Puerta lateral - Jornal de Poesia
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Puerta lateral Jorge Rodríguez Padrón Coleção de Areia Puerta lateral Jorge Rodríguez Padrón Selección e introducción a cargo de FLORIANO MARTINS Coleção de Areia - 2 © Puerta lateral, Jorge Rodríguez Padrón | 2010 © Portada y proyecto gráfico | Floriano Martins Coleção de Areia – 02 Projeto Editorial Banda Hispânica Caixa Postal 52817 – Agência Aldeota Fortaleza Ceará 60150-970 Brasil Coleção de Areia - 3 Sumário I. La frontera inquietante (estudio introductorio) La frontera inquietante de la crítica (en Jorge Rodríguez Padrón) II. La quietud sacramental Vértices de una escