con singular viveza. Lo gozamos en un tiempo con
todos los recuerdos” (Ideas extensivas).
No ha de transcurrir el tiempo ya; la luz del conocimiento se
difunde por el espacio, en un flujo uniforme y total. La palabra
que no sólo se resiste a la duración, sino que acepta los rigores
de la explosión instantánea de la poesía, al construir la belleza
como verdad, en su forma precisa, es impulso que engendra esa
superficie verbal y en ella derrama una sorprendente
construcción imaginativa que en principio se resume. “Principio
liminar — de dispersión — que cuestiona toda sujeción y
subsistencia, toda subjetividad, toda sustancia. La acción del
sujeto queda, pues, en el espacio, definitivamente anulada,
anonadada”. A riesgo de anonadarse, desea Eguren (como el
ambicioso Fausto — maduro también — en su pasión) alcanzar
los extremos de la sabiduría y de la vida totales. No los
recuerdos que son causa final; la memoria que en esos abismos,
previos al origen, se agazapa. Ajena a toda melancolía
paralizadora (con cierta displicencia irónica, muy sutil), la prosa
de los “motivos” insiste (aun sabiendo que nunca se conocerá
otra cosa que la menesterosa condición del lenguaje) en el
Coleção de Areia - 103
alumbramiento de las formas y en la posesión del espacio donde
éstas últimas habrán de habitar como tales.
Sobre el discurso prosístico, contemplándose en él, circula —
sin contradecirlo ni abolirlo, pues usa de sus instrumentos — un
discurso sustancialmente poético: significado presente y activo
en cada momento de la expresión allí generada. No es ya la
inmediatez que Eguren adjudicaba a la canción, como forma
primera de la poesía; se trata ahora de la mediación de una
imagen hecha palabra (y viceversa) y, a partir de ella, de un
movimiento textual sucesivo y en cadena (“andar de cuerda”,
dicen que era el de Eguren), poseído por el ritmo analógico y
asociativo (inesperado también) que rige la naturaleza y que
esta escritura quiere reproducir. Continuidad de las imágenes
halladas en otras nuevas, por las primeras inducidas;
metamorfosis o digresiones o paralelismos que iluminan el
camino hasta el hallazgo deseado (“Un dinamismo tenue, una
pluma de gracia, la delicadeza es una tonalidad de amanecer,
melodía de los valores iniciales, la insinuación de la sonrisa, la
tocata de un beso, en la hamaca riente y en la cuna dormida”).
El movimiento, entonces, parece detenerse en una pausa
satisfecha. Sin embargo, en vez de una complacida satisfación
por tal descubrimiento, el escritor se empeña en continuar un
poco más allá, se sumerge en una mayor complejidad emotiva e
intelectual, haciendo que el texto se ramifique en una cadena de
nuevas asociaciones y de atribuciones sugeridoras (más intensas
y más ricas desde el punto de vista significativo, cuanto mayor
sea la participación inquiridora del poeta) para culminar —
como en la desembocadura los ríos — en el expansivo vigor de
un nuevo cuerpo — mar — alimentado por el flujo constante de
la escritura (“La delicadeza como flor campestre de pétalos
brisales, es transparente y surge del primitivo candor. La
hallamos en la visión antigua, la pintura angélica, los ojos zarcos
despiertos con galanal ternura, el beso callado de la flor
danzarina, la palabra suave que enamora y alienta”. Expresiones
líricas) y realizado como su doble evidente. Avanzando por los
sucesivos alumbramientos de esas frases cortas, subrayados en
las pausas de puntuación tan marcada (mostración y apertura:
estructura espacial), estas unidades (figuras verbales; imágenes
Coleção de Areia - 104
de sentido) completan el fluir uniforme, no sujeto a conexión
lógica previa, sino fundador él de sus propias (e inéditas)
relaciones, de dependencia o de diálogo, visuales o significantes.
Espacio dispuesto frente al discurso temporal; y que lo anula,
al duplicarlo. En la tierra de nadie que separa al uno del otro, la
experiencia de un individuo vencedor de la muerte y habitante
del sueño. Situación de privilegio la de este poeta cazador
dimisionario un día, pero impenitente buscador de tesoros a
partir de entonces (nombres de flores, costumbres de animales,
canto de pájaros), “anheloso de encontrar algo por sí mismo”, en
la concurrencia de ambos mundos: espacio del cielo (La
emoción del celaje) y espacio del mar (Pedrería del mar).
Espejos donde el mundo se duplica y donde la visión trasciende
en imagen. Dos espacios que son también — como la prosa —
textos cuya agitación íntima, cuya mutación constante y
sugeridora, no impide la perfecta unidad física que los mantiene
imperturbables en su eternidad; signos del espacio esencial
“libre de la muerte” (“Es la belleza del mar nocturno, tan
misterioso en sus fuerzas elementales como la sombra, el
pensamiento y la vida”). Espacios-textos que [d]escriben (es
decir, [re]producen) las trayectorias hacia las cuales se orientan
la dinámica del conocimiento y la dinámica del sentimiento
generadoras de la prosa egureniana: hacia arriba (luz que en el
aire estalla y lo transparenta como prodigio), hacia dentro
(“corazón de la Naturaleza que late siempre (…) los brillos de las
olas, las fosforescencias y santelmos, las rocas fantasmales,
forjan los signos del idioma oscuro del Caos y de los
principios”). Equilibrio (prosa: poesía) que centra al individuo
con su ser y con su existir; entre su ser y su existir. Porque “qué
sería del hombre si tuviera el mar arriba en vez del cielo, su
inquietud llegaría a ser mortal”.
Coleção de Areia - 105
Lectura de Lezama Lima
Penetramos en una selva; afrontamos un laberinto que nos
conduce ¿a dónde? Esta trama (y sus caprichos) se origina en la
voz, en la palabra primordial que, de pronto, surge en el blanco
de la página y — semilla fecundante — germina, con feracidad
tropical, en un continuo imparable, fluyente, flameante, que la
inunda toda, que acaba poseyéndola. No es el final, el rotundo
contorno de las imágenes conseguidas que nos satisfacen; es
siempre el principio, un nacer constante y plural de
disimilitudes, de alumbramientos, de atracciones y rechazos:
una expansiva (y explosiva) polisemia. ¿Qué hacer entonces?
¿Hacia donde orientarnos en nuestra navegación? Aquí está la
clave de todo: no en el poeta dador, sino en el lector que se
afana por recibir tales dones. Se afana, ¿cómo? Porque esta
escritura se aproxima a nosotros, rompe violentamente nuestros
imaginarios diques de contención y se instala (organismo ella
misma; cuerpo, forma que respira asmática, anhelante) en
nuestro espacio. Movimiento constante, revueltas de un
barroquismo carnoso, corporal, que — nos damos cuenta
cuando ya no hay opción para el arrepentimiento — se detiene y
se alza, incuestionable fijeza, en una perplejidad — suya,
nuestra — que anula todo discurrir.
¿Salimos o entramos? Te aprieto las manos
y nos quedamos adormecidos con saltos y sobresaltos.
¿Salimos? Una playa con un reno
oye en la altura vozarrón de una nube.
¿Entramos? El bosque se retira, la decoración
se aproxima a una fiesta campestre finlandesa.
¿Entramos? Yo tiro de tus brazos.
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¿Salimos? Saltan los ojos mortales de un mineral.
Ojos mortales de un mineral. Porque aquí la operación del
lector consiste en mirar; pero hacerlo no es mantener una
distancia prudente, o la superioridad de quien mira sobre lo
mirado; no es interpretar: mirar con displicencia. Es ver (y oír) a
medida que los hilos invisibles de la mirada aproximan el texto
hasta el yo, y éste se deja conducir, y poseer; sin acudir a la
ortopedia con que aburridamente queremos ser sujetos
pacientes de no sé qué fidelidades peligrosas: un acto copulativo
en el cual, por fin, el lector se abandona, y es libre. Pero libre
para introducirse por los intrincados vericuetos del misterio;
para descubrir, absorto, cuál es el sentido único de lo poético.
“La gran plenitud de la poesía corresponde al período católico,
con sus dos grandes temas, donde está la raíz de toda gran
poesía: la gravitación metafórica de la sustancia de lo
inexistente, y la más grande imagen que tal vez pueda existir, la
resurrección”.
Pero en la inmersión descrita: encuentro y comunión;
reconocimiento y confesión (“Me aduermo, que la sombra fleche
/ lo que es mi ser y lo que está flechado, / golpe o bostezo, luz o
sombra quemadura”), no es sólo un lector perplejo el que —
poseído — se abandona al irresistible encantamiento de esa
forma en la cual artificio y naturalidad, sen perder su condición
de contrarios, se hacen uno en la identidad misteriosa de la
palabra. También allí el poeta, encantador de los signos, se halla
solo ante su límite, espejo o puerta del vacío que habita en lo
absolutamente lleno; espejo donde Narciso se contempla, en el
embeleso de la muerte; puerta donde San Juan de Patmos
aguarda el martirio:
No es su baño el del cuerpo remilgado que vacila
entre la tibieza del agua y de la fidelidad miserable del
espejo.
¡Gloria! El agua se ha convertido en rumor bienaventurado.
No es que Juan haya vencido el aceite hirviendo:
ese pensamiento no lo asedia, no lo deshonra.
Se ha amigado con el agua, se ha transfundido en la
amistad onmicomprensiva.
Coleção de Areia - 107
No se halla ante ti — avisado lector — ese poeta altanero y
confirmador de la verdad al que estás acostumbrado, y que te
obliga a cerrar los ojos al atractivo chisporroteo de la vida, al
dinamismo cambiante del mundo, de las cosas, de ti mismo,
débil pero gozoso mortal. Quien desde allí te habla, se habla; su
rumor enemigo, su sigilosa aventura crecen desde la evidencia
corporal del texto y sacuden su intimidad con tan extraña fuerza
que su voluminoso cuerpo apenas se agita en su sutil, casi
invisible, escalofrío. Con tal crudeza se yergue ese nuevo mundo
de imágenes insospechadas y terribles que su rostro abultado
apenas se contrae en el óvalo cárdeno de los labios; que sus ojos
somnolientos, de párpados hinchados, no pestañean (acaso, el
arco de la ceja, tenso, nos avisa de que algo ha visto): la epopeya
interior, la aventura emocional y mental, ya no puede contarse;
se precipita en el borbotón incontenible de la afirmación
fundacional. Es español (la lengua) es el cuerpo deseado y nunca
rechazado; el cuerpo discutido, poseído, violado una y otra vez
por Lezama Lima. Ese español que aprendiera, ya en sus
lecturas infantiles, de los escritores peninsulares que con más
golosa avidez tomaron por asalto el castillo (cuerpo) de su
lengua, desde Cervantes a Gracián, pasando por “el Quevedo de
Los sueños y de los sonetos a la muerte, el prodigio de las
Soledades… y luego los clásicos menores… Bocángel… Polo de
Medina…” Y ya no hubo defensa posible de orden alguno.
“Escritores españoles un poco demoníacos”, dirá Lezama de
ellos. Por eso, han sido admirados pero temidos; han sido
leídos, pero apresuradamente interpretados (secuestrados),
para que aquella disidencia radical apareciese — inútil esfuerzo
— atemperada.
Como en el poeta, en ti — lector — se produce también el
deslumbramiento, el deseo de explorar tan generosa imaginería:
ese ofrecido cuerpo de palabras donde el relámpago instantáneo
del poema te dice que es tu propia imagen la que exploras. Y
cuando el placer comienza, el tiempo de la luz se agota: el
instante vuelve nada aquella sucesiva teoría de formas y de
brillos. Sólo así — abandonado al deslumbramiento, con la
ignorancia del iniciado y con su misma religiosa fidelidad — tu
asombro se verá justificado (“La sombra de la nube rápidamente
Coleção de Areia - 108
caía. / El cuerpo enrollado en su manto y su sombra ávidamente
bebía”). Entre la abundancia e la nada, la existencia del
creyente: la encarnación y el misterio. “Y así donde el estoico
creía que saltaba de su piel al vacío, el católico sitúa la procesión
para despertar en el cuerpo como límite, la aventura de una
sustancia igual, real y ricamente posible para despertar en El”.
El vacío no es la nada frente a la abundancia, sino la misteriosa
conjunción de ambas: la abundancia de la nada. Como muy bien
señala Cintio Vitier, “la poesía de Lezama Lima expresa la
realidad como un hecho carnal en el idioma, y a través de una
mirada que no interpreta ni agoniza en líneas lógicas ni
sentimentales su objeto, sino que prefiere dejarlo en su místico
exterior y reducirlo a sustancia paladeable de lo desconocido”.
Por eso, como señalaba al comienzo, avanzamos decididos, o
nos perdemos sobrecogidos, para llegar a la revelación, al
instante supremo en que todo se ilumina. Y entonces sucede que
lo iluminado es un cuerpo, una “sustancia paladeable” que
resulta ser el misterio mismo: la mentira de la evidencia y la
evidencia de la mentira. ¿Ha sido inútil esa procesión? Nunca lo
será, puesto que salimos de ellos reconfortados al haber
conocido el fondo de la verdadera existencia; el vértigo de la
vida y de la muerte (“La ausencia venía a ser reemplazada / por
la perpetuidad leve del rocío, / nutridor impalpable de la
invisible melancolía”).
Espejo, ceniza, humo, aire, nieve…, elementos fugitivos u
engañosos en donde se mira la vigorosa feracidad, húmeda u
cálida, de América; y vana transparencia de Europa que — desde
el poema — mira con desconsuelo, a sabiendas de su fugacidad,
la imagen desbordada y sucesiva en que encarna, por obra y
gracia del milagro realizado, en su entrega absoluta a la palabra,
por el porta Lezama Lima. Escritor como lector; escritor que se
lee a sí mismo en los contornos de la imagen que el texto precisa
y confunde, ramifica y cercena, acumula y sustrae
violentamente. Lector como escritor; lector que se escribe,
predispuesto al encuentro virgen y primordial con el logos. No
hay placer sino hechizo; obligada comunión en la ruta
zigzagueante de la línea y el poema; pérdida y ganancia
sucesivas en el asombro sin final de las formas. No hay belleza
sino inquietud: lo que arrastra es ese no saber hacia dónde, pero
Coleção de Areia - 109
con la certeza indudable de tocar y gozar, de paladear siempre,
esa superficie rotunda y misteriosa a un tiempo del cuerpo en
que nos solazamos, y que en nosotros se solaza. Fragmentación
y síntesis: unidades y unidad. El poema se alarga, se prolonga en
su derroche verbal, en su selva que es su vida; fluye y “propende
a la visión acuática, al ritmo caudaloso y a la representación por
envolventes ondas concéntricas”; pero es compacto y sólido
(madera o mármol, los otros elementos de la imaginería
lezamiana); origen y forma naciendo y creciendo sucesivas.
El verbo sobre el germen se aclara en la sustancia,
que no sólo recobra la unidad del centro con la piel,
sino lo igual que vuelve a la humareda de los troncos
navegando.
Después que el verbo y la sustancia traspasaron el germen,
el sentido se alzó a la estatua penetrando por la mirada.
Voz original y germinante (“Después de las estridentes
canciones báquicas, / su voz de fue arrancada […] Una segunda
voz, / desconocida como la noche que se aleja, / fue brotando de
la misma raíz”); poema como constelación de imágenes, no
como teoría lógica ni como coherencia de lo previamente
sabido: sorpresa de sus atracciones y repulsiones. Y no debemos
sustraernos a ello, o negaremos la virtud cardinal de esa
operación en que nos hemos aventurado. El poema de Lezama
Lima, ya desde sus inicios, se concibe como un escape: no se
ordena a partir de una rutina invariable, sino que se halla
sacudido siempre por el “desacato del orden del realismo
utilitario”. Arranque, sucesión y conclusión nada tienen que ver
con las propuestas habituales en nuestra poesía; tienen que ver,
y mucho, con una disidencia en donde lectores y críticos no
suelen indagar, escudándose en una presunta artificialidad, en
el temido hermetismo o en la desasosegante oscuridad que
impiden — dicen — toda posible comprensión; toda reductora
interpretación, añadiríamos nosotros. Pero Lezama dice: “La
poesía es como el aire, toca al hombre y lo define, le da figura y
contorno pero el aire es inapresable. Uno de los milagros de la
poesía es que toca al fuego y es al mismo tiempo el fuego
transfigurado. Eso no lo debe olvidar nunca el poeta”. Ni
Coleção de Areia - 110
tampoco el lector. Se quiere saber, en todo momento, cuál es la
justa posición que le corresponde en el juego; si quiere alcanzar
la claridad suficiente para ver y para participar en tal peculiar
revelación.
Por ignorarlo (o por considerarlo un esfuerzo vano; por
claudicar ante el egoísmo, con absoluto desprecio hacia el otro
que nos habla en nuestra propia lengua) seguimos sin saber leer
adecuadamente a los poetas hispanoamericanos. Seguimos sin
entender en donde reside el carácter fundacional de sus
hallazgos, hasta ahora incuestionables (y no parece que las cosas
vayan a cambiar por mucho tiempo) en la historia literaria de
nuestro siglo. La poesía de Lezama Lima nos muestra — una vez
más — el camino: se desliza, consciente de su anacronismo, de
su paradójica y abolida temporalidad, hacia el tiempo anterior
del mito, donde todo se congela en una imagen que se establece
fuera del tiempo y fuera del espacio contingentes:
Escultura de la hora busco
la palabra en el aire quieta
hasta ahuecar el blancuzco
perfil de la sal canora.
Hacia el otro lado, inasible e inexplicable, donde la
proximidad sensual de lo maravilloso estalla en visión original,
en imagen y en palabra nuevas. Allí, “la imaginación y la
realidad se entrelazan, los confines entre la fabulación y lo
inmediato se borran”. Hacia el otro lado donde el mito se
instaura como origen, un origen también dramático y urgente:
no es recreación reconocible y metafórica, sino “verbo naciente,
ascua, epifanía”; no es el encuentro de una imagen para decir la
realidad, sino la búsqueda anhelante y desesperada de un rostro
en el que — de manera simultánea: en reveladora síntesis — se
pueda leer lo ancestral y lo nuevo: la madurez y lo apenas
iniciado. No un enfrentamiento, sino la difícil conciliación que
sólo se da en “la comunión unitiva de todo lo existente real o
ideal (mental) en la suprema instancia” , en la sobrenaturaleza
que, según Lezama, se sitúa en un espacio delimitado por el aire,
el fuego, el agua. Un rostro que es imagen y lenguaje; un
lenguaje que es imagen y cuerpo: “un contrapunto infinito
Coleção de Areia - 111
donde convergen el horno entrañable del hombre y su imagen
de lo estelar y eso es tan terrorífico como placentero”.
Soy el primero en reconocer (y en padecer) la dificultad que
nos asiste para participar, de modo pleno, en tan complejo
ejercicio. Pero valga una ligera insinuación que nos permita ser
— también a nosotros — más generosos, como lo es — en
extremo — el poeta. El asombro al cual hemos de abandonarnos
no deriva sólo de la extraordinaria teoría de imágenes con que
Lezama nos arrastra hasta ese espacio y ese tiempo elementales,
sino del rastro — de perplejidad también — que va dejando el
lenguaje, a medida que su cuerpo se despereza y se dilata, se
retuerce y se agita con un dinamismo increíble, creando
sorprendentes relaciones sinestésicas en sintagmas y frases,
insistiendo en la función activa de gerundios y participios de
presente, llevando la métrica hasta los extremos de la emoción
subjetiva, donde el ritmo instaurado por las preceptivas se
desata o se contradice irónicamente, deja en evidencia el rigor y
el orden de determinadas estrofas muy cerradas o se despliega
en esa violenta carcajada, entre satisfecha y sarcástica, que es el
verso libre y fecundante de la poesía lezamiana. Pero es un
asombro que — en justicia — no debería serlo, apenas tomemos
en cuenta que la obra de Lezama Lima es un final y un principio
igualmente vigorosos: allí confluyen, en un precipitado seminal,
la voz esplendorosa de los modernistas, la presencia, trágica en
su menesterosidad, de César Vallejo, la decidida ascensión y la
irreprimible caída que, como vértigo existencial, nos dejaran las
atrevidas visiones de Vicente Huidobro. Y está la desmesura y el
desbordamiento telúrico y carnal que hizo grande a Neruda, que
hizo sin par a Alejo Carpentier… Pero todo ello, a partir de
Lezama, es otra voz, otro principio insólito, insular, traspasado
por la erudición y por el pensamiento que, como en Borges, se
escapan por todos los poros de la fabulosa creación del poeta
cubano; y, agitado en la sensualidad insólita que desde aquel
otro lado lo alimenta sin cesar, encarna, una y otra vez, en su
nuevo cuerpo, Poesía que es revelación que es poesía. De ahí, su
misterio, que nunca debemos desvelar, porque hacerlo sería
reducirlo, secuestrarlo, abolirlo; de ahí, su maravilla, ante la
cual no nos queda otra opción que capitular sin resistencia, y
sentirnos — a un tiempo — sacerdotes y fieles de ese rito
Coleção de Areia - 112
singular: cuerpo fecundador y cuerpo fecundado, en una
ceremonia erótica sin final.
Coleção de Areia - 113
El pájaro parado (Leyendo a Emilio
Adolfo Westphalen)
(fragmentos)
1
El poeta adelanta su delgadez de eremita curtido en el ayuno
y el esfuerzo, ajeno a cuantos lo rodean; casi no se mueve al
andar, discurre hacia dentro. En su vertical transparencia, se
derrama la mirada — savia — hacia la raíz que lo exalta. Y
avanza, concentrado en un punto invisible que está fuera, pero
que es también interior: su rostro, de sacerdote egipcio, surcado
por grietas de ríos de tiempo; sus ojos, huevos de obsidiana, son
piedras o escarabajos negros, encendidos en el resplandor de un
ansia que no podemos adivinar. Nada más tomar asiente ante la
audiencia expectante, su cuerpo se contrae, se pliega sobre sí
mismo, en un gesto ceremonioso, necesario: aislarse, como
asceta o místico, en su oquedad o su noche.
Otros hablan; él mira perdido, parece mirar perdido en su
soledad inmutable. En ella habita desde siempre; desde ella
surge, de pronto, el asombro con que palpa, como ciego, el libro;
y lo toma para sí. Acerca el rostro — sagrado temor — a la luz de
la página, como si no fuera suya; como si fuera la primera
página, o la única. Recibe su aliento oblea de pan ácimo en la
ofrenda, y le transmite el suyo, adelantando apenas los labios,
en actitud de balbuceo permanente, para que el espíritu de la
palabra se deslice — milagroso — por las comisuras, o acaso por
el pliegue central del belfo, y silbe, sibile (dijo Gonzalo Rojas)
como sibila o serpiente, en el sinusoide de un enigma. ¿Es el
resplandor de la palabra escrita quien le presta vida a la voz; o
es ésta, su justa tesitura, la que anima lo en el libro escrito?
¿Oímos al poeta o al lenguaje?
*
Coleção de Areia - 114
Venia yo de la lectura, de mi trato fervoroso con las palabras
del poeta. Venía yo de admirar la sugestiva frondosidad de aquel
jardín con senderos que se bifurcan, pero construido en otro
abismo; no de libros o palabras, de aire, sin apenas rozar
evidencia alguna, para no quedar prendido entre las formas de
aquí abajo, zarzales de palabrería. A medida que cumplía la
ascensión (sueño) quedaba yo detenido; no éxtasis, mi esfuerzo
se revelaba inútil a causa de mi temor a quedar desguarnecido, a
no comprender. Otro debía ser el camino, pero mi torpeza era
mi ceguera. La luz vino con la voz; mejor, con lo adivinado tras
la voz, tras el eco del silencio posterior. En ese preciso momento
(impulso, instante) de su lectura, se abrió el sentido, fue útil la
enseñanza del ritual: leer como convivir, como experiencia
compartida, en una agitada respiración que, poco a poco, se iba
agotando. La palabra como la vida; en la palabra, la vida (“La
poesía reclama nada menos que la vida”, Roberto Juarroz,
Poesía et Réalité). Hube de apresurarme al retorno (la lectura)
desde el sonido, desde la prolongación sugerente del sonido en
su vacío; que no era algo quedo (inmóvil o casi sin voz) sino
explosión — expansión — de un lugar orientado hacia sucesivos
y simultáneos lugares que ya no son el mundo, pues “visto desde
las mil ventanas de lo imaginado, el mundo es mudable”
(Gaston Bachelard, La poética del espacio).
Preciso fue discurrir (lectura, pensamiento, escritura) por la
trama oculta que el poeta culmina, ese itinerario suyo hacia el
hueco luminoso del cual la página (el poema) es umbral o
frontera. Nada pudo ser explicado, sin embargo. Los versos —
bien lo sabía Rilke — no son sentimientos, sino experiencias;
para ser conocidos, han de ser vividos. De nada valen otras
palabras que pretendan remendarlos; en el envite, sólo podemos
ofrecer otra experiencia, otra vida: una nueva escritura
queriendo ser ella misma, al margen de su objeto o frente a él,
toda vez que este último resulta inalcanzable en su totalidad,
incluso para el poeta que lo vio. ¿Cómo, desde su perspectiva
pobre, pretenderá el lector (o, peor, el crítico) dejar otra cosa
que no sea una respuesta, un rastro de su irrupción — intruso al
fin — en aquel territorio?
Coleção de Areia - 115
Aún persistiendo mis dudas sobre la utilidad de este ejercicio
redundante, me atrevo a decir, a dialogar conmigo mismo en la
estela de silencio trágico que deja la escritura (voz) del poeta.
Sólo en contadas ocasiones (ésta, una de ellas; el encuentro con
la poesía de José María Eguren, otra) me ha sido dado
experimentar la grandeza del discurso crítico (ser en sí mismo,
por sí mismo) y caer, al propio tiempo, en la fragosidad de su
miseria (siempre súbdito de su objeto). En tales casos: al
concluir mi lectura, elevación y entusiasmo; al culminar mi
escritura, descenso y desengaño. ¿Acaso no es ésta la
experiencia única — por sola, por excepcional — de la creación
literaria?
2
¿Hacia que islas navegamos? Porque apenas cruzado el
límite, un lejano ecuador (¿u horizonte?), habremos de
precipitarnos en el asombro primordial. No resistir. Hacerlo
equivaldría a rehusar el encanto (maravilla) del descubrimiento
que este viaje promete. Encantamiento de lo lejano extraño, de
lo distinto: revelación. Porque a lo invisible se abre; hacia la
incertidumbre se orienta. También una forma: al ser revelación,
este hallazgo es visión, “forma de conocimiento en que lo
humano, inaccesible, se manifiesta adecuadamente, y que más
que conocimiento objetivo es expresión” (María Zambrano, El
hombre y lo divino)13. Dejémonos arrebatar, pues, por la
visión; por su apariencia y por su sentido, su sonido;
arriesguémonos a habitar ese otro lado, el otro hemisferio hacia
el cual nos deslizamos por la corriente de palabras y silencios.
En ella se divisan promontorios, islas aguardando nuestra
derrota última: figuras de la identidad más honda y compleja,
también la más elemental.
Convivencia como inmersión, desprendimiento de lo que
somos (el principio, encrucijada u orilla de la mística, del
13Las citas que no lleven mención explícita de su procedencia,
pertenecen a declaraciones del propio Emilio Adolfo Westphalen,
realizadas en diversos lugares y ocasiones.
Coleção de Areia - 116
misterio que supone la existencia) y entrega a un espacio
elemental (aire, agua, fuego, tierra) hecho — de pronto —
presencia, contundencia de su forma poética (ave, río-mar,
llama-luz, árbol). Totalidad — y unidad — pero en la certeza de
su movimiento, de su desplazamiento; figuras de lo vivido
continuo, de lo permanentemente libre, creciendo en su trama
infinita: presencia que se prolonga (y nos exige salir) más allá de
lo visto, en el envés de lo dicho.
Población de signos, no para ser descifrados, para ser
habitados, para ser en ellos. Se altera por completo nuestra
perspectiva ante el mundo: no vemos realidades objetivas, en su
ser distinto; vemos palabras que giran (órbitas, balbuceos) y nos
vemos — transeúntes — en ellas. Cada palabra, cada voz,
resuena (se reproduce) en su forma; nos aleja más, nos
desarraiga, de lo conocido. Y nos angustia en la pérdida. Porque
— insisto — nos precipitamos, sin apoyo alguno, en el abismo
anterior al lenguaje. Una revelación trágica la escritura de
Emilio Adolfo Westphalen. Nada más ingresar en tan sugestivo
territorio, ofrecido virgen a la exploración, todo se disgrega
(dispersa), todo, en cierto modo, muere; caemos en la mitad
cóncava del vacío. Este vacío, sin embargo, resulta ser el revés
del viaje, no su negación. Allí comienza la verdadera singladura,
una nueva existencia posible que no es duración sino comunión,
en su sentido más cabal: única existencia de cuyo discurrir el
individuo (poeta, lector) en su plenitud es protagonista.
Una poesía así no se escribe para nadie; no tiene finalidad,
no es útil o significativa o moral: su principio, ella misma, su
excentricidad. De ahí el valor del silencio westphaliano. En
contra de lo que — cómodamente — se repite, nada tiene que ver
con el agotamiento de (o renuncia a) la palabra, sino con la
resistencia ofrecida por esa misma palabra (y su preservación)
ante cualquiera de las fórmulas comunicativas explotadas por la
poesía; la de Westphalen es una escritura que sólo — y ante todo
— quiere ser, afirmar su presencia (imagen) o su sentido
(sonido) no como medios de representación de algo, como
esencia del todo. Están en el poema como absolutos: son su
espacio, contienen el tiempo único de la experiencia poética.
Aquel nadie resulta entonces todo; el ejercicio de la poesía no
responde a una determinada finalidad, lo es en sí misma; y más,
Coleção de Areia - 117
se trata de ser escribiendo. Al menos, el ejercicio puro de la
poesía, en donde Westphalen se entrega y consume.
Quizá deba apresurarme a disipar otra sospecha: no se trata
tampoco de una visión subjetiva, confinada a los límites del yo
que habla o escribe, a las “mareas de un mar interior que sólo a
su agitación corresponden” (María Zambrano, El hombre y lo
divino); nos movemos en un terreno mucho más resbaladizo,
porque nos hallamos — fatalmente — implicados: la propuesta
poética, paso a la iniciación, ingreso en el espacio visionario;
pero el iniciado debe poner de su parte, y avanzar con osadía —
despojado de su hasta entonces amparadora apariencia — por
donde el poeta, su guía, se arriesga. Westphalen habla desde la
humildad e ignorancia de todo verdadero poeta, no desde la
superioridad del oráculo: “cuando uno escribe poesía — dice —
no es su propio testigo, uno no tiene ocasión de verse a sí
mismo, porque si se distrae, entonces ya no logra nada”. Punto
de partida, la tensión interior que brota, rompe aguas y debe ser
sostenida en tal inminencia; su impulso generador no admite
distracciones: la huella (estela, mejor, pues discurre, se
prolonga) que deja esta nueva forma de existencia (ronda de
imágenes, sucesión de palabras, en la superficie de la página) no
reproduce nada, ni siquiera el rostro de quien escribe (o lee); es
una propuesta de nacimiento continuo, cuya vibración el lector
deberá forzosamente compartir. Si no lo hace, él tampoco verá
nada, no alcanzará la transparencia que es el milagro; ese
reconocimiento último, decisivo, que en tal operación se
dilucida:
Tal vez ellos, los poemas, sean como una puerta
entreabierta que nos deja ver un poco más allá, no cual nos
hace que allí hay algo que en realidad no hay.
Principio del asombro. Porque el sujeto realiza el
descubrimiento, pero también lo padece, anonadado: hace la luz
en los cuerpos (tenaces en su opacidad) de las cosas, de las
palabras, y se encuentra entonces — decisión trágica, la suya —
sin mediadores. En ese otro lado, nada cuenta la sabiduría
adquirida; adviene el origen de otro conocimiento producto de
aquella complicidad.
Coleção de Areia - 118
Mirar supone, pues, la primera actividad exigida por la
escritura de Emilio Adolfo Westphalen, para alcanzar ese ser
que busca; no el decir, en su orden o en sus signos, hacer que
coincidan, en el poema, el acto de ver con el objeto visto:
simultaneidad y ¿armonía? Porque habría que determinar si lo
que a partir de ese instante vemos (resplandor y oscuro) no
instaura la inquietud, no nos arrastra en el vértigo, no nos hace
perder pie, y caer aún más (o crecer, amplitud inabarcable) en el
territorio, inédito pero no hostil, allí inaugurado. Quietud del
asombro, sin duda; pero de alerta, también, ante la reflexión del
abismo — cielo y tierra; cima y sima:
Un hombre
Si pudiera partir en dos este sueño
Una parte para el dolor
Otra para encontrar
Aunque fuera una imagen difuminada borrada
De hombre que supiera algo más que dar unos pasos
Que mirara algo que se aleja tanto de ser un árbol
Como un pensamiento que regresa de ser un pensamiento
Dístico (díptico) del sueño, pero como despertar a la fractura
de la existencia, a esa falla donde ya todo es hondura (herida)
porque es saber algo más (o puede serlo, en el regreso del
fondo). A medida que leemos estos poemas, habitamos este
espacio, ¿no nos adentramos en el embudo espiral del infierno?
¿No es descenso — tanteo en lo oscuro — para trepar, por el
perfil de sombra que somos, hasta la elevación que habremos de
ser, consagrados (compartiendo el secreto) en el poema?
Porque sólo nos alcanzaremos a ver en la caída, cuando ya no
queda suelo bajo nuestros pies. Enseñanza de la verdadera
poesía: en vez de dejarnos instalados, acomodados, en el
tiempo, abre el ámbito cósmico y nos despoja de nuestro lugar,
nos obliga a consumirnos en un nuevo sitio que nos desazona,
que nos incomoda; porque es imprescindible no caer en la
molicie de los hábitos, en un sueño reparador. Lo vivió Dante,
peregrino por sus círculos y esferas; y Ezra Pound, obstinado en
creer hacia el comienzo. Lo soñó Sor Juana Inés de la Cruz,
arrebatada (perdida) en el deseo de forma para su pensamiento;
Coleção de Areia - 119
o el frágil frailecillo del Carmelo, encendido en su turbulenta
sensibilidad nocturna y llameante (escalas hacia “donde nadie
parecía”). Cayó Huidobro en el vuelo negado de su alto azor; o
Rimbaud, en su temporada inolvidable. ¿No habló desde las
caídas hondas de los cristos del alma, el padre Vallejo? ¿No es
caída, y su resistencia asombrada, la ceniza inquietante, la
devastada tierra eliotiana? De esta misma estirpe Westphalen;
pero ni desde la carnalidad del sueño ni desde la raspadura ósea
de la muerte. El, desde el amor; por un sendero más tortuoso si
cabe; por una doblez que también es llamarada — presencia y
ausencia: palabra de amor, su poesía toda.
No se piense, sin embargo, en una experiencia amorosa.
Atiéndase a la palabra, en la ausencia de los amantes y sus
dislates, en la presencia de una fe: el silencio. Emilio Adolfo
Westphalen, el poeta callado por excelencia, será — paradoja
engendradora de la palabra poética — el gran visionario, el
embriagado de la mirada; sus ojos no cejan. Desde su negro
brillo, desde su aovada ansiedad que amenaza sacarlos de sus
órbitas, penetran el mundo (el ámbito que lo configura) y lo
siembran de palabras, ritmos, círculos concéntricos perdiéndose
en lo oscuro, en la lejanía. La escritura como hilos invisibles que
lo anudan todo, lo hacen uno; abaten los compartimientos de la
retórica y la moral, se resisten al secuestro de academias y
teorías, a la mentira de todo lo visible, y se explayan en lo
ilimitado: cuerpo de lo invisible, fijeza cambiante, inquietud de
lo plural por hacerse, por difundirse:
Toda la noche eran unos puntos inmensos
O eran ojos o eran noches sin estrellas que me sorbían
Apagaban las madrugadas
Me deslumbra tanta noche
La muerte que mira con los ojos de los vivos
Obstinación en la noche del sentido de los místicos; en ella,
el resplandor es decisivo: repetición o reflejo sucesivamente
encadenados que construye un fluir tortuoso, de meandros
profundos, anchas donde todo se remansa, se desnuda en una
quietud que a sí misma se niega. Aquí habita Magritte.
Coleção de Areia - 120
Del surrealismo — se dice — puede haber heredado
Westphalen ciertos recursos de escritura, determinadas
actitudes formales del discurso verbal y visual; pero ello no pasa
de ser anécdota. Es más, en sus manos, ese instrumental se
altera, se contradice, es motivo de constante inversión o
subversión. El surrealismo de Westphalen debe entenderse
como apuesta existencial; ello es, la vida como espacio poético,
antes que como tiempo, donde se resuelve la tenaz oposición
sujeto-objeto, donde la sabiduría no pesa, donde el silencio sea
también elocuente. Espacio cósmico sustraído a la sucesión de
los hechos, que no al ámbito original de la existencia anterior a
toda existencia. Como en Magritte, decía. Y como en Giorgio de
Chirico. Los objetos (y sus fragmentos), planetas de un sistema,
flotan en el discurso poético de Westphalen; y también las
palabras, voces que desde el yo buscan el tú inalcanzable (¿amor
o poesía o absoluto?): bipolaridad resuelta, no obstante, en
monólogo, en una pugna entre signos elocuentes. El otro del
deseo, hallado en la pesquisa pero inabordable en su realidad,
no es forma sino palabra; y al serlo, todo debe sujetarse a un
orden muy diferente: fundación de una nueva forma de
conocimiento capaz de abolir el mundo construido y organizado
de acuerdo con las leyes habituales de la razón y el pensamiento
(“Yo te cedo mis dedos mis ramas / Así podrás arañar gritar y no
solamente llorar / Golpear con la voz / Pero tal levedad me hiere
/ Me desola / No te creía de tal ánimo”): una realidad absoluta
que abarque lo visible y lo invisible, que los funda y los
trascienda.
(…)
3
En el poema habla siempre el lenguaje; el poeta apenas
presta su voz. Al hacerlo, sin embargo, es este último quien
afirma su individualidad, quien declara su acento único; pero el
lenguaje no cede su posición, no renuncia a su presencia. El
encuentro es, pues, una tensión dialéctica en la que cada cual
resiste: si el uno propone el enigma, el otro manifiesta su deseo
de vivirlo, de atravesarlo. Transparencia de la visión, opacidad
Coleção de Areia - 121
del lenguaje. Entre ambos polos, el meridiano imaginario de la
escritura westphaliana; en cada uno de los dos extremos, las
personas que lo trazan, que lo encarnan; protagonistas — en el
sentido puramente etimológico — de un viaje que circunda el
orbe de la existencia individual y se traduce en apuesta por lo
invisible, esa “faz en blanco que llamamos silencio o muerte o
simplemente nada” (Octavio Paz, In/Mediaciones). Una tensa
inquietud, o perplejidad luminosa, por el hallazgo centraba todo
en el círculo mágico encendido por la palabra; el lenguaje
hablaba: misterio de la poesía, su secreto ofrecido. Yo y tú,
cuerpo verbal, eran representaciones del deseo. Y voz única:
tránsito (transparencia) del uno en su doble, del tiempo en el
espacio sucesivo desplegado a medida que se cumplía aquel
itinerario. Durante las dos primeras entregas, el amor y la
muerte, el amor como la muerte: abolición del límite, merodeo
por esos confines y caída en su vació posterior.
Cambiemos de perspectiva (y de sentido del movimiento).
Hay un largo período de silencio poético, una intensa y
continuada labor crítica (poesía, artes plásticas), una animosa
contribución a la andadura, siempre difícil, de algunas revistas
de importancia. Lo que vino después llegaría bajo el signo de lo
deleznable: escéptico convencimiento de que toda palabra es
silencio, su abolición; certeza sólo de lo absoluto imposible. La
voz se ha hecho escritura; y entre el lenguaje y el poeta se tiende
un puente de signos para regresar del viaje. Retorno ¿hacia
dónde? No hacia el principio; diversos y plurales son ahora los
motivos de su sabiduría. El acto poético no culmina en el éxtasis
de lo que no está, no se ve, precipitándose en el vacío cóncavo de
su revés. Aquella encantada fijeza ha hecho crisis — culminación
y cambio de su implícito movimiento — y el poeta mira desde la
negación en que, de pronto, se encuentra; pregunta desde una
sabiduría que es desencanto ante la visión y ante el lenguaje que
la sustenta: no tiende a lo invisible, necesita afrontar lo visible
desde el otro lado.
En esa nueva dirección, nuestra aventura. La unidad es
ahora el conjunto, la progresión de una escritura que no se
detiene en el trance de llegar más allá, sino que desde su
encrucijada regresa, cargada de una peculiar (y frágil) sabiduría:
no satisfacción por lo conseguido, temblor de haber caído en el
Coleção de Areia - 122
abismo sin que haya cesado el aleteo incierto del comienzo. Pero
el tiempo ha ejercido su labor: la edad es ahora la revelación, y
la distancia silenciosa (e irónica) de quien a ella se entrega como
destino de su palabra. La realidad no es el referente originador;
es el doble alumbrado por la visión; es el doble alumbrado por la
visión, y otra corriente (discurrir — tiempo — inverso) opuesta a
la primera: doble perplejo y su negación, porque es motivo de
ese nuevo movimiento, de ese nuevo discurso. Repitamos, pues,
la operación: oigamos la voz de Emilio Adolfo Westphalen
mientras lee estos poemas. Su modulación es diferente porque
también ha cambiado el sentido de su escritura. Es común (y
cómodo) trazar una única línea divisoria para deslindar las dos
primeras entregas del poeta — alumbramiento y silencio
radicales — del resto de los poemas por él escritos a partir de su
reincorporación — muchos años después — al ejercicio de la
poesía. Se afirma, incluso, que estos últimos “bullen bajo la
frondosa vegetación de esos […] árboles plantados, germinados
y robustos desde casi cincuenta años atrás” (Edgar O’Hara,
Cuerpo de reseñas), como si todos los poemas de Westphalen
respondieran a un mismo ritmo de crecimiento. La evolución
cierta de su escritura no puede verse en la superficie, ni en las
convenciones cronológicas; se ajusta al flujo verbal que en su
interior circula, su savia o su sangre; y no sólo en una dirección:
describe un ansioso y disperso vuelo del cual sólo la voz — a
cada variación — revela su sentido.
Emilio Adolfo Westphalen lee poemas de este segundo tramo
de su poesía: la palabra actúa como ayuda ante la dificultad de
saber; es, más bien, instrumento, no objeto en sí misma. El
poeta, como buscador, más activo (y seguro) guía del discurso
que personaje del mismo, se vuelve hacia las cosas desde una
distancia adecuada para hallar (y dar) sentido a su experiencia.
Y, de forma inmediata, favorece la relación dialógica con las
imágenes (ellas son el mundo) y con el poema (pretendido lugar
de encuentro con ellas). Hay una menor implicación de la voz en
el ejercicio de la lectura. Más elaborada, puesto que nace como
consecuencia de una reflexión previa. Es más ajena, diría. Antes,
el lugar se hallaba fuera, al otro lado, y el objetivo era ingresar
en él: palabra como tensión del deseo; y, como tal, riesgo.
Ahora, el poeta se halla situado, es el centro de su mundo, y su
Coleção de Areia - 123
pretensión es decirlo y, al decirlo, recuperar la memoria de ésa
su experiencia singular, de su edad en tanto que peregrino por el
lenguaje y sus secretos. Es un decir — sin embargo —
mediatizado por el temor (temblor) producido por la certeza,
incluso física (sustantiva oralidad de esta escritura), de que se
dibuja — apenas — otra imagen deleznable:
Siempre me ha sobrecogido esta visión del auténtico poeta,
asegurando poema tras poemas una visión primigenia de
un mundo sellado e inaccesible, que gracias a él, de pronto,
se nos abre con su misterio persistente y su belleza
desolada.
Para Emilio Adolfo Westphalen, el poema sigue siendo la
experiencia, aunque el sentido de esta última sea otro: en la
prolongación incesante (inquietante) de su itinerario, se detiene
para ver (y convivir con) el revés de la realidad abandonada, su
nostalgia. Alcanzado el fondo (culminación del deseo), la única
certeza es que no hay más cosa que el mundo; y escribir es
descubrir que el verdadero hallazgo sólo se producirá si se
acepta (principio de la ironía) la doblez — presencia, ausencia —
de ese mundo.
(…)
Tras el retorno del espacio inferior, Emilio Adolfo
Westphalen ha debido convivir de nuevo con las formas de este
lado, con sus límites, en la sapiencia de la doblez, en la tensión
de la ironía. Una experiencia purgativa. Después, ya nada será
como al principio: perdido el entusiasmo del encantamiento,
reconocida la dureza impenetrable del mundo, lo que vuelve —
en oleadas — con la corriente del lenguaje son restos, últimos
vestigios de la entrega absoluta que caracteriza el oficio de
hablar, ante el vacío, de la sustancial indigencia con que el poeta
ha de llegarse hasta tales confines. Emilio Adolfo Westphalen no
se ha limitado a desarrollar una escritura, se ha ofrecido en ella,
y por ella ha reconocido la fragilidad de su existencia como tal, y
la mentida condición de su conquista. Y por eso vuelve: una
prueba que da credibilidad al asombro primero.
Coleção de Areia - 124
Remanentes de naufragio o porciones de sueño14, lo que
parecía alcanzado, y poseído, es apenas una flagrante
fragmentación, un escueto laconismo, porque se ha vivido el
desengaño del regreso; porque ha debido desandarse —
conscientemente ya — el camino y renunciar a lo descubierto —
o someterlo a la sabiduría (“Quién rescata y salva — en qué
orilla — al náufrago de las turbulencias — las tribulaciones — las
absorciones en el vacío — y de los encantamientos — los arrobos
— las fulguraciones de las siempre amenazantes y por tanto
siempre atrayentes — resacas oníricas”). Una vez navegado
(usado) el lenguaje — esa materia deleznable —, iluminar el
vértice, centro mudo de una palabra esencial; porque el
despojamiento ha sido desolamiento, preguntar por la palabra y
su principio, sí, pero como se ha hecho con el mundo, desde el
hueco hondo de aquel abismo encantado (“Cerrando los ojos se
ve lo mismo: una mirada fulmínea de amor en la gloria de la
culminación y el acabamiento”). Posesión y renuncia, por ver si
lo perdurable puede ser, alguna vez, aprehendido en su
totalidad. Síntesis de vida y muerte, en la abolición del final;
pero también en la superficie de las formas, en la continuidad de
la prosa, negadora del ritmo del asombro (fue la enseñanza);
vida y muerte, en fin, ahora, como principio esencial del
lenguaje, espacio que abarca la mirada final ante el abismo (el
mar que es el morir, fantasmagoría y muerte: un destino, su
incontestable presencia) y ante la acción que allí se origina,
multiplicación — cubierto ya el itinerario — del silencio, de sus
ecos (mar que es, también, el vivir, variedad en la voluntad de la
palabra: una creación, en su constante gozo o padecimiento); es,
a partir de ahora, el reto de esta palabra vuelta desde el silencio,
en el silencio mismo multiplicada. Sucede, sin embargo, que
llega en la vejez, cuando el azar se resiste, cuando la fuerza
incontestable de cuanto ignoramos se debilita, porque todo se
sabe. Westphalen, influye ahora en el poema, porque actúa
desde la sabiduría. Perseguir la imposible — en la primera parte
14Remanentes de naufragio y Porciones de sueño para mitigar
avernos se incluyen en Belleza de una espada clavada en la lengua
(1986), sin referencia cronológica alguna.
Coleção de Areia - 125
— se hace afirmación de las fases de lo posible, en la segunda, a
causa de la actitud desengañada en donde se origina el discurso.
Como Orfeo, el poeta: libera de las sombras el objeto deseado;
pero mira hacia atrás y lo pierde. No tiene consuelo y lo
reconoce.
Progresión como proyección, la escritura de Emilio Adolfo
Westphalen convoca de nuevo los referentes poéticos ya
conocidos (“el río detenido / atrapado en el abrazo”; “el ave
escapando / A la trampa del vuelo”; “la mar trasvasada / En
cada mirada”), pero sólo aquéllos que tienen que ver con un
final que es un principio, con una sucesión — tiempo — que en
un instante se detiene (“delirio de la muerte / olvidándose de la
vida”); sólo aquellos que representan un límite que es una
frontera. una luz. Nueva — y última — encrucijada (o doblez):
¿paraíso o infierno? El poema nace en la inminencia de la acción
y la entrega, en el espejismo o celaje de lo intuido, en el anhelo
de la consumación. Y el espacio que a partir de él se difunde es
una expectativa; no aquel vacío deseado, un territorio dispuesto
para acoger a quien ya sabe que ingresa en los dominios de la
diosa ambarina15. Encuentro con la palabra después de
atravesar el tejido de signos, después de su extinción; porque se
trata de lo que resta, su sombra o silencio (y como tal renovable
en su ambigüedad): lo mismo da que la escritura se conforme en
la síntesis rítmica de unos versos o en las escuetas líneas de una
prosa; lo que importa es su nueva respiración, sus pausas o
silencios, su atrevimiento al elegir qué debe ser dicho, qué debe
nombrar y dar cobijo a esta nada de aire (como enseñó
Shakespeare); importa su discurrir de agua: tiempo e instante,
sucesión y permanencia (“Una poesía por rehacer a cada
instante / Hermosas ruinas perecederas desde siempre”).
Tiempo del poema que, en su revelación (milagro), se extingue;
tiempo de la existencia que, en su abolición (muerte), contiene
también su permanencia: “El Río sediento / Huyendo del agua”.
15Ha vuelto la diosa ambarina es el título de la última colección de
poemas de E. A. Westphalen. Publicado primero en los Cuadernos
Autógrafos (Tijuana, México) fue editado más tarde (1988) por la UAM.
También aparece en Bajo zarpas de la quimera (1991).
Coleção de Areia - 126
Y todo culmina en un nuevo trato con la muerte (“pórtico de
renovación”, que dijo José María Eguren), para atravesar la
última linde y mitigar avernos, de la mano de aquellos otros
dos silenciosos que vieron en la noche, que atravesaran sus
caudalosas corrientes de quietud (afirmación en la negación):
San Juan de la Cruz y José María Eguren.
Leamos un último poema:
Uno muere varias veces en la vida (es la experiencia
común) — la primera al nacer — las otras — tarde o
temprano.
Por lo demás — con ansia y sin ilusiones — entonemos el
Cántico de Amor y Gloria ad vitam aeternam — aunque se
presienta dudoso ese siempre — a lo más un término para
subrayar lo inconocible y lo invisible (en esta vida o en otra
— concluiremos por ahora).
Nos dispone para un nuevo trayecto, invistiéndonos con la
sabiduría del desengaño; pero nos muestra también su flanco
más débil, cómo vencerlo, vencidos. Crece la escritura desde el
habla, niega el artificio de la poesía; desde el principio anterior a
la palabra, ritmo y acento de la vibración afectiva, de su
permanente novedad: signo impertinente ese uno irrefutable,
impersonal, pero que nos señala, y singulariza la experiencia;
pausas y fragmentación sucesiva del discurso, ventanas abiertas
a su doble, o a su negación o cansancio, porque en su forma se
debate la existencia; paréntesis de la inversión irónica
impidiendo la enajenación; y ese nosotros — en fin — que es
comunión en la palabra, en la experiencia que ese tejido verbal
nos ilumina: antes, una sugestiva sensualidad en el
desbordamiento de las imágenes; escueta afirmación — ahora —
en la alternativa de la ironía.
Atendamos, por un momento, a la voz del poeta que lee
desde una plenitud resignada: su palabra no surge con la
veneración sacerdotal del comienzo (custodio del secreto); se ha
extinguido, casi, la sensación de estar poseído, en su limitación
humana, por la extrañeza (obsesión, entusiasmo) de su
instrumento: es soberano ahora de su mundo, y habla desde una
seguridad satisfecha, y al mismo tiempo claudicante. Ordena su
Coleção de Areia - 127
orbe y su palabra, y su voz se ajusta a tal construcción, con
solidez y entereza: disipado el balbuceo bilabial (sibilante), la
voz es potencia gutural, rotunda; y hasta el cuerpo se yergue —
seguro — por encima de la página y sus trazos: mirar un
horizonte, desde el lugar de arribada, investido de la experiencia
y sin el furor que lo anonadaba. Porque escribe desde una
certeza que es incertidumbre, desde una confianza que contiene
la desconfianza: ansia, sí, pero no ilusión como aquélla que
movía a la aventura de cruzar bosques de maravilla. Aquí
habitamos, simultáneamente, el asombro y la experiencia
común: morir varias veces en la vida supone nacer otras tantas,
sólo en la inminencia del canto, en la elevación poética (cántico)
de la palabra, que transforma el tiempo todo en la eternidad de
un instante: revelación, pero pasada por la experiencia, y tal vez
en ella agotada. ¿No será todo sino la forma única de vivir lo
invisible, de conocer lo inconocible? En esta disyuntiva, última
fractura, el principio (presagio) de la perpetua danza, del
continuo comienzo, del canto sin fin.
Coleção de Areia - 128
Conjunción y disyunción
(Notas del diario de un diálogo)
Ordeno fragmentos de un tiempo: más de veinte años. Con
ellos, reconstruyo mi trayectoria por un espacio: profunda
vastedad del territorio poético; creación y crítica; escritura
mirándose a sí misma, creciendo en la desconfianza o en la
resistencia. Pero ¿hasta dónde? Por eso, mi itinerario desea ser
diálogo. No preguntas que aguarden respuesta; encuentro y
aproximación sucesiva, para establecer una corriente de
recíproco reconocimiento. Lectura como iluminación; pero
también como perplejidad, frente a lo leído y frente a quien se
arriesga por los entresijos de la escritura. Proximidad del
entusiasmo; distancia de la reflexión, ante una obra que solicita
una actitud comulgante. ¿Cómo se ve quien en ella se
contempla? ¿Qué respuesta debe dar a sus repetidas
sugerencias? Conjunción y disyunción: movimiento alternativo
para una trayectoria compartida, y que la enriquece, que le da
sentido.
Hacia 1969
Se han atenuado los asombros de años atrás. Sin embargo, el
recelo persiste. Por tercera vez en el siglo, la aventura atlántica
proponía una nueva fundación ante el roquedal de nuestra
autosuficiencia. Pero nos empeñamos en oir una sola voz: los
acentos marcan la diferencia y la diferencia inquieta demasiado.
Sucedía con la narrativa. Para la poesía, el olvido o un
desconocimiento prácticamente total. Y en ese año, un libro
amarillo y negro trae — en la contraportada — el rostro de su
autor tallado a contraluz, dentro de un círculo: casi una máscara
de piedra; solidez mineral entre negra vegetación. En el interior
Coleção de Areia - 129
discurren (¿giran?) signos, trazos en la página áspera,
trayectorias por el cuerpo del lenguaje. Yendo y viniendo, o
hacia la tradición o hacia la aventura. No descubro entonces a
un nuevo autor, tampoco leo aquellos signos como una nueva
forma poética. Escucho otra voz, lejana y próxima a un tiempo.
En ella me reconozco y a través de ella puedo ir, y alcanzo a ver,
un poco más allá. Surge del otro lado de mi idioma e impide que
las palabras petrifiquen: dichas con pasión, dispuestas con
rigurosa clarividencia. Voz que remueve el poso quieto de
nuestra lengua común; relación inédita entre el poeta y el
instrumental prodigioso: no un servidor de las palabras; ellas
son su propia existencia.
Con ésta, rememoraba yo voces no muy lejanas,
despeñándose desde las escarpaduras andinas o corriendo en
torrenteras — viento y agua — por el vértigo de Temuco. Sin
embargo, la vitalidad era otra; la agitación, intelectual. Vencida
por la enfermedad y la muerte la enjuta negrura de nervio y
hueso, dilapidada por el uso la desbordada opulencia carnal, un
rastro de palabras surgía en el vacío (silencio) blanco, para
resplandecer insólito. Este poeta mexicano, cincelado en piedra,
convivía tenaz con la tradición más próxima o más remota, en
apasionada disyuntiva (¿Águila o sol?); pero se atrevía,
igualmente, al contraste con otras tradiciones, con otros ritmos
(Ladera este). Voz que refutaba la seguridad de la tradición sin
negarla. Escritura como experiencia de diálogo, con el mundo y
con la palabra misma (“El escritor es una voz disidente, crítica”).
Disidencia, no mera oposición; camino que penetra
reflexivamente en la forma. Poesía como “regreso (…) a una
vanguardia silenciosa, secreta, desengañada (…) crítica de si
misma y en rebelión solitaria contra la academia en que se había
convertido la primera vanguardia”.
Desde el modernismo, el escritor hispanoamericano, se ha
reconocido cosmopolita, y nos enseña a serlo. Un
cosmopolitismo que supera la idea de desarraigo, para entender
la poesía como voz unánime: tradiciones diversas, tiempos y
espacios diferentes confluyendo en un espacio y un tiempo
originales: mundo mítico del comienzo; universo del poema.
Octavio Paz lo afronta desde una repetida resistencia. Gozar por
pasión el objeto artístico; observarlo desde una distancia que es
Coleção de Areia - 130
perspectiva crítica sobre la propia operación creadora. Síntesis
fundacional, verdadera fiesta de los sentidos. La escritura —
abundancia generadora de un erótico dinamismo — discurre
como cuerpo ofrecido a la posesión y posesor él también.
Convergencia del verbo contenido y tenso de Octavio Paz con el
desbordamiento sensorial, insondable hermetismo, de Lezama
Lima: los dos, comienzo. La escritura deja de ser una teoría de
signos ofrecida a la interpretación, para configurarse como
experiencia hecha voz; voz que — en el espacio atlántico — yo
reconocía en mi insularidad original, comulgaba con ella.
Convergencia y confluencia del mundo en la isla; dispersión y
divergencia del horizonte — desde la isla también — en la vida,
en el lenguaje.
Cercados por la presión moral y social de nuestra literatura,
o víctimas del frío optimismo que la algarabía estructuralista
impuso a la crítica, pocos supieron oir, en España, aquella
palabra cuyo hemisferio inconsciente (fónico y gestual, rítmico o
mágico) convivía, en agitado diálogo, con su otra mitad
(reflexión sobre la forma del lenguaje, sobre el cuerpo del
poema). Octavio Paz asume la tradición esencial de la poesía;
analogía e ironía actuaban allí simultáneamente, y todo podía
ser lo deseado, si bien cualquier hallazgo debía ser contradicho
por aquel mismo deseo: un ejercicio fronterizo, resistente al
agotamiento y abierto al abismo de lo posible. El poeta
desvelaba así otro interrogante inédito en la escritura poética
española: la necesaria tensión entre lo espacial y lo temporal
dentro del poema. Antonio Machado proporcionó un fetiche
(poesía “palabra en el tiempo”) y sus seguidores lo redujeron
todo a discurso: eclipse de la transparencia. El poema, para
Octavio Paz, era intensidad del instante: tiempo de la revelación
portentosa; pero de una revelación, también, fugaz. En su
derrota estaba su victoria. Mallarmeanamente, sonido y silencio,
palabra y vacío, establecen una relación rítmica primordial, y el
texto deslumbra en la precisa unidad de su espacio, su cuerpo;
fragmentado o ramificado en la elevación interior de su sentido
(“El espacio fluye, engendra un texto, lo disipa, transcurre como
si fuera tiempo”). Verticalidad que desvela las relaciones e
implicaciones internas del lenguaje como experiencia (la voz se
acerca, dialogante, a aquella otra, en Temperley, Buenos Aires;
Coleção de Areia - 131
como antes merodeó la cálida humedad de Trocadero, La
Habana); verticalidad que es, al propio tempo, circularidad o
sinusoide. “Piedra de sol”, el poema central. Círculo del
calendario azteca, representación de su único tiempo que
engloba todos los tiempos; medida y transcurso, pero también
imagen y estatismo; solemnidad de una teoría de signos
religiosos y burla de la figura central, enseñando irreverente su
lengua.
Ritmos sucesivos y concéntricos de la espiral de signos: pozo
de verticalidad esencial donde se contemplan voces y
tradiciones (barroco español y surrealismo, simultaneísmo de
Pound y cenizosa religiosidad de Eliot: retórica del Occidente,
desnudez del Oriente): “escritura de fuego sobre jade, / grieta en
la roca, reina de serpientes, / columna de vapor, fuente en la
peña, / circo lunar, peñasco de las águilas, / grano de anís,
espina diminuta / y mortal que da penas inmortales, / pastora
de los valles submarinos / y guardiana del valle de los muertos,
/ liana que cuelga del cantil del vértigo, / enredadera, planta
venenosa, / flor de resurrección, uva de vida,…” ¿Habla de la
piedra indígena o habla de la poesía?
Circa 1975
Tras la lectura del poeta, la dimensión de las propuestas del
escritor; exploración entusiasta por sus siempre inéditas e
imprevistas revelaciones. Sorpresa: el entusiasmo no cegaba la
reflexión, la volvía más luminosa. Necesario reflejo (doble) de la
escritura poética, la aventura crítica emprendida al unísono por
Octavio Paz. Razones de una identidad histórica perdida en el
laberinto de soledad, raíces de la tradición literaria o nexos con
la modernidad (El arco y la lira o Cuadrivio); interrogación
ante un tiempo conflictivo (Postdata), diálogos con las diversas
estéticas de las que se reconoce tributario o hacia las que se
siente atraído (Claude Levi Strauss o el nuevo festín de Esopo,
Marcel Duchamp o el castillo de la pureza…). Y siempre una
actitud perpleja — poética, en el más puro sentido — para
resolver todo eso en escritura. El lenguaje (“actividad vital más
que ejercicio de expresión”) es uno, y — poético o crítico — la
misma belleza e idéntica eficacia lo animan.
Coleção de Areia - 132
Debate que también yo planteaba dentro de mi generación:
resistirnos a la trampa maniquea de la ideología para abandonar
la soledad acorralada en que nos debatíamos. Para que la pasión
fuera eficaz tenía que ser lúcida, como (víctima de idéntica
celada) descubriera el propio Octavio Paz en el libérrimo
territorio del surrealismo. Leer lo sabido aplicándole el
contraste de una experiencia periférica y excéntrica, y las ideas
lucían sin la almidonada reverencia de la costumbre; se volvía
transparente (y dinámica) toda máscara (y parálisis) de la
verdad. Resultado primero de mis perplejidades, y de mi
voluntad de diálogo ante los reclamos de aquella voz, mi estudio
sobre Octavio Paz quiso eludir fáciles ditirambos, se originaba
en paralela curiosidad inquiridora, crecía con el mismo
desasosiego que generaban sus propuestas poéticas y críticas:
manifestación de un examen de conciencia que prescindía de
los contrarios excluyentes y prefería la mirada conciliadora de
los opuestos. Así definió el escritor mexicano la incertidumbre
de un mestizaje no sólo racial, integrando en su pensamiento la
visión del mundo colonial: no su negación, el diálogo abierto
(crítico, donde fuera menester) con aquel otro que era él mismo,
y con él mismo reflejado en la imagen de ese otro. Dejar al
descubierto, aun con sus limitaciones y miserias, la identidad
individual de cada uno de nuestros rostros, nos revelaba quiénes
éramos en realidad.
Redactado a lo largo de 1975, mi estudio mostraba, sobre la
explicación de la obra, mi posición ante ella. El principio de la
transición democrática española me había obligado a establecer
un espacio de silencio y reflexión ante los diversos frentes que
entonces se abrían a mi actividad intelectual. No servía mi
lenguaje, agotado por el compromiso moral; mi discurso poético
se hallaba muy lejos de la torpe reducción provinciana en que
desembocaba el Estado de las autonomías; mi independencia, a
la que tampoco renuncié, no iba a ser recompensada. ¿Sobre
qué materia habría de versar mi trabajo y — de modo especial —
qué lenguaje necesitaban a partir de ese momento? La lectura
de Octavio Paz me descubrió mi propia perspectiva (también
periférica, también plural) dentro del discurso crítico de la
literatura española. Como insular atlántico me hallaba a la
distancia óptima para sumir la lengua como incertidumbre y
Coleção de Areia - 133
para abordarla sin la reverencia negadora del riesgo que toda
propuesta, si es de verdad crítica, debe correr. Y para entender,
libre de prejuicios, esa voz que, desde el otro lado del idioma,
me hablaba con idéntica resonancia, pero con inusitado vigor. El
final de mi trabajo resultó ser también su principio: nuevos
caminos — ya no exclusivamente poéticos — se ofrecían a mi
exploración, y por ello mi discurso se interrumpe en el umbral
de un trayecto verbal y visual: el camino de Galta, una nueva
perplejidad. Invitación a “recorrerlo de nuevo (inventarlo a
medida que lo recorro) y sin darme cuenta, casi
insensiblemente, ir hasta el fin […] al comenzar la caminata,
tampoco sabía adónde ni me preocupaba saberlo”.
Entre 1979 y 1990
Quedó en suspenso, digo. Pero — sin saberlo — yo
comenzaba idéntico itinerario: retorno cauteloso a la escritura,
cerrado aquel paréntesis de silencio. Vuelta y Pasado en claro,
títulos que señalaban la dirección: memoria del principio
vinculada a un discurrir ya cumplido; regreso por la experiencia,
no su abolición, no su abolición. Lugares fundados por la huella
de un tiempo no histórico; condición única de la palabra que los
dice. De nuevo, el centro de un poema circular, “Nocturno de
San Ildefonso”, piedra de México también, pero en la gravidez
de la historia. Si antes, en la espiral azteca, la palabra contenía
la definición; ahora, la palabra es la estructura concéntrica que
se anda y desanda alternativamente: interrogación en las
volutas del barroco. Allá, el so, presencia resplandeciente; aquí,
un laberinto que se recorrer desde la noche hasta el clarear del
día. Mi nuevo acercamiento (en 1983, aunque nunca llegara a
editarse) se completó con la otra lectura de Octavio Paz. El ogro
filantrópico, Tiempo nublado y Sor Juana Inés de la Cruz o las
trampas de la fe: concurrencia de los dos principios; pasión
cosmopolita, entusiasmo fundacional; lo poético y lo político
implicándose recíprocamente. Pugna por revelar la identidad;
signos en rotación que, en su movimiento, se contemplan e
interrogan, dispersándose en el asombro; que, quietos, se
reúnen e identifican en el instante supremo de la entrega.
Coleção de Areia - 134
Constelación que refleja el territorio poético de
Hispanoamérica, más acá de las lindes establecidas por los
fundadores. Animado por la apuesta paciana, abrí una puerta
lateral para que (desbordada aquella tesitura) fluyera un río de
voces hasta entonces represado: cauce del recelo por donde
crecía la nueva tradición. Mi diálogo se diversificó, pero fue
benéfico. Disyunción primera: desde aquel otro lado del idioma
venían voces sin la tonalidad monocorde de la interrogación.
Superada la perplejidad, las oía más libres: desnuda verticalidad
de Roberto Juarroz o exploración numinosa de Gonzalo Rojas;
diseminación de tiempo e imágenes en Javier Sologuren o
atrevida verba, remedo irónico de los clásicos, en Carlos
Germán Belli. Blanca Varela abriendo la angustia al asombro
contenido de la palabra; Juan Gelman, sofocando toda
reverencia en el balbuceo sísmico de sus versos; José Kozer
aplicando al fervor sensual de una palabra desbordada una
serenidad contemplativa o una doblez conceptual… De nuevo
me sorprende el mismo principio de años atrás: la entrada del
sendero de Galta, indicando el camino de mi propia experiencia.
Recorrí la magia del jardín de Cambridge; me atreví a
reproducir el maravilloso salto de Hanuman (acción que se
cumple anulándose; desafío a la realidad, desafío al lenguaje) y
— detenido en ese instante — sembré, en la inquietud de su
imagen perfecta, una agitación interior en donde me reconocí y
me reconcilié conmigo mismo, en la mitad del camino de mi
vida. Radicalidad del oficio de escribir, en tanto que deudora de
una imprescindible conversión.
A la salida del sendero (“transparencia universal: en esto ver
aquello”), mi lectura no se interrumpió, pero ya no pudo ser la
misma. Hablaban allí, también, las nuevas voces; procedía
multiplicar la perspectiva. Exigencia de aquello que — en mi
diálogo con Octavio Paz — más me ha importado: la escritura
como generadora de su propia crítica (“El escritor siempre
escribe frente a algo”). ¿Era así ahora? Nueva disyunción: en
esto ya no se alcanzaba a ver aquello: petrificación del discurso,
renuncia a la transgresión. Ni subversión del lenguaje ni
disidencia ante la realidad: prevalencia de un discurso político y
claudicación ante la actividad pública. En Puertas al campo se
advertía: “Lo que me inquieta es que hoy ya no es necesario
Coleção de Areia - 135
esperar a que los artistas mueran: se les embalsama en vida. El
peligro se llama éxito (…) Los artistas se han vuelto osos de
feria, espantapájaros. Y las obras: monstruos de plástico,
recortados, empacados, rotulados (…) cuya factura obedece a
una concepción servil de la rebelión”. Contundencia de la
verdad. ¿No se apaga, en Árbol adentro, la transparencia del
lenguaje poético; no es víctima de sus propios hallazgos? ¿Y nos
se halla mediatizada la otra voz por una estrecha servidumbre a
la complacencia: decir sólo aquello que se espera del autor?
Disyunción, también, porque se ha relajado la tensión
conjuntiva entre poesía y crítica. El escritor reivindica la
primera como oficio exclusivo, como destino (en 1986: “la
poesía ha sido para mí no solo un oficio cotidiano y una
invencible afición sino un vicio, un destino y, en fin, un culto,
una religión íntima”). Y el poema insiste en enumeraciones
recurrentes, prefiere el tono sentencioso, las imágenes hechas,
vaciadas por el uso, aun en su impecable corrección. Anulada
toda sorpresa, el discurso poético pierde el acicate de su
capacidad reveladora. Ni el lenguaje es un espacio conflictivo, ni
la realización del poema resuelve especiales problemas. La
crítica, desmembrada de la poesía, soslaya toda indagación
reflexiva sobre ésta última, y sobre los hechos culturales que
antes la implicaban. Acaso alumbramientos parciales; pero no
impiden que las propuestas se atasquen en el pozo cegado de la
historia. Se opta por la simple linealidad diacrónica de los
sucesos; no se da pie a la imprescindible exploración ulterior
que podría animarlos. Al atenuarse toda disidencia o resistencia,
no se superan los límites establecidos en las luminosas
indagaciones ya conocidas.
Al final de mi itinerario, se dibuja la curva sinuosa de un
interrogante. Mi identidad con su principio genera fidelidad
hacia esta voz que me nombra; mi fidelidad, sin embargo, me
obliga a preguntarme por la razón de esta adormecida tibieza.
No se siembran nuevos signos perturbadores: la voz, de pronto,
ha dejado de oírse: ella misma es su máscara. El poeta avanza.
Su rostro amable muestra satisfacción. En torno suyo, gentes
que le rinden homenaje. Y así debe ser. Hora de los parabienes,
a los que me sumo con regocijo. Sin embargo, el homenaje no
debe ser un obstáculo más entre los obstáculos del éxito: habría
Coleção de Areia - 136
que dibujar el principio de otro camino que cruce — inquietante
— el cuerpo ahora complacido del lenguaje, que lo sacuda de
nuevo y que lo despierte. Su destino (¿dónde?) será su sentido.
Coleção de Areia - 137
Joaquín Pasos: un joven que nada
sabía
Como el niño, como el adolescente, el poeta: juegos y
soledad; atrevimiento e inconsciencia. A los quince años de su
vida, el nicaragüense Joaquín Pasos es un muchacho que nada
sabe; juventud e ignorancia radicales, motores de una
existencia signada por la pasión vital, por una despreocupada
alegría; también por un profundo y elemental sentimiento
religioso que sólo habría de extinguirse entre las perplejas
vislumbres de una temprana agonía. Pero esa existencia nada es
sin el árbol de palabras que de ella brota y se abre imparable y se
dispersa, prodigiosa fundación verbal. No hay hiato alguno; vida
y poesía son la misma cosa: cuerpo de palabras. Entrega,
contemplación recíproca de la una en la otra, desde la mutua
perplejidad que abre — misteriosamente — las puertas de esa
revelación que, con extremado celo, toda poesía guarda,
aguardando el encuentro. Así, la satisfecha alegría por el
hallazgo; así, el placer del riesgo, al atreverse a buscar la otra
cara de lo nombrado que es lo vivido, y de la palabra que lo
nombra, que es la vida. La aventura vanguardista de un Joaquín
Pasos apenas adolescente, nos habla del hombre libre que ocupa
el espacio de su lengua con una fuerza destructora y
constructiva a la vez. No hay concesiones al orden, desde luego;
pero tampoco se enajena en la tibieza o en la vulgaridad del
estereotipo, por atractivo que pueda ser éste último. Joaquín
Pasos no se limita a ser un discípulo; no es un converso que se
contente con cumplir, religiosamente, el ritual aprendido.
Los vanguardistas nicaragüenses de 1929, al acoger a
Joaquín Pasos como uno de los suyos, permitieron (pienso que
sin plena conciencia de lo que hacían) que, en el seno de su
movimiento renovador, arraigara un vigoroso y verdadero
Coleção de Areia - 138
principio poético: aquel joven — es cierto — haría mangas y
capirotes del orden tradicional; pero no se contentaba con
suplantarlo por la servidumbre a un nuevo y amanerado
formulismo (el que sus mentores trajeron a Nicaragua, desde
Europa o desde los Estados Unidos): construye, de modo
original, un orden inverso, alimentado por la espontaneidad de
una palabra poética en estado puro que, el propio autor
confesaría, más tarde, haber rescatado “entre los pequeños
vestigios de la poesía popular que habíamos heredado del
tiempo colonial”. Construcción estrófica precisa, sentido poético
de la rima inconsciente alumbraron al poeta el camino de esa
voluntad lúdica desde la cual se apresta a abordar el lenguaje
(“voy lejos, entrando a la selva montado en este / árbol
callado”); le descubrieron las posibilidades metamórficas que
encerraba y que él — en un rapto de violencia infantil — haría
suyas, desarticulando el juguete de la realidad y de la lengua, de
forma tal que siempre — entre sus manos — se ha de tocar en
algo nuevo para su excitada imaginación (“Me he encontrado
detrás de los espejos / allí donde hay museos de museos / y las
antiguas corbatas se agotan en silencio / ésa es mi cara, mi vieja
cara nueva / que yo clavaba en un bastón y la paseaba por las
aceras / y esta es mi carne, la que era / transmitida por teléfono
/ empacada en lindas valijas de viaje / pedida cablegráficamente
por los salchicheros de Oxford / y falsificada en los restaurantes
/ todo eso era yo…”), por más que el objeto hallado (y perdido)
sea la propia identidad. Capricho destructor, sí; pero nunca
resuelto en artificio verbal; el objeto poema es una encarnación
de aquella dramática experiencia de “joven ignorante” que
decíamos: espejo corrosivo donde contemplarse sin rubor; y
donde, con él, nos contemplamos. El testimonio se da por
añadidura, en la sacudida implícita que — sólo poniéndonos en
su lugar — recibimos. En apariencia, todo puede resultar
evasivo, o despreocupado; en los huecos de silencio, en la
perplejidad que el poema abre, se instaura el vértigo del
reconocimiento.
Palabra original que es palabra común. Lenguaje en libertad
que, gracias a su condición juvenil e ignorante, dibuja los
límites de un espacio que es lugar solidario. En esa palabra
comulgamos. Porque aun en la ingenua alegría que la mueve,
Coleção de Areia - 139
aun con la mirada naïf que toca las cosas para otorgarles mágica
apariencia, y sin desdeñar esa población de objetos y fetiches
que allí habitan (o los guiños y complicidades que lo sustentan),
lo que en este territorio predomina (y crece constantemente) es
una particular condición ceremonial de la palabra; incluso —
por momentos — una intensidad mística, si de tendencia a lo
misterioso hablamos. Y si hay éxtasis y desprendimiento, no
puede extrañar que sean las iluminaciones del azar, o el
abandono a la sorpresa inaugural de cada instante, los guías del
discurso poético de Joaquín Pasos. Los poemas de este joven
ignaro hallan su principio en la sabiduría popular, una zona
fronteriza, híbrida, que desconoce la diferencia entre lo
transcendente y lo irónico, que anida en lo trivial pero que
padece la inquietud trágica de la existencia. Si, por ejemplo,
Pasos parece acercarse — en sua “Canzonetas” — a la gravedad
sentenciosa de las “canciones” machadianas, la contenida y
matizada sensualidad que late en aquella (poemas de amor, al
fin), tiñe de intencionada doblez el rigor filosófico de sus
consejos:
Así viviremos fuerte
verdad que estuvo callada,
ya que apenas fue expresada
en estas líneas sentidas,
que al leerlas, encendidas
quedarán con tu mirada.
Vanguardia crítica de sí misma, ha dicho Octavio Paz,
refiriéndose a ese momento poético hispanoamericano: el
lenguaje no se reduce a simple invención objetiva; el poeta
explora en su interior (no hacia sus referentes) para abrazarlo
como destino, como existencia. Pero el lenguaje es su forma, su
norma, y el poeta actúa sabiéndose instrumento de esa
normalidad: la canción o la conversación, la métrica y la rima
muestran — en manos de Joaquín Pasos — su doble fondo.
Ambigüedad irónica (y hasta humor) que hace saltar el riguroso
orden gramatical, que multiplica y contradice el valor semántico
de las palabras. Desde dentro mismo del lenguaje, y con
agresividad quevedesca, arremeter contra la petrificación de la
Coleção de Areia - 140
verdad y contra los estereotipos literarios que suelen amenazar
la voluntad libérrima de quiénes, como nuestro escritor, asumen
la práctica poética en tanto que única forma de existir en la
verdad. No he recordado al poeta conceptista por causalidad. Su
presencia aquí es muy pertinente: Quevedo no fue ajeno a la
dimensión sensual (y pasional) de la vida y de la muerte; pero la
vida (y la muerte) era la escritura: servir a la poesía sin negar la
forma, pero sin acartonarse en la pura frialdad normativa de
esta última.
De aquella primigenia espontaneidad de la poesía
tradicional, cuyo vigor se revela en la palabra misma y en sus
sugerentes combinaciones, pues el autor — anónimo o no — se
ve superado siempre por una capacidad verbigerativa ante la
cual su única opción es el asombro; de ese principio — digo —
deriva la peculiar construcción rítmica de los poemas de
Joaquín Pasos. Al conjuro del ritmo, el orden salta en pedazos y
se iluminan las más increíbles transfiguraciones metamórficas:
sorpresa y perplejidad constantes como vías para penetrar en (y
apropiarse de) el mundo, entendido éste como totalidad que
supera el simple reconocimiento de lo real objetivo. Las mismas
cosas, o los lugares (reales o figurados), o las recurrentes
referencias al contexto, aun en su contundencia, resultan ser
transparentes en la obra de Joaquín Pasos; porque existen en
tanto que lenguaje y en tanto que ritmo, y no son nunca
significados opacos; el corsé de la estructura versal (rima
forzada, estrofas precisas, antítesis, paralelismos) no muestran
su rigor, dejan en evidencia la falsa nitidez casticista para cuya
preservación se generaron. Y la irracionalidad, heredada del
inmediato principio vanguardista, es negación y resistencia ante
la rutinaria aceptación del mundo como realidad útil. El autor
no se limita a manejarla como recurso cristalizado en norma;
con ella se solaza en la contemplación satisfecha de los efectos
que produce su atrevimiento, puesto que la manipula como ese
joven ignaro que el poeta es: eliminado el principio de
contradicción, queda al descubierto la marginalidad primordial
desde donde debe actuar todo poeta que quiera serlo de verdad:
dolorosa, porque resultará imposible de vencer; pero lúcida,
pues sólo desde ella la palabra poética alcanza la transparencia
necesaria que la identifica y la diferencia:
Coleção de Areia - 141
Las cosas son mar, la mar de cosas,
la primera es la cosa soledad.
En la arena, en la ola y en la espuma,
en una hoja, un vidrio, una teja,
un cadáver de pez, un alga rota,
un zapato, un zapato submarino,
una callada concha que suena a soledad.
La soledad con mar, el agua sola.
Por intermedio de tal alumbramiento primordial, Joaquín
Pasos ha llegado — como sucediera con sus antecesores los
modernistas — a la contemplación original de la propia
identidad, en tanto que escritor y en tanto que individuo. No hay
obstáculo alguno, por tanto, para que este “joven poeta que nada
sabe” se atreva a escribir en inglés (en un inglés muy peculiar,
dicho sea en su favor). Tampoco, esta vez, un capricho. Al
hacerlo así, Joaquín Pasos toma contacto con el principio
desinhibido de la materia poética; en esa lengua otra, en esas
palabras que se oyen de modo diferente, que se ven como
objetos distintos y distantes, su español de origen se refleja y
dialoga con su principio esencial como lenguaje, iluminando
una insinuante vitalidad superadora de la mera aprehensión de
significados. El poeta adquiere, entonces, conciencia de la
palabra en sí misma; toma distancia frente a ella y se apresta a
defenderse de su posible impostura. “Mutta parola” puede ser
un poema ejemplar:
Here are the words and I want to be protected against them
……………………………………………………………………………..
Throw them away, and give to man the right to speak his
own languaje, yet unknown.
Take from me the whole lexico. Cut from my tongue any
tongue.
And this afternoon, let me see the pictures of the white book
of Silence.
Ni la reducción prosaica de la retórica, ni la espontaneidad
que — de forma implícita — denuncia la estirada petulancia a la
Coleção de Areia - 142
que siempre acaba acomodándose toda creación poética, ni la
configuración digresiva del ritmo, progresando de sorpresa en
sorpresa, distraen de lo fundamental en estos poemas: ser una
suma de lenguaje, visión y dinamismo verbal. Cuerpos que el ojo
del lector hará revivir cada vez que, con su caricia visual o con la
incontinencia del deseo, se llegue hasta ellos. Hablamos de una
suerte de sensualidad que habita en el texto, y que funciona
como elemento provocador del acto de lectura; sin ella, la poesía
de Joaquín Pasos se mantendría ajena al lector y éste — por su
parte — no encontraría el camino adecuado para iniciar el viaje
imaginario (ascensión vegetal) a través de este territorio verbal
que, transfigurándose gracias a ese contacto recíproco, lleva a
ambos (poeta y lector) hasta el encuentro con el incierto destino
en que desemboca toda experiencia poética compartida: se
palpan los sonidos, a su conjuro nos abandonamos; se
reconocen las formas, intenso pero fugaz roce con lo invisible; al
final, siempre la revelación como triunfo y como derrota:
Señores, basta una nube para averiguar la verdad.
Basta mirar el aire con los ojos bien abiertos.
Basta un pájaro, una sombra en el agua, un rumor de ola.
Basta!
Mística y erotismo; tensión hacia lo misterioso y arraigo en el
cuerpo, en la pureza de los cuerpos de las cosas: soledad y
distancia como acicates de una y otra sacudida reveladoras.
Irreverencia y actitud reflexiva se confunden entonces: la
intensidad del hallazgo se desdobla en concepto inquietante e
imagen apasionada (“Pasión gozada en la pasión sufrida /
porque en la amante sombra iluminada / está la muerte
uniéndose a la vida”): dos polos de la tensión única desde la cual
se proyecta esta escritura, que en amor y muerte se resuelve.
Erotismo y alegría, extremos de la plenitud conseguida.
Irrumpir al unísono, por ambos senderos, en la totalidad del
otro lado, en la sensualidad cósmica y en su vacío: hallazgo
íntimo, el misterio de la existencia. Poseer la palabra (materia
del juego), asentarse en la alegría (atmósfera de una ingenuidad
primordial); adoptar, desde la distancia, la actitud irónica y
superior (osadía juvenil) de quien las sabe suyas; pero ni así se
Coleção de Areia - 143
dilucida el misterio. Al poeta — como al amante — sólo le es
dado llegar, rozar apenas el alumbramiento último y primero de
la palabra, del amor; su única certeza: habitar el espacio de lo
incompleto abierto a lo posible. Goce sensual del objeto amado,
de su encarnación verbal y corporal; conciencia inmediata de su
instantánea extinción. Límite de la vida (y la muerte), de la
palabra (y el silencio): zona ambigua y fronteriza donde se
revela (y se arriesga) la existencia; allí, la identidad colectiva
empieza a ser, también, evidente.
La biografía de Joaquín Pasos, un “joven que no ha amado
nunca”, discurre precisamente por esa delgada línea del deseo y
la incertidumbre, entre uno y otro lado, sin decidirse nunca.
¿Temor a realizarlo por no perderlo? ¿Conciencia de la plenitud
poética como destino existencial? Como la poesía, el amor: una
exploración verbal desde la conciencia de la distancia; delicada
idealización que no excluye el desmayo prosaico (o irónico) de la
ignorancia sabia del poeta. En este extremo, el juego infantil de
los atrevimientos se vuelve juego cortés de la poesía, sutileza
conceptual y rítmica; musicalidad del lenguaje, elevación ideal
del objeto amado. La mujer en el centro de la pasión, en la
distancia de la melancolía: su presencia, ritmo, como las
palabras que dan cuerpo a su imagen. El misterio, sin embargo,
anida en lo anecdótico inmediato: su derecho y su revés son
uno. La vitalidad provenzal o la sensualidad modernista, en
extraña connivencia con una retórica que no rehuye la
imaginería irracional de las metáforas radicales: el artificio se
ve; con él, el desengaño. Amar es vivir lo invisible; escribir es
decir lo inefable: la experiencia poética (amorosa) abre un
espacio, vacío que deja la forma corporal (o verbal) deseada (“Se
ha perdido ya el hueco de tu cuerpo / que era la voz de tu carne
desnuda hablándole íntimamente a la ropa planchada”; “Esta no
es ella, es el viento, / es el aire que la llama (…) Es el brazo que
se abre, / es la mano que me llama, / pero no es ella…”) entre la
plenitud y la nada: un relámpago, apenas, de luz; un giro,
apenas, de aire (“Tu mano que al viento diga de ese modo /
nada, Todo”).
Iluminación y movimiento radicales, aunque prestos a la
extinción: un “líquido tiempo que no moja”, no dura. El texto
asoma y se extiende, arbóreo (aéreo), en el espacio generado por
Coleção de Areia - 144
su propio movimiento (“Resbala el tiempo entre las hebras
claras / y rueda, perfumado, por el suelo; / en un instante
quedan encerrados / la luna, el sol, el mar, la tierra, el cielo”).
No es de aire la poesía amorosa de Pasos; pero propende al aire
como desconsuelo terrenal. Predominio de las vivencias, la
anécdota precisa sus perfiles; sin embargo, poemas como
“Imagen de la niña del pelo” que, en su extensión, parecen ceder
ante la contundencia de los hechos, los lugares, las figuras,
tampoco en la anécdota culminan; mejor, el poema cuenta su
verdadera inexistencia, pues la palabra es deseo de revelación
poética y amorosa. Cede el acontecer del discurso poético; la
palabra se desprende de sus correlatos de este lado; podemos
descubrir sus evidentes paternidades literarias (pasión
atemperada del mundo clásico, fragilidad emocional de los
románticos, opulenta imaginería modernista…), obligado a la
concreción poética, el discurso se concentra en los límites
espaciales que esa palabra determina, en el dinámico vacío que
el movimiento deja, estela o sombra, transparente o invisible
(“Esto no es aire, es el espacio puro, / el momento colgado como
un nido / mientras nosotros en la tierra, mientras / mecen
palmas arriba, en el olvido”). No se disimula la condición
erótica, el gozo del tacto de la mirada, o de la unión corporal que
abatirá la delicada frontera última donde la búsqueda se
precipita hacia la revelación. Esto — irrefutable en su carnalidad
— también se adelgaza en lo místico; crece (espacio) la
insinuación (“Oh largo paso hacia el hogar de cenizas sagradas!
/ Entra, entra en las brasas que esperan en ardiente familia / tu
tronco dorado”), un rítmico pedalear (movimiento) disuelve la
imagen en el aire, dejando vivo su aleteo; dejando al poeta
(amante) abatido ante su nada:
En el ritmo en tambor, tu pie derecho
sube y baja el pedal, como el corpiño
que sube y baja el escondido pecho.
Jugando estás con música de niño,
la música en tu pecho se menea,
se menea, se sale del corpiño;
el sonido te envuelve en su marea,
te baja al suelo y hasta el cielo te alza
Coleção de Areia - 145
esta vuelta de vals que te rodea,
este amor cadencioso que te valsa,
esta armonía que en los ojos juega,
esta nota infantil que te descalza.
En esa frontera cruzada por el atrevimiento juvenil, la
imagen de una identidad colectiva y conflictiva aguarda: historia
y mito se confunden (“Me siento sobre mi propio cuerpo; /
inmóvil, a contemplar mi sombra que hace gestos de pereza”).
De nuevo ausencia (como la amada); de nuevo misterio (como el
amor). Pero la ausencia es matriz y origen; palabra primordial
queriendo abrirse a la vida y aplacar la incertidumbre de la
existencia, de la experiencia habida en la parte de acá. Ese
conjuro, no balbuceo o silabeo, vuelve del revés el lenguaje, dice
lo invisible interior, desde el asombro con que culmina la lúdica
inversión (invención) del poeta. Sólo que, ahora, ese hueco
primordial lo llena el humus donde se asienta la raíz
comunitaria (poder encantatorio del lenguaje) del individuo que
avanza indeciso por su orbe de palabras. Balbuceo; pero
también reverencia ceremonial, y expansión emotiva del canto
(villancico u oración; corrido o canción recuperan la imagen — y
la voz — del indio, no en tanto que personaje sino en su verdad
radical y misteriosa: misterio de la miseria, y de la soledad, y de
la ausencia, en las cuales el poeta — y el hombre — se encuentra
y se reconoce). La serie denominada, precisamente, “Misterio
indio”.celebra por eso la pureza y la virgindad del origen:
potencia germinal preservada de la suplantación a que obliga el
tiempo. Frente el rigor de Jorge Luis Borges, frente a la
erudición de Octavio Paz (alardes de sabiduría y, como tales,
acechanzas para el poeta), la sabiduría escolar de Joaquín
Pasos: memorización de lo aún no localizado o entendido:
cuerpos y objetos habitando un territorio ausente, mítico para el
joven que lo observa por vez primera. No el resabio de la
experiencia; la sorpresa del hallazgo, apenas nombre, apenas
figura: deseo, siempre. Ambición por lo desconocido. Allí, el
principio de la existencia (“Cuando se hacía al mundo, se oían
algunos silbidos / que las ramas recuerdan. / También el aire
raspa las axilas del río / como amaneciendo en un día silencioso
lleno de dinosaurios / de luz pura acabada de ordeñar”).
Coleção de Areia - 146
El poeta, una vez más, toma la palabra, devora las formas, y
en su curiosa manipulación descubre un extraño poder: es el
lenguaje quien lo guía; él ha de ser fiel a la peculiar oralidad
que, libre de la disciplina del código, se enciende (relámpago)
para decir, sin ceder a la tentación de la forma. Dimensión
trágica de esta escritura. Como sucede en García Lorca, el
carácter mítico de las visiones poéticos de Pasos, las fuerzas
naturales que su palabra conjura, quedan ensombrecidas por la
premonición emanada del capricho destructor con que el poeta
acomete su ejercicio; pero así se desvela su verdadero sentido
(“Que en la escamosa arena, un pez de lodo / fabrique al duro
viento de la aurora; / que el secreto del mar quede en sus ojos /
hecho una dulce córnea; / que se haga piedra el agua. Se haga
polvo”). Poesía de lo ausente, hacia delante (el amor, el mundo)
y hacia atrás (la memoria, la identidad); lo elegíaco como
revelación última: misterio indio, imagen de la muerte en el
espejo del despojamiento sucesivo padecido por todo un pueblo
(“En la tierra aburrida de los hombres que roncan / se rizo
piedra mi sueño, y después se hizo polvo”). Final de una lenta y
sucesiva extinción, la muerte no es sólo idea, también es objeto
físico, sensualidad agotada que, sin embargo, continúa
manteniendo su cálida presencia corporal: recurrencia en la
piedra como materia deleznable; en el polvo sucesivo de la
ceniza quevedesca. A más notoria sensualidad, más angustioso
el vacío; porque nos alonga al misterio del retorno a la
naturaleza anterior, a nuestra cósmica otredad. Se ve, y se
canta; pero resulta imposible contarlo: su dimensión excede la
palabra, y ésta ha de establecerse como forma otra, como
transparencia o elevación que — sin embargo — crece hacia la
honda raíz del mundo.
“Canto de guerra de las cosas”, poema coral con que cierra su
obra Joaquín Pasos, abre la epopeya del hombre y, al mismo
tiempo, configura su elegía final. Un largo texto, una dilatada
progresión de ritmos, abierta en versículos; sucesión (a veces
enumerativa, a veces intensiva) del duro asentamiento de la
existencia (vida o muerte o vida), del protagonismo histórico
imposible. Discurrir que se hurta a la narración; es canto,
discurre hacia dentro: la palabra como forma y como ausencia
de forma: alumbramiento, tan sólo un instante, de lo misterioso;
Coleção de Areia - 147
y lo misterioso que es una presencia arborescente, vertical, una
realidad disgregada en imágenes sucesivas, tramadas por el
capricho inaugural del poeta, por esa explícita intención lúdica,
tan característica en la escritura de Joaquín Pasos (nunca
despreocupación, nunca indiferencia; voluntaria intervención
sobre la realidad — sea él mismo, sea su memoria, sean las
evidencias de un tiempo final dentro del cual se debate16). La
palabra del “Canto de guerra de las cosas” es voz antes que
escritura, vibración inaugural antes que consolidación de su
forma: fuerza destructora de la apariencia mineral con que la
tierra resiste al hombre: dadora la vida (“pero venimos, sí, desde
mi fondo espeso, / pero vamos, ya lo sentimos, en los dedos
podridos / y en esta cruel mudez que quiere cantar”), alentadora
de conciencias. Una sabiduría diferente, ahora. La joven
ignorancia del poeta se muda en escepticismo de fondo triste.
Pero la palabra crece, la visión se enriquece; una voluntariosa
peregrinación por la experiencia de la muerte nos ha llevado
hasta el principio cósmico, hasta la ausencia más radical (“fuga
de carne, de miedo, / días, cosas, almas, fuego. / Todo se quedó
en el tiempo. Todo se quemó allá lejos”).
Un canto en la guerra, entre las cenizas; una palabra perdida
en medio del caos (sucedió con Neruda: Residencia en la
tierra). Pero el caos ha sido siempre el dominio de este poeta,
desde que niño — encarnado en su palo mudo — oía “el ruido de
este poema / en los intervalos del ‘canto de las chicharras’, largo
y triste / como un amor perdido”. El árbol, ahora de palabras en
esta experiencia de la muerte, es “esfinge del sendero, / misterio
crecido en el umbral”. Joaquín Pasos no se deja confundir por el
desorden; en él, su curiosidad infantil ha sido satisfecha,
luminosamente satisfecha; desde él ha sentido el vértigo “de
esta jaula viva que crece / como crecen la oscuridad y el
silencio”. Sabia y paciente reiteración de los textos bíblicos,
urgida y turbulenta menesterosidad vallejiana: unión (y
16Cuando se habla de Joaquín Pasos como de un poeta urbano se
atiende precisamente a esta circunstancia: lo mítico o ancestral se halla
pasado por la conciencia de la realidad — y del lenguaje — como algo
efímero y ofrecido a la posesión.
Coleção de Areia - 148
comunión) que disipa el peligro de las formas, que sitúa al poeta
de forma abrupta (y nos pone cara a cara) ante la vieja sabiduría
de sus más profundas raíces: repercutiendo, la sacudida sensual
de la voz; deslumbrándonos, el contacto carnal con la tierra.
Tiempo dilatado y tenso — también — de una palabra original
que se extiende y asienta en el espacio reservado para el canto,
su única justificación, su desangelada corroboración final.
Origen: una patética agitación; destino: transfiguración ingenua
de tan extremada solemnidad. Prodigio de la espontaneidad y
de la verdad simple, desnuda, de la palabra. Diré de nuevo,
pura: no me engañaré. Esta sensualidad verbal sugiere antes
que testimonia; inquieta antes que enseña. Tierra y cuerpo,
alimentos de esta poesía, de esta pasión por la palabra (y
volvemos a Vallejo, como casi siempre); éxtasis y revelación
soliviantan la forma, para que la opaca finitud del tiempo,
transparezca abolida en instantes de iluminación inextinguibles.
Coleção de Areia - 149
Notas para un diálogo de antologías17
Las antologías poéticas han provocado siempre las más
encontradas y diversas reacciones. Unas veces, la aceptación
incondicional; otras, la más absoluta indiferencia; ha habido
antologías indiscutibles y las ha habido también — las más —
que despertaban suspicacias y polémicas sin cuento. En los
últimos tiempos, sin embargo, se percibe un sintomático cambio
de actitud en este sentido. Las antologías no se reciben ya con
aquella expectante curiosidad; han normalizado, al parecer, su
vida pública y no merecen un trato diferente al de cualquier otra
novedad editorial. Podríamos pensar, habida cuenta la inflación
padecida tiempo atrás, en un cierto escepticismo de críticos y
lectores; se podría argumentar que las antologías han preferido
el terreno más templado, y menos turbulento, de la
investigación académica y erudita, antes que el nerviosismo de
la más viva actualidad… Se podrían aducir muchas razones para
justificar esa aparente indiferencia; pero yo quisiera pensar —
como crítico, pero también como antólogo que he sido — que la
verdadera explicación a tan escandalosa prudencia hay que
encontrarla en el hecho de que las antologías se leen ya como lo
que por sí mismas son, o quieren ser, al margen de toda
coyuntura más o menos interesada, más o menos extra-literaria,
que tanto les ha perjudicado hasta ahora.
Es más, parece haber llegado el momento de que aquella
malsana indagación en torno a las ausencias y presencias que en
una antología pudieran descubrirse ya no resulta un elemento
de valoración crítica ni suficiente ni aceptable. Parece haber
17El presente ensayo fue publicado por primera vez en los Cuadernos
hispanoamericanos # 432. Madrid. Junio de 1986. [N.O.]
Coleção de Areia - 150
quedado definitivamente al descubierto de la falacia de la
antología como lanzamiento generacional que un editor, e
incluso muchas veces el mismo antólogo, capitalizaban en su
exclusivo beneficio. Se entiende, cada vez más, una antología
como una propuesta de lectura, a partir del conocimiento y del
entusiasmo que el antólogo tiene con respecto a determinados
autores; como la particular visión de aquél, sin importarnos lo
que se haya establecido antes como indiscutible. Cada antólogo
hará su antología; y no puedo imaginarme ninguna (por mucho
que se haya discutido este extremo) que no responda a un
criterio de gusto personal, afinidades generacionales o,
simplemente, simpatía por una obra determinada; esto, incluso,
en aquellos casos en los que el propio antólogo se apresura a
declarar lo contrario. Antologías, pues, como espacios de
discusión y diálogo; como intentos de renovar opiniones
establecidas, antes que antologías confirmadoras de lo sabido, o
de lo que muchos creen saber sobre ese tema.
En el corto trecho de un año se han publicado dos antologías
que se proponen ordenar los extremos recientes de la poesía
hispanoamericana. Dos antologías, además, preparadas por
escritores de una misma generación, pero pertenecientes a las
dos laderas de nuestra lengua. A fines de 1984, la editorial
Espasa-Calpe
publicó
mi
Antología
de
poesía
hispanoamericana 1915-1980, y a lo largo de 1985 veía la luz, en
el Fondo de Cultura Económica, la Antología de la poesía
hispanoamericana que preparó, prologó y anotó el escritor
colombiano Juan Gustavo Cobo Borda. Ambos libros han sido
elaborados sin la presión que supone la servidumbre de la
actualidad; ambos han surgido después de un trabajo de
meditación y lectura en torno a una poesía compleja por su
extensión y por su notable calidad, por los conflictos y
contradicciones que han marcado sus últimas etapas. Los dos
antólogos nos hemos resistido al envejecido criterio antológico
que nos obligaba, por un lado, a repetir disciplinadamente una
estricta ordenación histórica y generacional (tampoco hemos
querido atenazar la vitalidad de una obra y de unos autores con
la responsabilidad que supone el haberlos convertido en modelo
establecido) y, por otro, tampoco hemos asumido la frivolidad
que supone antologar con el propósito de un éxito editorial
Coleção de Areia - 151
deslumbrante. De la lectura de la antología de Cobo Borda
deduzco — y ello, he de confesarlo, me satisface — que los dos
hemos preferido hacer una antología abierta; pendiente más de
la poesía como fenómeno vivo y en marcha que como bien
mostrenco a inventariar y conservar.
Y si cometo la imprudencia de la autocita, no lo hago con
atrevida vanidad, sino porque me parece muy significativo el
hecho de que tanto Cobo Borda como yo hayamos tenido — de
forma paralela y simultánea — la misma idea. Y porque el
sentido con que afrontamos la composición del libro, el período
histórico que abarca y la selección de nombres son, en muchos
aspectos, coincidentes. Ello concede a ambas antologías un
carácter dialogístico que, por primera vez que yo sepa, se
produce en una obra de este tipo. Dos miradas complementarias
que se proyectan sobre un mismo tema, proponiéndonos una
imagen que dialoga consigo misma al ofrecerse —
simultáneamente — tal y como desde ella misma se entiende y
con los perfiles que proyecta en la otra orilla de la lengua.
Mi conocimiento de Cobo Borda se remonta a algunos años
atrás. En diversas ocasiones me he ocupado, con el interés que
merecen, de sus sucesivas entregas poéticas; he mantenido con
él una intermitente correspondencia, desde la dirección de la
revista colombiana Eco que, con animosa entrega, llevó durante
varios años, y desde su no menos entusiasta actividad de ahora,
en la embajada de su país en Buenos Aires. Pero Cobo Borda es
también un crítico notable, y aunque contestado desde diversos
sectores que lo tachan de oficialista en exceso, ha contribuido
mucho al estudio, difusión y defensa de los más jóvenes
escritores colombianos, ha indagado en los movimientos
poéticos más significativos de su país y se ha preocupado por
mantener contacto con, y conocimiento de, la literatura toda de
Hispanoamérica. No llega, pues, Cobo Borda a esta antología sin
el debido respaldo de abundantes y minuciosas lecturas, sin una
reflexión detenida en torno a las propuestas más recientes de la
poesía hispanoamericana, sin el imprescindible entusiasmo —
nunca disimulado — por asomarse a tan complejo como
sugestivo panorama. Nuestro primer encuentro personal se
produjo, hace sólo unos meses, en el último Congreso
Internacional de Escritores en Lengua Española, celebrado en
Coleção de Areia - 152
las islas Canarias. Intentamos entonces incorporar a las sesiones
del Congreso un diálogo abierto en torno a nuestras antologías,
aprovechando la feliz coincidencia de contar entre los invitados,
con varios de los poetas antologados por nosotros. Por
dificultades de programación ese diálogo no llegó a producirse,
y estas notas quieren resumir por escrito algo de lo que pudo
perfectamente decirse en aquel diálogo que no fue.
*
Mi comentario sobre los diversos aspectos puntuales de la
antología de Cobo Borda no tendrá otro objetivo que el de
aportar una voz y una opinión más al diálogo implícito que el
lector interesado establezca con este libro. Un diálogo de
antólogos que es un diálogo de antologías, que comienza,
digamos, en el espíritu que anima a unas y a otros. En mi caso,
la antología resume un deseo de aproximación de la poesía
hispanoamericana al lector español; pero no en tanto que objeto
exótico y novedoso, sino como manifestación de una lengua
literaria que tiene, en su realización americana, la semilla de su
vitalidad y de su futuro: una imagen del otro que somos
nosotros mismos, pero desde la distancia necesaria para
reflexionar y dialogar sobre ella. Cobo Borda, por su parte,
plantea su trabajo como estudio de la poesía hispanoamericana
en tanto que discurso literario integrado en la corriente
histórica de la poesía española, a partir de esa generación del
primer tercio del siglo que — como explica — “había de aportar
‘un nuevo siglo de oro’ a la poesía española y que a partir del 18
de julio de 1936, con el inicio de la guerra civil y luego, en el
exilio interno, o en el destierro, habría de continuar elaborando
su obra y dilatando su influjo por toda Hispanoamérica”. Nótese
(y no creo necesarias más amplias divagaciones) que ambos
caminos se encuentran, como se encuentran las voces de los
poetas de un lado y otro del Atlántico, en una necesidad común:
el reconocimiento, y por intermedio de éste la explicación, de un
sentido y una personalidad para la poesía toda en lengua
española.
Pero hay algo más que este diálogo — apenas iniciado — ya
nos propone, y que quizá pueda pasar desapercibido para el
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lector menos atento. Ambas antologías pueden facilitar ese
encuentro y esa explicación, porque se originan y se plantean en
el contexto real que les corresponde; en un contexto, en
principio, histórico; pero también geográfico, que se abre a la
modernidad y establece las líneas de fuerza de ésta última: el
Atlántico como mar de la aventura y del descubrimiento; el
Atlántico como espacio ofrecido a la exploración de lo nuevo, y
como camino hacia un horizonte donde el viajero (el escritor, en
este caso) descubre su imagen justificada en su aventura; el
Atlántico, en fin, como itinerario de ida y vuelta que, sin esa
circulación en ambas direcciones, no completa el sentido y el
destino de quienes lo han abordado como experiencia.
Apostando por esto, las dos antologías nos confirman cómo sólo
en ese intercambio, en esa indagación constante en el otro que
nos habla en la misma lengua, nuestra poesía logrará ser
comprendida a plenitud. Un diálogo imprescindible, pero
reiteradamente abordado por la incomprensión o por la
deformación
históricas
(“ese
vasto
tejido
poético
hispanoamericano — escribe Cobo Borda — se perfila, sí, en
dinámico contrapunto con otras voces pero también, y ante
todo, en diálogo consigo mismo (…) la poesía latinoamericana
ya habla con ella misma y reanuda su diálogo con España.”).
Cobo Borda, en su estudio preliminar, nos conduce por la
historia de la moderna poesía hispanoamericana siguiendo no
los hitos habituales que las historias literarias y otras antologías
habían puesto en circulación, sino ofreciéndonos ese constante
deseo de diálogo, esa urgencia por resolver interrogantes y
contradicciones, que llevó a los escritores hispanoamericanos a
pasearse por Europa “para sumergirse mejor en la realidad
latinoamericana”; y que lleva ahora al crítico a afirmar, sin
tibiezas, cómo “el descubrimiento de América concluía, de
forma natural, con el redescubrimiento de España”, porque
“ella, por fin, podía ser vista con ojos a la vez propios y ajenos.
Los ojos que ella misma había engendrado pero en cuyo interior,
insondable y malicioso, el pasado indígena seguía alimentando
una chispa no reductible fácilmente a categorías occidentales”.
Otra coincidencia en el diálogo. La concepción de
Hispanoamérica como unidad, desde el punto de vista literario.
Es éste un tema polémico; y yo creo que todavía conflictivo, a
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pesar de las constantes y autorizadas voces que han tratado de
solucionar la cuestión. Ese criterio unificador no es una idea
uniformadora; no desdeña; al contrario, asume con respeto y
cuidado esa singular variedad que es Iberoamérica. Pero
también explica cómo, desde el punto de vista literario, las
fronteras políticas, las particularidades culturales e históricas,
no tienen más valor que el de una pura convención. Es más, la
literatura (y en especial la poesía) asume esa pluralidad,
precisamente cuando ella alimenta la vitalidad de una lengua
común; un todo unificador que, sin embargo, se muestra como
pluralidad de identidades dialogantes entre sí. Una diversidad
de voces, sí; pero una indiscutible concurrencia y una verdadera
comunión poética. O dicho en menos palabras: un destino
común que congrega a los creadores en una actividad que —
explica certeramente Cobo Borda — desemboca en la
“perplejidad de la conciencia reflexionando consigo misma y
asistiendo a la disolución de un yo ahora fantasmal y evasivo;
[en la] meditación, en imágenes, acerca de lo que significa una
cultura parcial e insegura — una cultura de mestizos -. En
ciertos momentos (…) cada poema es único; cada poeta es
diferente, incluso de sí mismo”. Y ello puede repercutir, de
forma inmediata, en la situación de la poesía española, en el uso
de su lengua poética tan proclive a la anquilosis y a la repetición;
pero también despertando la conciencia de un diálogo entre las
diversas tradiciones poéticas que confluyen en la península y
que, torpemente, se han desarrollado en un estricto aislamiento,
cuando no en un abierto rechazo, de las unas con respecto a las
otras; ajenas por completo al sentido de voz unánime que debe
tener toda poesía que desee estar viva.
La antología de Cobo Borda nos previene contra eso; pero
también apunta, en su carácter dialogante, a la tentación del
mimetismo pasivo que debe desterrarse, para descubrir en la
lectura y conocimiento del otro, no aquellas fórmulas que, por
su brillantez, su extrañeza o su novedad, sean fácilmente
reproducibles, sino aquellas posibilidades que, puestas en
circulación en una de las dos laderas de la lengua, sirvan para
transmitir vitalidad y fuerza creadora a las propuestas de
continuidad que — a partir de entonces — cada poeta esté en
condiciones de hacer. Por eso, Cobo Borda (y en esto
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coincidimos también) censura toda aquella poesía de
circunstancias, manipulada por intereses políticos, y obligada a
doblegarse a las exigencias de la historia: “una poesía indecente
en su exaltación del martirologio heroico y falaz en su propósito
de cambiar el orden social no innovando ni en quien escribe ni
en el poema que redacta. Panfleto o pancarta, la poesía militante
de los años 60 en América Latina dejó, por desdicha, muy pocas
obras válidas”.
La crítica de nuestra poesía contemporánea (al menos, el
fenómeno es muy común en España) se ha enzarzado en
bizantinas polémicas formalistas. A fuerza de proponer caminos
nuevos para el lenguaje, ha confundido tanto a los poetas que,
recelosos también de no estar a la altura de las circunstancias,
siguen — con servil reverencia — tales orientaciones, ora hacía
lo discursivo o testimonial ora hacía lo hermético y textual,
desembocado, en uno y otro caso, en una gélida
despersonalización del lenguaje, o en una superficial frivolidad
que enajena por completo a la poesía, no ya del público lector en
general (de suyo reacio), sino de aquel otro incondicional e
interesado. Pero se enajena también a los más jóvenes
escritores: la situación de la más reciente poesía española se
halla delimitada por la confusión, por la superficialidad y por el
escepticismo. Cuando nos acercamos a la poesía
hispanoamericana aquí inventariada descubrimos precisamente
lo contrario: una poesía que, ajena a todo canto de sirena
coyuntural
(llámese
formalismo
estructural,
llámese
servidumbre histórica), se introduce en su pasado, en su
tradición, pero no para reverenciarla vanamente, ni para repetir
con añoranza su mayor o menor gloria histórica, sino para
incorporarla al uso del presente (tanto Cobo Borda como yo
consideramos decisiva la afirmación del crítico chileno Pedro
Lastra, cuando llama a estos poetas “usuarios de la tradición”),
para dejar bien claro que la poesía no puede ser otra cosa que el
testimonio de una existencia que, arrancada del tiempo y el
espacio concretos, se establece como territorio donde el poeta y
su realidad comulgan con el deseo, en el éxtasis de un
conocimiento que lo devuelve al origen y que lo enfrenta a la
perplejidad donde culmina toda experiencia de sabiduría
poética. Una actividad mística, porque existencialmente se
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conecta con lo religioso y con el misterio, antes que con la vana
presunción de la escritura.
Son poetas, todos ellos, que “luego de una duda radical sobre
su instrumento expresivo — escribe Cobo Borda — tienden a
recuperar una cierta confianza en el uso de la palabra, por más
chirriante que sea, enfatizando, eso sí, el carácter crítico de su
ejercicio, la postura marginal, y disidente, que debe regirlo (…)
lo que en definitiva recalcan no es la crisis de la poesía o las
desdichas del poeta sino la defensa de una impersonalidad
mayor que las engloba a las dos dentro del compartido
anonimato del texto; de la impersonalidad, por más subjetiva
que haya sido en su origen, que éste dispensa. El rostro que allí
aparece no es el de quien lo escribió sino el de quien lo lee”.
Y llegamos así a lo que es la elaboración de la antología
propiamente dicha. Se descubren entonces las mayores
diferencias en este diálogo entre ambas; si bien ello no es motivo
para que el mismo se interrumpa. Tal vez deba decir que esa
circunstancia refuerza e intensifica el carácter de contrarios
complementarios que tienen nuestros libros. Al principio decía
yo que ambos nos mostrábamos resistentes a la disciplina de
toda ordenación histórica y generacional, y que optábamos por
elaborar una antología abierta. Añado ahora que con algunas
salvedades. No sé si el lector perspicaz lo habrá advertido, pero
en los títulos de nuestros libros existe una diferencia de forma,
decisiva sin embargo a la hora de definir las intenciones de uno
y de otro. Una diferencia tal vez inconsciente, o a lo mejor no
tanto: me refiero al artículo que determina, en la antología de
Cobo Borda, una totalidad que, en mi selección, se quiere
conscientemente evitar. Es más, el título original de mi libro era
Puerta lateral, pues eso quiere ser: antes que una antología en
el sentido tradicional, una salida que sitúe a los poetas
posteriores en una posición de igualdad y alternativa con
respecto a los que, con feliz expresión, Saúl Yurkievich llamó
fundadores. Este dato, en apariencia nimio, es más que
suficiente (unido a la explícita referencia cronológica que yo
hago, y que Cobo Borda evita) para explicar esa suerte de
concesión que hace el crítico colombiano al ampliar su
selección, partiendo de la generación poética de Lezama Lima
(con él comienza la antología), Octavio Paz y Nicanor Parra.
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La proximidad desde la cual elabora su obra supone también
un compromiso mayor con escritores de indudable importancia
e influencia, cuya obra, por otra parte, se encuentra aún en
pleno desarrollo. Proximidad y compromiso que lo obligan a
calcular riesgos, que le exigen una particular fidelidad a los
antecedentes de su antología; y, por lo tanto, a respetar cierta
parcelación cronológica y generacional ya establecida.
Proximidad y compromiso que si, en algún caso, como es el de
apostar sin temor alguno por esa corriente de ida y vuelta que
identifique a la poesía en lengua española de los dos lados del
Atlántico, no es obstáculo para establecer criterios personales de
discusión (es más, dentro de las propuestas habituales de la
crítica hispanoamericana, habrá de tomarse como un verdadero
pecado de esa crítica); en otros — los más — reducen la libertad
del antólogo a los límites que ya señalara algún comentarista de
esta obra: que la “meditación sobre las grandes etapas de la
poesía hispanoamericana reciente” que hace Cobo Borda en el
prólogo a su antología se halla mediatizada, tal vez en extremo,
por un “temor reverencial” hacia la autoridad establecida. Un
respecto que conduce a una más o menos consciente
inseguridad: se prodigan citas, se hacen juicios muy breves y
generalizadores sobre los poetas incluidos, sin salir del espacio
cronológico que a cada uno le corresponde. Juicios que, por
demás, no superan, ni contradicen, ni discuten los criterios ya
conocidos sobre los mismos autores. Un respeto que le impide
— en la medida en que ello es siempre necesario y deseable —
señalar síntomas y posibilidades que pudieran establecer una
continuidad a partir de los poetas antologados. Sobre todo,
cuando llega el límite del año 1940. Más allá prefiere no
pronunciarse. Tal vez por la inseguridad en una justa
valoración; tal vez porque aquí aquella proximidad y aquel
compromiso, se hacen más acuciantes puesto que Cobo Borda
ha acompañado como tal a los poetas de ese tiempo… Y sin
embargo existen escritores de esa promoción con obra
suficiente, y de contrastada importancia, como para establecer
ya un puente necesario con los más jóvenes poetas de
Hispanoamérica que no dudan en plantear frontalmente su
resistencia ante la frontera insalvable que la crítica y la presión
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editorial han establecido entre ellos y sus más o menos
próximos antecesores.
Una intención tendente al eclecticismo parece privar en la
selección de los autores que Cobo Borda incorpora a su
antología. Prefiere reunir más nombres, aunque la muestra de
cada uno haya de ser forzosamente reducida, que hacer una
revisión de la totalidad de la poesía escrita por ciertos autores
significativos. Al anotar esto no quiero discutir sobre la
oportunidad o impertinencia de la selección. Ya he dicho más
arriba que no debe ser eso un criterio válido, ni justo, para
juzgar una antología. Los nombres, en una muestra dilatada
como la que ofrece Cobo Borda, suelen ser equivalentes, y las
ausencias que puedan notarse están cubiertas por presencias
que llenan ese hueco representativo. No es ésa, pues, mi
intención. Al aludir al eclecticismo que entiendo hay en un libro
como éste quiero significar que se trata de un forzado equilibrio
que resta vigor a la propuesta del antólogo, que la sitúa en un
terreno más conservador que el trazado en el estudio
preliminar. Por eso decía también que — llegado a este punto —
el diálogo de antólogos y antologías hasta ahora descrito pasa
del intercambio de esas inquietudes comunes que pueden
detectarse en nuestra poesía, a ambos lados del Atlántico, al
contraste — no menos valioso — en las propuestas de
indagación individual que sobre la poesía hispanoamericana
hemos establecido Cobo Borda y yo. Lo que no admite duda — y
quiero significarlo aquí — es que ambos hemos actuado
animados por el entusiasmo común que nos aproxima al tema, y
sobre todo, por la necesidad de normalizar el intercambio entre
ambos discursos poéticos y críticos, tan difícil siempre y
desarrollado — cuando ocasionalmente se ha intentado — con
tantos recelos y con tan escasa generosidad.
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Silencio único que nos incendia
Hay ojos que oyen; que se iluminan al oír. Su mirada es tal,
tanta su “hambre de no morir”, que el relámpago los hace
enormes en su silencio. Son los acuosos y claros ojos de este
niño sobrecogido por el estampido de la palabra, en los oscuros
corredores de la casa; un niño con el vigor mineral de la piedra y
con las tiznaduras del carbón, que aún no posee la palabra y ya
conoce “el neuma y la vivacidad de la palabra”, su principio
fundacional: abolición del suceso; alumbramiento de la
plenitud. En el comienzo, la revelación. Este niño, Gonzalo
Rojas de niño, tartamudeando, respira hondo antes de hablar,
antes de leer (de pie, en el estrado del amplio refectorio
infantil). Un instante que es una elección decisiva: le va la vida.
En ese otro relámpago, paréntesis de luz, surge y crece el cuerpo
de la palabra: la idea encarna, se hace objeto verbal nacido
desde dentro, desde el impulso defensivo del niño. Palabra de
afirmación del ser antes que de aceptación del sentido.
Entre el roquedal del norte (uno de los nortes) y el carbón
suboceánico del sur (uno de los sures), un arco que enciende,
incendia, el aire: “de donde viene uno con el silencio aborigen”.
Con la tierra y el aire, el agua: lluvia, río, océano: lo fluyente
germinal. Empezar la andadura hacia aquel silencio del
principio, la única voz; un ejercicio respiratorio, como nadar en
mar abierto, saltando “desde el muelle de fierro de mi Lebu
natal contra el oleaje, casi rozando el roquerío”. Fascinación del
agua que “se derrumba como mina inundada” (bajo el aguacero,
el padre); del agua ronca, en los acantilados; del agua que fluye
veloz “como cuchillo”, fascinación de Heráclito (aquel otro niño)
ante el río, o de Agustín de Hipona (niño, cómo no) acopiando
todo el mar en la fosa de una palabra. Agua de la filosofía
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(discurso y transparencia) que lleva hasta el ser que no es el
morir; al Uno del mundo, “porque uno es Nadie / si es que es
uno”. Ontología y cosmología en el principio del viaje; salto en el
vacío para ser, para hallar el mundo, una vez roto aquel liviano
anclaje, ya mutilado de orfandad (“Cuando tenga 4 me largo”).
En el agua, en el aire, el zumbido del sentido, mientras el
niño se entrega a la conversión maravillosa: la poesía no es su
instrumento, es la experiencia misma de esa conversión; y el
zumbido de la lengua, su silabear o sibilar, el balbuceo de la
identidad, el misterio del ser encerrado en los signos del
desciframiento, del desollamiento. Como, entonces, escribir;
ahora, leer es ir tras el zumbido del aire, tras la huella de
espuma en el agua (ese barco que remonta el Pacífico chileno,
desde el carbón a la piedra). Caminar, leer en voz alta; no para
que me oigan muchos, sino para que cale la hondura del
zumbido, para comulgar en el callamiento. Lo vio, clarividente,
Julio Ortega: “un desplazamiento en un espacio diverso que va
atando un mundo y al mismo tiempo estableciendo una
geografía poética que, diríamos, va desatando una palabra”;
Hilda Rojas lo ha analizado con minuciosidad y paciencia, en las
décadas de su Lectura.
Me atrevo a seguir el rastro dejado por la palabra del joven
Gonzalo Rojas, del adulto Gonzalo Rojas que, sin embargo, no
ha dejado de ser nunca aquel niño del principio, porque sabe
que sólo en la delgada zona del alumbramiento se dilucida este
oficio; y su gran paradoja: tiempo para abolir el tiempo; camino
que regresa. Apenas un pálido reflejo de la palabra machadiana
en el tiempo; porque, ahora, el regreso no es recuperación, ni
preservación, sino hallazgo: azar del alumbramiento,
arriesgando algo más cada vez, a medida que se alcanza el
comienzo, conforme se reconoce el origen. El tiempo es la
duración de la frase; su ritmo, no su cuento. El tiempo es acento
personal, respiración propia; el segundo de aquella decisiva
elección, no su canto: un espacio imaginario entre respiración y
asfixia, donde se impone un silabeo (saboreo) diferente. Y lo
mismo da que se trate de la palabra hallada en los libros,
resplandeciente en su fijeza, que del hombre en su brega con las
piedras que son su riqueza, y su miseria.
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Regresar transitoriamente al sur, para crecer desde la raiz
(campesinos de Chiloé hablando “el español del siglo XVI, como
si nada hubiera pasado desde la conquista”) hasta la raíz
(mineros de El Orito, con quienes “aprendí a hablar de otro
modo, a registrar su manera de sacar la palabra”). Encuentro
azaroso y fortuito: el fondo de la lengua; guiños y fintas de la
palabra dicha frente al edificio prepotente del idioma; palabra
que “parece exigirnos de veras la participación del oyente para
poder seguir respirando, respirándola”. Algo tan sencillo como
eso: respirar, boquear en el esfuerzo, vocalizar; respuesta del
sonido al sentido, para oír lo que se es frente a los otros y frente
al lenguaje, espejo que nos congela la imagen o que,
mágicamente, la multiplica hasta el infinito. Despertar de la
conciencia crítica, urgencia de la necesidad de diálogo para ver
un poco más allá de aquella estrecha hendidura desde donde el
poeta habla “solo como loco”, yendo y viniendo (otro viaje
acelerado) desde el despojo de Vallejo al desenfado de
Huidobro; desde el genuino estremecimiento de Neruda al rigor
y al desvelo de Borges… Hubo la interferencia de los clásicos, y
de los españoles de la edad de oro, y existió el “látigo
centelleante” de los malditos (Rimbaud o Lautréamont,
Mallarmé o Apollinaire). Pero habló, sobre todos, Pablo de
Rokha, “progenitor de esa ruralidad y elementalidad
trascendida, con cierto enfoque primordial y cosmogónico” —
como decir Chile. Síntesis en el seso de lo que, por uno y otro
oído, penetró simultáneo y perturbador. Y Mandrágora apenas
fue una moda que se arrugó en “su afrancesamiento literatoso”,
para que resplandeciera la Mistral, oyendo “sin prisa la lengua
oral de sus paisanos (…) arcaísmos y murmullos como Teresa de
Avila”.
Lengua de niño y riesgos de niño: apostarlo todo y perder
(“Como ha de hacer el poeta. Perder y no andar ganando la
gloriola, el aplauso”) en la pendiente del reconocimiento de la
miseria del hombre (la primera palabra hallada); y del silencio,
hacia el que siempre se regresa, si es que “los poetas somos
niños en crecimiento tenaz y en esa misma medida (…) somos
asombro”. Este es el tiempo que me interesa; porque en él puedo
reconocerme: el poeta lo inaugura con su incesante crecimiento.
No se trata del mezquino echar raíces en la satisfacción de lo
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poseído, como si fuera a durar siempre, como si nos fuera a
enriquecer: miseria miserable. La hallada por el poeta es otra: la
desnudez el origen; viajar sin descanso (“ida y vuelta a mi Dios
del rehallazgo”) hacia el silencio primordial y, de nuevo, hacia la
palabra. Ese “impulso genésico, volcánico y blasfemo con el
lenguaje, es nuestra carta de ciudadanía, nuestro punto de
partida como poetas”. Dice nuestro por hispanoamericano; y
por algo más. Ahí empieza mi viaje, mi comunión con el poeta y
con su palabra. Hablo desde la simpatía (atención a la
etimología) y comienzo a oír que es como ver, pero en la
transparencia; porque me ilumina el alumbrado. Y el itinerario
describe otro arco que fosforece, Atlántico abajo, Atlántico
adentro, hasta mi principio: el tiempo no es éste, azacaneado
por la mentira impostada que sólo alimenta la voz de los
televisores; allí discurre y cambia con sabor, e insiste en
proyectarse — terco crecer — hacia todo, hacia todos: sin dejar
de ser, ser; perderse para hallarse. Silencio único que nos
incendia con su voz, con su relámpago.
Lo primero, pues, la palabra; pero no su significado.
Tampoco su sonido es la mera articulación fonética de sus
signos; es sentido. Quiere ello decir que, si leo, oigo algo más,
puedo ir más allá, por ejemplo, de la clarividencia de aquel
agustino desalado, en la Salamanca del siglo XVI (“Tan bien que
estaba entrando en la escritura de mi Dios / esta mano, el telar
secreto, y yo dejándola / ir, dejándola / sin más que urdiera el
punto del ritmo, que tocara y tocara / el cielo con su música
como cuando las nubes huyen solas / en su impulso abierto
arriba”); quiere decir que, cuando leo, esa misma palabra puede
sorprenderme con su quebradura, su silencio hondo, que
también habla con su aliento y con su acento. Sentido que es
ritmo verbal y versal, pero que arraiga en la entraña carnal de la
lengua en “la materna hondura / donde termina el hueso”.
Palabra como aprendizaje de la vida, como necesidad y como
revelación del ser, que trotando acezante llega hasta aquel otro
fosfórico visionario que, en la inocencia de la experiencia, lo
alcanzó también: raíz y comienzo de lo que ha de discurrir ya sin
fin; río que mana continuo en el final del silencio, apenas
principio de la voz. Aquí la memoria no se limita a conservar
intactas las figuras de la infancia, ni se retrotrae a lo quieto, en
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melancólico saboreo: desencadena en el aire un soplo, aquel
zumbido, que se traduce en fulguraciones, en órbitas de signos
sonoros en el laberinto de su sentido, progresando sucesivo
hacia nuevas vislumbres. No circular; elíptico o sinuoso;
meandros lamiendo la blandura del cauce de agua o aire o
blanco. La palabra ingresa en su espacio, o en la página, con su
vigor natural (oída y vista, de modo simultáneo) para desatar,
inmediatamente, un flujo rítmico ya incontenible, una leve
tiznadura (pero indeleble) en lo blanco. Y esta palabra, tan
próxima, tan evidente en su encarnación, se acoge al
crecimiento, a la permanente inauguración de la lengua
coloquial. No cuenta, como tampoco canta: ambas dimensiones
se alteran en el momento mismo de producirse la revelación
verbal (“hay que oír / con el ojo, pensar / pensamiento con la
otra física / pineal”).
Su tradición lo hace resistente a la petrificación de las
formas. Desde Darío hasta Huidobro, la palabra coloquial
condujo la escritura — poco a poco — hasta el vacío de sentido,
hasta su evidente negación; pero la vibración rítmica y sonora,
la capacidad renovadora de su efímera condición, el capricho de
decir, harían estallar luminarias en el trágico vuelo de Altazor;
desprenderían, poco antes, costras de hueso y piedra de las
sólidas palabras de Trilce. Aquellos ojos asombrados en la
noche fulgurante, aquel joven viajero por cerros y desiertos,
apresó cuantas palabras pudo con su mirada que habla, y las
dijo de otro modo siendo el mismo modo. Las puso en su órbita
para que se miraran y reconocieran entre sí, y pudieran
responder las unas por las otras (“Meses hay, meses hubo que al
mortal se le vuelan los cuarenta sentidos / sin ser malo ni
bueno, y se oscurece, / y hasta se transfigura. Meses hay / lerdos
y envilecidos, como si todo el aire fuera mosca, / en los que uno
confunde la trampa con el cielo”). Escritura de resistencia y
disidencia, que no de despreocupación por el lenguaje, ni de
abandono a “lo fortuito mecánico” que tampoco es el azar; de
exploración rigurosa para que los recursos hallados
contradigan, una y otra vez, el orden gramatical: poner en
entredicho — a conciencia — la presunta solidez del discurso
poético, con el sobresalto continuo de la palabra viva. El habla
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contradice a la lengua, y en esa contradicción le insufla su fuerza
seminal.
Por eso, el debate primero es con el tiempo, con los dos polos
entre los que brota la miseria del hombre: vida y muerte, pero
no para enfrentarlas sino para conciliarlas en voluntarioso
atrevimiento; y debate con la palabra y su tiempo, con los dos
extremos de su plenitud: luz y oscuridad; sonido y silencio.
Gonzalo Rojas, de muchacho como de niño, yendo hasta el
centro indudable juanramoniano; aunque no para postrarse
reverente ante el misterio. Desde su intemperancia infantil, que
es voluntad lúdica (sabiduría, también, de quién ha fumado “en
el terror del desamparo”), provoca una agitación irónica en el
patético centro de la imagen manriqueña: el río no va a dar al
mar que es el morir, comienza incesante — heraclitano él, tanto
— en sus fuentes, o en su desembocadura; brilla como cuchillo o
se tensa como arteria, “en la corriente oscura (…) los días van
tan rápidos / al invisible océano que ya no tengo sangre donde
nadar seguro / y me voy convirtiendo en un pescado más, con
mis espinas”): siempre — azar luminoso — la inminencia del
principio, esta línea delgadísima que la poesía inaugura. Río del
vivir, sin duda; pero río, también, del decir: la palabra es su
encarnación (la de ambos) y nunca es, por tanto, el mismo río,
sino “metamorfosis de lo mismo”. Navegación o natación son
algo más que repetición maquinal del braceo o la singladura;
existe el riesgo de los escollos, la esperanza de los islotes, o el
placer de dejarse mecer en la quietud de la superficie, sostenido
siempre por el vacío del fondo (“animal de fondo de aire”).
El poeta, humilde, declara: “Yo escribía por escribir (…) sin
un proyecto de descifrar ningún enigma, como quien se
despereza”. Gonzalo Rojas siempre habla de sí mismo con
sordina; quiere toda la importancia para el oficio mayor. Pero
esa escritura suya que, sí, se despereza desde el final al
principio, desde el silencio a la respiración, silba como un leve
aire y lo dice todo: ¿dónde lo duradero, si no lo inaugura la
palabra? Y se desliza con obsesión de vértigo hasta lo numinoso
que es lo desconocido: encabalgamientos y enumeraciones,
letanía y ritual; pero también ritmo numérico, misterio del
orden y de las fragmentaciones, como “una amenaza para los
sacerdotes del soneto y el número (…) un sol innumerable lo que
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me sale por la boca”. Palabra del origen; la que crea al decir, la
que se crea y se incendia. Aunque su alumbramiento no dure, se
extinga en el instante, lo dicho queda, prende en el aire o se
perpetúa en su constante fluir de agua. Su rigor no ha de temer a
la riqueza, al sentido plural e irradiante de la forma, a la
vitalidad de su imparable crecimiento. No se desnuda. El
despojamiento corresponde al individuo que en ella queda.
Hablé hace poco de Machado; vuelvo a él. Porque Gonzalo Rojas
no promete desnudez alguna para su último viaje; cumple su
itinerario en el desollamiento, y su viaje se halla siempre en el
principio; por eso mismo alza contra la muerte su “hambre de
vivir como el sol / en la gracia del aire, eternamente”.
Pero hora es ya de hablar de la trizadura; de oír la música de
lo quebrado; de padecer el éxtasis del revés. Juan Loveluck los
ha llamado, en alguna ocasión, “espacios del derrumbe”, pero no
como sinónimo de muerte — añado yo. En el camino del
hallazgo, ¿dónde la unidad? Porque “tan bien todo que iba (…)
cuando cortándose cortóse la mano en su transparencia de cinco
/ virtudes áureas, cortóse en ella / el trato de arteria y luz, el ala
/ cortóse en vuelo, algún acorde que no sé / de este oficio, algún
adónde / de este cuándo”. Al final, la urdimbre se deshilacha; la
palabra queda al borde: abismo que es espacio que es tiempo.
No detiene, sin embargo, el poeta su andar peregrino; salta
también con decisión aquí y cambia el sentido del vuelo: vertical
y termométrico que era, se hace abarcador de horizontes, de las
diferencias de lo Uno (“quisiera estar absoluta, isocrónicamente,
en todos lados y costados de este planeta que voy midiendo”).
Voces de América confluyendo en Concepción (“fragmentos a su
imán”) evidencian lo diverso. El exilio (y el intraexilio) como
condición del poeta: salir para siempre “a la siga de sí mismo
(…) creo en la genealogía de los laberintos”; con los otros,
siempre el diálogo vivo; el contacto físico con sucesivos
principios y tradiciones, donde no está pero donde es él mismo:
fue Europa, en 1953 y en 1958, con el imantado encantamiento
de la Francia de sus poetas mayores, y de la conmoción
mallarmeana y l’esprit nouveau de su entusiasmo adolescente;
con aquellos griegos que escribieron, como niños, desde el
asombro y con los latinos, sabios por vividores; con “Quevedo.
Coleção de Areia - 166
Que nos amó y nos hizo; con San Juan de la Cruz”. Los dos que
conocieron el revés. El primero, revolviendo la materia de su
escritura y la palpitación de su pensamiento; el segundo, en la
escapatoria del éxtasis; incendiando la palabra con su noche. Y
fue, además, la inabarcable China inmemorial, en el 59, y en el
65 y el 71. Pero se produjo el tirón centrípeto de la matriz; para
proyectarse — acto seguido — en voluntad centrifuga (muy
pronto, trágica intemperie) en un triángulo de singulares
implicaciones: Cuba, Alemania, Venezuela. Y en el centro, Paul
Celan (“Si me preguntan quién fue Celan debo decir: yo soy
Celan (…) Sólo vine a leerlo el 77, por ignorancia, y sólo
entonces pude verme”) que le esperó, testigo, y escribió con
idéntico sobresalto; a quien — justamente en el regreso — “vi en
la fosa del amanecer”,, cuando el episodio de la fundación del
Renegado era apenas gestación, germinación auroral de sus
alerces. Que fue en el 80.
Testigo y testimonio; pero siempre desde el envés. En ambos.
La luz es otra, de oscuro o de noche, “la madre de todos los
sueños / donde empieza toda sabiduría”. Porque ahí el poeta
empezó a ser sabio, a hacernos sabios. Identidad con el mundo y
reconocimiento de su propia identidad. Nunca enajenación. Su
escritura, sucesiva como río en su cauce escueto, se dilata
entonces como mar; como marea se repliega ronca, hacia su
centro, antes de explayarse de nuevo en la rotunda floración de
su espuma de luz (“Míseros los errantes, esos son nuestras
sílabas, tiempo, no / encanto, no repetición / por la repetición,
que gira y gira / sobre / sus espejos, no / la elegancia de la
niebla no el suicidio: / tiempo, / paciencia de estrella, tiempo y
más tiempo”). Así entramos en la fragmentación de lo
numinoso. Los ojos del asombro no se concentran ya en la
quietud del relámpago inicial; se agitan y saltan, en medio de
una “ventolera de sílabas”, o se demoran y habitan el
pensamiento, porque ya la poesía es discurso y renovación de la
materia única, de la verdad encarnada en forma, en cuerpo.
Obsérvese, si no, en el paréntesis anterior, el intencionado
encabalgamiento que nos lleva de la negación a la afirmación, y
viceversa. ¿Qué oímos? ¿Qué vemos? Todo en la respiración.
Poemas de la edad; dolor de la pregunta (“¿cuáles veloces, /
cuáles días de cuáles / seis veces diez viéndose a fondo en el
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espejo?”) y hallazgo de la dispersión: consumación que no es
muerte. ¿Vuelo? Porque se resiste a perder el aire, a agotar la
respiración; porque quiere construir en el aire; no castillos,
hacer morada en esas “máquinas de aire” que fueron las piedras
antes de ser. ¿Crecimiento? Como el suyo, en diálogo con Darío
en el tramo de su hondura (“Perdí mi juventud en los burdeles, /
pero daría mi alma por besarte a la luz de los espejos / de aquel
salón, sepulcro de la carne, / el cigarro y el vino”); como el de
Rodrigo Tomás, en quien “libre y furioso (…) se repite mi océano
orgánico”; como el de ese cuerpo único, oceánico y continental,
que viene torrencial, desde Neruda, despeñándose por esa
herida estrecha que es Chile en su hondura; como el
palimpsesto de la memoria donde escribe la imaginación,
alocada por el revés oscuro de lo numinoso: “silenciosa, /
guerrera, tan terrible, tan hermosa / que todo cuanto existe /
para mi, sin tu llama, no existiera”. Y los ojos, de pronto, en la
desembocadura que es lo sinuoso y lo cóncavo: la fosa. Oscuro y
silencio.
Pero vino Vallejo “y le arrancó esta pluma al viejo cóndor /
del énfasis”, para seguir con la sintaxis infanti1 del balbuceo (“lo
que no es aire / en poesía, ni rotación ni traslación, son míseros
libros / oliscos a inmortalidad, pura impostura / con vernisaje y
todo en la farsa / del agusanamiento general”), principio donde
— abolida la mentira — halla su voz lo inefable con el deslizarse
irónico del subjuntivo, con la burla cenicienta que aprendió en
Quevedo (danza de la muerte; “mudanza de marfil”) o con la
ternura desde la que el testigo sentencia. Parecía haberse
endurecido su lenguaje; fue mucho el sufrimiento y, si “uno es
testigo, cómo no va a hablar de sus compañeros que sufren. Pero
debe hacerlo desde adentro”, desde “el sueño, que es nuestro
amigo querido”: ni consejo, pues, ni denuncia: la evidencia
carnal de la sabiduría. Allí se siembra la locura del deseo.
Ternura. Y locura del contacto corporal con las hermosas, para
el alumbramiento para la revelación y el hallazgo. La palabra se
ha hecho carne y habita entre nosotros. En la nitidez sensual de
la imagen, en 1a incandescencia de los cuerpos entregados al
placer. Amor, muerte y resurrección. De aire es también este
triángulo que delimita la maravilla del ser, del aún antes de la
existencia. Abrazar esos trescientos cuerpos de mujer, abrasarse
Coleção de Areia - 168
“en 1a inmensidad / insaciable de la lascivia”, como abarcar el
mundo desde el origen: todo espacio y todo tiempo en este
espacio (de ritmos de aire, de luz) y en este instante de plenitud
(de nuevo, el relámpago) donde origen y fin se confunden,
donde gozo y desilusión también son uno (“apenas el beso de la
espuma”).
En el 80, el peregrino (“pero más y más chileno estos diez
años por el mundo!”) dijo: “no vengo aquí a morir, sino a vivir”.
Fue lo primero. Hallar el sitio (Chillán, con la tiznadura
indeleble del sur); erigir “la morada permanente de los errantes”
(el Renegado: río y piedra; madera olorosa): vértigo obsesivo de
la fundación fecundante fue aquella piedra muda, que habló en
el rehallazgo y que — de pronto — es el centro (“más que para
morar aquí, para ser”, dijo también). Alumbramiento. Desde
allí, la docencia (y la poesía) en los Estados Unidos: una tarde —
primavera del 83 — en el festín, ¿por qué me llamó maestro? Yo
nada podía enseñarle. ¿Por qué me llamó hermano? Acaso el
hondo saboreo de la sangre de la lengua. Desde allí, algún
mensaje del alumbrado que, poco a poco, hila su testamento.
Desde allí, Berlín (reposada y fructífera escritura) y Madrid, una
calle escondida, en la noche transparente del otoño: el minero
Rojas se puso en pie y comenzó la lección. No se alzó con
arrogancia; un gesto ceremonioso y formal, pero tan sencillo
como la desnudez del cobertizo de piedra fria, donde sus
discípulos se apretujaban para defenderse de los cuchillos del
desierto andino; como el jardín blanco de nieve, en un pequeño
apartamento del norte, donde el faisán — dorado y rojo —
resplandece. El maestro no titubea; nos obliga con
dulcedumbre. Nadie se atreve siquiera a silabear. ¿No es él el
maestro? ¿Era el minero o el sacerdote quien nos enseñaba?
Aprendemos a oír, a ver con encantamiento: eucaristía. Aprendo
el asombro: epifanía. No me cabe duda: es el roce con las
piedras, también en la isla encantada de Lancelot, en medio del
Atlántico. Y siempre el Renegado a la espera (fugaz encuentro
en Santiago-capital-de-no-sé-qué), infundiéndole la energía
primordial. Recuperado, emérito, en Concepción.
Energía primordial de las piedras y del agua; pero también
de las cosas. Y del cuerpo, también, como cosa. No objetos;
Coleção de Areia - 169
cosas. Motivos del poema; motores — aun en su nimiedad de
viruta -de una dilucidación inabarcable. Dicen que metafísica.
Sin “filosofías”; lo que esta palabra me ilumina es la dimensión
existencial del tiempo, su física consistencia. Este niño
asombrado juega con las palabras, como juega con las cosas, al
“juego mortal del ser”. Su “trato tan profundo” con ellas — su
acto — busca una suerte de conocimiento que las niegue sin
negar su cuerpo (la poesía sólo se da en el debate con la forma);
espacio donde descifrar la materia del origen que todo lo
unifica; donde reconocer la solidez vertebral que baja desde la
aspereza andina del rostro del César, a 1a mirada azul, en trato
siempre con las piedras y el aire, de Gabriela, al pecho, potente
de hondura terrenal, de Pablo. La trascendencia en la
inmanencia: o detenerse en el asombro; anudarse en la materia
para prolongarse en ella, prolongándola. Al hallar el otro lado
(ese revés que lo extasía: niño al fin), no se abandona la
contundente realidad de los cuerpos; llevada la palabra por su
veloz torrencialidad de agua, también el ser se continúa en e1la;
y la consumación de la existencia -con acierto lo alumbra
Eberhard Geisler — “trasciende al individuo y abre la existencia
individual hacia un principio cosmogónico de perpetua génesis
(…) como si el existencialismo se hubiera fundido con el mito
del amor surrealista, festejando así la cadena de seres y su
perpetuo engendramiento”.
A partir de aquel motivo (nieve de Provo, por ejemplo)
alcanzo la quietud encendida de la visión (“Tan larga la carta de
esta navegación / que empezó hace tanto tiempo en un diálogo /
de nariz y aire con tanto encantamiento. Acordes, música de /
nada). ¡Por qué laberintos de oscuridad discurrió el viaje del
conocimiento! Ahora, la sabiduría es luz, espacio abierto, una
aurora de espuma; árbol de la maravilla y del drama del tiempo:
instante de la plenitud; revés de la extinción. De niño, el
ejercicio era mirar el ir y venir de las mareas, del cuerpo
imponente del mar tendido allí, ante él, siempre uno y siempre
diverso: o venía con violento rugir de cetáceo o se retiraba
manso, en un sereno sueño. Ejercicio de mirar como ambición
de ser, que nunca se abandonaría y que retorna ahora, con
idéntico desasosiego, yendo del todo a lo mismo. Mar y aurora,
“confín que nos detiene y nos llama inapelablemente (…) un
Coleção de Areia - 170
lugar donde los simples sentires, y su natural fantasear,
aparecen a punto de ser abolidos por un imperativo (…) la
aparición de la Aurora unifica los sentires transformándolos en
sentido, trae el sentido”, escribe María Zambrano. Y, en sus
palabras, yo veo el sitio y su distancia como el principio de la
luz; como la necesaria reducción de la totalidad. Veo Chillán, y
el Renegado; veo agua y piedra, huelo a madera en germinación
verbal.
Si la noche del trastierro, encendiendo con su llama el alma,
le había permitido ver, “el vaticinio [decía] amaneciendo”;
resistir a la extinción. Si en la relampagueante presencia de lo
uno ve ahora la doblez, la ironía se tiende como puente entre lo
cotidiano y lo cósmico. El poeta sabe; pero su destino será
siempre el riesgo de la adivinación; torcer el rostro del lenguaje,
pero sin brusquedades. La ternura — dije — la aprendió en
Vallejo. Y, en Quevedo, que la abstracción conceptual nada
significa sin “nuestras dos / niñeces cuya trama es una sola
filmación, un / mismo cauterio: tú el vidrio, / la persona yo del
espejo”. La palabra se dice; en su sonido (y sentido)
comulgamos, la fe puesta en la búsqueda, nunca en el hallazgo
(hay que demorarse en el crecimiento de lo visionario, nos
enseña este hombre Gonzalo Rojas siempre niño: no
sorprenderse de la sorpresa) que se escabulle apenas
vislumbrado (“Del sin sentido al otro cordel no hay más / que la
madre, la soga livianísima / de ida y vuelta a Dios para el
rehallazgo , de ahí / que el nudo no sea tanto la asfixia como el
coraje / para la otra horca. Ahora / en cuanto a que si va / a
aclarar, va a aclarar”).
Digo que la inversión es lo que nos enseña esta palabra; con
ella nos integramos en la mística del revés: miseria o muerte,
oscuro u trastierro, con sus negativas, requirieron riqueza
verbal; la desnudez, entonces, no temió la floración entusiasta
del sonido, ni la disgregación de la forma en el aire. Vencimiento
del silencio y resistencia al vacío, con la pluralidad dialogante,
discursiva o intermitente de otras voces en la sola voz unánime
del poema. Con el alumbramiento, sin embargo, la palabra no se
despoja de su ser; es también cosa física y su sentido no
renuncia a su presencia. Pero — recuérdese — es cráter, o fosa.
Cóncava, se enriquece hacia dentro, en sus matices y en su
Coleção de Areia - 171
oblicuidad; en sus elipsis y en sus implícitos silencios que
también son aire (“tabla de aire en la que escribo (…) y
escribiera sola estas palabras”). Es la madurez gozosa que nos
lega en la manda de su testamento; por ella sabemos — como lo
ha sabido él — que buscar la palabra es no tenerla nunca: un
repetido comienzo. Significativos son, por ello, los itinerarios
del peregrino, completan una circularidad primaria en su
querencia de las tablas protectoras, del carbón y la piedra; pero
trazan también órbitas sucesivas que abarcan el mundo, que
multiplican su imagen en su concierto de voces: turbulentas de
la miseria, humildes de la trizadura, atrevidas de la
frecuentación del placer (llámese éste “noche oscura”, “vestido
de payaso” o sueño al sol, “roncando desde las raíces”).
Poesía de la edad, dije. Pero no en el recuento de la
desilusión, sino con la viveza del empeño por respirar, por no
abandonarse a la asfixia del desespero. Ni la palabra ni 1a
escritura embotan su frescura inicial, su punta acerada de
“cuchillito liviano y vibrador”. Y el poeta puede dar así en la
reniñez, en una espontaneidad inexplicable, “como si yo dejara
que escribiera el lenguaje. Parece descuido, y es el desvelo
mayor”: dimensión intelectual, alerta en la búsqueda (“Con los
ojos abiertos, así lo enfrento yo a mi oficio”), vértigo de lo
conocido descubierto, que es de la palabra — sin duda -; pero
que, al serlo de ella, lo es también de sí mismo: enseñanza del
oficio mayor. Volver una vez más, al río, con la inquisición
manriqueña (y por qué no heraclitana) de los ojos en el agua:
¿y los años?
¿y esa espuma levísima que hila y
no termina de hilar a Dios allá afuera
en el ventarrón? ¿Y
el vidrio, el
trasvidrio?
El agua se ha hecho cristal: vidrio; no espejo. Su corriente
interior, ese fluir en una quietud vertical, diluye también la
imagen de los ojos que la oyen; ciegos por la transparencia
ahora. La palabra — quebradura en la refracción — se precipita
hacia la respuesta que es silencio, perdiéndose. Pero tampoco
Coleção de Areia - 172
tocamos fondo. Al contrario, resulta imprescindible establecer
un nuevo itinerario, decidir la estrategia del salto, asentarnos en
el vuelo. Porque acaso suceda que — esta vez — lo ojos enormes
de claridad se miren a sí mismos (la pregunta, para Hilda, la
errante con el errabundo), sobrecogidos por el otro estampido.
Habrá que leer demoradamente, con la desocupación que el
poeta nos reclama (¡un clásico!), estos versos.
Coleção de Areia - 173
Javier Sologuren: vagando entre los
signos de la noche
Escasas, y precipitadas siempre, las incursiones de la crítica
española en la poesía hispanoamericana actual. ¿Cómo explicar,
si no, el desconocimiento aquí de una voz tan personal como sa
del peruano Javier Sologuren? Precipitación, y olvido. Pero,
también, indiferencia hacia una escritura poética sin la cual —
no me cansaré de decirlo — no llegaremos a reconocer los
límites, ni a comprender las posibilidades reales, de la poesía en
lengua española. En 1981, Javier Sologuren preparó una amplia
recopilación de su obra poética, con el título de Vida continua
(que lo había sido ya de uno de sus libros anteriores),
aprovechando las palabras con que Jorge Guillén definiera esta
poesía: “Vida continua: poesía sin interrupción”. Nos previene
así el poeta del sentido sucesivo, de la progresión indagadora,
que se propone llevar a cabo en dos frentes: profundizando en el
conocimiento de la existencia (conocimiento de índole
exclusivamente poética; ello es, instalado en un ámbito
cósmico); desarrollando una experiencia de lenguaje, paralela a
aquella penetración conceptual (dicho conocimiento reclama
una palabra original, para ser expresado con precisión y
plenitud poéticas). Proceso simultáneo que — como explica
Diego Romero Solís — “tiene su razón de ser en la subjetividad
y en su contacto con el alma del mundo”; no conduce a
certidumbre alguna, se explaya en una ambigüedad
enriquecedora, generada a partir de un “contacto esencial con
las cosas”. Leer la obra poética de Javier Sologuren nos permite
alcanzar — al propio tiempo — las claves que han de configurar
un mundo poético unitario, proyectado hacia la “revelación que
entraña la expresión poética (…) de todo aquello que bulle
Coleção de Areia - 174
oscura y huidizamente en nuestra vida anímica” — como el
propio escritor da declarado en alguna ocasión .
Oscuro y fugaz, el sentido original, inaugural, que debe
mover toda palabra poética. Si enraizada en el drama de la
existencia, en la constante agitación que empuja al hombre
hasta situarlo ante los abismos del deseo, del dolor y del miedo,
la obra de Javier Sologuren no responde a tal evidencia con la
perulante confianza; certifica, más bien, una necesidad: hallar,
por encima (o más allá) de las apariencias una identidad otra,
radical y subjetiva, que participe por igual de las limitaciones del
tiempo y del sentido absoluto de la fundación poética; que se
reconozca simultáneamente en el orden establecido de este lado
y en el orden posible, siempre cambiante, de la imaginación.
Consecuente con ello, el discurrir a través de una cadena de
impulsos (“(vagidos, balbuceos, canciones o quién sabe que)”)
que van “del centro cordial a la periferia”, trazando en su
camino una aproximación conceptual, un reconocimiento
sucesivo del hombre mismo, habitante del “ámbito de la
naturaleza vívida y redentora, de la que vuelve corroborado con
la infinita sugestión de sus emblemas”. Fluido comunicante
(comulgante) que procura ordenar un caos (el mundo) en la más
rotunda y gozosa plenitud (el poema): “frente a la violencia de la
voluntad esgrime el poeta la confianza del amor” .
No. Todo no ha de ser un viaje sin destino,
dolorosa distancia sin poder alcanzarse,
piedra sin llanura y noche sin latido.
No. Mi rostro busco, mi música en la niebla,
mi cifra a la deriva en mar y sueños.
Poesía como la vida o viceversa: un rumor original que
tiende poco a poco hacia el mundo; desasosiego atemperado por
la serenidad con la cual el poeta lo afronta para darle forma,
para configurarlo verbalmente. Observar con atención el
lenguaje, manipularlo con extremo cuidado; sólo así la
revelación deseada podrá producirse: todo cuanto el poeta
quiere decir, todo cuanto quiere hacer transparente, dándole
otro rostro, otra vida, “sólo después de fijado en la escritura,
pude reconocerlo”, ha dicho. Después de fijado en el orden de
Coleção de Areia - 175
una trama (textura) verbal, visión multiplicada por el deseo e
intensificada por la imaginación, el lenguaje inaugura un
espacio nuevo, ámbito primordial, donde se identifica con la
experiencia, borrados ya los límites de toda sucesión histórica,
las parcelaciones impuestas a este lado de una frontera ya
felizmente vulnerada con aquella operación. La escritura de
Javier Sologuren habita así, “por incesante crecimiento”, esas
zonas de lo improbable, donde — prodigiosamente — la razón de
vivir se hace razón del decir; donde — sin solución de
continuidad — la meditación en torno al lenguaje es, al mismo
tiempo, una reflexión ética sobre la existencia. “Elegía” propone
una visión del amor: pasión y crueldad, plenitud y vacío,
confundidos: pero el ritmo equilibrado que preside (y ajusta)
todo el poema nos alumbra, y nos convence:
Amor que apenas hace un rato eras fruto
de resplandeciente interior en los ojos
de irreprochable dulzura, que sólo eras
una gota de agua resbalando entre los senos
apaciblemente diminutos de una joven;
ahora, al otro lado de las falsas paredes
pintadas con húmedos y empañados carmines,
entre la tarde nostálgica y la noche,
oh amor, has de ser guía certero del asesino
que ardientemente trabaja con un hilo de nieve
en torno de lo que ama.
Bipolaridad temporal (antes/ahora), definida en la
instantaneidad del cambio, en la brevedad del tránsito (“apenas
hace un rato”) materializado en la imagen de ese paso
imperceptible “entre la tarde nostálgica y la noche”: residuos de
una existencia dolorosa, pero vivida por el sujeto poética con
insólita intensidad. Certidumbre absoluta, entonces, de la
enajenación que anida en tales apariencias. A la riqueza
conceptual y sensual de los primeros versos (“fruto / de
resplandeciente interior”; “irreprochable dulzura”; “los senos
apaciblemente diminutos de una joven”) sucederá — una vez
traspasada la imagen contundente y generosa de lo falso — la
pintura de “húmedos y empañados carmines”. Y precisamente
Coleção de Areia - 176
ahí, el verso que nos lleva hasta el otro lado del tiempo: el
discurso se detiene y un apoyo vocativo inicia el siguiente verso
(cargado de intencionada doblez) para precipitarlo, de modo
inmediato, en el final: metamorfosis de un amor, pantomima
tristemente engalanada, que será “guía certero” para un asesino.
Pero — recordémoslo — Sologuren se resiste a toda fidelidad
representativa; abre su palabra a un ámbito totalizador y a la
“infinita sugestión de sus emblemas”: la creación poética sólo
será posible (y plena) una vez alcanzada la absoluta identidad
entre experiencia y palabra. La atinada paráfrasis conceptista,
de clara estirpe quevedesca, culminará el poema de forma
precisa, impecable. Censura, y sabiduría poética que atempera
toda posible intransigencia hacia el asesino “que ardientemente
trabaja con un hilo de nieve / en torno de lo que ama”.
Estructura recurrente de los poemas de Javier Sologuren:
enumeraciones de imágenes, o de apariencias de realidad,
derivan en una sucesión plural y dispersa de visiones hilvanadas
por la intención moral del poeta y por la subterránea ironía que
la dice. Su discurso nos remite — una y otra vez — a la sutileza
con la cual Quevedo maneja — incluso contra sí mismo — una
palabra que quiere decir siempre algo más de lo que dice (“La
mano que gira las invisibles poleas del sueño. / La pluma donde
no corre sido la sombra del mundo. / El ojo humano, el frío
humano, la captación del olvido”); evoca la doliente convicción
con la cual asume su destino el poeta barroco: su imaginería
(apariencias) precipitándose hasta las más intrincadas raíces del
sueño (“Esta garra que golpea sin aparente motivo / pone una
rosa en el interior de los relojes / y hace que el sueño hable
desde la fatiga del tiempo; / abre una huella profunda, una ciega
baraja, / abre un pecho donde la eternidad transita a solas / en
una desgarrada dulzura de sonidos y estrellas”). Ni
desesperación existencial, ni patetismo expresivo. Sologuren es
un poeta paciente y, una vez recurrido el primer tramo de aquel
itinerario (“del centro cordial a la periferia”), remansa los
impulsos que mueven su escritura; sabe que la poesía es
fundación de luz que se consume en el instante mismo de
producirse (“sintiendo la erosión / del pensamiento / en mi /
cerebro / cogiéndome al leño que deriva casi / a oscuras /
trazando una raya encendida / un surco de letras apenas
Coleção de Areia - 177
visible”). José Miguel Oviedo lo ha dicho con acertada sencillez:
“si esta poesía parece cada vez más impalpable es porque su
materia es la propia Poesía, la actitud poética de quien la crea”.
Escribir: establecer un diálogo intelectual entre el poeta y
una realidad no instrumental, cósmica; discurrir por los
senderos de una metafísica muy particular y sugerente:
conceptual y desnuda, se resiste — sin embargo — a toda
frialdad, a todo hermetismo; esta extraña capacidad nos obliga a
interesarnos (integrarnos) en su íntimo suceder. Una muy
cuidadosa sensualidad impregna tanto la mirada descubridora,
posesiva, que hace progresar el discurso, como el propio
lenguaje, cuyos fragmentos (vibraciones) despliegan su
luminoso atractivo y desbordan los límites de aquella cerrada
visión del mundo de los poemas escritos por Javier Sologuren
antes de 1949. En ese año, precisamente, la publicación de
Dédalo dormido franquea a su palabra, de manera inesperada,
el espacio vertiginoso de lo infinito. El largo poema que da título
al libro (crucial para entender esa continuidad) materializa
verbalmente, a través de una sugerente recreación del mito
clásico, la tensión ilimitada y sucesiva en donde se asienta (y a
través de la cual se proyecta) la firme unidad poética
sologureniana.
Sucede, también, entre experiencia y escritura: disueltos sus
límites, ambas se interpenetran y confunden en una sola
identidad. Vida y muerte no se limitan a reproducir sus
parcelaciones espaciales y temporales; el poema será una
síntesis de ambas, conseguida en un espacio que ya es
puramente poético, revelador. “Morir”, una larga serie agónica
de imágenes de la muerte, se cierra con estos versos:
Morir es un lago de fría seda donde hierven las ardientes
piedras del mediodía,
en tus ojos de pequeños frutos solitarios donde la tarde es
hoja de miel inhallable.
Morir en un cuerpo embellecido por la más remota nieve.
Morir sintiendo que en la tierra aún son hermosos la
sangre, el desorden y el sueño.
Coleção de Areia - 178
La irracionalidad que genera esas imágenes y el descarado
atrevimiento del poeta, alterando, de forma consciente el orden
convencional que traza su línea divisoria, afirmadora y negadora
a un tiempo, hacen del poema un lugar de encuentro y
comunión. Lugar donde una palabra solidaria resume el sentido
de la existencia, el sentido de transgredirlo para establecer en él
otras leyes, otro orden que lo haga libre. Ni el escritor posee la
palabra, ni ésta es objeto dispuesto a la posesión. El poema (el
dador lezamiano) la ofrece, libre y unánime, radical en su
claridad, sugestiva y plural en su riqueza sensorial. El poeta
hispanoamericano (y Sologuren no es excepción) se vuelve
interrogativo hacia la superficie deslumbradora y transparente
de la lengua que habla; la atraviesa con la mirada, la sacude con
la palabra. Y la palabra se hace mundo: el ámbito por ella
generado (espacio vacío que abre: perfil de lo invisible que
traza) participa de esa sustantiva vitalidad, se exalta en el gozo
instantáneo del decir.
Augusto Tamayo Vargas, al hablar de los poetas peruanos de
la década del cuarenta, “Carlos Alfonso Ríos (…), Jorge Eduardo
Eielson, Sebastián Salazar-Bondy, Javier Sologuren”, los
reconoce “preocupados por el estilo y tratando de ser diferentes
a lo que podría considerarse el lenguaje hispanoamericana”.
Habrá que matizar ese sentido diferencial. Cierto que esa
“preocupación de estilo” podría emparentar a Sologuren (y así lo
apunta Tamayo Vargas) con poetas como Jorge Guillén o Pedro
Salinas; cierto, también, que tal adelgazamiento conceptual y
verbal permite a Eielson llegar hasta la misma negación de la
palabra… Esfuerzo por lograr una pureza poética, sin duda. Pero
como respuesta a una necesidad de afirmación de la identidad:
ninguno de estos poetas asume el lenguaje como evidencia, sino
como posibilidad; más, como una permanente perplejidad.
Javier Sologuren, en concreto, se alza contra el lenguaje antes
de que éste devenga en retórica envarada, en amaneramiento
tópico, como suele pensarse — sobre todo desde nuestra ladera
— que debe ser el lenguaje de la poesía hispanoamericana.
Sologuren (también lo dice Tamayo Vargas) inaugura un “nuevo
modernismo”: inauguración segunda que arranca de las
vanguardias, de un surrealismo desarrollado con dificultad en
los años veinte y recuperado, de forma madura, reflexiva, por
Coleção de Areia - 179
nuestro poeta. Palabra liberada de las servidumbres de la
utilidad y de la razón; palabra pura. Y sólo — aunque parezca
paradójico — cuando “una conciencia de zozobra” la dispara
hacia extremos que, “habida cuenta las terribles amenazas
atómicas de esos años 1948-1949, la escapa a los límites del
individuo para extenderse a los de la especie”. La única
esperanza posible, entonces, será “la poesía, el poema, el canto
(…) una cierta afirmación en medio del desastre”. Si la palabra
desea ser creadora, debe comprometerse con su propia libertad;
y la opción de Javier Sologuren, a partir de ese meridiano
decisivo, es muy clara: abismarse en el vértigo de la creación;
“vagar entre los signos de la noche”.
En la caída trágica de Altazor, la dispersó Huidobro: estallido
de formas, de colores, de aire; en un oscuro laberinto, permitió
Neruda que discurriera su profecía. Ambos dejaron la palabra
poética a merced del silencio que la niega o del utilitarismo
moral que la secuestra. No se detuvo, sin embargo, Sologuren en
ese límite. Dejó que Dédalo durmiera, que escapara al engaño de
la realidad, remontándose a (o hundiéndose en) la verdad. Ese
es el sentido solidario de esta escritura: su experiencia
conceptual, de índole subjetiva, se hace experiencia compartida
(y angustiada) en el poeta. Un poeta debe apostar “a pesar de
todo, por el encuentro de la razón y la imaginación, de la
sensación con la idea”, y debe ahondar “en la oscuridad de la
historia, en el valor del mito y de la poesía como lenguaje
original, como expresión del sujeto total, y sólida base del
diálogo entre los hombres”. Eso hará Javier Sologuren: retornar
al sentido primero de la palabra, a su pureza; allí su voz podrá
encontrarse con todas las voces, “canto arrancado a la
tumultuosa soledad de un pecho humano”.
No sé si nos buscamos, uno a otra, como la llama y el aire,
como nuestros ojos buscan la mirada en que saldremos
eternos,
como nuestros labios para dar caza al silencio, tenazmente;
como nuestros labios nos van dando noticias sin que ellos lo
sepan,
como nuestros cabellos al paso de una luz desconocida y
temible,
Coleção de Areia - 180
estamos al borde de un astro profundo y alguien quiere
caer.
Quiere caer, pero no cae. El hombre, diminuto en medio del
cosmos, perdido en la incertidumbre de su existencia, vapuleado
por la historia y sus máscaras. Pero no cae. Apenas, de puntillas,
al borde de un abismo mucho más sugerente que su existencia
atormentada. El poema — desea Sologuren — como camino en
cuyo final, tras el hallazgo último, el sentido, la razón de vivir (y
morir). Pero el poeta no nos aguarda allí con una solución
tranquilizadora; deja al individuo — escritor o lector; peregrino
siempre entre oscuras señales — solo, pero no desasistido:
provoca su perplejidad con la llamada (llamarada) de una nueva
imagen poética. De su diálogo con ella (su doble), el
reconocimiento de que ese itinerario ha valido la pena: es
mucho más libre quien — al margen de prejuicios — se halla
dispuesto a escuchar “el latido de la propia nada, secreto de las
cosas que perdura desde el origen y que ni la embriaguez ni el
raciocinio logran acallar”.
Ver, palpar un rastro de palabras: el propio rastro. Diálogo
de silencio, de miradas, movido a una sensualidad que nada
tiene que ver con la superficial excitación de los sentidos. No se
trata del aposteriori de la imagen contemplada, sino de la
textura del propio discurso verbal, de su ritmo interior (de su
oralidad, también): sensualidad como temor o inquietud ante lo
que puede ser alumbrado; se trata de una progresiva abolición
del tiempo: conciencia del dolor que produce su constante flujo
degradatorio (“pero / la almendra / triturada / de lo real / es el
transcurso / el simple / irse tras / de un grano de arena / otro /
grano de arena / y una tras otra ola / (no hay huellas) / medir es
un necio pasatiempo”). Y algo más: es el puente tendido hacia la
madura fluidez en que se resuelve el discurso poético de Javier
Sologuren; nexo umbilical atando la palabra a su principio
genésico, que contiene su desbordamiento emotivo: distancia
irónica de la incertidumbre ante el lenguaje y su potencia
inaugural:
y el canto es fuego,
fuego la constelación que desate nuestros labios
Coleção de Areia - 181
la gota más pura del fuego del amor y de la noche,
la quemante palabra en que fluye el amor, aún.
Ya Sologuren sabe que el poeta sólo alcanza efímeras
vislumbres (su triunfo es su derrota). Una palabra serena, no
perturbada por la proximidad sentimental, ni sublimada por el
júbilo de la plenitud, expresará mejor que ninguna otra el drama
esencial de la existencia, que lo es también de la palabra con que
ha de expresarse. Esa existencia conflictiva se liberará de las
ataduras que la confinan en su vulgaridad, en su simple
ejemplaridad moral, al transfigurarse en el espacio del poema, al
vivirse en ese otro tiempo que el ritmo de la escritura poética
origina y desarrolla. El texto poético de Sologuren siempre
configura un espacio así, un nuevo universo cuyos astros
(palabras, imágenes, versos) establecen sus propios
movimientos, sus contactos, sus desplazamientos: se ajustan a
él, pero discurren igualmente hacia el más allá de la imagen
final del poema, atraídos por el asombro de quien ha culminado
en ella su recorrido existencial:
Entre la sed y su cuerpo transcurre un ave blanca, un
marítimo
vacío, silencio que es un límite perdido.
Preocupación constante por el estilo, que dice Tamayo
Vargas; estructura muy elaborada del poema, que señalan los
estudiosos de la poesía sologureniana; unidad precisa y perfecta
de su obra, que nuestra lectura quiere destacar. Unidad sólida
donde participan por igual experiencia y escritura, lo sensorial y
lo conceptual, de modo que — como desea el poeta — la vida sea
“una síntesis en marcha con la palabra”. Síntesis, y evolución
muy significativa: el encuentro del poeta con la realidad, su
inicial descubrimiento, dibuja ante su mirada un interrogante
indescifrable (lo desconocido), una otra realidad que
racionalmente lo desborda, pero que lo apremia hacia su forma
irresistible. Esta tensión es la generadora de los impulsos
primordiales que caracterizan esta poesía; la que traza el
itinerario desde lo cordial hasta lo absoluto. Tensión sustantiva
de la composición poética, de su variada estructura versal:
Coleção de Areia - 182
desde el distendido fluir de la prosa (o del versículo) a la más
escueta y desnuda presencia de la palabra — aislada, libre,
inquietante — y a sus relaciones rítmicas con el conjunto del
poema.
Y si, primero, Javier Sologuren determina un espacio y un
tiempo unitarios, Detenimiento — su libro inicial — reúne textos
más rotundos, de ritmo más amplio y distendido: la palabra,
ajena a las pautas rigurosas del verso, discurre — extraordinaria
ductilidad — dibujando un amplio espacio textual y poético.
Prosa o verso largo (liberado del cómputo silábico regular)
establecen — en Dédalo dormido y Vida continua, las entregas
siguientes — una libertad en el poema, que Sologuren aprovecha
para identificar los primeros cauces de salida a sus impulsos
cordiales, íntimos, y comprometerse así en la búsqueda de lo
absoluto. No la perplejidad que diversifica la riqueza del mundo
encontrado; el poeta aún determina un orden, y por ello habita
la conciencia de un límite: palabra que se despliega como la
vida, en una acción envolvente y corroboradora. Pero esa vida
hace crisis en los últimos años cuarenta, y el ámbito de lo
desconocido, que atrae al poeta y al hombre, aparece teñido por
la incertidumbre y el miedo: en él, entonces, se revela la falacia
de ese orden del cual había participado, donde se había,
inconscientemente, refugiado; e intuye que sólo dispersando el
lenguaje en un caos resistente al orden discursivo hasta
entonces dominante, dará libertad absoluta a su palabra, hará
poética su escritura. Se deshacen las tramas iniciales; la textura
se descompone; las palabras-astros saltan (fragmentos en el
vacío, en el silencio, en lo blanco) fuera de su órbita, se buscan
las unas a las otras en la agitada vivencia de su absoluta
libertad. Crecen las infinitas posibilidades del lenguaje; se
iluminan — sucesiva, simultáneamente — las parcelas del nuevo
orden por el mismo inaugurado. Lo explica Luis Hernán
Ramírez: cuando “aparece el caotismo como un rasgo
impresionante de su estilo”, precisamente a partir de Dédalo
dormido, el verso de Sologuren se quiebra y, en su disgregación,
asume su vocación de plenitud, de pureza: mantiene su
tendencia recurrente a las enumeraciones, a las series
asindéticas (ya no construyen imágenes, son unidades de ese
Coleção de Areia - 183
discurso roto), pero multiplica las visiones y vislumbres,
ampliando así aquel mundo definido al comienzo.
En apariencia, un más estricto rigor métrico; pero el
sometimiento de la palabra a la síntesis versal debe entenderse
como manifestación de un diálogo mucho más activo y profundo
entre el texto y el espacio en donde el mismo se instala; diálogo
sugeridor — a veces, inquietante — donde se suceden las
síncopas de ritmo, donde desaparecen los límites entre vida y
poesía: el hombre observa el mundo desde el otro lado, con una
perspectiva plural, desde el vértigo desvelado de la sabiduría.
Así, en las sucesivas entregas de Sologuren, a partir de los años
cincuenta: poemas que desarrollan sus propias necesidades
rítmicas, internas y externas; que mantienen el fluir constante
de la escritura, como si de un único texto se tratase; que
precisan el camino del conocimiento, como precipitado de la
continuidad de la vida, de la poesía. Poemas como cuerpos:
forma y temporalidad derivadas de la experiencia solidaria,
reveladora de un nuevo ámbito totalizador; crecimiento y
respiración de una poesía que progresa hasta alcanzar una
fusión sorprendente entre su dinámico discurrir interior y la
quiebra textual de la superficie. La hora (1980) se construye
como perfecta síntesis de lo conceptual y de la explosión sensual
del tiempo y de la vida:
el no abatido pero golpeado entendimiento
hasta el vértigo tanteó
los bordes de una túnica dorada
que en su estrado de polvo
ciñó la alegoría
el mar de hizo destino
se extendieron sus páginas
y una mañana súbita
de bruces me echó en ellas.
Otro poema extenso, culminación del proceso seguido por
esta escritura. La hora reúne la compleja coherencia de la trama
verbal, que precisa un orbe imaginario, y la irrefrenable
dispersión de la escritura; ambas se encuentran, y se pliegan a la
exigencia del diálogo implícito que deben sostener para
Coleção de Areia - 184
consolidar el discurso poético unitario que pretende Javier
Sologuren. Originada en el pensamiento (pura reflexión
intelectual), esta tensión poética derrota hacia el deseo y
desemboca finalmente en la sabiduría. Comienza (presente
conclusivo) convocando a las tres fuerzas que la ponen en
movimiento: memoria, voz, suceso (“recuerdos / palabras y
sucesos desuellan la conciencia / la flama efímera pendiente del
/ vacío / que simplemente deflagra la aventura”).
Acontecimientos revividos luego en su origen (pasado),
recuperados más tarde en la radicalidad de los deseos
(infinitivo): “vacío que simplemente deflagra la aventura”, y
realizados por fin en la certeza de un nuevo presente.
Fragmentos que son secuencias enlazadas o yustapuestas, como
si participaran del fluido unificador de la atracción amorosa.
Algunas secuencias de La hora recuperan fragmentos
anteriores, o vuelven sobre el valor fónico de las palabras
(constantes y certeras aliteraciones), para desarrollar un
“simultáneo cuerpo” en la escritura, una imagen solidaria de su
esencial identidad con el mundo (“pero todos pendientes de la
pura / extensión del relámpago divino / incursos todos / en la
elemental en la fecunda / en la ignorada semejanza”) y de las
implicaciones existenciales, derivadas de la simbiosis entre lo
conceptual y lo pasional: el sueño como alternativa (y como
vértigo) de la razón, liberada ésta última en pensamiento
poético. Una vez más la sombra de Quevedo sobre los versos de
Javier Sologuren:
en verdad no sé a quien desirvo
si a la razón o al sueño
si al sueño de razón que cría monstruos
si a la razón del sueño que emblemas engendra
Emblemas, sueño, signos de la noche: imágenes que son
verdaderas alegorías; y entre ellas — leyéndolas — discurre el
poeta. Emblemas, trasposiciones de sucesos reales en principios
de orden moral que, atrayendo a los sentidos, impresionan a la
voluntad. Acceso al conocimiento por medio de presencias, de
formas, “para que de estas cosas visibles viesen al conocimiento
de lo invisible”. ¿Qué orden moral? Cuando insisto en el
Coleção de Areia - 185
carácter conceptista de la escritura de Javier Sologuren, quiero
llamar la atención sobre esos emblemas del sueño como tales,
que son también — y así sucedía en el Barroco — una suerte de
“engaño a los ojos”: imágenes de bulto redondo que, sin
embargo, plantean un sinnúmero de interpretaciones, a causa
de su ambigüedad, de su oscuridad: significan todo; significan
nada. Duda ante las certezas morales; descubrimiento poético.
La vida como “flama efímera pendiente del vacío”; como
“flámula / que mantiene con todo el talle esbelto / y en la punta
de su dardo la noción / vibrando al borde del abismo”. Llama
que habita la configuración invariable del mundo (“sobre el
circo terrestre / está el circo celeste”), dominada por “el toro y el
león que ocupan / sus puestos en el sol” y “comparten sus
dominios”. Poesía como viaje, como recorrido incierto por la
página que es mar que es cuerpo: viaje por la vida que es viaje
por la escritura (“leer / percibir el latido del tiempo / desatar el
nudo / abrir la cicatriz / penetrar en el cuerpo por la llaga”), por
el dolor del conocimiento. Porque sólo se sobrevive en la luz, en
la voz que canta o recuerda, como el pájaro en su vuelo (en su
canto prendió el espacio juanramoniano): impulso que desata el
mundo (“el ascendente vuelo / hacia / calidoscópicos cielos / la
graciosa locura / que fue / mi alpiste y / mi agua brillante”).
Destino del poeta: caer de bruzos en el mar (la páginaconciencia), ver e leer allí lo infinito, acotarlo en la palabra,
fuera del pasado, de la historia (“toda flor me lleva más allá / las
estaciones se desplazan por mis venas / acaricio sin tregua el
rostro natural”). Y entregarse, al final, a una “inmemorial
epifanía”, al amor, “arcana flecha en el aire de cada día”, pero
sin ceder a la enajenación sentimental; viendo que esa “gota de
agua inagotable” es de sangre. El poeta deriva así (inesperado
giro) hacia las atracciones sensoriales de una reflexión moral
cada vez más arriesgada, hacia su trágica certidumbre:
conocimiento que siente, a cada paso, la condición degradada de
la experiencia, el estigma irreversible del tiempo y del olvido, de
la miseria o de la muerte… Pero como ha poseído la libertad de
la palabra, en ella fía:
La flor se esponja en el silencio del nirvana
en el paraíso la suprema luz espuma
Coleção de Areia - 186
la voz de Vincent me está gritando al oído
que la miseria jamás acabará
pero repito
sin embargo no entierro la esperanza
La hora: plazo cumplido; ecuador — también — pasado el
cual se ingresa en otro espacio poético; donde los ritmos actúan
con diferente sentido. Despojamiento y verticalidad radicales,
en la escritura y en la intención. A partir de aquí, se completa el
orden intelectual de esta poesía, vida continua: la irracionalidad
hace causa común con su contrario; no la contempla expectante,
cohabitan decididas (el surrealismo, y la poesía francesa
posterior, territorios explorados con apasionada clarividencia
por Sologuren); las imágenes surgen como agresión (o
violación) contra el equilibrio y la serenidad anteriores.
Madurez — gracias a ello — del sentido inaugural del poema
(“después antes o siempre la obra nos perturba / la obra o la
morada / donde nos figuramos / nos enmascaramos y vestimos
/ para que luego nos desnuden / irisándose en su anhelo / hay
algo oculto en ella como el sexo / jamás le falta un encanto
promiscuo”): el equilibrio es otro; más tensa la brevedad, más
contenida la expansión rítmica; el silencio, como explica
Roberto Paoli, “un aliado de la palabra” (estructura e intención
del hai-kú: pureza de las cosas en su estar, su ser, hallada en su
trato con la poesía japonesa). En el amor, el poeta contempló
sus distintas apariencias de belleza, desde renovadas
perspectivas; ahora penetra en su bosque elemental (vacío lleno,
lo lleno del vacío) y allí habita hasta que lo evidente sensual (el
amor y los cuerpos) se hace transparencia, revelación: entrega
apasionada al mundo, fusión subsiguiente con lo deseado.
Idéntica apasionada entrega a la sabiduría, para habitar el
centro neurálgico de la palabra: ritmo y léxico vueltos hacia sí
mismos. Como el poeta. Su destino es el misterio y éste reclama
una experiencia reflexiva: meditar sobre la existencia, pero de
modo diferente. La serenidad del acento dilatado y solemne se
cambia en insinuada vitalidad de una distancia (ironía) que
certifica lo imposible. Si antes el amor, si antes la existencia;
ahora, la naturaleza muerta (Poemas 1988): los objetos están,
Coleção de Areia - 187
pero son las líneas que construyen la trama invisible que los
une, que determina el ritmo de sus analogías. Ese es el vértigo
ahora. Y nada importa que uno de esos objetos — centro de la
trama reconstruida lejos de la sólida apariencia verbal — sea el
propio cuerpo del sujeto poético (Tornaviaje, 1989). Se
contemplan cosas; pero también son cosas el cuerpo, o el
tiempo, o el mundo, o la muerte (“blanco en lo blanco”). ¿No es
— ahora — la finta zigzagueante, en la extinción vertical y
progresiva de ese hilo continuo, de ese adelgazamiento
imparable, donde se resuelve (se disuelve) el rastro de palabras
— nuestro propio rastro — que nos deja desposeídos, pero
sabios?
Coleção de Areia - 188
La aventura poética de Roberto
Juarroz
El título común que acoge toda la obra poética del argentino
Roberto Juarroz, Poesía vertical, determina la precisa e
inalterada dirección de esta escritura: un ejercicio unitario y
progresivo, un discurso intelectual implicado en la exigencia
moral y conceptual desplegada en su obra y, simultáneamente,
en la insólita aventura de su enfrentamiento, siempre sereno,
siempre riguroso, con la palabra y con el poema: este último no
será nunca subsidiario de aquella exigencia; con ella forma una
sola fuerza naciente, capaz de iluminar las zonas más oscuras de
la experiencia existencial, y hasta de traspasar los límites con los
cuales el lenguaje se resiste a una experiencia intelectual como
la desarrollada por este poeta, nunca sometida a la mera
especulación lógica. “Una poesía que procede por inversión de
signos”, ha dicho Julio Cortazar. En efecto, los poemas de
Roberto Juarroz se despliegan siempre según un orden
contrario al esperado y, precisamente por ello, nos proponen
vislumbres cada vez más insólitas. El escritor se expresa con
meridiana claridad, pero no por ello se sustrae a las más arduas
incertidumbres. La verticalidad que su palabra busca es — ya lo
advertimos — una dirección; pero también un sentido: se
origina en una mirada aséptica, desprovista de todo
condicionamiento previo; resistente a toda contingencia
(mirada que es abstracción esencial), deriva en una acuciante
reflexión interrogativa, dejando aquella presunta seguridad
inicial al borde de la duda, en la inquietud de lo posible.
Entonces es cuando — de verdad — comienza todo. Volvemos,
sí, a aquella mirada del principio; pero ya no puede ser la
misma, ni participará de su pureza primordial; inaugura lo que
Guillermo Sucre ha llamado “una secuencia virtualmente
Coleção de Areia - 189
infinita de relaciones y motivaciones”: vértigo de un final que es
siempre principio:
El fondo de las cosas no es la vida o la muerte.
Me lo prueban
el aire que se descalza en los pájaros,
un tejado de ausencias que acomoda el silencio
y esta mirada mía que da vuelta en el fondo,
como todas las cosas se dan vuelta cuando acaban.
Roberto Juarroz usa la poesía como instrumento para
conocer el mundo, y para conocerse a sí mismo: cosmología y
ontología, en la línea dramática donde existencia y ausencia
confluyen. Una cara, dos espejos; miradas que en la inversión se
identifican o interrogan. Pero el poeta no se detiene en la
satisfacción de lo contemplado; su escritura existe porque es un
impulso, un deseo de comprensión (de penetración) cada vez
más tensa e intensa en la realidad (si convenimos en que la
realidad sea cuerpo, que aquí es transparencia), aprovechando
las posibilidades de una palabra verdaderamente libre, como es
la de Juarroz, y manejada además, como él lo hace, desde la más
absoluta libertad. Y con un extremado rigor. Porque nada de lo
dicho impedirá que en sus poemas (fragmentos de una voz
única, alzada e imparable en su verticalidad) habite (y se
discuta) el drama acuciante de los límites del lenguaje. Una
tensión vertical, pues, eleva la palabra; otra fuerza, vertical
también, pero descendente, neutraliza (o niega) la afirmación
inicial; o — al menos — pone en evidencia la incapacidad del
instrumento verbal para mantener esa delicada equidistancia
entre enigma y lucidez, donde el poeta se debate, y donde quiere
que se debata su escritura. Dinamismo interior, flujo constante
y subterráneo que si, por una parte, define el movimiento
intelectual del escritor, descubre — por otra — la progresión
imparable y fecundante de la palabra misma, ajena ya a las
servidumbres de los significados:
Hallaré una palabra
que detenga tu cuerpo y le dé vuelta,
que contenga tu cuerpo
Coleção de Areia - 190
y abra tus ojos como un dios sin nubes
y te use tu saliva
y te doble las piernas.
Tú tal vez no la escuches
o tal vez no la comprendas.
No será necesario.
Irá por tu interior como una rueda
recorriéndote al fin de punta a punta,
mujer mía y no mía,
y no se detendrá ni cuando mueras.
Otra característica fundamental también, y complementaria
de lo anterior: la poesía de Roberto Juarroz procura (y alcanza)
una síntesis muy rigurosa de la realidad, reduciéndola a su
imagen primera, a una imagen anterior incluso a la misrna
palabra que la dice. El escritor se aplica a un proceso de
reducción, de intensa concentración intelectual, reivindicando
así el conocimiento poético como único saber de los elementos y
de los principios; y por serlo, es un saber de lo absoluto.
Abstracciones iniciales; pero para que se constituyan en decir
poético, es imprescindible que se realicen verbalmente, que se
configuren con una matizada sensualidad:
El poema respira por sus manos,
que no toman las cosas: las respiran
como pulmones de palabras,
como carne verbal ronca de mundo.
Debajo de esas manos
todo adquiere la forma
de un nudoso dios vivo,
de un encuentro de dioses ya maduros.
Las manos del poema
reconquistan la antigua reciedumbre
de tocar a las cosas con las cosas.
Coleção de Areia - 191
Poesía como acto y como reflexión, a un tiempo: acto puro
del nombrar, de fundar la palabra que es (y dice) la realidad;
reflexión exigente en torno al compromiso generado
precisamente a partir de ese acto creador. Pero es, sobre todo,
poesía esencial: despliega ese flujo vertical para tocar el hervor
primordial del oscuro (del silencio) anterior (“Yo he aprendido
en la noche el silencio de ser. / El silencio de no ser no se
aprende. / Pero los dos se nombran en la noche”).
Acerquémonos y observemos con alguno pormenor la precisa
construcción de estos poemas. Para Guillermo Sucre, la poesía
de Roberto Juanoz “no está dominada por el vértigo de la
originalidad, mucho menos por el de la experimentación de
nuevas técnicas verbales”; “es una obra que parece no serlo”.
Sin embargo, al estudiar al poeta argentino, se refiere, en
diversas ocasiones, a Mallarmé. Habrá que matizar esta
aparente discordancia. Los textos de Juarroz no optan (aunque
esto sólo en apariencia) por la experimentación; se diría que el
poema se limita voluntariamente al manejo de recursos muy
elementales, a repetir una simple fórmula constructiva. Pero
sucede que las estrofas enumerativas que constituyen el poema,
retornan recurrentes, como un repetido comienzo, ofreciéndose
como alternativas al conjunto de la unidad cerrada que supone
el texto, y al conjunto de textos que, en última instancia,
configuran la unidad de la obra toda. Son estrofas que,
asimismo, determinan un equilibrio, una proporción simétrica
sutilmente interrumpida por el desajuste intencionado que el
poeta introduce en la sucesión interior de la idea, asaltada
siempre por una suerte de vértigo o perplejidad, por la duda
constante que nace de las ya referidas limitaciones:
Algunos de nuestros gritos
se detienen junto a nosotros
………………………………………….
Algunas palabras que hemos dicho
regresan y se paran a nuestro lado
………………………………………….
Coleção de Areia - 192
Algunos de nuestros silencios
toman la forma de una mujer que nos abraza
………………………………………….
Algunas de nuestras miradas
retornan para comprobarse en nosotros
………………………………………….
Hay momentos y hasta quizá una edad de nuestra imagen
en que todo cuanto sale de ella
vuelve como un espejo a confirmarla
en la propia constancia de sus líneas.
Así se va integrando
nuestro pueblo más secreto.
Control riguroso sobre la forma, en consecuencia; aunque el
poema acoge también — de manera paradójica — la presencia
ineludible e imprescindible del azar que determina las
relaciones allí establecidas entre el poeta que intenta conocer el
mundo y este mismo mundo hurtándose a tal conocimiento,
deslizándose y escapando por los intersticios de un lenguaje que
se esfuerza inútilmente en contenerlo, en incorporarlo a su
precisa trama. Resistencia de la realidad a ser expresada por (y
fijada en) la forma, de ahí, el drama nuclear de la poesía de
Roberto Juarroz: cuanto más firme y segura aparenta ser la
palabra, más radical resulta su vacío ulterior; lo revelado por la
poesía no es la solución del enigma, sino la aparición de nuevos
— y más vertiginosos — interrogantes; porque “sí, hay un fondo.
/ Pero hay también un más allá del fondo, / un lugar hecho con
caras al revés”. Poesía afirmativa y fundacional, y por ello
vigorosa y transparente; pero también — dramática bipolaridad
— poesía de evidencias negativas, donde la inseguridad y la
sugerencia no clausuran la posibilidad de conocimiento; la
multiplican de manera inquietante. Cuando Roberto Juarroz
utiliza (y lo hace muy a menudo) formas verbales del subjuntivo
o del condicional, está dejando al lector en la misma situación
de abierta perplejidad por él padecida; lo abandona en esa zona
equidistante entre la afirmación del mundo y la negación de la
Coleção de Areia - 193
palabra; allí donde se origina un repetido comienzo. Hasta ese
momento, el poema parece iluminarnos con su clarividente
seguridad; a partir de entonces, todo se transfigura — con sólo
fijar la mirada; con sólo insistir un poco en los perfiles de la
imagen — en una realidad de muy difícil aprehensión: sustancia
y misterio, antes que realidad y forma:
Los árboles y las otras cosas que se apoyan contra la noche
sienten de pronto que la noche pasa a apoyarse en ellos,
como si debieran guiarla en su inédito tanteo,
en su búsqueda de otro tono del negro.
Y la luna, que era la luna en el estilo de la noche,
pasa a ser la piel de un bautismo inminente,
la precoz inicial de una aventura parecida a una forma,
pero más densa que ella,
algo así como una forma que contuviera la masa de todo.
Ante tan compleja disyuntiva, ante la presencia de estas
fuerzas concurrentes, en medio de las cuales se baten el poeta y
su palabra, Roberto Juarroz se resiste a ser víctima. No se
contenta con lograr una construcción simétrica y serena, esa
quietud exacta y vertical que hemos visto; sabe que la
experiencia de la poesía requiere un aprendizaje permanente,
esfuerzos sin desmayo (esperanzados hasta donde ello sea
posible, sabiendo — como sabe — cuales son sus limitaciones),
para habitar ambos mundos: el dominado por la escritura; el
inaugurado en ese límite del final del poema. El escritor se
impone entonces una estrategia que es una disciplina: afirmar
su ser, su identidad, por su estar, por su existencia. Y el amor
desempeña un papel decisivo en tal proyecto; aparece como la
única realidad capaz de consumar la plena comunión entre la
presencia incontestable del mundo y el siempre inquietante azar
de los encuentros:
Ayer fuimos y mañana seremos él y ella,
pero hoy somos el sitio donde es posible hallarlo todo.
Quien pierda hoy algo puede buscarlo aquí.
Toda la bruma del mundo se hace pan en tus ojos.
Todo el sueño del mundo se despierta en mis manos.
Coleção de Areia - 194
Toda el hambre del mundo se sacia en un cabello.
Toda la muerte del mundo se enjuga como una sola lágrima
con el borde lento de tu piel o mi voz.
El principio del poema es siempre una actitud extática y
contemplativa (quietud y asombro) que dispara el proceso
verbal del texto; pero éste sólo parcialmente se realiza: discurre
(agitación y duda) en una constante alternativa entre lo vacío y
lo lleno, movido por los signos de la escritura, y halla su término
en la soledad o en la impotencia — siempre en el silencio
expectante que la palabra deja tras de sí. Poemas, apenas, como
prueba, como apuesta; discurso que avanza entre las
quebraduras de sucesivas estrofas, cuyo destino no es otro que
el brevísimo instante donde todos esos fragmentos anteriores se
concentran y anudan para sugerir la posibilidad de una nueva
sucesión, aunque ésta nunca llegue a materializarse en escritura.
Los textos de Roberto Juarroz no acaban en sí mismos; no son
unidades independientes. Entre todos18 generan un
movimiento conjunto, y definen con él los límites de un espacio
cuyo ritmo interior viene determinado por la cohesión lograda
entre esas unidades yuxtapuestas, declarando así la voluntad
unitaria y progresiva que — aun en lo contradictorio — habita
como fuerza matriz (y motriz) de esta poesía (“Voy llegando al
comienzo: / la palabra sin nadie, / el último silencio, / la página
que ya no se numera / Y así encuentro la forma / de probar que
la vida / calla más que la muerte”), alcanzando — tras sucesivas
ampliaciones del elemento axial de este proceso, leit motiv en el
comienzo de cada estrofa — la deslumbradora certeza de la
identidad entre existencia y esencia (“El cuidador de la noche /
sabe que la edad de la noche / es mayor que la del dia”). Certeza
que apenas dura: en ese mismo instante el escritor (y el lector)
se dará de bruces con el vacío ulterior, con el silencio. Esa es la
verdadera culminación en los poemas de Roberto Juarroz. El
18La obra de Juarroz no establece diferencia alguna entre las diversas
entregas: el título es siempre el mismo; los poemas sólo se numeran,
como partes que son de un todo; la estructura de los textos presenta
muy escasa — y yo diría que irrelevantes — variaciones.
Coleção de Areia - 195
lector, como digo, siente la orfandad de la palabra, cuando más
necesitado esta de ella; no se trata, sin embargo, de una
carencia, sino de la radicalización del drama ontológico que es
— al propio tiempo — debate moral. En sus poemas, Juarroz
resume el resultado moral de una experiencia de conocimiento;
enseñanza que no proviene del mayor o menor grado de
sabiduría; deriva de la mostración inmediata — plástica,
diríamos — de ese acto de vivir que es el acto de escribir. “El
poema — explica Guillermo Sucre — es un acto que al abrirse y
ahondar en sus posibilidades nos abisma y nos regresa al acto
inicial, nos (en)cierra en él, en la literalidad (¿en la soledad?) del
texto”:
Y ya en la zona del más puro menos
colocar todavía un signo menos
y empezar hacia atrás a unir de nuevo
la primera palabra,
a unir su forma de contacto oscuro,
su forma anterior a sus letras,
la vértebra inicial del verbo oblícuo
donde se funda el tiempo transparente
del firme aprendizaje de la nada.
Y tener buen cuidado
de no errar otra vez el camino
y aprender nuevamente
la farsa del ser algo.
La escritura de Roberto Juarroz discurre en la frontera con lo
invisible, se asoma vertiginosa y simultáneamente a dos
ámbitos, a dos espacios decisivos, lugar y espejo — respectiva y
recíprocamente — de la existencia, de la escritura y de la
reflexión; dos espacios que confluyen, y hasta cierto punto se
anulan, en un poema abierto siempre a un otro lado sin
sucesión ni muerte (“Pero el hombre / allí no tendrá peso, / allí
no será nadie”). “La visión que ella [esta poesía] despliega no es
expansiva ni horizontal [puramente histórica]; es una visión en
profundidad: confrontación directa, sin mediación, con lo
esencial, con lo que de alguna manera ha sido inesencial en la
historia, sobre todo en nuestra historia contemporánea”.
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Tensión afirmativa del poema y evidencia de las limitaciones
del lenguaje: la bipolaridad en la cual se establece la poesía de
Roberto Juarroz. Nos movemos, sin lugar a dudas, en los
dominios de una poesía del conocimiento, materializada — a su
vez — como una experiencia de comunicación: los poemas de
Juarroz resumen, de modo admirable, el poder y la miseria del
lenguaje en el trance del decir primordial; la gozosa
incertidumbre de la revelación y la evidencia descreída del final.
Pero habrá que subrayar la actitud irónica desde la cual el poeta
afronta esa situación, pues su poesía se origina (y se consuma)
en el absoluto convencimiento de cuanto — evidente u oculto —
impide la plenitud del hallazgo expresivo (“Tal vez la existencia
del hombre consista simplemente / en perfeccionar el no
existir”). El poeta ve (y siente) cómo las palabras (sucedía en el
Gargantúa rabelaisiano) se congelan en el aire, inútiles o
mostrencas (“Ha llegado para ella [la mano] el momento / de
escribir en el aire, / de conformarse casi con un gesto. / Pero el
aire también es insaciable / y sus límites son oblicuamente
estrechos”). Lo sabe — y digo -; y lo palpa en su inmediatez
sensorial. Sin embargo, fuerza el límite, pone a prueba el
lenguaje, se juega con él la última posibilidad (“Detrás del
silencio, / detrás del espacio vacío, / detrás de lo que no existe, /
repta por lo menos una ausencia roedora / que a menudo
interrumpe el mensaje. / Hasta la nada suele interceptar a la
nada”). Ironía contenida en la escueta pero intencionada
utilización del adjetivo (véase, por ejemplo, esa “ausencia
roedora” que acabo de citar) o en la manipulación de un
lenguaje muy simple, muy elemental, que deja al descubierto —
incisiva agresividad — su afirmación y su negación
fundamentales: vida y muerte, contrarios complementarios y
confluyentes, generadores de una interrogación urgida ante el
enigma de la permanencia:
Es como si prestásemos la vida por un rato,
sin la seguridad de que nos va a ser devuelta,
y sin que nadie nos la haya pedido,
pero sabiendo que es usada
para algo que nos concierne más que todo.
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¿No será también la muerte un préstamo,
en medio de una calle,
de una palabra
o de un beso?
Ámbitos complementarios para construir la paradoja del
discurso existencial; visión espejeante que los relaciona, por
medio de su doble reflejado en las imágenes concretas del pozo,
o del cristal, o del espejo; que establece una distancia, siempre
notoria, entre lo dentro y lo fuera (“Hay un pozo de nubes
donde se juntan todas las palabras,/ húmedamente ellas
mismas,/ entidades más despiertas que perfectas,/ cuyas
sombras han tropezado casualmente con la boca de los
hombres”), o una correlación entre presencia (árbol, cuerpo) y
ausencia (pájaro, pensamiento), o una antítesis cruda y simple
entre la palabra y su contrario, entre voz y silencio. Poesía, la de
Juarroz, que desarrolla una acción muy peculiar, teñida de
plenitud y neutralizadora de los opuestos, porque los contiene
todas:
Caer de vacío en vacío,
como un pájaro que cae para morir
y de pronto siente que va a seguir volando.
Caer de lleno en lleno,
como un antipájaro que enrola en su anticaída
los espacios compactos donde no se cae.
Caer de línea en línea,
hasta abandonar el dosel de las líneas
y caer en lo abierto,
desnudo hasta de forma.
Caer de vida en vida,
pero dentro de esta vida,
hasta que nos detenga como un cuerpo plenario
el resumen de ser.
Y entonces dar vuelta la caída
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y volver a caer.
La caída de este poema no presupone un acción negativa, o
anuladora, sino penetrativa del conocimiento: el pájaro cae
“para morir pero siente que va a seguir volando”; la palabra cae,
pero en lo “desnudo hasta de forma” (libertad insólita plena,
vencedora incluso de la forma); cae la vida, por último, pero
para alcanzar mejor el ser, y para retornar finalmente a su
indeclinable tensión vertical. Un movimiento, como ya
indicábamos, que genera su propio espacio (o espacios), pero un
movimiento que revierte en el propio individuo y traza la
imagen de la insistente búsqueda de identidad (“Tiene que
haber un punto / donde cesen los turnos del olvido / y las
formas recuerden”) , de la urgencia por superar la soledad y el
desamparo (“La incongruencia de estar solo / toma el tren más
puntual / hacia las emergencias del olvido”). Esos dos ámbitos
espejeantes y confluyentes, ya explicados, vuelven ahora a ser
fundamentales; explican el enigma de esa doblez por medio de
la cual el poeta se define, utilizando un lenguaje que mezcla —
no sin cierto contenido apasionamiento — el lenguaje poético y
la palabra coloquial, la celebración optimista de la palabra y un
cierto tono de desolación y tristeza que apunta también en
algunas ocasiones. Nuestro autor se propone resolver e1
misterio de la existencia al margen de los hechos, alumbrando la
dimensión colectiva de la palabra esencial (“El corazón más
plano de la tierra / me hizo aprender el salto en el abismo / de
una sola mirada”).
Roberto Juarroz destierra de su poesía cualquier suceso;
elimina de forma radical toda anécdota, al igual que despoja a
su palabra de todo aditamento adjetivo, concentrando la
actividad del texto en una tenaz y minuciosa búsqueda interior.
Su palabra — diríamos — recorre un doble itinerario de ida y
vuelta; discurrir, primero, en una explosión expresiva,
liberación del dinámico vuelo verbal; recorrer el camino inverso,
más tarde, y, de forma paralela, orientarse hacia el origen, hacia
el centro intelectual y emotivo donde se había generado:
He llegado a mis inseguridades definitivas.
Aquí comienza el territorio
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donde es posible quemar todos los finales
y crear el propio abismo,
para desaparecer hacia dentro.
Pero pronto notamos que ambas tensiones se resurgen en
una sola; que ese recorrido nos ha revelado la voluntad de
conocimiento que anima la palabra de Juarroz. Ver y asumir el
mundo tiene su exacto correlato en el proceso subsiguiente,
cumplido cuando se ve y se asume la propia identidad con
reflejo (reflexión) de aquella mirada. Este itinerario encierra un
vigoroso optimismo inicial y participativo; pero concluye en la
evidencia de la imposible revelación de cuanto se halla más allá
de las palabras, eso que tan sólo puede ser aludido (o entrevisto,
en el relámpago de la iluminación poética) instantáneamente.
Lo certifica el propio escritor, con no disimulado desconsuelo:
“la palabra es el único pájaro / que puede ser igual a su
ausencia”.
Con su poesía, Roberto Juarroz ha abierto los ojos a la
evidencia del todo y la nada de la palabra, sin sustraerse ni
doblegarse a esa constitutiva doblez. Con su poesía, no solo dice
la experiencia, también la hace patente, la encarna: la rigurosa
síntesis esencial, la absoluta y atractiva desnudez del verbo
como principio, descubre — en esa misma operación de
despojamiento — su propia miseria, los peligrosos augurios del
vértigo de la nada que, por su intermedio, se iluminan. Ello
obligará al poeta a concluir lo siguiente: “la palabra no es el
grito, / sino recibimiento o despedida. / La palabra es el
resumen del silencio, / del silencio, que es resumen de todo”.
Confianza en el silencio (hueco de la palabra, de su cuerpo y de
su sentido) como espacio de plenitud original. Y no deja de ser
sintomático que esto se produzca, con mayor notoriedad, a
partir de 1975. Con la Séptima poesía vertical, Roberto Juarroz
establece esta cuestión en el centro de su experiencia poética;
precisamente cuando el mundo entra en una de las más
profundas crisis de identidad de la época contemporánea. El
escritor argentino transita entonces los caminos de la trágica
incertidumbre de la palabra como un medio de conocimiento
capaz de superar las simples evidencias superficiales de la
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historia: la poesía no como instrumento para decir; como
testimonio que deriva (en singular parábola) de esa batalla
particular entablada contra la credibilidad de la palabra. Los
textos de Juarroz alcanzan, por esos años, los linderos más
lejanos, y atrevidos, de su territorio verbal, y quedan aleteando
en la inquietud del silencio que ellos mismos generan y que
dejan sonando tras la última palabra.
La aventura poética de Roberto Juarroz supone — lo hemos
dicho — un enfrentamiento sereno y riguroso con la materia del
poema. Pero también muy arriesgado. No sólo por la compleja
experiencia de la escritura que en ella se realiza (exigente
adelgazamiento de la expresión y de la frase; sólida implicación
en el conjunto de las estrofas-fragmento; voluntaria
manifestación del silencio o la nada finales…); es arriesgada
también porque con ella, siguiendo su propio discurrir, el poeta
y el lector quedan inesperada y dolorosamente solos ante su
propia confundida identidad; y se les hace trágicamente
presente su imagen de huérfano impenitente que interroga con
desasosiego a su mundo y su lenguaje; mientras ambos, mundo
y lenguaje, se resisten — hostiles — a ser propicios para su
indagación entusiasta. Poeta y lector insisten en sus preguntas,
aun a pesar de tal hostilidad; o. tal vez, por encima de ella.
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José Kozer: la poesía como conversión
Quien haya seguido puntualmente la evolución de la
escritura de José Kozer, habrá protagonizado — sin duda —
idéntica experiencia a la nuestra; y comprobará ahora que los
caminos seguidos en su indagación poética son diversos y — en
apariencia — divergentes; que, con pasmosa celeridad, el
escritor nos conduce — entre guiños y zigzagueos, unas veces
casi inapreciables, otras más violentos y radicales — por sendas
de lectura que se multiplican y ramifican de forma siempre
inesperada, puesto que el poeta se aventura por los complejos
caminos de la revelación. Y todo con la misma extremada
rapidez con que se produce la cadencia sincopada de un
relámpago en las inciertas y quebradas noches de tormenta.
Variedad, pluralidad, suplantación que nunca sabemos, a
ciencia cierta, si nos acerca o nos aparta del verdadero camino.
Pero, ¿existe un único camino para llegar ao fondo de la verdad
perseguida por una escritura poética obsesiva y exigente como
es la de José Kozer?
Así, aquella experiencia que decía nos lleva también a otro
descubrimiento. Por mucho que pueda parecernos la de Kozer
una escritura plural y digresiva, por mucho que el poeta nos
obligue a saltar de un itinerario a otro, si leemos con atención
(ya se verá, más adelante, a qué atención me refiero), nos
daremos cuenta de que ese carácter obsesivo que acabo de
señalar no existe por puro capricho, ni por abandono o
enajenación del escritor, sino porque el tejido que sus entregas
sucesivas ha ido construyendo, por mucho que cruje y anude sus
hilos, persigue un solo objetivo, complejo y escurridizo sin
embargo, tal vez porque el poeta reconoce que sólo puede
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alcanzarlo si nada contra la corriente, si le “busca las vueltas”;
porque sabe — como el maestro Alfonso Reyes — que “toda
precisión es peligrosa en esta materia, cuyo método debiera ser
siempre:: ‘¿Ya lo viste seco? ¡Míralo mojado!’”. Objetivo difícil —
como decía — puesto que la poesía de José Kozer persigue, con
la abundancia y la desmesura, con un conocimiento minucioso
(levísimamente aéreo y densamente terrenal) de la palabra, el
riguroso ascetismo (absoluta y religiosa desnudez sacrificial) del
conocimiento poético. Dos polos que han generado, desde sus
primeras y ya lejanas entregas, un universo literario de rara
plenitud. Rara, por lo escasa en la poesía actual de nuestra
lengua; rara, igualmente, por su resistencia a confinarse dentro
de sus propias limitaciones: por mucho que esta poesía se
origine en — y retorne recurrente a — un principio elemental
(familia, tierra, existencia cotidiana), esa peculiar circularidad
no resulta algo cerrado, sino que se manifiesta como un
merodeo intencionado, mezcla de temor reverencial y
desconfiada perplejidad. Así se libra de caer dentro del cerco
anulador que esa temática, con sospechosa amabilidad, dibuja y
ofrece.
La poesía de José Kozer carece de causa: surge como
espontánea respuesta y se identifica con la sustancia de su
experiencia personal; resulta ser oficio, pero — al mismo tiempo
— es un ministerio sacerdotal. El poeta posee un conocimiento
único y, además, es dueño de la palabra y del ritual preciso para
que ese conocimiento sea revelado. Pero no como un
mecanismo de salvación, ni como tributo para alcanzar un
nirvana inconsciente. Yo diría que todo lo contrario: es una
ceremonia que nos pone cara a cara ante nuestro perpetuo
desasosiego, ante nuestra trágica nadería. Precisamente, Carece
de causa es el título del libro quizá central de su trayectoria:
centro y culminación. Apenas ingresamos en sus páginas,
tenemos la certeza de sumarnos a aquella ceremonia sacrificial
que decía. ¿Ceremonia incruenta? Eso sólo dependerá de la
disposición con que el lector — espectador o víctima — se deje
conducir a través de las sucesivas etapas que en el rito se
cumplen. Porque debe dejarse llevar. Advierto que no nos
hallaremos en ese momento coral en que estallan cánticos de
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gozo y nos amparamos entre los otros, tras nuestra propia voz
que — en alto — sólo confirma nuestra presencia. Carece de
causa nos enfrenta, en soledad, a la faz más oscura, y peligrosa,
de nuestra intimidad: desde la violencia contenida que descarga
sobre nosotros el “Dies irae” inicial, avanzamos hasta el
reconocimiento contenido en la “Communio”, después de
atravesar los diversos estadios de entrega (“Offertorium”), de
penitencia (“Miserere”), deteniéndonos por un instante en el
paréntesis armónico del “Graduale”: un respiro de humana
confianza para el ánimo tras las profundas y graves
meditaciones, antes de sumergirnos en el perplejo interrogante
del final.
Carece de causa, aparte otros valores que iremos señalando,
concentra el hecho poético en su radical esencialidad (no en
vano nace tras dos entregas — La garza sin sombras y El
carillón de los muertos — que abrieron el camino para esta
indagación sin retorno): una ceremonia que nos convoca de
forma irresistible y que genera la retórica precisa para cumplirse
a plenitud: gestos, palabra o silencio iluminan allí nuestra
propia imagen, trascendida en otras. Y ello exige que debamos
ingresar en ese espacio religioso (la poesía, pero también este
libro) con una actitud reverencial: sin la humildad del
acatamiento, nada podrá dársenos por añadidura; y mucho
menos el misterio que esta indagación poética desea alumbrar.
Humildad y acatamiento del lector, pero también del poeta, a
quien resulta imprescindible, para hallar (y para hallarse en) su
propia palabra. Pero no es ésta que indico una actitud de
inferioridad. Antes bien, la poesía exige el reconocimiento de
esa indigencia nuestra para que pueda ser redimida en el
poema. Petición y súplica de un conocimiento indiscernible con
el exodado instrumental de la existencia; sólo posible en el
momento en que una palabra libre toque lo muerto y lo haga
vivir, pero de otra manera. Sólo entonces se hace evidente el
reconocimiento y la comunicación, puesto que si el ritual debe
cumplirlo un individuo (el elegido) sólo se completa cuando
revierte en la comunidad, como ofrenda ya purificada.
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No es casualidad — tampoco una fácil recurrencia — que
muchos de los poemas de Carece de causa (como tantos en la
obra de José Kozer) repitan el motivo temático de la ofrenda, de
la invitación a la mesa puesta, con los manjares al alcance,
dispuestos para ser comidos. Escena cotidiana que aquí
trasciende su vulgaridad repetitiva, orientada sólo a la
consumación y consumación de satisfacciones inmediatas, para
alcanzar la iluminación original que en ella se contiene: una
sabiduría nacida de esa encarnación de las cosas. Al aceptar las
ofrendas, algo distinto brota de aquella conocida sencillez
cotidiana, iluminándola como un prodigio:
cómo, de dónde saco las palabras
el sonido de mota de las palabras
el filamento (maná) de las palabras
para decir (ahora) este sastre está
en el fondo húmedo de la trastienda
de una calle que podemos llamar
Villegas (Delancey) calle de
Gorójovaia (está) en los lepidópteros
fondos los húmedos fondos de la carne
(animal, sagrado): salta (salta)
hacia mí.
Pero este prodigio no se halla en el objeto mismo, ni en la
situación a partir de la cual ha surgido; es un prodigio verbal: la
palabra es la que genera el inesperado fogonazo tras el cual
surgirá el milagro; pero el milagro de la normalidad, en la
normalidad. “Para mí — ha declarado José Kozer — lo
permanente es lo impermanente, la sucesión cotidiana, la vida
que sigue su curso y que se consume, y no la vida unívoca e
inequívocamente revolucionaria”.
Hay una imagen cualquiera de la intrascendente realidad de
todos los días; hay, incluso, una atmósfera cotidiana, y un
espacio — acotado y preciso — que no cambia. Hay también una
mirada, que no es punto de vista, sino “un punto de ceguera, de
no-vista — como ha dicho nuestro poeta — por donde se mete,
digamos, la zona blanca del ojo negro, por la cual se pasa al otro
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lado” . Esa mirada es la que pone en movimiento a la
imaginación; y ésta conjura la palabra precisa que será la que —
al fin — ponga en movimiento aquella presunta normalidad, y la
soliviante hasta el punto de resultar absolutamente inédita. Da
lo mismo que el motivo inicial del poema sea una imagen o una
visión, un objeto cualquiera o un simple sonido; sin la palabra,
sin la riqueza y la desmesura verbal que brota, y derrama su
abundancia incontenible a partir de ese momento, el prodigio
jamás se lograría. Y aquella mirada resulta tan particular
porque, al ser una mirada reverente, la tan deseada revelación le
será propicia. Y alimenta de tal manera a la palabra que ésta
encumbra los objetos, la visión misma, hasta situarlos (a los
unos y a la otra) en un espacio-tiempo puramente poético.
Ubicados allí, la palabra permite también que — por habitar en
tal estado — puedan usarse, dentro de la trama de relaciones
que el poema inaugura, con un sentido totalmente nuevo:
Yo conmemoro en mi
mujer la oquedad que me incumbre
(daguerrotipo) de silencios que
ella hace los cuencos la musicalidad
precisa del barro en una olla (hace)
redondo un mineral de azogues (real)
(real) en la cocina: seis vasos una
jarra azul el gallo mudo en su
medianoche, sobre la valla.
Llamaría la atención sobre el verbo de la acción poética
(“conmemorar”): la memoria y la celebración, juntas, elevan, de
modo inesperado, la sencillez de la escena a su epifanía poética.
Pero esta conquista — y de ahí su condición misteriosa; ello
es, verdadera — no es perdurable: su tiempo resulta de una
radicalidad absoluta, y también — por lo mismo — de una
inquietante fugacidad. Aquel maravilloso deslumbramiento,
aquel impulso verbal encarnado en el poema con evidente
entusiasmo, camina de forma inexorable hacia su extinción, en
el final del poema. Entonces, la palabra se diluye; resulta ser
nada, lo que fuera patente revelación. Desde que el poema se
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inicia, existe la conciencia implítica (presentida, sería más
exacto decir) de que, mientras el texto avanza, la escritura — tan
abundante — se consume; se tiene la certeza de que llegará un
momento en el cual nos hallaremos (el poeta y el lector) con las
manos vacías, poseídos por una desilusión infantil, tras una
fastuosa construcción verbal que nos parecía inagotable. Un
lector perezoso (es decir, un mal lector de poesía) se sentirá
defraudado, echará mano de ciertos tópicos clasificatorios para
esquivar el desasosiego íntimo que José Kozer provoca desde
cada uno de sus poemas. Y se apresuntará a hablar de
barroquismo, con idéntico disimulado desdén al que podría
usar frente a la obra de Lezama Lima, pongo por caso. E incluso
subrayaría el parentesco entre ambos poetas, a causa de su
común origen nacional. Y del barroquismo, por qué no pasar al
hermetismo, como sinónimo de dificultad y oscuridad… No deja
de ser curioso todo esto, cuando la poesía de José Kozer está
más cerca, incluso en el aspecto de la experimentación verbal,
de la poesía de César Vallejo, con quien comulga — y de qué
manera — en el tratamiento de la normalidad cotidiana, para
elevarla — como hemos explicado — hasta la condición de
galería interior que conduce al deslumbramiento de una
revelación existencial.
He hablado de desasosiego íntimo; he hablado de
reconocimiento final de la fugacidad de la revelación alcanzada;
he hablado de un entusiasmo verbal extremo… Nada de ello, sin
embargo, debe confundirse con el caos o con el desorden, o con
el mero capricho estético. No olvidemos que el poeta oficia,
como sacerdote, el ritual de una purificación (personal y
colectiva) y, en consecuencia, debe ajustarse al riguroso orden
interno de la ceremonia (y poner la palabra al servicio de aquél),
siguiendo una disciplina sintáctica muy rigurosa, si bien muy
particular: las relaciones entre las palabras, el orden de la frase
y la sucesión textual hacen caso omiso de la lógica gramatical,
pero se someten al dictado preciso de unas relaciones —
inesperadas, insólitas — que se generan entre las imágenes,
entre las diversas escenas y entre los objetos que el poeta
convoca en su visión poética. Y precisamente por avenirse a este
nuevo orden resultan (una y otra: palabra y visión) reveladoras.
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Pero sucede que, además de ese orden interno que aflora en la
palabra, la ceremonia exige un orden externo, para los
movimientos y los gestos del oficiante: orden simbólico, sin
duda, que no tiene por qué explicarse, pero que resulta
imprescindible y del todo coherente con aquella nueva sintaxis,
si se quiere avanzar hasta el instante de la revelación. En este
sentido son decisivas, no sólo las diversas posiciones del sujeto
que se acomoda entre los otros (que abre una ventana, dispone
una vestimenta o prepara una mesa); al hacerlo así se está
inaugurando también el espacio preciso, el lugar sagrado y
único para la ceremonia:
Que habrás pasado a traer a mi lugar enmarcado del
jardín
la jarra de los líquidos blancos,
bendita de arcillas: me sentaré.
Las gentes del día, se sentaron;
cóncavas: y yo entre ellos hablamos
de quienes fueron de cada en casa
clamando las formas de las ruecas los
tornos la fractura de mieles hoz
hormigas al ladearse los jarros.
Y ¿qué revelación se persigue con tanto ahínco, con tan bien
dispuesta liturgia? Sin duda, la más vertiginosa de todas,
aquélla que ha de enfrentarnos con la existencia (con la vida y la
muerte) y con la identidad (con el sentido de nuestra presencia
en ese discurrir). Aclarar tales misterios sólo es posible en la
intimidad, en el “horizonte recogido” de que hablara Juan
Ramón Jiménez. Porque, como explica con sabia precisión
María Zambrano, “el Iris resplandece, antes que arriba en los
cielos, abajo entre lo oscuro y la espesura, creando así un
imprevisible claro propicio” . Lo supieron todo (y por ello
alcanzaron la alta cima y la honda sima de la poesía) los
místicos. De ahí que no sea el hermetismo (así establecido) una
lastre para esta poesía. Todo lo contrario: no se trata de un
barniz oscurecedor del sentido, ni de algo superficial, sino de un
rasgo constitutivo de la poesía de José Kozer, tanto en lo que se
refiere a la escritura misma, como al ámbito interior en el que
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ésta se mueve y al que ésta da salida. La espesura a través de la
cual discurrimos nos contagia ese entusiasmo que debemos
llamar místico, con todas las salvedades que se quiera: nos
apasiona con su potente sensualidad hasta que nos entregamos
(porque debemos entregarnos, y no resistirnos) al motivo
original, sea éste una imagen, un objeto, un sonido o una
insólita visión.
Revelar la existencia, la identidad. Hacer del poema el
testimonio de un drama escondido en la maraña del tiempo y la
memoria, exige una purga dolorosa. Porque actuando desde esa
radicalidad que hemos advertido, el poeta desata una violencia
rezagada que se vuelve amenazadora contra él mismo; pero no
vuelve la espalda, ni huye, ni se desentiende: la asume con todos
los riesgos, porque en los perfiles de esa serenidad familiar y
cotidiana habita — de modo normal también — la fuerza
desencadenada de golpe por esa memoria y ese tiempo
amenazantes:
y yo,
sirvo de zorra de fronda arremolinada
de gallináceas en un traspatio de altas
tapias (la zorra, se coló en silencio)
está en sus márgenes (asusta) a las
gallinas (por aquí por aquí) no haya
miedo: pronto, cruzamos. Y al cruzar,
quedamos entre flautas dulces que
merman el tres (merman) la letra de
cualquier canción (uno) la casa (uno)
mi padre mi madre (uno) hojalata la
lluvia en los charcos (reflejos).
Y cuando el escritor acude a la memoria, a su historia
familiar o personal, no evoca ciertamente un tiempo pasado,
sino establece una transparencia, hace una confesión. Así, no
puede extrañarnos que el “Introitus” de esta ceremonia se
reduzca a un solo poema y que en él se establezca, con toda
crudeza, la bipolaridad inquietante entre la imagen del
carnicero y la imagen de la res sacrificada (“Y está presente
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sigue presente el carnicero en la contemplación de la vaca,
inacabable”), para inaugurar un espacio, una atmósfera, que lo
impregnará todo, que marcará con su estigma de paciencia y
muerte la andadura de la existencia que es la andadura descrita
por los poemas de este libro y por su orden sucesivo (“se inicia
al revés de la sombra el apogeo de la brisa entre las amapolas
salpica las paredes”). Un revés. Una otra cara que confunde la
memoria biográfica con el nacimiento poético, para que de ese
maridaje estalle la mestiza feracidad de la escritura. Confluencia
de orígenes que obliga a desarrollar esa mirada plural a ambos
lados de una línea divisoria que lo mismo se borra para
confundir lo real con lo imaginado, lo religioso con lo pagano,
que permanece y da pleno sentido a esta indagación, esta
restitución.
Restitución de los tres temas básicos de la poesía de José
Kozer: la familia, el hogar, la muerte. Quizá debiéramos añadir,
en esta ocasión, un rasgo más, implícito en los otros, pero que
no había aparecido con tanta evidencia en los poemarios
anteriores. Hablo de la isla, del territorio geográfico donde
ahora arraigan aquellos tres temas fundamentales; donde se
asienta su origen. Entiendo que, en Carece de causa, hay una
vuelta que es también una forma de cerrar perfectamente el
círculo sagrado de esa ceremonia a la que venimos aludiendo:
las diferentes partes del libro señalan un itinerario inexorable y
llevan al autor a desembocar en ese principio hasta ahora oculto
— o latente — en su obra. No sé si arriesgo demasiado en mis
apreciaciones, pero el orden estricto, litúrgico, al que me refería
creo que se mantiene y corrobora gracias a esta sucesión que,
con el añadido de la pausa reflexiva y personal que contiene el
“Graduale”, llega — justamente en la “Communio” — a la
indagación sobre la insularidad, tan significativa para la
trayectoria del escritor y tan importante — y oportuna — en el
itinerario interno seguido por los poemas del libro.
Carece de causa no se compone sólo de poemas
celebratorios de la cotidianidad familiar; tampoco se limitan a
ser retratos, más o menos emotivos, de personajes próximos y
queridos. Configura una galería de espejos cuya inquietante
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frontera el poeta se atreve a traspasar en una ansiosa (y hasta
desesperada, a veces) búsqueda de pertenencia, de arraigo; y de
ahí que planee sobre todas aquellas escenas la sombra de la
muerte (hasta — como ya dije — en la evidente consumación y
consumición de la palabra). Las figuras del padre o del abuelo,
los rincones de la casa habitados por la mujer, aparecen en una
distancia hasta ahora inédita en la poesía de José Kozer: se
hallan separados del individuo que los mira, en el espacio y en el
tiempo; pero, al no aplicar una mirada irónica y superior (la
derivada de la suficiencia orgullosa que concede la edad joven)
sino una inquietante indagación subjetiva, aquel espacio-tiempo
distante se confunde y amalgama con el presente inaugurado al
verse el yo — también — viviendo, actualizado, en la memoria
(“Un revuelo de excrementos un zurrear de vihuelas, las
palomas: y mi casa, hoy; allá al fondo, aureolada al amanecer
por tres mujeres que se desperezan en la cocina, hablan de
aromas: me señalan las azadas contra la jamba en la puerta de
entrada me señalan el trillo que lleva al mar de la vieja ciudad
de los malecones con su pretil sus muros de piedra enferma; y
veo desde la mesa a la entrada de la casa, el canasto de los
peces”). Ya he aludido a la filiación vallejiana de la poesía de
José Kozer (y la he explicado, en otras ocasiones). De nuevo
debo referirme a ella, por cuanto este proceso de anulación de la
distancia irónica, por culpa de una proximidad incluso sensual,
que hace mucho más dramática la relación existencial del poeta
con su memoria, y más dolorosa la fraternidad descubierta,
puesto que lleva en sí la semilla de la vejez y de la muerte, es un
procedimiento que en César Vallejo se origina y que ahora —
creo — Kozer desarrolla y completa de modo muy eficaz.
Porque aquí la memoria es sobre todo espacio; un espacio
sagrado que contiene la palabra y que da sentido a la imagen
(“ágiles los afluentes de tantas aguas, en su claustro: la
memoria, un intervalo; un intervalo los puños en los bolsillos,
de pie entre las gentes”); espacio donde la presencia del yo se
convierte en un espejear constante, en sucesivos encuentros que
son reflejos (“Sólo entonces oigo que se acaba de abrir una
ventana reconozco a ciencia cierta la voz que de perfil me llama
casi como si llamara mi nombre que contiene el nombre vaciado
en bronce de unos animales corrientes que han desaparecido”)
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que contienen aquella revelación — efímera — tan ansiada. El
poeta ha ido, con la desnudez de la humildad, hasta ese
principio que ya había reconocido en etapas anteriores de su
obra, pero que no se había atrevido a habitar, nunca sabremos si
por respeto o por temor, o sencillamente porque aún no se había
cumplido el tiempo para ello (ahora si “está a punto la mies”).
Lo cierto es que, en este momento, se muestra en disposición de
ingresar en tan inquietante territorio, donde ya sabe — además
— qué le aguarda. Y no opone resistencia a que tal encuentro se
produzca. Esa sabiduría previa dará un tono especial a la
epifanía de la palabra, que ya no puede ser ingenuamente
gozosa, sino densamente reflexiva. Los poemas de José Kozer,
desarrollo hasta ahora de una mirada individual y distante,
adquieren — a partir de este libro — un especial sentido
solidario: quien mira, quien reflexiona o goza con su mirar,
descubre que también forma parte de lo mirado; que es acogido
como un oficiante más de la ceremonia que ha de cumplirse en
el nuevo espacio donde el poeta ha querido ingresar, con todas
sus consecuencias. Sus miradas y sus movimientos, sus acciones
y gestos, se acompasan perfectamente al de aquellas otras
figuras en las cuales se contempla y entre las cuales se reconoce,
y por medio de las cuales alcanzará la revelación que hasta allí lo
ha conducido.
Un sentido coral — en este aspecto sí lo es — que desemboca
como adelanté, en la “Communio”, una interesantísima
reflexión sobre la insularidad, en sus tres aspectos existenciales
básicos: la isla como territorio culturalmente híbrido y plural,
como espacio de acogida (y fusión) de corrientes diversas y
superpuestas, donde la acumulación y el desbordamiento (y
hasta el sinsentido que tal confluencia genera) no son nada
extraños, sino consustanciales a su peculiar identidad. En
segundo lugar, la isla como punto focal de una doble tensión,
centrípeta y centrífuga al mismo tiempo (“la forma de una isla es
de configuración tautológica como el que dice aquí nací aquí
sobre el lomo de alguna palabra como yagua manjuarí vengo del
norte me disperso regreso a morir con o sin norte pues poseo la
prerrogativa del aire en ausencia de cualquier tipo de
movimiento”), que establece en el insular una dinámica
Coleção de Areia - 212
conceptual basada en una emotividad radical que es, al propio
tiempo, irónica distancia: fuerzas que se hallan en permanente
tensión dramática o contradictoria. De ahí, el tercer aspecto de
la poética de la insularidad: la particular manera de alcanzar la
revelación íntima de ese origen y sentido cultural no es a través
de una evidencia directa de las cosas, sino después de vivir esa
confluencia mestiza de orígenes y actitudes. Sólo en lo confuso y
en lo oblicuo, en la doblez de sentido y en sus posibles sucesivas
sugerencias se ha de encontrar el conocimiento último que toda
poesía desea. Conocimiento que, de esa manera, en lugar de un
punto de llegada es — siempre — repetido comienzo. La
interrogante final, abierta tras el recorrido que el poeta cumple
en Carece de causa, resulta paradigmática de cuanto decimos:
¿Regresas? De algún vuelo nupcial (es la ley) tienes que
estar
compuesto o se acaba la semilla:
arriba, un soplo un mugido (no
desistir): desciende. El movimiento
giratorio del gallo pertenece a la
veleta la divergente potestad de
tus manos ( a sus cosas).
Por cuanto nos restituye al punto central y neurálgico que há
originado este espacio circular y perfecto donde la trayectoria
existencial del poeta adquiere su preciso cumplimiento.
En algún momento he hablado del posible hermetismo que
un lector poco avisado podría señalar como obstáculo para
alcanzar el lado moridor de este poemario. Y tal vez deba acabar
con una advertencia al respecto. Porque estamos acostumbrados
— por más que ya hace casi un siglo que se discute este
particular — a que el lector siga siendo un sujeto pasivo y
receptivo de la literatura, en lugar de partícipe activo del
proceso que en el libro concluye y se consuma. Nos hallamos,
casi siempre, frente a lectores resistentes, que exigen ser
capaces de interpretar, sin asomo de duda, los signos de la
escritura; nunca lectores que se atrevan a interrogarse desde el
lado de la lectura (prefieren la presunta estabilidad de la lógica
Coleção de Areia - 213
que rige la existencia meridiana en la que creen estar
sólidamente instalados). En la lectura de Carece de causa la
dificultad estriba, precisamente, en que el lector no tuviera esta
disponibilidad. Aquí no se trata de interpretar, sino de
comulgar. Y si — como he explicado — estamos en un lugar
sagrado, al lector sólo le cumple entregarse a la palabra y
dejarse llevar por ella, por la particular respiración del poema
que, en lugar de desarrollarlo de forma sucesiva, lo quiebra en
fragmentos, en giros inesperados; se resiste a la prosodia
habitual, para vivir en las pausas y silencios de la reflexión o de
la manipulación lúdica del texto, con repetidas e intencionadas
aliteraciones. Escritura que adquiere así un notorio dinamismo,
gracias a su tendencia a la disyunción y a la pluralidad
simultánea, donde los paréntesis subrayan aquella condición
espejeante que decíamos, o abren espacios de perplejidad, o —
en muchos casos nos previenen de un sutil cambio del tono con
el que la palabra ha querido ser dicha.
A este ritmo peculiar debe acomodarse el lector: no la
linealidad de la escritura sino un continuo trasiego, un repetido
vaivén que nos acerca y nos aleja del objetivo, sustrayéndonos
siempre a lo que inicialmente esperaríamos. Ese es el sentido de
las quiebras en los enlaces sintácticos (síncopas o anacolutos);
una puntuación que se ajusta al ritmo generado por la propia
escritura, nunca a la ordenación gramatical establecida en la
norma, reflejará un dinamismo del pensamiento y de la
imaginación, que va siempre mucho más rápido que la propia
escritura, y que por ello determina esa tensa (e intensa)
bipolaridad que los poemas tratan de explorar.
Tampoco me parece exacto hablar de una escritura artificial
o rebuscada. La de Kozer se apoya siempre en un lenguaje y en
un acento coloquiales; hasta se aprovecha — comúnmente — de
los giros más usados en la conversación (heredero, también en
esto, de Vallejo), los menos literarios y los más antipoéticos
desde el punto de vista de las preceptivas. Se trata, pues, de una
escritura cargada de afectividad y, por ello, resistente al orden
establecido, o que lo viola constantemente, o que lo burla con no
disimulada satisfacción. Y desde lo coloquial a lo afectivo sólo
Coleção de Areia - 214
existe un corto trecho que José Kozer cruza una y otra vez
obligándonos a seguirlo, en íntima proximidad con respecto a él
y a las criaturas que pueblan su mundo, adonde sólo se podrá
acceder con el sobresalto producido en el encuentro y
reconocimiento que sólo una palabra como ésta, cargada de
ternura y de emoción, de dolor y de perplejidad — ello es, de
sabiduría — puede proporcionarnos.
Coleção de Areia - 215
III | LA ENCARNACIÓN
RADIANTE
(algunas tentativas)
Coleção de Areia - 216
Alfonso Reyes y el Madrid posible
Entre 1914 y 1924, discurren los años españoles — en lo
esencial, madrileños; en lo coyuntural, asomados al Cantábrido,
en la costa vasca — del mexicano Alfonso Reyes (1889-1959).
Una (otra) década prodigiosa, aunque en este caso los prodigios
procedan de aquella conmoción (vértigo) de la tragedia europea,
de la locura europea… Años en los que España, apenas repuesta
del desastre colonial, afrontaba las difíciles articulaciones que
habrían de conducirla a ese periodo — brillante, pero conflictivo
— de su primera afirmación contemporánea. En cualquier caso,
una encrucijada decisiva para aquel joven (apenas veinticinco
años) diplomático mexicano, hijo de las convulsiones históricas
y culturales (afirmación de una difícil identidad) que vivía
entonces en su país, y desposeído de su cargo — de la noche a la
mañana — en un París sobre el cual se cernía la amenaza de la
guerra inminente. ¿Qué otro camino quedaba que el del Sur; el
del aliento cálido de la lengua, principio de la identidad?
Alfonso Reyes (gusto por el mundo clásico) se compara al
invasor antiguo, atraído por la riqueza meridional. Pero Alfonso
Reyes no invadía; era invadido (a medias necesidad, a medias
deseo) por su propia voz rebotada en las paredes y rincones del
pasillo (la casa grande familiar) de la historia.
Sólo así se entiende que él mismo reconozca esos dos lustros
españoles como “años fecundos para mí en todos los sentidos”.
Fecundos por abundantes y fértiles; pero también por
productivos, porque se reproducen naturalmente, como quiere
el Diccionario. No hay sorpresa alguna, ni deslumbramiento; el
joven escritor adquiere poco a poco — en el centro radiante de
su tradición — la madurez literaria. Como dice bien Fernando
Coleção de Areia - 217
Curiel, “más que en México o en París, Reyes se hizo Reyes en
Madrid”. Puede sonar a exceso de entusiasmo; pero ¿qué otra
cosa que el contraste, el enfrentamiento dialógico, acaba por
hacernos quienes en realidad somos a los herederos de esa doble
tradición que nace con la edad moderna, en la encrucijada
mayor y definitiva que es el mundo atlántico? Acerquémonos, si
no, a los años madrileños de Alfonso Reyes; enfoquemos
nuestra mirada y tratemos de comprender. Dejo a un lado — por
sobradamente conocida — la peripecia vital del escritor,
menudencias de la anécdota: prefiero rastrear sus posiciones y
proposiciones, reconocer su legado y reflexionar sobre él, desde
la distancia del tiempo transcurrido — venturosamente — en
este año de 1992 de tanto fervor hispanoamericanicista. Nos
propusimos eludir toda retórica caduca, toda palabrería vana, y
— a la vista está — seguimos contribuyendo, con cierta histeria
descontrolada, a la ceremonia de la confusión.
Dando tumbos — primero — por tertulias literarias y
redacciones de periódicos (acogido, también, en diversas
revistas literarias), escribe, quizá más por una necesidad que por
convicción personal (“las verdaderas malas, las que
verdaderamente malas [sic], proceden de mi trabajo forzado en
El Sol o por ahí, para ganarme la vida”, en carta a Pedro
Henríquez Ureña). Sumándose pronto (su rigor de erudito) a la
pléyade de sabios que, desde el Centro de Estudios Históricos,
se aplicaban a la investigación filológica y literaria, base de una
venturosa escuela al margen del acartonamiento académico que
luego se ha querido justificar con aquella referencia.
Investigación que Alfonso Reyes hizo suya para dar solidez a la
peculiar perspectiva de su critica literaria. Dejando, en fin, la
literatura militante, cuando México lo recobra para el servicio
diplomático, en sus últimos años españoles (funcionario,
entonces; orador, hombre de letras ya; un voluntario de
Madrid). Intensa y enriquecedora experiencia que hubo de
conducirlo, casi en volandas, desde “mis alegres pobrezas” a la
estabilidad final, a punto de abandonar Madrid, como si nada
reclamase ya su bullidora presencia, su aguda mirada (tan
galdosiana) por aquellas calles y plazuelas y cafés. Y en el ínterin
(1917), una declaración personal muy significativa. Carta a
Coleção de Areia - 218
Martín Luis Guzmán, el novelista amigo: “Si tiene usted medio,
diga que soy el primer escritor del mundo; porque ya hay mucho
ruido y la crítica delicada no llega a los oídos de los hombres.
Todo se hace a puñetazos, y yo tendré que cambiar de táctica”.
Ese cambio de táctica, ¿supuso, acaso, encumbramiento alguno,
o claudicación, por parte del escritor? En cierto modo, atenuó la
bohemia inicial (apenas influencia en lo anecdótico) que lo
acogiera en el Madrid de 1914, pero no ha perturbado, en modo
alguno, su trayectoria hacia la madurez fecunda que decíamos, y
que la obra — tan singular — de aquel período habrá de
certificarnos. Apelemos, pues, a su clarividencia.
Lo primero, ver Madrid, observar a los madrileños. Una
aproximación quizá, en apariencia, trivial: crónicas volanderas o
estampas breves, escenas características de una ciudad y de
unas gentes (de una Corte) que empezaba a desperezarse tras la
siesta decimonónica que de nuevo se agitaba, superado ya el
hondo pesimismo finisecular. A veces, hasta los tópicos: imagen
española de los viajeros románticos europeos, feísmo
esperpéntico, que en Reyes es vitalidad, proliferación sugestiva.
Pero la mirada del huésped mexicano no se detiene en esa
consabida superficie; da en penetración juiciosa — a partir
siempre del asombro — que trasciende la circunstancia: “el
Madrid posible”, entrevisto desde el Balcón (frontera) de la
Armeria, perdiéndose hacia poniente. ¿Sólo una feliz
coincidencia esa dirección de la mirada? No es ese el itinerario
del descubrimiento, de la aventura; del encuentro — además —
con nuestro otro lado? Mirada que capta atmósferas, de estirpe
velazqueña. Y no sólo por su agudo trazo visual; también por la
intensa indagación humana:
Entonces, ¿por qué hay almas rudas y voces roncas? ¿Por
qué hay chiste insulso y carcajada procaz? ¿Por qué hay
subrepticia, sorda, inequívoca, una corriente de odio a la
belleza? ¿Por qué una gran parte de la gente tiene siempre
“el aire de estar de vuelta”? ¿Por qué el provocar en ellos
una nueva curiosidad — gusto de la vida — es
incomodarlos, “darles la lata”?
Coleção de Areia - 219
Penetrar, pues; no contenerse con el interés o la
conveniencia inmediatas: en eso queda el utilitarismo europeo .
Abrir las puertas a lo cerrado, airear la imagen desde la
diferencia: el riesgo que afronta el americano, para integrar así
aquella visión inmediata en su contexto universal. Visión que es
intuición superadora de los límites habituales; ahondando no en
los significados, en sus sentidos posibles.
Resistencia paralela en la erudición. Quien venía, como
Reyes, de una sólida y entusiasta formación clásica, quien se
entregó, apenas llegar a Madrid, al trabajo erudito de
investigación filológica en torno a Menéndez Pidal, Navarro
Tomás o Américo Castro, eludió — convencido — toda
especialización por reductora. Pensar de acuerdo con un
sistema — decía — obliga a dejar de pensar “en la parte del
mundo que no tiene cabida en él”; un dispendio que su
condición de americano no le permitía. Por eso, sus
aproximaciones a la historia y a la literatura españolas no se
sustentan en la seguridad de lo sabido, promueven una
discusión desde el punto y hora en que Alfonso Reyes se
enfrenta a tales propuestas: mirada siempre doble, la suya; de
ida y vuelta (reflexiva), que en lugar de complacerse en la
retórica, la deja en evidencia. Nuestro escritor había apostado ya
por la ruptura (por el siglo XX) en su etapa mexicana del Ateneo
de la Juventud; pero lo había hecho desde la sensatez del
pensamiento, nunca desde el desgarro de la pasión. Su voz,
proyectada así hacia la que iba a ser la nueva estética, hacia
nuevas convicciones existenciales, se introdujo en la coyuntura
cultural española que le tocó vivir, y no vaciló en señalar las
contradicciones subyacentes que encontraba a cada paso:
No sé bien si es [la Institución Libre de Enseñanza] una
orden monástica, pero me parece que es una orden de
caballería (…) de aquí proceden los nuevos caballeros de
España. Los hombres del 98 — pléyade improvisada e
callejera, hija de su propia desesperación — acaban por
coincidir más o menos con él [Giner de Ríos] que representa
lo orgánico, lo institucional (…).
Y en otra ocasión:
Coleção de Areia - 220
España ha salido tan escéptica del 98, que no hay manera
de que confíe en sí misma (…). La redentora revisión que
data del 98, aunque combatía un mal de ensimismamiento,
ha traído al fin otro mal del mismo linaje. Tanta
introspección acusadora ha acabado por crear una
atmósfera sofocante de cuarto cerrado. No vendría mal
abrir las ventanas (…) pensar en América.
Esa necesidad de superar el egocentrismo castrador, sin
abandonar la obsesión castiza, marca (y lastre) indiscutible de
los noventayochistas, no habría de ser digerida por la crítica
(tan preservadora y reverente que acogió — error — al 98 como
nuestro primer movimiento contemporáneo) hasta varias
décadas después19. Y en aquella atención hacia el otro, en
aquella corriente dialógica que podía haberlos oxigenado, y que
muchos — temerosos — dejaron pasar, o recibieron con toda
suerte de reparos, está la clave que tanto costó dilucidar. Se ha
dicho que Alfonso Reyes es, en cierto modo, un noventayochista.
¿Noventayochista
quien
reclama
la
superación
del
ensimismamiento, la urgente necesidad de reconocerse en un
diálogo con el doble americano, para superar precisamente
aquellas limitaciones? Nótese algo importante: esas ventanas
que Reyes se propone abrir no dan a un paisaje enajenador,
exigen una acción (reflexión) intelectual sobre el principio de la
modernidad que América representa, con sus arduos conflictos,
por supuesto, pero también con una voluntad cosmopolita, en
aquel momento de la apuesta decisiva por su identidad. Alfonso
Reyes conoció y trabó amistad con escritores de aquella
generación. Cierto. Se acercó, comprensivo, al espíritu de la
Institución Libre de Enseñanza. Sin duda. Pero él venía de
19Ya en 1921, Luis Araquistáin, en su farsa novelesca Las columnas de
Hércules, censuraba la huida crítica de los escritores que, en la España
de fin de siglo, habían removido esperanzadamente el panorama
intelectual del país. Y en 1923, Manuel Azaña, desde las páginas del
semanario España, cuestiona la presunta modernidad del 98. En
ambos casos, una crítica más ideológica que literaria.
Coleção de Areia - 221
Mallarmé, y no dudó en establecer (año 1920) su paralelo con
Góngora, por ejemplo. Reyes comulgó con la experiencia poética
juanramoniana (fundación de Índice, 1921, con Díez-Canedo y
Bergamín), cuando “ya el sobrerrealismo — recuerda Juan
Ramón — se iba formando, con más elementos interiores que el
ultraísmo, porque era y es un movimiento neorromántico”.
También con Díez-Canedo y Moreno Villa acometió la
publicación de Cuadernos Literarios. Atrevida invención suya
(como dijo) fue la crítica cinematográfica que prodigó entonces
(páginas de El Imparcial)… Familiar, por tanto, del 27. Su
curiosidad intelectual se derramaba en lo diverso, aceptaba
otras voces, abierta (y dispuesta) ya a la perturbación de la
irracionalidad que las convulsiones del tiempo anunciaban, y
ante las cuales el pensamiento cercado del 98 buscaría refugio
en un barroco calderoniano, traumática vivencia religiosa
determinante de sus rasgos esenciales.
Por ello, su más interesante vislumbre, en este orden de
cosas, se hallará en la espléndida visión del cubismo contenida
en “El derecho de la locura”. Ahí, el dedo en la llaga. “¿De suerte
— dice — que en las tierras de Goya el delirio está prohibido?”.
Por ese desgarrón de la estética tradicional, su mirada invertida
(la despliega como Goya; antes — recordemos — como
Velázquez) se hace mirada fecundante: “malhaya ese realismo
prudente que sólo os permite mostrarme la mitad de la cara”. La
mitad de la cara: ¿dónde la otra mitad? ¿Cómo se completa el
español sino disparándose hacia la locura, hacia la invención?
Su plenitud (lo mostró de sobra Cervantes) “en el hemisferio
invisible de la Luna”: aceptación del doble americana que, por
intermedio de Alfonso Reyes, le habla ahora, y se atreve a
descubrirle lo hasta entonces arrumbado en el rincón oscuro —
y polvoriento — de su memoria histórica. Hacer luz en tales
rincones olvidados es — también — imponer el riesgo de una
elección: la normalidad se halla en lo plural y contradictorio, en
el peligro de equivocarse. Atrincherados en la tradición sólo
perpetuaremos el error. Usémosla, nos dice Reyes. Pongámosla
en movimiento. La memoria, para ser fecundante, debe pasar la
prueba del contraste, de su negación, sin temer a la irreverencia.
Ese margen abrió la mirada madrileña del escritor mexicano:
Coleção de Areia - 222
Negar una tradición, o no tiene sentido, o no es más que la
primera mitad de la verdadera revolución. Lo que importa
es reinterpretar, volver a admirar de otro modo lo que
nadie sentía siquiera, a fuerza de figurarse que lo
admiraba.
Desde la ladera europea (margen español), la mirada vuelta
hacia América. En similar coyuntura histórica y espacial, tres
novelistas fundadores, desde París: Miguel Ángel Asturias,
Arturo Uslar Pietri, Alejo Carpentier, en “aquel cerrado armario
de valores” de la vieja Europa, por donde ya asomaba su rostro
desquiciado el surrealismo, se aplicaron a mirar “lo ajeno y
original del mundo americano”, descubriendo así que “las más
ordinarias formas de la vida criolla” acababan alucinándolos a
ellos mismos; que la reivindicación de su habla, de su viva voz,
les permitía vislumbrar “el misterio de las significaciones” allí
contenido. Y expresaron “lo americano con una autenticidad y
una fe” que nunca hubieran alcanzado sin la distancia (escape,
regreso) desde la cual miraban ahora su propio mundo. Estalló
por si solo — madurez flagrante — el realismo mágico. Alfonso
Reyes, desde Madrid, desplegando idéntica especulación (“hay
que decir — carta a Pedro Henríquez Ureña — que ya pasamos
la primera etapa necesaria y utilísima: la creación de una
minoría selecta que necesitaba ejercitarse en las técnicas de
Europa; y que ahora vamos a la segunda etapa: aplicar a nuestra
necesidad el resultado del aprendizaje anterior (…) con el solo
ideal y las buenas intenciones (…) no se nace nada”): si no
concluyó (contención de la crítica) en aventura novelesca, sí
alcanzó — como Carpentier, remontando el Orinoco — el
principio donde mito y realidad confluyen en el uno vencedor de
la historia. En una sólida convicción poética arraiga la escritura
toda de Alfonso Reyes.
Visión de Anáhuac, su texto capital de esos años, principio
de una exploración, que desea más acabada y compleja, por el
“alma nacional”, para “extraer e interpretar la moraleja de
nuestra terrible fábula histórica (…) interrogando pertinazmente
a todos los fantasmas y las piedras de nuestras tumbas y de
nuestros monumentos”. Visión que, proyectada sobre “la región
más transparente del aire”, se zafa de la dictadura de la historia,
Coleção de Areia - 223
del enredo de las filosofías, de la disciplina de las ideologías: es
un texto poético, construcción de un friso verbal (visual),
concomitante con ese breve relato titulado “El testigo de Juan
Peña”, escrito también en los primeros años españoles, cuando
“los recuerdos vienen escoltándome, apresuran conmigo el paso
y conmigo cambian de acera. Al subir la calle de Alcalá, ya no
era dueño de mis ojos. — Es inútil — exclamó enfrentándose con
mis fantasmas -. Os pertenezco” (dicen los párrafos iniciales de
esa narración). Y, en tanto que texto poético, Visión de Anáhuac
es un palimpsesto: su voz son voces que, superpuestas y
fecundándose mutuamente, repercuten hacia su principio
original: el canto. Sorpresa, primero, que habla “de una Castilla
americana más alta que la de ellos, más armoniosa, menos agria
seguramente (…) donde el aire brilla como un espejo y se goza
de un otoño peremne”; espacio “por donde los ojos yerran con
discernimiento, la mente descifra cada línea y acaricia cada
ondulación”, y el hombre — absorto en su contemplación — “oye
la voz del ave agorera que le prometía seguro asilo sobre
aquellos lagos hospitalarios”; luego, “la envidiable hora del
asombro (…) sobre aquel orbe de sonoridad y fulgores”…20.
Y así empieza a ser nombrado aquel mundo, por quienes se
asoman a él: un mundo que también les habla, les nombra. Y
esto resultará decisivo. Voces de Humboldt, de Bernal Díaz del
Castillo, de López de Gómara, de Hernán Cortés, viéndose
discurrir (su propio ritmo, incluso) sobre la escritura
(transparencia) de la palabra de Alfonso Reyes; y en todas,
aquellas “conversaciones que se animan sin gritería: finos oídos
tiene la raza, y, a veces, se habla en secreto”; todas las miradas,
“un marco de los sentidos (…) la emoción de un raro y
palpitante caos: las formas se funden entre sí; estallan en
cohetes los colores; el apetito despierta al olor picante de las
hierbas y las especias (…) de una cuba sale la bestial cabeza del
pescado, bigotudo y atónito”. ¿No se superpone este sensual
dinamismo, esta abigarrada agitación, contada por el juicioso
Reyes, a la desbordada vitalidad del atrevido Lezama Lima, al
fijar la imagen de la expresión americana? Pálpito, pues, de la
20Subrayado mío.
Coleção de Areia - 224
carnalidad, de la oralidad: no como anónimo unificador, en el
estallido de la diversidad (de la diferencia), alcance sucesivo de
una verdadera y completa visión. “Sucesión de panoramas
cinemáticos”: el paisaje como identidad. Desde el Balcón de la
Armería, el Madrid posible emergía hacia poniente; pero la
atmósfera iluminadora (conjunción en Velázquez) lleva esa
mirada mucho más allá: reflejo y súplica, ahora, desde el balcón
(frontera también) que lo enfrenta a su necesidad existencial.
Y la lengua, como sonido del sentido, alongándose por esa
balaustrada superpuesta a la blanca piedra del Palacio Real de
Madrid, coincida con el canto inicial (cantar de
Ninoyolnonotza), meditación concentrada y delectación
melancólica, “fantaseo largo y voluptuoso donde los sabores del
sentido se van trasmutando en aspiración ideal”. Alfonso Reyes
escribe en Madrid, desde Madrid, en un momento crucial del
largo proceso de renovación que vive México por esos años. Pero
ni la dimensión erudita de su trabajo, ni su respetuoso
reconocimiento de la tradición clásica y española serán
suficientes para desalojar “del fondo de su mentalidad de
americano las preocupaciones, y más que las preocupaciones, el
instinto definido de miembro de una comunidad que encarna en
el Continente un movimiento de inflexiones imprecisas” (A.
Guerchunoff). Ni su espacio geográfico se ve confinado a la
estrechez del nacionalismo (avizor en las diversas encrucijadas
del Continente), ni su territorio espiritual se aísla en torno al
hombre mexicano. Reyes proyecta esa identidad hacia Europa,
adonde llega pensando en Grecia y en Goethe, en Mallarmé y en
Góngora y en Bernard Shaw, y desde aquí vuelve la mirada para
pensarse él como parte de ese mundo doble que lo identifica, en
la dinámica y recíproca dirección (relación) que descubre al
volverse; pero sobre todo en el habla (sonido del sentido), donde
se completa el perfil que traza: su reconocimiento. Idéntica
trayectoria: el desembarco perturbador en la literatura europea,
por esos años también, del bárbaro Ezra Pound. Desde su
diferencia (disidencia) periférica, sacudió el marmóreo respecto
a la antigüedad clásica, no para deshacerla iconoclasta, para
reconocerla viva, y reconocer en esa vitalidad la suya pujante de
pionero.
Coleção de Areia - 225
Tras el reconocimiento, la respuesta21. En 1923, Alfonso
Reyes concluye Ifigenia cruel, un poema dramático donde
encarna la doblez de ese destino recién iluminado: si el
movimiento anterior (ritmo, sentido) concluía en los orígenes de
la palabra (rescate de la oralidad), éste, de 1923, da forma al
conflicto surgido de la experiencia de tal reconocimiento. Por
eso, drama. Ante su difícil alternativa (memoria recuperada:
cumplimiento y orden; mundo ajeno que habita: proyección de
libertad), la protagonista opta por esta última como único
camino posible para eludir la fatalidad de su raza. Por eso,
además, poema trágico; poema de la elección decisiva.
Advirtamos, sin embargo, que esa experiencia dramática es
transfiguración literaria de un conflicto, personal e íntimo
(“intentamos emanciparnos de la angustia que tal experiencia
nos dejó, proyectándola sobre el cielo artístico, descargándola
en un coloquio de sombras”), desencadenado a partir del
impacto que el ánimo de Alfonso Reyes produjera la turbulenta
caída del porfiriato y la penosa suerte seguida por su padre22 en
los primeros, y confusos, momentos de la revolución. Conflicto
personal agravado por el forzoso y doble desarraigo 23 que el
21“Ifigenia cruel (…) es algo como una respuesta a la Visión de
Anáhuac (…) en donde el drama del espíritu y la tierra, el cielo y el
suelo, la sangre y la palabra, encarnan en un lenguaje sutil y bárbaro a
un tiempo y que sorprende doblemente por su arcaísmo y su
refinamiento” (Octavio Paz. Las peras del olmo. Barcelona. Seix Barral.
1971.
22Bernardo Reyes, gobernador de Monterrey e impulsor del progreso
económico de ese Estado. General y ministro de la guerra, durante el
porfiriato. Muerto (1913) en la revuelta contra el presidente Madero, en
el asalto al Palacio Nacional, a manos de partidarios del bando de su
hijo Alfonso. Su otro hijo, Bernardo, fue activo polemista político y
decidido partidario de Porfirio Díaz. Al triunfar la revolución, se vio
obligado a huir, refugiándose en España.
23Alfonso Reyes se aparta de la confusión reinante en la primera etapa
revolucionaria. Acepta un cargo diplomático en París, pero pronto será
destituido — como vástago de una familia porfirista — a la caída de
Huerta.
Coleção de Areia - 226
propio escritor debe afrontar inmediatamente después,
atenuado — en cierta medida — por la fructífera serenidad de su
etapa española.
Al saberse en el centro de su tradición lingüística, al
emparentar (galería de espejos) con una peripecia literaria de la
cual se sabe heredero (situación doble también del barroco
español), adquiere la distancia reflexiva suficiente para ver (y
oír) su propio mundo, y para exorcizar — más tarde — aquellos
fantasmas del desgarrón fatal que, tenaces, no cesasen de
acosarlo. Esto lo une — como vimos — a los fundadores del
realismo mágico; pero también lo divorcia de la experiencia
novelesca: la de Alfonso Reyes, en una más arriesgada
coyuntura confesional, en una más exigente dimensión
intelectual, integrando ese conflicto suyo — que los es también
de la identidad americana — en la más amplia — y sólida —
tradición clásica de la literatura. El teatro griego había nacido
para dar respuesta al destino de una colectividad dividida entre
su ser y su deseo de ser. Desde 1908, los estudios clásicos
fueron, para Alfonso Reyes, un “alimento del alma”, una ayuda
para superar la crisis final de la juventud, en la que — como dice
él mismo — “hay que suicidarse o redimirse”; y esa conjunción
intrépida entre raciocinio y pasión, que los trágicos griegos
harían monumento imperecedero superando las circunstancias
histórico-sociales que lo originaran, acudió de nuevo en ayuda
de nuestro escritor, en esta otra encrucijada de redención.
La muerte de su padre (porfirista, a manos de partidarios de
la revolución) y el precipitado exilio europeo (diplomático,
primero, en París; escritor, luego, en España, desde donde su
hermano Bernardo seguía hostigando a la revolución recién
implantada) ni atemperan sus convicciones revolucionarias, ni
desembocan en la cómoda opción del rencor: “creo más en las
ideas que en las coces, y mucho más en la parte constructiva que
en la parte adversativa de las ideas”. Esto lo salvará: su
humanismo convencido. Esto y — como decía antes — la
equidistancia juiciosa con que se sitúa entre los dos extremos de
su identidad (México-España) y entre los dos horizontes
españoles donde Ifigenia cruel se hace realidad (la costa
cantábrica, “este retiro plácido del verano (…) horas de
contemplación junto al mar y el consejo de sus colinas”, y “el
Coleção de Areia - 227
otoño de Madrid, consejero inquieto”, que propicia la
culminación del proyecto: verano de esplendor sereno
‘maduración inquieta del otoño, otra equidistancia fecunda).
Orilla abierta hacia lo posible; interior que nos reclama hacia su
centro: los dos rostros de nuestro único rostro, cruce necesario
de caminos.
Alguien, en una playa, espera conocer y reconocerse; alguien
aguarda el anuncio de su fecundación (“me inclino a creer que lo
femenino eterno — molde de descendencias — es más alto para
este milagro cosmogónico de las depuraciones que no el
elemento masculino”): una mujer que — en su incertidumbre —
se ofrece al recién llegado “del fondón de los mares”,
cumpliendo así su deseo de ser en el temor de ser (“oh vencedor
extraño, calla, porque, al fin, no quiero / saber — oh cobarde
seno — quién soy yo”).
¿No es este el siglo híbrido, de la identidad americana: seno
femenino dispuesto a la fecundación por un poder que sobre él
avanza y lo penetra, pero que acaba fecundando a quienes creían
poseerlo? Mujer, molde de descendencias, y sacerdotisa; ello es,
nuestro guía en el sacrificio después de haber cumplido — ella
misma — el papel de víctima: lo activo y lo pasivo en una misma
identidad. ¿No es la decisión femenina de seguir siendo mujer
negándose a serlo, la que determina el paso sucesivo y
arriesgado que configura la personalidad hispanoamericana,
desde su principio24. Guía (y vicario), porque antes ha sido
víctima. Purificado en ese sacrificio que en sombras encarna, la
experiencia de la doblez (y su conflictiva realización) permite a
Alfonso Reyes desvelar una reconciliación que no es rendición.
24Octavio Paz insinúa, si bien no da una explicación acabada del
asunto, que Ifigenia cruel expresa también la “visión de la mujer y la
meditación sobre la libertad (…) El enigma de la libertad es también el
de la mujer. Artemisa es una divindad pura y carnicera: es la lula y el
agua, la diosa del tercer milenio antes de Cristo, la domadora, la
cazadora y la hechicera fatal. Ifigenia es apenas una manifestación
humana de esa deidad pálida y terrible (…) Artemisa busca y rehúsa,
alternativamente, la encarnación, el encuentro con el otro, adversario y
complemento de su ser”. (Vid. Puertas al campo. Barcelona. Seix
Barral. 1972.)
Coleção de Areia - 228
Concordia, ha dicho Octavio Paz; ello es, que no excluye el
litigio ni la diferencia: desde el uno y desde la otra, alcanzar la
conformidad, la armonía (libertad) de la forma. Saberse
hispanoamericano exige el mismo reconocimiento del otro (de
los otros) protagonizado por su Ifigenia en el trance decisivo de
la elección, libertad fecunda (y fecundante).
Hispanoamericano de ventanas abiertas — dije — el
defendido por Alfonso Reyes; despojado definitivamente de
toda retórica, capaz de ir mucho más allá de tanta faramalla
erudita (torpeza estéril, disfrazada tras el rostro de hispanismo),
venciendo toda “timidez crítica”. A los caducos métodos de la
crítica germánica, opone Reyes el aire nuevo que, desde Italia,
barría todo cuanto era “equivocación y fraude: empeño de
escamotear los problemas espirituales con medios de trabajo
manual”, todo aquel hispanismo de catalogadores que había
sustituido “el golpe de luz del romanticismo que todavía nos
alumbra”. Reconocerse hispanoamericano supone — de una
parte — no cerrar los ojos a la “absorción repentina de nuestro
pasado” que abrió “el camino al que pronto habríamos de llegar:
el de la vida a sobresaltos, el de las conquistas por la
improvisación y hasta la violencia, el de la discontinuidad en
suma”; pero supone — de otra parte — romper con toda ingenua
credulidad, rectificar “las injustas leyendas” que corren en uno y
otro sentido, para — como hiciera Rubén Darío — desatar “las
palabras mágicas en que todos habíamos de reconocernos como
herederos de igual dolor y caballeros de la misma promesa”:
Así como América no descubrirá plenamente el sentido de
su vida en tanto que no rehaga, pieza a pieza, su
“conciencia española”, así España no tiene mejor empresa
en el mundo que reasumir su papel de hermana mayor de
las Américas. A manera de ejercicios espirituales, al
americano debiera imponérsele la meditación metódica de
las cosas de España, y al español la de las cosas de
América.
Desatar las palabras mágicas: acto voluntario de libertad que
nos enfrenta al padecimiento y a la esperanza. De un lado,
entrega; de otro, incertidumbre: una proyección en lo posible.
Coleção de Areia - 229
Hispanoamérica, encrucijada de mestizajes, frontera hacia una
constante renovación. Y, en tal coyuntura, la lengua como
aliento vivificador. No su acartonamiento gramatical (rigores de
la norma), la viveza de su oralidad (saboreo del sentido). Un
filósofo minucioso como Alfonso Reyes, sin reparo alguno a la
hora de volverse hacia el instrumento de su trabajo: organismo
latente y rebelde a toda petrificación (“canturía gustosa”), al
cual no le importa ser sorprendido en “flagrante delito de
transformación” (“en mi primera redacción verbal ante los
fenómenos de la vida, yo siento que siento en una lengua
levemente distinta de la peninsular. En esa levedad de matiz
está el conflicto (…). Me ocurre pensar que esta desviación
dialectal puede servirnos de índice para ir construyendo una
teoría de nuestra sensibilidad diferente, americana, y hasta — en
mi caso — mexicana”). Apenas una leve disidencia, pero falla o
rasgadura hacia el futuro, que hace de la excentricidad periférica
el espacio más sugestivo de nuestra personalidad histórica y
cultural común.
Una viveza que los es también social; agitación en la que se
superponen ambos rostros. La fiesta, explosión de la vida y
burla de la muerte; porque también la muerte es protagonista
del suceso: una perpetua disidencia burlesca. Bajo la mirada
deformante del esperpento (principio aceptado por Reyes,
cuando observa la imagen de España), la comunidad vibra, y
danza; en su ansiosa vitalidad, hasta los muertos se levantan (o
los esqueletos — ostentosa risotada — bailan): hormiguea el
pueblo en el danzón cotidiano, en la opulencia sensual de las
celebraciones: mercado, templo, palacio (“Van y vienen las
túnicas de algodón rojas, doradas, recamadas, negras y blancas,
con ruedas de plumas superpuestas o figuras pintadas. Las caras
morenas tienen una impavidez sonriente (…). Tiemblan en la
oreja o la nariz las arracadas pesadas (…). Sobre los cabellos,
negros y lacios, se mecen las plumas al andar (…). En las manos
aletea el abigarrado moscador, o se retuerce el bastón en la
forma de culebra con dientes y ojos de nácar (…). Las pieles, las
piedras y metales, la pluma y el algodón confunden sus tintes en
un incesante tornasol”); se llena la ciudad de máscaras y
deformidades de carnaval (solanesco amontonamiento), el
trajín de calles y plazas confundido con una multitud que
Coleção de Areia - 230
hormiguea (orillas del río) en las afueras (“Aquí el grito loco y
lírico, la palabra sin contenido racional, tecnicismo de la
extravagancia. He oído a un muchacho gritar a otro que lleva
una máscara de burro: — Eh, tú, cabeza de ópera (…). Aquí los
saltos animales de la risada y las sacudidas y el paleteo; aquí la
gracia bronca, el gesto muñeco y la canción del taratachumba”).
No hay centro, eje riguroso que determine el compás.
Movimiento de la excentricidad, en ambas direcciones: “a
diferencia de lo que sucede en las costas del Mediterráneo, aquí
el héroe tarda en resucitar, tal vez nunca resucitará. De otro
modo hubiera triunfado sobre el dios sanguinario y zurdo de los
sacrificios humanos, e impidiendo la dominación del bárbaro
azteca habría transformado la historia mexicana”.
Cruce y atrevimiento (violación e riesgo) en esos escritores
españoles a quienes Alfonso Reyes se aproxima, más como un
medio para corroborar su identidad que como objetos de
exploración erudita (“Siempre estoy queriendo comunicar y
cambiar ideas con los demás”): barroco florido de Góngora o
austero expresionismo de Quevedo o Gracián; remontando
hasta las estribaciones medievales del arcipreste Juan Ruiz o
entrando en polémica teatral con Lope de Vega. Y frente a ellos,
recibiendo y reflejando semejante agitación, el dramaturgo
contrahecho — ¿mexicano? ¿español? — polariza simpatías y
diferencias, en su deseo de establecer un ejercicio sereno de
juicioso raciocinio. Como ahora Alfonso Reyes, antaño don Juan
Ruiz de Alarcón y Mendoza deambula por un Madrid
crepuscular: “Antiguas Platerías (…) Huerta del regidor Juan
Fernández (…) Soto del Manzanares (…) calle de la Victoria (…)
parroquia de San Sebastián”. Buscándose (y reconociéndose) el
uno en el otro. Y si el ancestro mestizo objeto de burlas y
desprecios, Reyes víctima de las dificultades económicas; si Ruiz
de Alarcón, con su puesto en el Consejo de Indias o con sus
negocios, se aparta poco a poco de la vida literaria, de tantos
sinsabores, nuestro escritor saldría progresivamente de la
bohemia y la precariedad, granjeándose el respeto de sabios
profesores, y acaba por recuperar su cargo diplomático.
Prudente, sin embargo, no acude a la llamada de Vasconcelos,
su amigo y ministro en el México constitucional; prefiere aquella
Coleção de Areia - 231
distancia que le ha revelado su perfil mixto, multiplicándolo
inmediatamente en las otras direcciones del espacio atlántico.
¿Por qué ambos en similar equidistancia razonable? Porque
entendieron la lengua como comunión en la diferencia de las
diversas voces que hablaron español; allí donde la frase
“encabritada y gallarda” (lo dice Reyes de Quevedo) se resiste
por igual al orden escrupuloso de la norma y a la convención
literaria del artificio. Habla (y escritura como habla) que se
origina en una ponderada desconfianza y que rechaza el apoyo
de toda agudeza repentizadora (ironía de Gracián, en sus
manuales de agudeza e ingenio: contra la una y el otro su
pronunciamiento, si somos capaces de leer desde su doble
fondo). “Un gran regocijo verbal”, por completo ajeno a todo
color local, que nace del tono “conversable y discreto (…) de
psicologismo caviloso” del antepasado contrahecho. Nunca lo
vio así — crítica respetuosa de Reyes — Menéndez y Pelayo, y
tampoco — más grave — esa crítica española posterior que no se
esforzó por entender de otro modo la expresión americana. En
suma: para Alfonso Reyes — y toma la palabra a Azorín —, en el
barroco español se fragua el sentido irreverente (atractiva
puericia lezamiana) que habrá de alimentar la diferencia del
español americana; subversión de valores favorecida por una
subversión lingüística todavía — entonces — sin el atrevimiento
decisivo; comienzo de una pendiente que para ser
derrumbadero habría de pasar el trance de la disidencia
(elección) primera de sor Juana Inés de la Cruz: una mujer
también, como Ifigenia, negándose a sí misma.
Ni color local, ni regodeo descriptivo, ni testimonio político,
como señas de la nueva identidad. De ahí la torcida
interpretación española de lo americano; de ahí también — en
buena parte — el error propio que reduce la voluntad creadora
de mucha literatura americana a su inmediata utilidad pública o
política, que no histórica. Todo lo contrario: una psicología
nacional”, con la retórica emergente del reconocimiento de la
doblez: viveza de la oralidad, inversión del artificio. Por eso,
Alfonso Reyes se resiste a aceptar sin matices la explicación del
mexicanismo de Ruiz de Alarcón dada por su admirado Pedro
Henríquez Ureña: “más que servir la fórmula (…) para explicar a
Alarcón — dice —, la obra de éste servirá (…) para acabar de
Coleção de Areia - 232
explicarnos algunos rasgos del mexicanismo”. No es capcioso
este volver por pasiva del razonamiento; ni tampoco una salida
ingeniosa. Se trata, ni más ni menos, de aplicar la mirada
inversa (retorno reflexivo) de Alfonso Reyes, en sus años
españoles y tras la exploración que entonces hace por el
territorio sugestivo de la literatura peninsular de la encrucijada
barroca, espacio y tiempo — simultáneos — de la fundación
americana.
Y para que la simetría no se quiebre, otra galería de rostros,
otra multiplicación de voces (hasta otro recíproco reencuentro),
en la nueva (doble) encrucijada de la historia: final de un tiempo
(noventayocho español), principio de otro (modernismo
americano), en mutua y estrecha interdependencia. Lucidez de
región aérea en Azorín “que en Gutiérrez Nájera y en José Martí
tiene (…) ese rostro de sí mismo, que desde occidente le habla,
no alcanza la intensidad suficiente — explica Reyes con atinada
precisión — para fortalecer como era debido “su mismo
sentimiento de España”. Abigarrada mezcla de rostros y de
cuerpos, de hablas y visiones, en Valle-Inclán. Con él mantendrá
Alfonso Reyes su diálogo mayor y más complejo; con él se
enzarzará en el saboreo de la viveza de la lengua (ritmo
“encabritado y cortado”, agitación sin mesura), en su riquísima
oralidad naciente, en su particularísima construcción retórica:
plenitud del “regocijo verbal”. En ese encuentro (ese diálogo), lo
húmedo cálido, lo fluido fecundante, también: “lo que de
América lo enamora es aquella vitalidad patética, aquella cólera,
aquella combatividad, aquella inmensa afirmación de dolor,
aquel hombrearse con la muerte”. ¿No son esos los puntos
cardinales que definían ya el vigor periférico en la mitología
gallega de Valle-Inclán? Humedad y fluidez que se resuelven en
la peripecia caprichosa y errabunda de sus creaciones (y de sus
figuraciones verbales), frente al roquedal mesetario que “recibe
las influencias con reverencia ética, con fervor ascético” (por
decirlo con Lezama Lima): periferia atlántica en la que Reyes y
Valle-Inclán coinciden, a la que ambos pertenecen.
Y por donde transcurren. No sólo por el hecho de sus
respectivas presencias físicas, acá o allá. “México — confesará
nuestro gallego al mexicano huésped — me abrió los ojos y me
hizo poeta. Hasta entonces, yo no sabía qué rumbo tomar (…)
Coleção de Areia - 233
decidí irme a México, porque México se escribe con x”. No se
trata de una simple boutade valleinclanesca, y — en su diálogo
fecundo — lo ve Alfonso Reyes: esa minúscula x resulta
“inmensa en las direcciones cardinales” que apunta (nueva rosa
de los vientos), es “un crucero del destino”. Una y otra
apreciación merecen algo más que la leve complacencia ante
una frase feliz: pluralidad de direcciones, no convicción
autosuficiente de la unidad; principio de lo abierto a la elección
y, por ende, al azar de los cuatro vientos. Lo sabe Reyes por su
experiencia, por su hallazgo español; lo sabe Valle-Inclán, cuyo
encuentro con América facilita, de forma definitiva, el acceso a
su escritura de “la sustancia del recuerdo” americano, y — al
propio tiempo — le permite utilizar sus procedimientos
expresivos españoles para incorporar (dar cuerpo; poner en pie)
su visión americana que ya es visión de la doblez atlántica.
“Poder sintético (…) desconcertante — concluye Alfonso Reyes
— y esa Jalapa, esa Campeche, esa Tlaxcala entrevistas a través
del humo de la marihuana, como lindos monstruos de
alucinación y recuerdo, no se olvidan jamás”.
Subversión funambulesca del irrepetible Ramón, que “no es
un escritor: carece de urdimbre y cohesión”, pero cualquiera de
cuyas propuestas se mueven desde la agitación radiante del
capricho personal hasta el padecimiento verbal (nunca
explicación) de sus experiencias o sus ideas. Las palabras no le
imponen respeto alguno, y puede así devolver “su confusión a
las cosas, no con sa segunda iluminación: caos resplandeciente.
Para Reyes, en consecuencia, Ramón españolísimo (“unos
nervios de cien mil voltios”); pero también excéntrico, y por ello
en la sintonía de la disidencia atlántica, sin importarle — en lo
más mínimo — cuál habría de ser la correcta imagen de un
escritor. Bárbaro, en tanto que, respeto etimológico — es
distinto; porque atropella — además —, con un habla que es
siempre balbuceo original, todo respeto timorato ante la lengua
y ante los valores que la misma conserva y petrifica. Así, el feraz
encuentro entre ambos, en la frontera de las vanguardias, de su
pareja doble identidad.
Otro viajero por América que sufre “una honda y fecunda
crisis”, Ortega y Gasset. Otro de los españoles de la experiencia
madrileña de Alfonso Reyes, a través de quien el mexicano
Coleção de Areia - 234
puede concluir su simétrica especulación en la identidad
hispanoamericana. Lo que enrumba de nuevo la obra de Ortega,
tras su estancia deslumbradora en América, lo que “acabó por
ensanchar generosamente las fronteras de esta alma (…) [y] la
abrió a una comprensión más vasta y plena de la vida”, no era ya
— como en el caso de Valle-Inclán — la frescura sensual de la
oralidad, la sugestión insinuante de las visiones. El de Ortega es
otro viaje: explicación y entendimiento de sí (“la descubrió
[América], en efecto, para sí mismo”) que habría de ponerlo,
cara a cara, ante la disyuntiva que condiciona, de forma
sustancial, su pensamiento todo: frente al crepúsculo europeo,
la efervescencia de aquellas sociedades que se hallaban en el
momento de dar el paso decisivo para refundar su historia, para
asumir la modernidad abortada en los años de formación. No
hay temor en ellas ante eso, sino confianza (“nuevas alegrías
posibles”), y libertad despreocupada, gracias a la cual les será
dado recomenzar superando las viejas equivocaciones; no hay
obstáculos para que — también — “la frivolidad y los juegos” se
integren en la normalidad de su proyecto existencial.
Descubrimiento de Ortega (y asombro) de un español que no
niega — torpe — la competencia de todo aquello con su
verdadera y completa identidad; que no se sitúa en una posición
superior y desdeñosa; que habla desde un juicioso
reconocimiento.
La etapa madrileña de Alfonso Reyes concluye el 12 de abril
de 1924, fecha en que sus más próximos se reúnen en torno a él,
en su despedida. Pero su presencia española no ha sido inútil, ni
intranscendente: ni quedó en anécdota, ni se redujo a una visión
unilateral. Su mirada comprensiva — como hemos visto — fue
de ida y vuelta; su apuesta crítica — también — discurre en esa
doble dirección atlántica. Por ello, y al margen de las concretas
indagaciones que hemos analizado, su voz — en el ponderado
equilibrio de la sensatez — se empeñó en atajar la peligrosa
epidemia retórica que — desventura de nuestra historia común
— no ha sido por completo erradicada. Rememoración de
Alfonso Reyes, en este año del quinto centenario: para evocar su
peripecia madrileña y para familiarizarnos con su obra crítica
capital; pero también para que su afirmación hispanoamericana
nos enseñe (a españoles, a americanos) la torpeza de nuestra
Coleção de Areia - 235
mutua incomprensión. La lucidez del escritor mexicano no
admite — en este orden de cosas — reticencia alguna; sus
palabras, ante nuestra persistencia en el error y ante tantos ríos
de tinta inútil como han corrido para justificar una fe
hispanoamericana que sólo se renueva de centenario en
centenario, para disimular cierta mala conciencia, para
aprovechar — ladino oportunismo — la coyuntura, merecen ser
leídas con respeto, y — sobre todo — meditadas con atención. Y
sin prejuicios.
“Nada hay más desacreditado aquí que las prédicas de
hispanoamericanismo, que las campañas para “estrechar los
lazos” intercontinentales, que las fiestas de la Raza, que el
intercambio de serpentinas retóricas de uno a otro lado del
Atlántico”. ¿Podemos volver a nuestro oficio de exploradores en
esa compleja trama de relaciones, sabiéndonos libres de ese
pecado? Pero sigue nuestro escritor: “El descrédito americano
en España se debe a (…) la ignorancia de los emisarios de
América, y a la ignorancia de los americanistas oficiales
encargados de recibirlos”. Ignorancia que no es, naturalmente,
desconocimiento de la materia, sino dificultad (o blandura
timorata, o incapacidad humana) para bajar desde las alturas de
la vacuidad del discurso político (en todos los sentidos del
término) a la viveza de la oralidad y al fervor de una palabra
resistente al secuestro del significado y dispuesta a la
fecundación de los sentidos; para dejar que esa misma fuerza
cálida y húmeda invada los laboratorios esterilizados del rigor
científico.
Y Alfonso Reyes se atreve a concluir: “no se ha dicho (…) lo
único que había que decir: que América es muy distinta de
España, pero que es, en la tierra, lo que más se parece a España
(…) que la fraternidad es cosa natural, y que hasta puede llegar a
ser muy molesta, pero que es inevitable (…) [que] la verdadera
fraternidad excluye las continuas protestas de mutuo amor, y así
como podemos decir que América no era independiente
mientras sentía la necesidad de acunar a España (…) América no
será verdadera hermana de España mientras una y otra se crean
obligadas a jurarse fraternidad”. Hagamos abstracción del
idealismo subyacente en estas líneas; vengamos a lo que creo
importante: la afirmación de la diferencia. La imagen de la
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fraternidad aquí trazada por Alfonso Reyes, además de
inteligente, es capital para alcanzar nuestro objetivo. Diferencia
de la hermandad que es molesta y conflictiva y hasta difícil de
aceptar, si la recibimos desde la autosuficiencia. Pero que es
inevitable. Sin ella, imposible saber quiénes, de verdad, somos.
Porque, o falseamos el rostro en la hipocresía del mutuo amor, o
borramos aquella otra presencia que nos inquieta, porque — en
gran medida — es también la nuestra. Nada de juramentos de
amor eterno (como en los boleros) para escamotear las
diferencias; diálogo y discusión, si es preciso, entre ambas
mitades de la identidad, entre las diversas diferencias que
concurren en la misma voz. Nos entendemos. ¿Llegaremos —
sin embargo — a la concordia que decía Octavio Paz, que
estableció, en su obra fundacional, el maestro Reyes, tras su
juvenil y transformadora experiencia española, madrileña? Aquí
Reyes vivió; aquí despertó su conciencia de ser parte en la
abigarrada diversidad de la capital; no habló nunca de memoria,
ni se resistió a la polémica, a la disyunción imprescindible. Por
eso, aquí Reyes se hizo Reyes.
Coleção de Areia - 237
Todo viaje es a la ventura
(Siguiendo a Maqroll)
Todo viaje de verdad es a la ventura: salir como perderse,
como abandonarse a cuanto pueda venir, a lo desconocido. Por
eso, el viaje es la metáfora literaria por excelencia: lo es, sin
duda, de la novela; pero — y no en menor grado — también de la
poesía, ahí la pérdida resulta más inquietante (y peligrosa): lo
encontrado no tiene rostro, es lo invisible. Perguntémoslo, si no,
a Dante o a los místicos. Preguntemos, por ejemplo, a Mallarmé.
Una aventura cuyo espacio presupone esa misma inseguridad:
llámese mar, río o aire, llámese selva o desierto, sueño o noche,
el elemento que ha de acogerla sustrae la firmeza al
asentamiento humano (seno materno terrenal) y provoca el
hundimiento, el anonadamiento del protagonista del viaje, de la
vida que se juega siempre en ese viaje, esa aventura. Con un
viaje decisivo comienza la literatura, y se determinan sus
cruciales articulaciones: Ulises, Dante, don Quijote… Los dos
primeros son viajes interiores: el héroe homérico regresa a su
reino por una ruta de sobra conocida, la sorpresa es la invención
mitológica a la que habrá de enfrentarse; Dante ingresa en ese
otro lado que es un espacio intelectual alegórico: mundo del
conocimiento de sí mismo, y de su lado moridor, que dijera
Sebastián Salazar Bondy.
¿Por qué don Quijote viaja hacia fuera de sí, hacia el peligro
de su locura, incuestionable realidad con la que se ve forzado a
dialogar, a discutir? Porque todo ha cambiado con la aventura
atlántica. El viaje hacia occidente altera la faz del mundo porque
se cumple hacia lo nunca antes visto; no es un viaje del que se
piensa regresar; es más, quizá no se regrese nunca. Pero además
(y ahí reside el prodigio), en ese inédito horizonte lo
desconocido se materializa: no es necesaria la construcción
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intelectual del mito para dar cuenta de tal aventura; lo soñado y
lo verdadero son la misma cosa; mejor, lo soñado encarna allí,
toma cuerpo, exige un mirar absorto y un urgente e inquietante
intercambio sensorial; deriva en un diálogo cuya fertilidad
inagotable llega hasta nosotros. Sucedió con la presunta locura
del descubrimiento y la conquista: no podía ser de otra manera
(preguntemos a Lope de Aguirre, por ejemplo). Pero los viajeros
atlánticos del XVIII, movidos por su rigor científico o por
intereses menos confesables, también entregan, consumen la
vida en su singladura. Preguntemos, si no, a Humboldt. Y las
tristes oleadas de la emigración — tan próximas, tan nuestras —
¿qué fueron sino alimento de la misma aventura? Ninguno
regresará siendo el mismo: los unos y los otros, duplicados
definitivamente en la nueva identidad.
Desde Europa (brumas septentrionales), donde cumpliera su
período de formación, donde quizá apuntaron sus exigentes
convicciones culturales, Alvaro Mutis — un buen día, en esa
edad crítica para un muchacho — viaja también, hacia América
(hervor del trópico), hasta la finca cafetalera de Coello, a 12
kilómetros de Ibagué, camino a Armenia, hasta su Colombia de
origen. Ese joven, desplazado a otro mundo que es el suyo
desconocido, pretende evadirse de aquellas nuevas e insultantes
presencias con la disciplina de sus lecturas históricas, la pasión
primera. Pero lee suspendido en la blandura de una hamaca,
rodeado de “los maravillosos olores de tierra caliente, el
trapiche moliendo la caña (…) Ese olor agrio, intensamente
vegetal, invasor, absoluto y total de los cafetales”; olor “a barro
fresco, a vegetales macerados, a savia en descomposición”, en
las crecidas del río Coello; rumor persistente del entorno; ecos
de sus propios deseos, de sus maldiciones obscenas, rebotando
en “los abandonados socavones de las minas (…) en el afelpado
muro de las profundidades”: inquietante o sugestiva
sensualidad penetrando — sutil o turbulenta — en el espacio de
aquella otra memoria ordenada en los libros. Pero ésta no será
barrida (borrada) por aquélla. Ambas, más bien, se miran y
reconocen con mimosa complacencia; se diría que hasta
copulan. En tal encrucijada — de tal unión — nacerá Maqroll el
Gaviero. Es y no es trasunto del autor: objetiva la historia, sí,
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como protagonista de tantas peregrinas singladuras; pero es
doble (sombra) del propio Mutis, persistencia de su memoria,
imágenes de su deseo. Una acción y una pasión.
Con Maqroll comenzará el viaje verdadero, el viaje fabuloso.
No antes. Sólo cuando a Mutis le ha sido revelada aquella doblez
sustantiva y sugeridora, Maqroll — marginal y apátrida: es todos
los que va siendo, pero no consigue ser nadie — sabe lo que le
espera y sabrá esperarlo. Gaviero al fin, avizora siempre lo por
venir, se le revela lo oculto, y de ahí su prodigio poético. Maqroll
acepta su destino y va, discurre, derrota por un espacio siempre
diverso pero siempre fluyente o deleznable (mar o río o
cordillera o esteros), se refugia en lugares de paso, que apenas
da cobijo (hoteles y hospitales, una choza improvisada a la orilla
del mar, un maltrecho coche de segunda junto a precipicios de
silencio y muerte). Sin embargo, el final de su viaje, de su
derrota, será siempre la humedad caliente de los últimos tramos
del río, de las desembocaduras. Para Maqroll (para Mutis) los
ríos son el morir: en el discurrir de su aventura (de su
pensamiento) se deja la vida, consume su tiempo, “usándose
para la muerte, gastando sus fuerzas y bienes para llegar a la
tumba”, en la exuberancia proliferante de una pasión: el deseo
desbordándose en cada trecho; en la llegada, “una apacible
tersura que esconde la densa energía de la corriente, libre ya de
todo obstáculo”, un imperceptible y ronco macareo: refracción o
contención de la sabiduría (“un cierto hilo de claridad”) en esa
proyección ulterior, sólo visible para el experto Gaviero cuya
memoria ha quedado purificada por la degradación, la
enfermedad, la muerte (“sus ojos, muy abiertos, quedaron fijos
en esa nada, inmediata y anónima, en donde hallan los muertos
el sosiego que les fuera negado durante su errancia cuando
vivos”). Su destino, ser no siendo; el mismo de su inconclusa
América.
¿Reconocimiento de la ausencia de trascendencia, como se
ha dicho? Maqroll regresa siempre. Incluso después de morir,
Maqroll vuelve siempre, vive siempre, para contarlo. Aquel
calor húmedo (agua y fuego) del detritus fluvial le otorga la vida
de una forma natural, espontánea y violentamente: navegando
por la fiebre y el sueño — momento álgido de la enfermedad —
se siente transportado “al fondo del mar, por entre las mareas
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crecientes (…) allí, bestias sabias curaban nuestros males y
nuestro cuerpo se endurecía para siempre como un lustroso
coral en la primavera de las profundidades”. Para Mutis — para
Maqroll — el mar es el vivir. Nuevo Anteo, el Gaviero no renace
al contacto con lo sólido terrenal, sino en la delicuescencia de
“un mar sereno y tibio del que se desprende una tenue neblina
que aumenta la lejanía y expande el horizonte en una extensión
sin término”.
Lo importante de cualquier viaje — con serlo, y mucho, esa
entrega a lo insospechado — es volver/vivir para contarlo. Y
contarlo exige la imago lezamiana: fundar inventando; y
reclama, además, nuestra complicidad: aceptar la palabra,
abandonándonos a su encantamiento, aun a sabiendas de su
mentirosa provocación. A partir de entonces, un nuevo
movimiento — inverso y complementario — en el viaje de
Maqroll, en la escritura de Alvaro Mutis. La horizontalidad
sucesiva del discurso recuperador de la memoria, quebrada por
el estallido vertical de la revelación: no el tiempo, ni su huella
dolorosa, el hondo manar de la sensualidad (“una verdad de
sustancia especial y sobre la que el tiempo no tiene ascendiente
alguno”). Lo horizontal está caliente, se despereza con lentitud,
sin aparente movimiento y sin ruido casi: ronroneo continuo,
balbuceo o murmullo, voz que viene en perdurable discurrir; lo
vertical hierve, salta o se encrespa, hasta superar toda
dimensión durativa. Una suerte de armonía, esa coyuntura:
unión de los dos mundos (el de la forma, el de la conciencia). La
palabra — en su abundancia — como conjuro de esta
iluminación (escritura) ulterior. Lo horizontal, en el oído; en la
mirada, lo vertical: ritmos convergentes ahora.
Maqroll regresa sin la carga del tiempo, olvidado el desgaste
de la anécdota. Hasta entonces, la palabra del Gaviero —
secuencia de las jornadas de su viaje — comunicaba la historia
de una inmolación, era un rastro de escritura (sentencias,
letanía, oración) que Alvaro Mutis podía transcribir desde una
cierta arqueológica distancia. En el regreso, Maqroll habla; su
voz, un “monólogo, descosido y sin aparente propósito”: todo se
mezcla en la intensidad de su delirio. En ambos casos, lo poético
depende del ritmo, de la modulación propia de cada prosodia.
Coleção de Areia - 241
Reseñas, ciertas visiones, algunas experiencias (fragmentos)
resumían su constante metamorfosis, justificaban la
multiplicación de sus máscaras, daban certeza a sus
invenciones. Pero “la palabra, ya en sí, es un engaño, una
trampa que encubre, disfraza y sepulta el edificio de nuestros
sueños y verdades, todos señalados por el signo de lo
incomunicable”, como descubrirá el Gaviero asaltado por la
sabiduría en la diluida frontera de niebla que corona las
montañas, de espesa calima que cubre el delta fluvial, de
humedad que preña el laberinto de las minas. Narrar supone
conocer previamente, y manipular lo conocido para alcanzar un
destino, un reconocimiento; no es ésa la función del Gaviero —
de Mutis — cuya certeza es haber visto lo invisible (alcanzado lo
imposible) venciendo, o contradiciendo, a la memoria: “lo que
creemos recordar — dirá en su obsesivo monólogo — es por
completo ajeno y diferente a lo que en verdad sucedió”.
Recuperación (redención) del sonido del sentido — es su
oficio mayor. En la ausencia de tiempo, en la carencia de lugar,
algo se ilumina siempre, se opone siempre — en su complejidad
— a la petrificación de los significados; dejando — esto sí — “el
amargo sabor a fracaso que es la moneda con que se paga tan
vano intento”. Recuperación (redención) de una palabra libre de
anécdota, de cualquier servidumbre rítmica o métrica, capaz de
“perpetuar lo inasible”. Lo dice Juan Gustavo Cobo Borda: “la
escritura de Mutis no ve del poema en prosa a la ficción
narrativa, sino de ésta al lenguaje abiertamente poético”. La
prosa de ese imparable monólogo del Gaviero tras su regreso (en
su permanente recurrencia) no se materializa en la fuerza
expansiva del análisis, se aprieta en la contención del hallazgo
del deslumbramiento: verdadera síntesis poética, crece como
multiplicada respuesta del espejo verbal a los fragmentos de
experiencia que habían sido los poemas. Palabra como
confesión, como fundación, en un espacio y un tiempo
primordiales. Allí la voz (“llamada intensa, insistente, imposible
de precisar en palabras y ni siquiera en pensamiento”) nos invita
a comulgar con el origen, dinámica oralidad superadora de tanta
retórica impuesta por la literatura.
Coleção de Areia - 242
El viaje de Maqroll — espacio del discurso, tiempo del
vencimiento — acaba con su vida, pero acepta el riesgo del
regreso: recuperación (reproducción) del viaje verdadero en el
delirio de una palabra excéntrica, en la frágil sensualidad de
“ultramarinas pulpas azucaradas y pomposas”, preservando así
el lenguaje (la vida) de lo conceptual sentencioso de “aquel
barroco quevediano, apretado como humor de zarzamoras”,
como — con incontenible regocijo — observara Lezama Lima el
doble rostro de nuestra lengua. Yo, sin duda, con Maqroll. Hasta
la muerte. Digo, hasta la vida. Para contarlo.
Coleção de Areia - 243
La palabra dada
El poeta se ha detenido (y yo, en su lectura) “bajo el gran
paladar de este cielo estrellado”; observa con asombro la línea
del mar en la playa, su frontera: “oscura lengua que se toma
reposo”. ¿Por qué se ha detenido el poeta, por qué la palabra
constante del mar, después de fluir generosa, ha enmudecido de
repente? Porque no hay palabras: triunfo y derrota de la
escritura poética, inocencia fundamental. Porque el poeta deriva
por el conocimiento hasta el umbral preciso de la sabiduría
(nunca se instala en ella; se alza contra ella), y en ese punto
(instante, su tiempo) toda imagen se borra en lo negro; las
palabras se desvanecen. Queda siempre — eso sí la palabra
dada: herencia o testigo — imagen también — para comenzar
este (otro) discurso ¿paralelo, sucesivo? ¿Acaso escribo yo ahora
un texto contradictorio del que leo, siguiéndolo como reflejo
pero sin encontrarlo jamás? ¿O reiteraré simplemente lo ya
dicho — grisura del súbdito —, con otras palabras más torpes,
que igualmente acabarán extinguiéndose en sus ecos? Si 1a
lectura (pesquisa visual, recorrido indagador) del poeta
concluye en puro decir, palabra sin apoyo ni protección: riesgo
de la escritura (forma) inaugural que es el poema; este discurso
mío se establece como principio invertido de aquel viaje, de
aquella mirada: reflejo (lectura) cómp1ice de su permanente
comenzar, de su indudable disposición a comenzar. En esta
inminencia, mi confianza, mi comunión con él. No hablo de un
poeta, ni de un texto; hablo con ellos. Mejor, gracias a la palabra
que por ellos me ha sido dada, puedo hablar.
Llegamos (poeta, lector) a la orilla, boca de la noche,
borde del abismo; y al llegar, en ese final, ¿qué vemos? Una
imagen inicial (iniciática) aguarda (aquí, el gran paladar del
Coleção de Areia - 244
cielo). Acabada toda seguridad, allí principia el reino de lo
desconocido, y sólo al poeta le ha sido dado arribar a tan
extremas estribaciones; sólo él tendrá la potestad de dar nombre
a lo inexistente, a lo todavía no sido. Pero en tan decisiva
operación, algún temblor lo hace titubear, tartamudear, si no
enmudecer. Es la misma orilla recurrente de las cantigas o del
romance, de la solemne peregrinación del héroe en la epopeya. Y
un bajel que, a escasa distancia siempre (¿va, viene?), guarda
una palabra o una imagen, promesas de nueva aventura, o
continuación insólita de la misma, más allá del límite de este
lado (“cuando, de improviso, hacia sí ve venir un barco, / en
cuya popa viaja sentada una doncella / que de querer acercarse
a él da señas: / mas, aunque parece llegar, nunca el barco arriba
a tierra”, Ariosto); bajel o cuenco marino que “de mí no se
separa, es mi sombra interior”. En la revelación, el asombro: “la
llegada al final no me resulta grata, me produce una sensación
de mutilación, de vacío”. ¿Se habla ahí de vencimiento del
tiempo, de su precipitación hacia el ocaso, otoño vespertino?
¿No será, más bien, este final, el principio? Experiencia del
poema, experiencia del amor: en la plenitud, la nada; retorno
instantáneo al diminuto principio que somos, brevísima
afirmación de una voluntad de ser total.
El poeta (el lector), perdiéndose en el hallazgo, penetra la
noche (el mar, el abismo), ámbito cerrado y vacío pero total e
insondable, iluminándolo ahora con su antorcha seminal,
explosión láctea de palabras en el ciclorama negro del otro lado.
Porque las palabras no están aquí, en el espacio blanco de una
página, estallan allá, en el principio u origen, claustro materno
que las acoge pero que las devora. Su fuerza líquida, sin
embargo, irradia una luz de humedad fecundante, libera y abre
(estrellándola) aquella noche cerrada; y es posible entonces
“reemplazar el escudo de Aquiles por la copa de vino sin vino,
este árbol por aquella hoguera. El árbol como sombra de la
hoguera petrificada; la hoguera, discutiendo con el viento mueve
los brazos como hojas. Igualado el árbol con la hoguera, el éste
con el aquél, desciende la metáfora, para lograr el nuevo
reconocible” (Lezama Lima). Perdido ahí — decía — el poeta;
pero no desaparecido. Pasivo y activo a la vez, será fecundado
por la noche, lamido por el mar, obsedido por el abismo; simula
Coleção de Areia - 245
la quietud del éxtasis pero continúa su operación poética, que es
erótica: violencia inseminadora del cuerpo de la realidad, del
tejido del lenguaje: entrega que es conversión (muere que es
vida, en la paradoja impar de los místicos).
Tradición (transgresión) sofocada o desenfocada con
extraña premura, voluntariamente olvidada (o tergiversada) con
recurrencia tenaz: dar forma a lo invisible, a lo inquietante y
misterioso, ¿irse por las ramas?, ¿volver la espalda a la realidad?
Abandonarse a la fruición del decir, a la libertad extrema de una
palabra sin tiempo ya. Superada la mentira (máscara) de los
significados, hallar el destino cierto del alumbramiento poético,
dispersión (disgregación) de los sentidos: “lo fruitivo entre los
griegos conducía a la inmortalidad, repitiendo el menú de los
dioses, el hombre llegaba a ser Dios” (Lezama Lima).
Radicalidad del oficio poético; que no tolera contaminaciones;
fundación permanente, nunca el torpe desgaste de la utilidad.
Porque el poema no dice luz, ilumina el espacio con palabras,
introduce el logos (definición, delimitación) en la extensión
insólita de lo indecible, abierta ante el poeta la frontera última
“donde confluyen lo interior y lo exterior: la zona del lenguaje”
(Octavio Paz). No palabra en el tiempo, por tanto; palabra que
se resiste a la sucesión de un discurso temporal, a1 orden y a la
quietud de un tiempo pensado, para vivir sólo en la errancia del
tiempo padecido, del ser existiendo (anacrónica contradicción)
en el abismo (o noche o mar) donde, “como es indecible, se
resolverá en música. Y en la forma más musical de la palabra:
poesía” (María Zambrano). Tiempo que es espacio. Por más que
los signos existan, se manifiesten sucesivos, la forma verdadera
es ese lapsus (aire poblado de armonías) entre el padecimiento
de la experiencia y su materialización visual; allí, la unidad del
significado (que poseemos) se hace pluralidad de sentidos (que
buscamos, que deseamos): revés del mundo, revés del lenguaje;
pero nunca su negación: “Entre el ascendit, la verticalidad
anclada en Dios (…) hasta el descendit del ritmo, de las órficas
evocaciones infernales, queda el vacío extensionable, dotado de
una vasta posibilidad irradiante” (Lezama Lima).
Así, el debate inicial de este discurso, entre palabra y
silencio. Puesto que se ha de nombrar lo inefable, ¿será el
Coleção de Areia - 246
silencio el único espacio (forma) posible para la poesía? Trampa
(o falacia) de la concepción temporal, sucesiva, de la escritura
poética desembocando en simple experimento visual: llenar
(mover apenas) el espacio blanco de la página con una rotación
de palabras y de vacío de palabras para acabar en el silencio,
porque nada dicen. Se hurta así toda posibilidad para el
alumbramiento de la forma; habría que decir nada, y se repite
tan sólo un (el mismo) gesto: el poeta (el lector) en el estadio
(instante) previo, contenido por el asombro, retraído ante el
riesgo que la palabra reclama, que él no se atreve a dejarle
correr. Prendimiento antes que desprendimiento; no entrega, y
comunión generosa (lo requerido para penetrar y fecundar ese
nuevo ámbito), uso egoísta (doliente) o secuestro (sabiduría, no
inocencia) del significado. Si el silencio existe es porque, antes,
sonó (se vio) la palabra, y porque después — si esa palabra es
palabra dada: promesa — permanece, se proyecta — no sucesiva,
irradiante — en el nuevo ámbito sin final. Porque lo negado por
el silencio es un espacio corporal; mejor, la incorporación de un
nuevo espacio sin medida, ejercicio por donde la experiencia del
pensamiento se transforma en otra — inédita, iniciática — de
reflejos verbales y visuales, multiplicación de ecos, proliferación
de iluminaciones: un vacío lleno, cuerpo ausente que en palabra
(ritmo) se hace presencia instantánea, y luminosa. Porque sólo
se comulga si asumimos la forma, si consumimos un cuerpo. O
su hueco, su lado cóncavo. La escritura, encarnación de lo
abstracto universal en lo personal individual, de tal modo que lo
conseguido sea la forma del misterio — principio, fin — de la
existencia; y esa forma, la experiencia misma: lenguaje, cuerpo
del alma.
Forma del misterio, cuerpo del alma: la palabra dada. Y,
por tanto, única. Aquella que no necesita escritura pues encarna
— ella misma — todo el saber, y se ofrece a una comunión total:
para interiorizar sus sentidos, hemos de asumir orgánicamente
su forma (articularla, entornarla, seguir su ritmo), y quien
aprende es el cuerpo que participa activamente del ejercicio, de
la disciplina que — al propio tiempo — es un placer físico
(música, danza, éxtasis). Una palabra religiosa y sagrada
(secreta) pero no por ello ajena, ni distante: el ejercicio de tal
comunión la integra con toda normalidad en la experiencia.
Coleção de Areia - 247
Palabra en estado original (inicial), en el umbral de lo
verdaderamente poético. Y tanto nos importa, tanto nos implica,
que, deseando hacerla nuestra para siempre, la fijamos en
escritura. En ese momento, introducimos el tiempo mortal en su
perdurabilidad originaria, indiscutible; imponemos a la palabra
dicha (canto) las leyes de la palabra escrita (cuento): limitación
del significado, linealidad única de su disposición sintáctica.
Todo cuanto conocimos (poseímos, penetramos orgánicamente,
fecundamos con placer) se acumula así, cuantitativamente como
ajeno, a la espera del ser aprendido; es decir, a la espera de no
ser vivido, pues sólo se trata de un objeto aparte que —
trasladado al discurso — trasmite, por intermedio de éste, su
parcial utilidad uniformadora (religión, ley, moral): operación
transitiva y no reflexiva. Se puede volver sobre lo escrito, sin
duda; pero el motor de esa vuelta es intelectual, no orgánico:
exigiendo explicaciones, no placer.
La radicalidad del ejercicio poético (lectura que es
escritura) consiste, precisamente, en establecerse como forma
(cuerpo de signos) pero negándola al unísono con su primordial
oralidad. Por eso, pisa siempre una zona final de la experiencia y
prepara el paso (salto) hacia un principio inédito que es deseo,
impulso posesivo y disgregador. La palabra dicha, la palabra
dada, es una forma la más auténtica de disidencia; se margina
del orden, contradice la ley, apenas se escribe en el aire
(Rabelais), pero resulta, por ello mismo, la única
inquebrantable. Cuando no se dan estas condiciones, y el poeta
se aviene a aquel utilitarismo transitivo, su palabra — si no falsa
— se limita a la uniformidad del significado, y el poema reproduce apenas el objeto aprendido, aprehendido; todo acaba
(se apaga) en la escritura; y un discurso como este mío resultará
— entonces sí — redundante y gris, interesado; sólo justificación
(salvación) del primero. Pues si la palabra poética es de verdad
palabra original, no es cuento, ni cuenta; se establece en un
espacio que es concentración dinámica del tiempo y explosión
seminal del conocimiento: en un instante se resuelve su ser y su
proyección hacia la totalidad; niega su carácter sucesivo y se
afirma como manifestación, como epifanía: “la duración sólo se
aglomera de una manera ficticia, en una atmósfera de
convenciones e definiciones previas (…) por el contrario, el
Coleção de Areia - 248
instante se revela susceptible de precisión y de objetividad;
sentimos en él la marca de la fijeza y de lo absoluto” (Gaston
Bachelard). Necesita de la escritura, sí, pero se resiste a que la
presencia que por intermedio alcanza, acabe extinguiéndose una
vez alumbrada. Y la contradice constantemente. Ante la prosa,
que se orienta en una sola y progresiva dirección (idea, moral,
experiencia), la poesía discurre en sentirlo inverso, volviendo
siempre y en diversas direcciones; se desarrolla “en la indirita
via, en el flechazo oblicuo, en el espeso cristal que prepara las
angulosidades de la refracción, la cauda de los colores siguiendo
la suerte de la luz teologal” (Lezama Lima).
Y como Lezama, José Bergamín: “porque si la novela es
mundo humano, la poesía es mundo divino. La poesía está
siempre del lado de allá. El mundo de la novela acaba donde
empieza el mundo de la poesía. E1 fin del mundo de la novela —
su revelación — es el principio del mundo de la poesía”.
Sustituyamos términos iguales: concluido el cuento, y su lógico,
sucesivo amontonamiento de sabiduría (el narrador, el sabedor,
el novelero por naturaleza; no hay opción para la inocencia en
su oficio), llega el momento de comenzar el canto con su
desprendimiento y desnudez (desnudez desprendida, generosa),
con su imprescindible ingenuidad pero con la fogosa agitación
que el deseo instaura en el centro de tal experiencia. El discurso
sabio de la ética (que da lecciones, que nos obliga) culmina en la
revelación instantánea de una forma, de un principio estético
(que pide ser indagado, que es doble y nos proyecta siempre
hacia un horizonte posible). En ese límite, la voz de desde
dentro promete: “subiré con hervor tu hastío, / daré a tu duda
espuma” (Juan Ramón Jiménez); forma efímera que se alza
vertical irrumpiendo en la monotonía sucesiva del tiempo,
frente a su orden horizontal y quieto. Y Gaston Bachelard, en
perfecta sintonía: “la poesía, más finamente conmovedora que la
moral, la poesía, más finamente perspicaz que la inteligencia,
más intuitiva, nos lleva al punto medular en que,
intercambiando su valor dinámico, la pesadez y el hastío ponen
al ser en vibración”. Frente al hábito repetido, frente ál
cumplimiento respetuoso de la norma, sus tres principios
motores (excitación afectiva, agudeza visual, percepción
instantánea) la sustraen al tiempo y a su caducidad, para
Coleção de Areia - 249
perpetuar una revelación que, nacida en el fondo orgánico de la
experiencia, se eleva y difunde como impulso único y luminoso:
“Rompió mi alma con oro. / Y como mágica palmera / reclinada
en su luz, / me acarició, mirándome / desde dentro, los ojos”:
nuevo reflejo, en Juan Ramón Jiménez.
Pero, ¿es que el ser de la poesía huye de la experiencia, de
la verdad? Como con ignorancia se afirma, ¿es la poesía algo
ajeno a la vida? Bien al contrario, al situarse en ese ámbito
fronterizo — que es interior y exterior a la vez — la palabra
descubre la mentira del significado, su simple, unilateral
convención (no convicción), apenas uso y desgaste: sólo
máscara que oculta (ahoga) su vigorosa diversidad. La
experiencia poética no lo es de lo trivial, sino de lo complejo; no
quiere el uso interesado, rechaza el poder; es una abierta
disponibilidad, experiencia de una palabra en permanente
conflicto, el mismo que implica (explica) la existencia:
¿aceptamos el significado (la vida) o anhelamos la pulsión de los
sentidos (el deseo)? “Ahora siento la pureza de los límites y mi
pasión no existiría si dijese su nombre”, escribe Antonio
Gamoneda. Nada que no sea esa tensión (evidente aquí) entre la
certidumbre (hasta cierto punto, pues de una sensación se trata)
y la remota posibilidad de romper las ataduras de la existencia,
si se poseyera — por un momento — la palabra precisa, el
nombre. ¿Qué mayor riesgo existencial? ¿Qué mayor evidencia
de verdad?
Naturalmente, la lengua poética no ha de usarse (ni
entenderse) como instrumento; ha de reconocerse como
organismo cuyas alteraciones no dependen de las leyes
establecidas por la gramática, ni de los usos del léxico, sino de
sus propios cambios de estado físico o afectivo. Y de uno, por
encima de todos: aquel que se produce entre presencia objetiva
de una señal (signo), que obliga al asentimiento, a una
aprobación a posteriori, y experiencia inmediata (sentido), que
nace del contacto con ese cuerpo para proyectarse hacia el
barrunto de lo que ha de venir. Reflexión sobre la forma; y ello
implica una distancia, y no tener miedo a la diferencia. Todo
lenguaje empeñado en la igualdad niega la poesía; por eso, el
movimiento que de esta última genera se desplaza desde el
Coleção de Areia - 250
centro hacia la periferia, su lugar natural; pero no para aislarse
allí, para ser allí extremo de un diálogo con aquel centro del cual
se ha exiliado: excentricidad también, por tanto, el rasgo
primordial del discurso poético, sin que para ello tenga que
estar, por fuerza, en otra parte: no se habla de ubicación
geográfica o de localización histórica, se alude al movimiento
orgánico sustancial que lo caracteriza. La poesía siempre
establece una diferencia, puesto que es la única forma de
escritura que se atreve a negarse, a borrarse, a medida que se
produce. En otras palabras, a preguntarse por su significado a
través de los sucesivos sentidos que en ella misma se engendran;
a perseguir la certeza, siempre dolorosa, de que “escribir
significa caer en los abismos del desconocimiento absoluto”
(Dionisio Cañas). Pero no en el silencio.
Celebración y drama: fragilidad siempre abocada a la
ruptura (nuevo nacimiento), donde habita la poesía de Juan
Ramón Jiménez; atrevimiento rítmico y desbordamiento
sensorial (de palabras, de imágenes) con que Lezama Lima
despliega la selva selvaggia de su escritura; vibración, pero no
canto, susurro insinuante o amago temeroso de que, una vez
realizada verbalmente, la visión se deshace en aire, en eco, en
silencio: así da fe de su hallazgo el peruano Emilio A.
Westphalen; elevación vertical de la visión y detenimiento en su
transparencia, la operación singular de José Gorostiza. Todos
ellos, ante el abismo, después de haber llevado su palabra hasta
esa última orilla, primer horizonte, puerta de la noche. Escriben
en el espacio, hueco, entre voz y silencio, entre conocimiento
(búsqueda del deseo) y belleza (hallazgo, plenitud de la forma):
delgada frontera que es muerte sin fin. Poeta, el solitario a
ambos lados de esa línea última y primera. Ve la sucesión
horizontal de su existencia cortada de improviso por la
verticalidad rotunda de la experiencia verbal. Y si bien hace
causa con el mundo (miembro solidario es de ese cuerpo), no
podrá sustraerse nunca a su revés iluminado, revelado; y
acabará reconociéndose, desprendido, en el espacio sin tiempo
que ante su mirada (su deseo) se extiende.
Isla en el mar; aire, luz en la tierra: el poeta es siempre el
lleno, el sobrado; aquel desprendimiento le concede esta
sobreabundancia de un orden exterior revelado: conjunción de
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variedad y unidad, de tiempo en espacio contenido. A su
existencia conflictiva no opuso Fray Luis de León el orden de
una moral salvadora, ni se refugió — ciego — en la fe. Quiso
mirar. Y su mirada se tradujo en ansia ardiente de salir, de
realizarse en una forma que es aire, que es luz: proliferación del
conocimiento para alcanzar la “eternización instantánea de lo
momentáneo y pasajero”. Imágenes que los sentidos desdoblan
y desquician, signos cuya trama se disgrega en sorprendente
tejido corporal: Lezama Lima deja que su palabra respire,
acompasada no a la armonía cósmica, a esa insólita
multiplicación de la materia del mundo en un “espacio gnóstico,
abierto”, donde se producirá “una manera de fecundación
vegetativa”. En uno y otro caso, el motor de la escritura es deseo
de posesión fecundante; con él identifican ambos poetas su
oficio. Ejemplo mayor — una vez más — Juan Ramón Jiménez y
su última construcción poética: horizonte que se prolonga, sin
interrupción alguna, como un solo cuerpo, una sola forma; pero
cuerpo (y horizonte) de agua (visajes, reflejos, transparencias,
reverberaciones: una sugestiva incertidumbre), única línea de
escritura alzada como canto y como cuerpo, como ritmo y como
forma que está y no está. Nunca el que sabe; el poeta, un
iniciado, un converso, en estado de perplejidad inocente vive la
escritura, no la sirve. Se instala en su centro: “la poesía afirma al
sujeto, no al súbdito”.
Confesión y testimonio obturan el discurso poético,
porque acaban en sí mismos, porque se saben. Apenas
configuran un discurso de lo neutro, de lo útil; pero nunca de lo
creado. La poesía es sustantivamente inútil porque se resiste a
ser la representación de cada momento y busca siempre dar
forma (dimensión) a la experiencia, abriéndola a1 misterio de la
vida y de la muerte: el amor, vértice donde la una y la otra
confluyen y se confunden. Asentado en la certeza, el narrador
cuenta lo que ha visto, siempre existe un antes que le sirve de
coartada, de cotejo imprescindible; un poeta, sin embargo, ve lo
que se cuenta, con él empieza lo que habrá después: visionario o
profeta, arriesga lo que está por venir; su mirada es inaugural,
creadora. La tradición de nuestra poesía se halla — por el
contrario — sujeta a la servidumbre (certidumbre) del
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trascendentalismo: se impone la adecuación a la serenidad de
un orden, al cumplimiento de un mandato (religioso, ideológico,
artístico), y la resistencia a la tentación de toda doblez irónica, al
atrevimiento de la irreverencia: eso, en el pensamiento
heterodoxo o en la rebeldía verbal del conceptismo… Y aun, en
tales casos, teñida de un carácter agónico; doblez sesgada por el
sentimiento de culpa, por el temor a la muerte.
Incluso nuestro humor (el humor no cervantino; que éste
sí subvierte su propio discurso para asomarse al vértigo de la
imaginación poética) se reviste con el color del luto: no una
alteración lúdica, una mueca última, desesperada, que se
repetirá desde Quevedo a Goya, a Valle-Inclán, a Gutiérrez
Solana, a Cela… Estética sistemáticamente deformada, en
extremo insolidaria y desdeñosa para la vida. ¿Acaso la
disidencia de los escritores nombrados les hace apostar por la
alegría de vivir, por la discontinuidad del nacimiento? A1
contrario, insisten en la continuidad de esa vida. Un discurso
moral, que no quiebra el tiempo sino que lo confirma como
devenir sucesivo, sólo delimita la existencia como destino
imperativo, sabido. Por eso apunta a las potencias de un alma
despojada de cuerpo, a una perpetuidad que se resiste a lo
transitorio y azaroso; por eso se sustrae a la alegría verdadera
del conocimiento (gozo) del cuerpo, a ese relámpago revelador
que (afirmación y negación instantáneas) sólo se alcanza en la
culminación del amor. En la verticalidad que cruza el tiempo, “la
verdadera potencia del ser (…) la vuelta a la libertad de lo
posible, a sus múltiples resonancias nacidas de la soledad del
ser” (Gaston Bachelard).
La lengua, cuerpo del alma, imagen de una vida nueva,
manifestación sensorial que revela una diversidad constante y
recíprocamente afrontada: en vez de convulsión y drama (esa
tristeza), en lugar de una construcción ingeniosa (esa máscara),
la palabra (instante, resplandor) traduciendo el atrevimiento
visual de la ironía (esta transparencia), de una visión que
irrumpe (interrumpe) la sucesión del tiempo. Y ello sólo es
posible cuando lo visto (cuerpo) es otra presencia capaz de
desencadenar una pluralidad de apariencias que, encarnadas en
lenguaje, faciliten su posesión, su comunión. Valga el ejemplo
de Alighiero: su deslumbradora (decisiva) visión de la Portinari
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desencadena un sueño, proliferación de formas donde, al
reiniciarse sucesivamente la vida, se pone en duda la
uniformidad de la verdad: todo se tambalea en la mente del
juicioso escritor, en la última linde de un tiempo que ya es otro,
de una cultura ante la cual se interroga perplejo. Para el orden
moral, sin embargo, la diversidad es peligrosa; y la oculta, como
oculta los cuerpos. Temor al cuerpo, miedo al amor (analogía,
ironía), en la religión laica (fe, razón imposibles) instaurada por
los noventayochistas en nuestra literatura contemporánea;
defensa, distancia (y negación) de la atrevida sensualidad del
modernismo americano. Antonio Machado evocará a Berceo y a
Garcilaso, pero teme a Góngora y a Darío: perturban su
templada equidistancia entre clasicismo y romanticismo. Y
cuando celebra a Jorge Manrique, no parece entender que la
palabra de éste no habita el tiempo, se empeña en abolirlo: la
estrofa manriqueña aúna, en diálogo colisivo, irónico (se
afirman y niegan recíprocamente), el sermón moral del arte
mayor y la viveza sintáctica de la poesía cortesiana, nacida en el
goce de los sentidos, en la afirmación de la lozanía corporal.
Diálogo irónico, síntesis ambigua, para dejar frente a frente —
asombro interrogante — el sentimiento de finitud temporal y su
negación poética.
Retomemos, para concluir, la imagen juanramoniana de
Espacio. Se desplaza, se desliza, y cae — también — en la cruz
del abismo, como el mulo del poema lezamiano. No tiempo,
inauguración de la totalidad; no memoria, relámpago de una
mirada; no anécdota, instauración de la imagen. Entre lo
intelectual y lo sensorial, el conocimiento poético establece una
distancia (objetivación) diferente: el ojo viendo lo invisible, la
mano tocando lo intangible; pero de cuanto ve, de cuanto toca,
surge un trazo (movimiento y sentido, más que signo y
representación) que, al introducir el desorden (dispersión) en la
linealidad del discurso, abre huecos de luz en su lado oculto y
permite alcanzar simultáneamente su revés. Fue lo asombroso
del modernismo (y lo visto con recelo, por arriesgado, por los
poetas españoles): no un simple experimento sensorial (forma,
línea, color…), penetración fecundante de los sentidos en el
orden estricto del significado: que éste deje de representar y
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adopte su propia identidad, separada de lo que representa,
como hace la pintura; que la palabra que lo contiene se una a
otras, no por la proximidad de su contenido (precipitación del
tiempo), por su relación espacial (corporal) como constelación
de sonidos (síntesis de la forma, ausencia de la forma), lo que
hace la música; que el lenguaje alcance a ser visto, además de
leído, en un doble movimiento complementario y simultáneo,
como la escultura o la danza sitúan las formas en un espacio con
el cual deben dialogar para que (las unas y el otro) adquieran
movimiento , nazcan a la vida.
En la poesía se dilucidan siempre, necesariamente, los
dos lados del lenguaje, el que dice y el que calla, el que lo cierra
en vulgar opacidad y el que lo abre en espléndida transparencia.
Por eso, su tiempo es el instante, no la duración: espacio
iluminado por la palabra, principio augural, anterior a la
historia y a la sabiduría, ofrecido siempre a un conocimiento
que, poco a poco, se va consiguiendo en esta experiencia verbal
que es exploración constante de la forma del lenguaje: “no es el
ser el que es nuevo en un tiempo uniforme, sino el instante que,
renovándose, devuelve al ser a la libertad, a la suerte inicial del
devenir” (Gaston Bachelard).
Coleção de Areia - 255
El barco de la luna
(fragmentos)
No la poesía femenina; me interesa la poesía escrita por
mujeres. Y no porque pretenda afirmar, negar o explicar que es
diferente a la escrita por hombres (esto merece alguna mayor —
y mejor — matización que la por mí intentada en páginas
anteriores), sino porque cierta poesía escrita por mujeres (la
que se produce en Hispanoamérica) en un determinado proceso
histórico (las articulaciones de la modernidad), adquiere un
sentido gravitatorio (lo afirma Octavio Paz, pero no se atreve a
asumir la diferencia) que explica muy bien el signo de identidad
fundamental de toda la poesía moderna en aquel continente. Lo
habitual ha sido dar a esa poesía rostro masculino. Centros
irradiantes de un sistema solar prodigioso (sol que nace en
occidente) son Rubén Darío o César Vallejo o Pablo Neruda;
referencias que concitan — en cualquier historia, en cualquier
aproximación crítica — la atención fundadora de tal proceso.
Observará el lector que silencio nombres capitales: digamos
Borges, digamos Huidobro, digamos Lezama Lima… Lo hago
intencionadamente: con ellos hace su aparición un rasgo
colisivo que me obliga a pensar en un sentido del todo diferente
para aquella anunciación; sentido que se aclara a medida que
volvemos sobre la obra que — de modo sistemáticamente
regular — escriben, en el total de su historia, las poetas
hispanoamericanas. Más aun, cuando no se puede eludir un
hecho incontestable: esa poesía habla por primera vez con voz
de mujer: sor Juana Inés de la Cruz.
¿A qué rasgo colisivo aludo? Poetas como Borges, Huidobro
o Lezama (y también Vallejo, aunque éste secuestrado por una
lectura utilitaria, sistemáticamente equivocada) nos habla desde
Coleção de Areia - 256
una visión del mundo y con una palabra que, por su condición
fabulosa, nos saca del espacio de las seguridades y nos arroja al
territorio de las incertidumbres; niega la luminosidad de la
lógica conceptual y prefiere apostar por una vertiginosa lucidez:
el mundo poético de estos últimos (y el narrativo también — por
poético — en el caso de Borges) es nocturno y lunar; su palabra
se sustrae al dominio del discurso, al dictado del orden
gramatical que es orden numérico computable. Ni mirada ni luz,
conocimiento intuitivo, a medida que se palpa un espacio, que
se poseen cuerpos (seres, objetos) radicalmente vivos y, como
tales, cambiantes. Ni conocimiento ni pensamiento (la idea
viene después, no es obstáculo para la imantación poética),
convivencia y comunión: diluidas las fronteras que separaban lo
exterior de lo interior (hemisferios de la existencia), nos
hallamos en el espacio y el tiempo en que ambos territorios se
confunden: noche primordial del origen. Esa noche del sueño de
sor Juana; ese trauma primario de lo natural que anima la
palabra de Gabriela Mistral: “magma primordial en su más
rudimentaria uniformidad desde donde el visionario dice el
balbuceo (…) como si desde allí buscara forma lentamente y
desde lo oscuro, la materia original”— por decirlo como Gonzalo
Rojas.
La inauguración americana no es suplantación de una
personalidad cultural por otra; tampoco — en consecuencia — lo
que vendrá después, extinto ya el proceso de la conquista. Es
algo mucho más complejo, y más singular: doblez y mestizaje
desde un principio y, por ello, ambigüedad y síntesis, y por ello
sugerencia de lo otro al tiempo que evidencia de lo uno, y por
ello — en suma — impureza, como explica meridianamente
Alfonso Reyes, y con él — luego — Uslar Pietri, Octavio Paz y
otros. Desde Europa, las ideas se habían desplazado por el
Atlántico, parapetadas tras el empuje del poder, con la ambición
de fecundar una tierra (un cuerpo) virgen. Aquéllas, sin
embargo, acabaron siendo fecundadas por ésta (éste):
imaginación, aventura, noche giran en el centro de la nueva
órbita cultural y ponen en movimiento una centrífuga
excentricidad. Primera encarnación de tal fecundación, una
mujer: Rosa de Lima. Su santidad, su misticismo, conjunción de
Coleção de Areia - 257
los dos polos de la sensibilidad espiritual del mestizaje,
comienzo de conciencia ya — en aquel final de siglo — de una
identidad nueva: uno, vinculación a la tierra, fuerza gestante,
potencia inaugural (nunca abolición) que anima el panteísmo
indígena; otro, presencia de luz, principio pero también
salvación (destino, fin) que sostiene la tensión espiritualintelectual de la mística española. Su personalidad,
convencimiento de ser el punto de confluencia donde la
naturaleza se hace historia: la síntesis (diferencia) americana.
Sus propuestas — en fin — o diálogo místico (conversaciones
con el toledano Dr. Juan del Castillo, en las que declara — aclara
— su vida espiritual) u oralidad expansiva del canto (“Sarnoso y
mala gata, le llama al diablo nuestra santa Rosa de Lima, como
queriendo definir, sino irritar, pellizcar cuando está dormido”,
escribe Lezama Lima), o construcción espacial de alegorías
corporales (acertijos místicos más que dibujados, recortados:
corazones alados o heridos, cruces o lanzas) o manifestación de
fenómenos y prodigios: palabra dada y conocimiento inmediato.
Su símbolo, el huracán (y la lluvia torrencial en que culmina);
una fuerza doble (rotación vertiginosa, traslación impetuosa),
expansión totalizadora desde el centro a la periferia, que la
ocupa y la cambia. Movimiento desde dentro, desde el seno
oscuro corporal (jardín, por artificio y por cerrado, la metáfora
querida del Barroco) hacia la luz exterior, y más: hacia la
totalidad cósmica. Paralelo itinerario, el de sor Juana Inés de la
Cruz por el conocimiento, para atravesar el oscuro espacio
cerrado del sueño (cuerpo físico e intelectual) hacia la luz
judiciosa de su despertar. El proceso histórico se invirtió
definitivamente; la confiada seguridad del saber (del ser) hubo
de convivir con la evidencia vertiginosa de lo posible. Identidad
sincrética, y dinámica, de la expresión americana: la falta de ser
genera la necesidad de ser completo; pero no en la paridad
acomodad de un orden exterior y solar, en la impar realización
trágica de la incertidumbre interior y lunar.
Una bipolaridad que, desde el instante mismo en que existe
conciencia del mestizaje y de su impureza, establece una
contradicción nacida del deseo (principio liberador pero
Coleção de Areia - 258
arriesgado): huir hacia la noche de lo desconocido no conduce,
necesariamente, a la sabiduría; reconocer la evidencia del día
como resignación a tal limitación. Pero se viene de la huida, y el
despertar resulta así una mirada rebelde, crítica. Si la primera
decisión, movida por el impulso imaginario y utópico; la
segunda, manifestación de la orfandad, de la no pertenencia, de
la desposesión. Debate de la identidad americana: batalla social
(por ser, por determinar un protagonismo histórico difícil),
batalla semiótica y semántica (asombro la expresión polifónica,
simbólica, imaginaria que la dice); construir lo que falta para ser
sin renunciar a lo que ya se es: síntesis de la excentricidad. Paso
decisivo, pero no excluyente, ni conciliador: dialogante.
Irrupción “en el área pública intentando abrir nuevos espacios
dentro de las coordenadas” dominantes; relatividad
consecuente del lenguaje: no sólo lo que dice, también su revés
(pero no silencio); no sólo manifestación de lo consciente,
exploración (explosión) de lo inconsciente; y lo extralingüístico
actuando de manera decisiva en la fundación de su expresión.
Un riesgo mayor: conjunción, y comunión, de lo evidente y de lo
oculto, de la vida y de la muerte. Línea medular de toda la
poesía hispanoamericana; cauce dentro del cual transcurre su
vigorosa corriente, hasta esa unidad primordial que no es
resultado de una especulación intelectual sino cumplimiento de
una experiencia: conflicto esencial entre la limitación del
individuo y la ambición de su totalidad cósmica: conflicto
cuantitativo en la dimensión (espacio, tiempo), contradicción
necesaria para salir de sí; cualitativo en la forma (cuerpo,
afectos), conciliación lúcida para volver en sí.
¿Qué otra cosa es, si no, la tenaz construcción de una
identidad de la orfandad, tras los pseudónimos (¿o existencias
legendarias?) de “Clorinda” (1608) o “Amarilis” (1615), en el
denso silencio colonial, distancia insalvable; ni orgullo de linaje,
ni halagos de la sabiduría, ni serenidad de la profesión religiosa,
la soledad que la quimera del deseo incuba, la ilusión del
fantasma literario que encarna y se disuelve en un solo trazo —
trecho — de palabras. Palabras — esto sí — que son cuerpo más
que conceptos; que en la opulencia (o sonoridad o flexibilidad)
de sus formas hacen doblemente eficaz el peso (presencia) del
Coleção de Areia - 259
sentido. Voces que se quieren diálogo y solicitan respuesta, con
el oscuro fraile sevillana fr. Diego Mejías y el laureado Fénix de
los “conceptos bellos”, de “dulzura y estilo milagroso”,
respectivamente. Discurso — una — para celebrar la poesía y la
condición femenina del yo poético (“pongo un monte, mayor
que Etna el nombrado, / en hombros de mujer, que son de
araña”); epístola — otra — del amor secreto, confesión en la que
“no puedo reportarme / de descubrirme a ti, y de dañarme. /
Mas, qué daño podrá nadie hacerme / que tu valer no pueda
defenderme”. No canto, pero sí verso; poemas, pero cuya forma
otra los deja en evidencia.
¿Qué otra cosa es, si no, la renuncia al brillo deslumbrante
de cortesanos y virreyes por parte de Juana de Asbaje y su toma
de hábitos como sor Juana Inés de la Cruz? Entre el suelo y el
cielo infantiles de San Miguel de Nepantla, su espacio para el
asombro: altura, profundidad inalcanzable, fantasmagorías de
luna llena; entre los afanes domésticos de madre y hermana,
llamada irresistible de latines y lecturas españolas (atrevidas
agudezas del arte de ingenio); en medio de la sorpresa y el
examen de los doctos (¿mujer hermosa y sabia?), la decisión:
independencia de la sabiduría que es dependencia de sí misma,
su drama hasta el final: “Pensé yo que huía de mí misma, pero,
¡miserable de mí!, trájeme a mí conmigo, y traje mi mayor
contrario en esta inclinación al saber, que, no sé si por castigo o
por premio me ha dado el cielo: si ella se embarazaba o apagaba
con las repetidas prácticas que mi orden religiosa tiene,
reventaba luego con pólvora, y se verificaba en mí el privatio est
causa appetitus”. En la doblez personal de la escritora mexicana
(universitaria aunque para ello deba vestirse de hombre;
intelectual aunque para ello deba tomar los hábitos) se cumple
la doblez histórica hispanoamericana que — precisamente en el
tiempo fronterizo por ella vivido — se perfila como verdadera
identidad cultural del Nuevo Mundo.
En los últimos plazos de la Conquista, la descomposición de
Nueva España: motines, incendios, revueltas indígenas acaban
con una ficción, sueño del reflejo del orden metropolitano. Dejar
de ser para ser, pero sin conseguirlo del todo: largo paréntesis
Coleção de Areia - 260
colonial hasta la realización de la Independencia. En
significativa simetría, Juana de Asbaje sustrae su identidad
femenina al orden social que habita, para ser ella misma
(intelectual y mujer) sin lograrlo del todo: largo trecho de
silencio hasta las estribaciones de la modernidad. Pero la monja
Juan Inés de la Cruz (violada la soledad sonora de su celda por
el mundo que había dejado; interrumpido su estudio por la
impertinencia de la regla conventual) no renuncia a la
consecución de su deseo. Al contrario, ingresa — paradoja
fundacional — en el espacio masculino del conocimiento, sin
dimitir para ello de su condición de mujer: quiere conocer (y
conocerse) mediante el estudio; quiere expresar lo conocido con
el vigor fecundante de una palabra visionaria, sugestiva
ambigüedad de la poesía. El convento, no clausura, principio de
libertad (de afirmación). Como en el caso de Teresa de Avila,
fundadora activa (y apasionada) de su reforma. Andante, la
española: vínculos de un vivir que es conquista, triunfo sobre la
gentilidad (santos que modelaron Europa, los ejemplos; o sus
héroes, cierto olor de santidad laica). El asombro fue hastío del
final: saber heroico que niega el mundo. La vida, un sueño.
Lezama Lima vio aquel roquedal castellano, ajeno a influencias
caprichosas: “con reverencia ética, con fervor ascético” — dice —
la recepción de cuanto la historia refrenda y justifica. Centrada
(y pensadora), la mexicana. Su fundación, dispersión
intelectual: vivir no es emular herencia heroica alguna, afirmar
su ser en la dubitativa incertidumbre donde arraiga. “Espacio
gnóstico y abierto”, explica el cubano, donde “habitan las formas
de un conocimiento que agoniza, teniendo que justificarse,
paradojalmente, con un espíritu que comienza” (La expresión
americana). Asombro, el conocimiento; una situación
inaugural, poética: saber como conflicto; el mundo es problema
que resolver. El sueño, la única vida.
Entrar, pues, para salir; la extraña paradoja de Teresa o de
Juana, movidas por diferente ilusión: religiosas convencidas o
no, una conversión se produce, y las hace ser quienes quieren
ser; en el convento, el servicio es acción, la experiencia es
intelectual: los dos mundos a las mujeres vedados. Acción e
intelecto unidos — además — como pasión (padecimiento)
Coleção de Areia - 261
donde el cuerpo jugará un papel decisivo. Protegido de la otra
regla más rigurosa del exterior, el convento es espacio propicio y
fecundante: cerrado y oscuro para ambas; pelo de intensidad
tanta que acaba por abrirse (iluminarse) con la visión, imagen —
cuerpo — deseada; porque lo ofrecido (y explorado) “son cielos
muy íntimos: son deseos, esperanzas y orgullos (…) [y ellas son]
el centro de [esa] experiencia onírica” (G. Bachelard. El derecho
de soñar). Itinerarios divergentes: la noche oscura del alma,
para perderse en el recogimiento, en la prescindencia de lo
exterior (vacío, luz, espacio abierto); para encontrar la figura del
Amado, y hacer del alma el espacio secreto de una unión
pasional, de una entrega destructora de la individualidad. Noche
figurada; oscuro que se hace en el alma para disponer la llegada,
aguardar la invasión, de quién se espera: quietud pero
desasosegada, silencio pero en tensión; todo es espíritu, hasta el
cuerpo. La noche real y exterior (sueño objetivado donde “el ser
humano [se revela] a sí mismo y [busca] un lugar en el
universo”) para perderse en la salida, en la necesidad de
encuentro con aquello que precisa ser conocido, indagado,
explorado (lleno, oscuridad de noche cerrada, espacio poblado
de seres y objetos que no se ven), para encontrarse en lo otro y
unirse a ello por el conocimiento. No se hace oscuro en el alma;
se ilumina — luz del saber, del deseo, de la imaginación — el
espacio oscuro de fuera. Se invade ese mundo, se peregrina por
él; se penetra, posee y fecunda: inquietud y movimiento y
multiplicación sensorial; ver más que pensar o sentir (“que yo,
más cuerda en la fortuna mía, / tengo entre ambas manos
ambos ojos / y solamente lo que toco veo”). Todo ha de ser
corroborado por su forma, hasta el conocimiento: lo otro
encarna, es cuerpo.
Apuesta agónica la de sor Juana Inés de la Cruz, por
americana, por mujer. Mujer y libertad, una ecuación imposible
en el seno de la historia (allí, sólo funciones ancilares,
subsidiarias): “no puede salir del círculo mágico en que está
[apresada] (…) por estar [ella misma fijada] en un instante como
víctima de sacrificio que es” (María Zambrano. El sueño
creador). Si constitutivamente sujeto de tragedia, porque “el
protagonista de la novela es alguien que se ha ido, que se está
Coleção de Areia - 262
yendo siempre”, ¿no fue su inclinación a la imaginación lo que
hizo de la mujer el mayor (y mejor) habitante de los mundos de
novela? Para la casta de letrados, quienes gustaban de aquellas
lecturas eran “espíritus femeninos”. En el sueño de la caballería
cabalgó la joven — casi niña — Teresa de Avila, movida por su
madre y “teniendo aviso” siempre para no ser sorprendidas por
el padre. La novela (sueño de la novelería) vendría a perturbarlo
todo, muy poco después, con la prodigiosa inversión irónica de
Cervantes: si en la novela la mujer había hecho salir al héroe, al
tiempo que lo reclamaba como solución liberadora de aquel
círculo donde ella es prisionera, ¡qué posición de superioridad,
qué manifiesto desdén, el de las sucesivas mujeres hacia el héroe
que las pretende honrar o amar o liberar, en el itinerario
novelesco de don Quijote!
Acción y pasión — dijimos — en un solo acto, en una sola
elección: sor Juana viaja por el espacio encontrado (noche del
conocimiento) como sujeto responsable de tal apuesta. Por eso,
no actúa desde la superioridad convencional de quien cree
saber; cansancio (incluso físico) y desasosiego (y pérdida y
confusión) el vuelo nocturno de su Sueño (“Estos, pues, grados
discurrir quería / unas veces. Pero otras, disentía, / excesivo
juzgando atrevimiento / el discurrido todo, / quien aun la más
pequeña / aun la más fácil parte no entendía / de los más
manuales / efectos naturales”); no hay guía benigno y
amparador que la conduzca (como encontró Dante) en esa selva
(boche, silva) enmarañada; ni concluye todo en la revelación del
principio. El destino, sólo revelación de la decepción, “luz
piadosa / de orden distributivo, repartiendo / a las cosas visibles
sus colores / iba, y restituyendo / entera a los sentidos
exteriores / su operación, quedando a luz más cierta / el Mundo
Iluminado, y yo despierta”. “Sueño del sueño vital fracasado”
(José Gaos); esfuerzo intelectual que descarta la enajenación.
Pero aunque se vean cuerpos (significados, nombres), ¿cómo
alcanzar el sentido, esa totalidad deseada? Son visiones,
resultado de un mirar atónito, dificultad para la comprensión; el
recorrido es “diálogo entre la persona y el sueño que la visita”
(María Zambrano); y poema, síntesis de ambos órdenes, de su
discordancia o desacuerdo.
Coleção de Areia - 263
En esta encrucijada, la mujer intelectual, la monja escritora.
Su respuesta no puede ser sino poética, conformada en la vigilia,
en ese despertar que “pertenece tanto a la luz que comienza
como a la sombra que retrocede y cuyo retroceso — hueco,
vaina, vacío — es la matriz de todo lo que en la luz se
constituye”, intensidad prodigiosa “de lo que preaparece, de lo
que es pura y absoluta intensidad de la manifestación antes de
entrar en el orden de las significaciones” (José A. Valente. La
piedra y el centro). En esa inminencia o frontera, la palabra
poética; en esa delgada línea, los dos rostros que se miran e
interrogan. Una doblez que es también verbal, despertar “al
reino de la libertad y del tiempo”, con su riesgo: viaje de sor
Juana por el pensamiento, viaje de sor Juana por la palabra
(pasión del pensamiento); ésta será la que siempre duda en la
ciencia, instaure el desorden en el logos, reconozca el silencio
posterior a todo lenguaje. Que sean ese Barroco culterano, esa
estrofa compleja y confundidora (palabra y ritmo afirmándose y
negándose) de la silva, esa imaginería poética (híbrido de
ciencia y mito, de religión y filosofía), los recursos formales de
su escritura, no es consecuencia de un simple uso de los
materiales heredados del Barroco español (discutible la vieja
posición crítica de un remedo gongorino por parte de la poeta
mexicana), sino la variedad y el desorden, lo propio de la selva:
mundo de lo oscuro y ambiguo, no de lo claro y patente, sentido
de lo femenino y su margen poético.
Es una propuesta para que la experiencia confundidora de
esa existencia nueva que sor Juana encarna sea cuerpo verbal
sacudido por idéntico seísmo, “entorpecida [la comprensión]
con la sobra de objetos y excedida / de la grandeza de ellos su
potencia”. Contradicción aparente, de una estrofa como la silva
para trazar el giro del conocimiento, su presunta exactitud
(riesgo e irreverencia ya americanos); lo había experimentado el
Barroco español con el soneto y su matemática simetría, pero
ahora — para la mexicana — un reto el conocimiento, acceder a
un mundo tan ajeno y complejo. Sólo a través del sueño, del
viaje por lo intrincado de la mente, en donde las visiones se
complican: único territorio, por otra parte, donde ella (mujer,
Coleção de Areia - 264
monja) podía ser protagonista; en la reserva y el ocultamiento.
Subir con el conocimiento, salir de sí misma hasta otra región,
otra luz (“pues su ambicioso anhelo, / haciendo cumbre de su
propio vuelo, / en la más eminente / la encumbró parte de su
propia mente, / de sí tan remontada, que creía / que a otra
nueva región de sí salía”), sólo decible por el asombro que causa,
por una palabra padecida y ambicioso de absoluto. Esa
experiencia verbal (poética) será la que ilumine, e inaugure y
trace, aquella otra existencial: la de un alma solitaria
precipitándose en la trama confusa, irracional, de un más allá
poseído como cuerpo (muerte que es amor que es muerte); la de
un alma solitaria (ya romántica) y su despertar.
¿Culterana, como muchos — siempre — dijeron, o como
nadie parece haber dicho — todo lo más, mística — conceptista?
Entre conocimiento y sentimiento, el debate; entre el desorden
pasional (ofuscación la vida y la muerte, enajenación el amor) y
los motivos (movimientos acordados) de la razón. Si en los
excesos de la forma (y en su complejidad) se construye su
imaginario poético, en la sutileza de sus reflexiones (intrincada
precisión) se despliega el discurso verbal que ha de darle cuerpo.
Bipolaridad mantenida antes que liviana exclusión de uno de los
extremos; doblez constitutiva que resulta — asimismo — espacio
de reflexión: el singular conceptismo de sor Juana, centro de su
pensamiento y de su propuesta expresiva; raíz de su novedad.
Esta voluntariosa mujer tiende a la sabiduría “sólo por ver si con
el estudio ignoro menos”; tenacidad consciente de quien desea
reconocerse (y afirmarse) en el saber, porque éste se abre como
territorio de exploración antes que conducir a una simple
certidumbre, a una rotunda negación. No es claridad satisfecha
el pensamiento; la escritora se pierde en su complejidad, se
mantiene alerta ante la dubitativa condición de la verdad, se
obliga a la difícil experiencia de fijarlo en forma verbal.
Tampoco es un juez válido, como no es de fiar la vista (¡y tan
cierta que parecía!): escritura como pintura (o sobre pintura);
retrato o espejo, transparencia siempre, el motivo de sor Juana.
La vista engaña si aceptamos lo que se ve; reflexionemos, pues,
sobre cómo se ve. Tensión entre objetividad y subjetividad que
no se soluciona optando por la carencia sino que se perpetúa
Coleção de Areia - 265
manteniendo la discusión (diálogo) entre ambas perspectivas. Y
así, la suya es otra, sincrética aunque oscura: esta elección, una
forma de entrega, ya no como víctima resignada, ejemplaridad
que no respeta (repite) modelo alguno: “Si es mío el
entendimiento / ¿por qué siempre he de encontrarlo / tan torpe
para el alivio / tan agudo para el daño? / El discurso es un acero
/ que sirve por ambos cabos: / de dar muerte, por la punta; /
por el pomo, de resguardo”. ¡Tan próximo el puñal (verso) de
José Martí!
Inclinación hacia el discurso dialógico — epístola o poema —,
hacia un texto que precisa destinatario porque espera respuesta:
espacio — y materia — para la discusión. Escritura, por tanto, en
la ausencia; para llenar ese vacío con una forma creada que, si
se prolonga en desmesura cósmica — vértigo del ser —, procura
el confín celeste; y no sólo con el entendimiento (en Primero
sueño se alza el alma; pero participa en ello algo el cuerpo, y aun
mucho, como dijera santa Teresa de su experiencia), ni
acomodada a la enseñanza hiperbólica del Barroco; todo lo
entendió certeza con su estudio tenaz y atrevido, por eso vértigo
de pertenecer ya a otra dimensión del mundo, a otra razón
histórica. Habla Roberto Echavarren del romance epistolar a
don Diego de Valverde, pero desvela la posición existencial de
sor Juana, su compromiso literario: “Nombrar lo mío es
nombrar un objeto carente, que obra a distancia (una medida
cósmica) para activar al mío o al amor de su pecho, y al obrar
así, superar o suspender la distancia (…) el puerto de el mío, el
poema, designa o refiere una carencia (…) el mío tiene puerto (el
discurso en el sentido diacrónico de la enunciación y en el
sentido sincrónico del enunciado) y a la vez carece de puerto (ya
que está desubicado en relación a su correlato objetivo distante
o ausente)” (Transposiciones: un romance epistolar de sor
Juana).
Su lugar, la carencia o ausencia, la manquedad; una
deficiencia su diferencia, que sólo podrá paliarse con un objeto
nombrado que active el mío, que cubra la distancia. Asunto de
espacio — dije — el poema: lugar lleno y a la vez vacío, como lo
es la escritora y la mujer. Tiene su sitio como intelectual
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(colmada en el retiro de su celda, separada y ausente), pero
carece de sitio, como persona, en su tiempo (¿cómo ubicarse en
una historia que le es ajena, donde apenas alcanzan a
ponderarla como rareza?). Asunto, también, de diálogo, de “un
discurso suspendido de su destinatario; queda pendiente,
diálogo trunco, de una respuesta” (R. Echavarren). Discurso
incompleto, y menesteroso, el de sor Juana: ella da su voz; el
problema, siempre, reside en la respuesta, ¿confirma el “gozo
aludido o sobreentendido” que aguarda o, por el contrario, es
censura y negación de su palabra, y ella misma habría de
encontrar enlace en una doble dirección, que habla desde la
escritora al otro de su retrato, que desde él — mudo — se dirige
a quien concibe como objeto de amor, en la ironía — sabia — de
su carencia? El vacío, siempre, abierto a sus pies.
Conflicto permanente con la sabiduría y con la expresión,
que lo es también consigo misma, con quien ella es en realidad,
a la hora de definir el estado de su opción última: integrarse
como mujer — como escritora — en el espacio hostil de
intelectuales y letrados, sin excluirse por incapaz ni desmayar
por retraída. Para hacerlo, no duda en volverse sobre la imagen
que se le asigna, con la cual se le acepta; no para borrarla, para
acomodarla a la necesaria doblez (“no me parecía razón que
estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de
noticias, que era el más apetecible adorno”) en que se adentra su
singularidad, por ser mujer y por ser — primera consciencia de
tal condición — hispanoamericana. O tal vez por ser mujer
alcanzó, sin esfuerzo, tal consciencia: uno y otro estado, síntesis
difícil de una realidad, de una lengua, nuevas. Una identidad
compleja, una doblez que — si resuelta — traiciona a la primera.
Supondría contradecirse, prescindir de su ser. La desconfianza
de sor Juana en sí misma no es renuncia (“de mí misma soy
verdugo / y soy cárcel de mí misma. / ¿Quién vio que pena y
penante / una propia cosa sean? / Hago disgusto a lo mismo /
que más agradar quisiera; / y del disgusto que doy, / en mí
resulta la peña”), mayor interés — si cabe — por conocerse,
mayor riesgo en la entrega (ÿ sólo sé que mi cuerpo, / sin que a
uno u otro se incline, / es neutro, o abstracto, cuando / sólo el
Alma deposite”). Negación mayor, por radical: no hay, siquiera,
Coleção de Areia - 267
cuerpo tras esta sabiduría. En la tradición hermética hurgó con
apasionada curiosidad, persiguiendo la difícil, armónica
totalidad, perfecta unidad de su reconocimiento: número dos de
la tiniebla y de la bisexualidad y de la objetivación del intelecto,
estado ideal para Juana de Asbaje; no por el simple devaneo de
la erudición, por la comprensión de la propia naturaleza del
mundo y de su propia problemática naturaleza, el interrogante
insuperable.
Quienes alaban, lisonjean; sólo ven exotismo y curiosidad. Su
criterio uniformador y excluyente los ciega ante dobleces y
segundas intenciones; inquieren únicamente por el lucro
intelectual de aquella lisonja derivado (“¡Qué dieran los
saltimbancos, / a poder, por agarrarme / y llevarme, como
Monstruo, / por esos andurriales / de Italia y Francia, que son /
amigas de novedades / y que pagan por ver / la Cabeza del
Gigante, / diciendo: Quien ver al Fénix / quisiere, dos cuartos
pague, / que lo muestra Maese Pedro / en la posada de
Jacques”. Monstruo, Fénix, Gigante, hipérboles para solaz de
una Europa (andurriales, desde aquella perspectiva)
complacida en su expansión colonial; pero reclamos, también,
con que picar la vanagloria de aquella mujer, haciéndola par de
los modelos masculinos. Que la voz disidente volviese al canto
acordad, ésa era la intención. Pero aceptarlo así sería volver a la
manquedad de la que huye. Ante los halagos, constante y
cuidadosa reserva; frente a los aduladores, el desdén irónico,
una posición de superioridad porque implica asunción,
reconocimiento, de la doblez: aduce ejemplos de reconocida
prosapia historia (corroboración que los otros necesitan para
sentirse seguros), pero son tantos, y tan incontestables, que los
deja sin habla. A sus villancicos nocturnos, sor Juana trae la
figura de Catalina de Alejandría “que con ciencia divina / a los
sabios ha convencido, / y victoriosa ha salido / — con su ciencia
soberana — / de la arrogancia profana / que a convencerla ha
venido”. ¿Tan sólo referencia anecdótica? ¿No asumirá la
experiencia histórica (o legendaria) como suya, dado que la usa
como “prueba de que el sexo / no es esencia en lo entendido”?
Coleção de Areia - 268
Pero hay algo más, y no menos decisivo. Más arriesgado, sin
duda: descubrirse, no tanto a los otros como a sí misma, que “no
soy una mujer que a alguno / de mujer pueda servirle, / y sólo sé
que mi cuerpo, / sin que a uno u otro se incline, / es neutro o
abstracto, cuando / sólo el Alma deposite”. Descubrimiento en
la negación, en el convencimiento de su identidad singular:
borrada toda limitación histórica, toda parcelación impuesta, el
Alma (centro activo de la memoria, del entendimiento, de la
voluntad) es la única seña de identidad, de la nueva identidad
conquistada. Dice “neutro o abstracto”: la dramática evidencia
no deja de sacudir — algo más que pasajero escalofrío — su
condición humana e intelectual; pero es, también, necesario
despojamiento: tras tan atrevido salto, afirmación en la
plenitud, perfecta unidad donde se objetiva el intelecto. Leyó,
febril, las páginas de abismal armonía escritas por el padre A.
Kircher. Y no sólo se sumaron a su saber; por ellas reconocería
que sólo se cumple el deseo de totalidad involucrándose en la
vida personal como problema constante e insuperable:
figuración hermética del doble como lo tenebroso, espacio de su
aventura de realización, de reconocimiento.
Pero habría de ser sor Philotea de la Cruz (juego hipócrita de
su máscara) el recipiendario más directo: sor Juana que (fiel a la
norma no escrita) se reconoce — irónicamente — incapaz de
hablar ante tal reverencia y sabiduría, acabará dejando sin
palabras al destinatario de su Respuesta, que — sintomática
elección — ha querido ocultar, como si la eliminara, su
condición masculina; no se atreve (pudor de los intereses en
juego) a abordar la polémica desde su verdadera condición: con
la mujer, como mujer. Y calla. No tiene otra salida ante la
contundencia de los argumentos de la escritora que, en su
terreno, confiada en que su identidad verdadera es su palabra,
advierte que el silencio es sólo para quien no sabe: hable, pues,
el hombre también, si es que sabe. Y el hombre calla. Sus
intrigas en el poder, la presunción de su sabiduría, el lenguaje
secuestrado por la posición que ostenta, no facilitaron las cosas:
enmudeció, mientras la monja — en la apuesta de su última
entrega — deja que su palabra vigorosa lo llena todo. Callará
después; cuando se sepa despierta.
Coleção de Areia - 269
Hombres en la obra, en la vida de sor Juana: ausencia del
padre o desdén presuntuoso de adamados cortesanos (sombras
difusas de una íntima inquietud), o sabios que — envidiosos —
fingen mirarla con paternal curiosidad: nunca el otro polo de
una dialéctica amorosa o intelectual. Para Ludwig Pfandl, la
ausencia del padre una obsesión en sor Juana, neurosis
manifiesta en tendencias masculinas; y disimulo de todo el
ingreso en el convento, su obra literaria… Insiste, desconfiado,
en el carácter inmoral de un discurso así. Falta del padre — raíz
o protección o sustento —, necesidad de afrontar la existencia en
soledad — voluntariedad y riesgo — pero también desconfianza
ante el varón: prefiere sor Juana afirmar su propia
responsabilidad intelectual, en medio de una sociedad
masculina que niega o desdeña la activa independencia de la
mujer. Asumido por ella misma en su estudiosa inclinación (y
en su atrevimiento poético), el yo masculino termina
volviéndose contra el orden aquel por ella misma negado, en el
último gesto (contestación irónica al poder: última forma del
hombre) que la monja compone antes de callar para siempre
(“pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías
de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede
filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas
[observe el diminutivo]: Si Aristóteles hubiese guisado, mucho
más hubiera escrito”; “no será tan desatenta que ponga tan
indecentes objetos a la pureza de vuestros ojos, pues basta que
los ofenda con mis ignorancias, sin que los remita a ajenos
atrevimientos”). Conocimiento y amor: conocimiento que es
experiencia (y posesión) del cuerpo por el sueño: pasión
consumada en la imaginación. No experiencia objetivable en
anécdotas, experiencia única que revierte sobre la existencia
(reflejo especular, reflexión especulativa) y adopta la forma
primera del debate central (síntesis) de la vida: el amor.
Más que topos literario, sujeto (sustancia) que anima la vida
en su exaltación y en sus desmayos, en la perturbadora refriega
de sentimientos encontrados. ¿Cómo amor sin la muerte?
Preferible la intrincada razón de morir de amor, por más que no
alcance a ser dilucidada, al patetismo de los ejemplos en su
Coleção de Areia - 270
violencia. ¿Cómo sin celos el amor, sin desorden, sin locura?
Única senda para alcanzar su verdad que es desprendimiento y
libertad: con esta última se aviene para ser uno los dos (“Sólo
los celos ignoran / fábrica de fingimientos, / que, como son
locos, / tienen propiedad de verdaderos (…) Como de razón
carecen, / carecen del instrumento / de fingir, que aquesto sólo
/ es en lo irracional bueno”. En el teatro, su total manifestación.
Juego de la doblez (teatro en el teatro) que ya probara el Siglo
de Oro español; ahora un paso más: la cuarta pared cae y la
escena puede ser la vida o viceversa. Ella misma, entre las
intrigas galantes, encuentros y escapatorias en la oscuridad de
salones, en la umbría de un jardín, dilucidando los empeños de
una casa; o haciendo más laberinto del amor cuando el doble
mitológico de sus damas tapadas o sus galanes ofuscados por el
deseo se adueña de la ficción dramática. Ni a pasión ni a razón
se inclina la escritora: alerta siempre (reconvención y
advertencia sus parlamentos) frente al “astuto tirano” que
“mientras me suspendió los ojos / me saltó los oídos” y “dio al
entendimiento muerte / que era el rey de las potencias”.
Sustancia, también, de la ambición teológica y de su impulsivo
viaje hacia el misterio. La presunta condición mística de sor
Juana, tampoco es tal; no la conduce hacia la divinidad pasión
alguna de perderse en la unión, sino — una vez más —
voluntarioso deseo de alcanzar allí, por el conocimiento, la
síntesis perfecta de un cuerpo inasible en su plenitud, de un
alma en la que pugnan razón y pasión.
Sólo medios naturales elevan el conocimiento hacia los
misterios divinos. Ciencia suma (que es de amor) a la que se
llega tras agotar las escalas sucesivas del orden numérico y de su
combinatoria, custodia del secreto de aquel otro, perfecto
porque contiene también el confuso magma del principio.
Ciencia (estado y razón) pero también sueño (libertad y
desembarazada inventiva): más claridad que en el día, más
agudeza que despierta. A unos pasos todavía de la locura última
(romanticismo, surrealismo), como lo viera Lezama Lima: “no
se trata de buscar otra mágica casualidad, sino con visible
reminiscencia cartesiana, el sueño aparece como forma de
dominio por la superconsciencia. Hay una sabiduría (…) pero
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trabajada sobre la materia de la inmediata realidad”. A unos
pasos todavía, pero asomada ya a su vértigo: en la cima de lo
andado, conocimiento que se alonga a la visión; conocimiento
extremo (o del revés); un hallazgo poético. Dijimos doblez, sin
embargo; dijimos tensión dialógica. Una opción más atrevida, la
de sor Juana: de la poesía (que podría adormecerla; o tenerla,
entre aquellos, por Fénix reconocido) se precipitó a la teología,
un terreno — este sí — absolutamente prohibido. Palestra de las
impugnaciones dogmáticas o doctrinales, de las sutilezas de la
razón, bullendo en laberínticas disquisiciones, empeños vanos
de hacer claro el misterio.
Cayó sor Juana Inés en la celada de sabios y prelados,
aquella casta pétrea implacable. Pero pensó por su cuenta de
mujer, de poeta, aun con sus contradicciones: como lo hiciera en
su poesía, incorporó a la polémica sobre las finezas (el pretexto)
la condición doble de la naturaleza de Cristo, porque desde otra
doblez lo observa (lo piensa) todo. ¿Cómo iba ella a entender los
dones de la gracia sólo como amor? Demostración pedía, con
acciones, de ese amor: una presencia (incorporación) que los
hiciera incuestionables. Demostraciones dio, en su propia
torpeza: a los sofismas e ingeniosidades del padre Vieira opuso
método y razón, hasta asomarse con peligro a las estribaciones
del libre albedrío, Crisis sobre un sermón: la mayor fineza de
Cristo, no dar su gracia al hombre, violentarse con esa negativa
“para que el hombre no se quedara con una penosa deuda que
nunca pudiera pagar” (Elías L. Rivers. “El ambiguo sueño de sor
Juana”). Los villancicos habían aportado concurrencia de
personas y voces (hablas) para un reconocimiento así; los autos
sacramentales (pompa alegórica del tiempo) darían cuerpo a la
disputa: figuras que son ideas, hablan y viven (padecen) el
drama de su propia doble identidad. Debaten las finezas dos
estudiantes y tercia otro — la autora en apariencia de
estudiante: su vieja ilusión universitaria — para solucionar el
dilema entre la gracia de la redención y la recompensa de la
Eucaristía. Opta por esta última, síntesis de la ausencia y la
presencia del Redentor (El mártir del Sacramento). En dos
planos, la historia bíblica de José: la acción y su comentario.
Este último movido por Lucero y la Inteligencia y la Ciencia y la
Coleção de Areia - 272
Envidia (El cetro de José). Religión y mitología (extremos de la
identidad mestiza de América; tribulaciones de esa identidad y
su destino: ¿quién soy? ¿cuál es mi misión?), en el Narciso
enamorado de su imagen que es Cristo enamorado de su
criatura — su naturaleza — humana (reflejo también). Si el
personaje mitológico, víctima de la desesperación, al Narciso de
sor Juana le asiste el convencimiento de quien, enamorado de
sí, lo está de quien no es Él, pero tampoco deja de serlo (El
divino Narciso). En Lezama Lima, la muerte culterana de este
Narciso conceptista; una muerte que certifica la vida, su
prolongación y proyección espacial. En cierto modo, aquella
muerte será este sueño; la forma corporal, dolorosamente
sensualizada, del mundo ambiguo del conocimiento humano.
Conjunción entre verdad (fe, naturaleza divina) y dramática
personificación (ciencia, naturaleza humana) que anima su obra
toda. Lo visto y oído por en cima de lo leído. No necesitó libros
para saber más, “sirviéndose (…) de libro toda esta máquina
universal. Nada veía sin reflejar; nada oía sin consideración, aun
en las cosas más menudas y materiales”. Una representación
que duplica la vida y su sentido, su origen y su fin. En la disputa
teológica, la ausencia (muerte redentora) y la presencia
inextinguible (promesa de la Eucaristía): lúcida síntesis que
desata el nudo. Amante que no exige correspondencia para sí,
que la desea beneficio para otros; amante heroico, amante
pleno. ¿No ronda, entre tales sutilezas, algo más que los
resabios de una polémica del tiempo, años después — además —
de su momento álgido, y para satisfacer “el juicio de quien me lo
insinuó” aunque luego no se mostrara fiel a su palabra? Si sor
Philotea de la Cruz la recrimina es porque sor Juana no se limitó
a cumplir lo previsto; se preocupó — una vez más — de saber y
de introducir la particular dialéctica de su perspectiva en el
lenguaje (orden) inatacable de la doctrina. La Carta
Atenagórica, en su origen pacto secreto con el obispo de Puebla,
resultó mucho más problemática — y decisiva — de lo esperado,
al constituirse en visión (y análisis) de una mujer y escritora y
religiosa y americana. Porque da la cara, toma su palabra y se da
cuenta — tarde quizá — de la encerrona. Cuando reconoce su
Coleção de Areia - 273
derrota, decida callar; no sin antes decirlo todo (decirse del
todo) por última vez: respuesta.
Para decir tal conjunción de contrarios, la poesía el único
lenguaje. Una poesía, también, de doble condición, o bien
híbrido de poema e discurso (los metros resistiéndose, con su
vigoroso ritmo, a la ponderada sucesión de las ideas, pero
ajustándose a ellas: doble lectura que tiene que ver con la
certidumbre reconocida y con la substantiva condición de su
experiencia), o — al adoptar la forma cierta de poema —
desplegarse entre imágenes y construcciones que, en el ámbito
de la ciencia, negaban — según el orden convencional — el vigor
sensual y sentimental de la poesía. Híbrido este de ciencia
conocida y sueño, en donde realizar la perfección última
(secreto) que la ciencia custodia. Pero también riesgo de la silva
y de su compleja libertad constructiva: ritmo y formas
cruzándose y cortándose constantemente, imágenes que surgen
y se ocultan en un juego de múltiples proyecciones. Oscuridad y
claridad de la poesía en un solo (único) momento donde saber y
existir coinciden. Sabiduría y vida completas en la frontera, tan
sugestiva como peligrosa, que nos alcanza la muerte sin que
acabemos la vida.
Pero también la música, conjunción de contrarios que tiene
que ver con la presencia y la ausencia, con lo que — al unísono
— es dicho y no se dice (o no se consigue decir), con la voz y con
el silencio. De música, un Tratado “para ver se reducía / a
mayor facilidad / las reglas que andan escritas. / En él, si mal no
me acuerdo, / me parece que decía / que es una línea espiral, /
no un círculo, la Armonía; / y por razón de su forma / revuelta
sobre sí misma, / lo intitulé Caracol, / porque esa revuelta
hacía”. Recelo contra la norma escrita y voluntad de libertad;
hasta cierto punto, de juego: espiral y no círculo, la Armonía. A
los números concordes, la aceleración de una forma que da
peculiar movilidad (descreimiento) a la fijeza (certeza de su
matemática, a la cual someterse). Miremos con atención la
espiral, comenzará a girar (“éxtasis de su expresión”); quiere
salir pero queda en sus límites prisionera: ilusión óptica de una
dimensión que se duplica, de una forma que se multiplica. Y
Coleção de Areia - 274
además, caracol. Con él, otro ingrediente para esta irrupción
(interrupción) de la Armonía. ¿De dónde el origen de esta
forma? Centro que en ecos se continúa; laberinto que asciende
desde lo oscuro y a lo oscuro regresa (evasión del desengaño).
Más: se sabe que su recinto cóncavo, cerrado, está vacío; lo
contenido allí, sin embargo, surte de su seno, por sus formas
aflora, constituido en “sombra de los fantasmas” (Lezama
Lima). Engaño a los oídos (como antes, la espiral, a los ojos), y
certeza de su realidad, materia proliferante. ¿No es ésta la forma
— central, decisiva — de ironía; no es su más sugestiva
encarnación? Bisel del silencio y el sonido: lo que se oye no está,
pero su cuerpo — su medida — es incuestionable.
Escribir, por tanto, no resulta una actividad tan fiable, ni tan
segura. Sus acordes establecidos, apenas cauce para
disciplinantes; a más sabiduría literaria, mayor complicación de
la naturalidad con aquel artificio. Ponerlo en evidencia puede
ser una saludable operación; pero sin prescindir del estorbo, de
la máscara: que se vea el engaño. El delirio del barroco — parece
decir — es oro; y tiene que ver con una abierta intervención en
su repulido edificio de imágenes: “Digo, pues, que el coral entre
mis labios / se estaba con la grana aún en los labios; / y las
perlas, con nítidos orientes, / andaban enseñándose a ser
dientes; / y alegaba la concha, no muy loca, / que si ellas dientes
son, ella es la boca; / y así entontes, no hay duda, / empezó la
belleza a ser conchuda”. Y la misma escritura poética, como
antes el teatro, empezó a ser dúplica de sí misma. No es extraño
que sor Juana elija, para tal operación, estrofas cuya abierta
flexibilidad favorece alternativas y combinaciones de ritmo y
rima, rebeldes al orden cerrado y armónico: no discurso,
laberinto intencionado. No puede sorprender la inclinación
satírica o jocosa de la mexicana que, esquivando circunstancias
o personajes concretos, prefiere actuar sobre la propia escritura
y dejar en evidencia la estrechez de determinadas
combinaciones, la presunta significación de ciertos lugares
comunes, el vacío de sobados tópicos literarios…
Alegoría de una experiencia inédita, la obra toda de sor
Juana Inés de la Cruz (su poesía, sus dramas, su prosa final): lo
femenino penetra lo masculino, fecundándolo con el
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desasosiego que su palabra genera; invierte así un orden social
que, con la presencia del otro atlántico frente a Occidente (que
ahora es Oriente), se había subvertido para siempre. Pero hacer
esto comporta un riesgo grande: el paso ha de darse (y sor
Juana lo da) hacia lo desconocido. Su opción de escritora, de
hispanoamericana, de mujer, asumida con todas sus
consecuencias (una elección poética, única forma de lo
absoluto), la impulsa hacia ese más allá que alcanza pero que no
logra descifrar. Paso primero hacia la modernidad; pero sólo en
el umbral. No puede la escritora dar cima a tan atrevida
aventura: la salvación por la sabiduría; tampoco despeñarse por
las laderas del sinsentido. Este destino no puede cumplirse aún
de modo definitivo. Si en el espacio sobrante confinada
(voluntad: única elección posible), si de los extremos su
experiencia, allí también su palabra. Pero haciendo vida de ellos,
puesto que es palabra visionaria, original. En la obra que es la
vida sólo ese más allá tendrá sentido: el espacio que le queda. La
experiencia poética avanza desde el conocimiento astronómico
al pensamiento filosófico y, por su intermedio, hasta el
reconocimiento existencial; sólo el otro lado (la otra vida) es el
suyo: el aire, la materia de ese espacio, ausencia y presencia,
contundencia sensual y transparencia intelectual. Atravesarlo, el
sucesivo, interminable viaje por el reino de las sombras, para
acabar despierta, y sin palabras; agotadas todas las palabras.
Una forma de morir (muerte antes de la muerte) que es
construcción intelectual; su triunfo, un silencio que es eco de la
ironía: “Casi me ha determinado a dejarlo al silencio; pero como
éste es cosa negativa, aunque explica mucho con el énfasis de no
explicar, es necesario ponerle algún breve rótulo para que se
entienda lo que se pretende que el silencio diga; y si no, dirá
nada el silencio, porque ése es su propio oficio: decir nada”.
Coleção de Areia - 276
Dados bibliográficos de Jorge
Rodríguez Padrón
(Islas Canárias, 1943)
OBRA CRÍTICA
Domingo Rivera, poeta del cuerpo. Prensa Española. Madrid.
1967.
Trés poetas contemporáneos: Valéry, Pavese, Paz. El Museo
Canario. Las Palmas. 1973.
Octavio Paz. Ediciones Júcar. Madridd. 1975.
Antología de la poesía hispanoamericana (1915-1980).
Editorial Espasa-Calpe. Madrid. 1984.
Una aproximación a la nueva narrativa en Canarias. Aula de
Cultura. Tenerife. 1985.
Tentativas borgeanas. Editora Regional de Extremadura.
Mérida. 1989.
Del ocio sagrado (Algunos poetas hispanoamericanos).
Libertarias/Prodhufi. Madrid. 1991.
El pájaro parado (Leyendo a Emilio Adolfo Westphalen).
Ediciones del Tapir. Madrid. 1992.
La palabra dada. Colección Pasos sobre el mar. Las Palmas.
1993.
Paso sobre paso/1 y 2. Cuadernos de Calandrajas. Toledo. 1993.
Coleção de Areia - 277
El sueño proliferante y otros ensayos. Universidad de Las
Palmas de Gran Canaria. Las Palmas. 1993.
PREPARACIÓN DE EDICIONES
La que no tiene nombre, de Jesús Fernández Santos. EspasaCalpe. Madrid. s/d.
El paraíso de los nudos, de Agustín Millares Sall. Edirca. Las
Palmas. 1980.
Guad, de Alfonso García Ramos. Interinsular. Tenerife. 1983.
Fetasa, de Isaac de Vega. Interinsular. Tenerife. 1984.
El tamaño del infierno, de Arturo Azuela. Editorial Cátedra.
Madrid. 1985.
No menor que el vacío, de Luis Feria. Biblioteca Básica Canaria.
Islas Canarias. 1988.
Teoría de una experiencia, de Eugenio Padorno. Biblioteca
Básica Canaria. Islas Canarias. 1989.
Coleção de Areia - 278

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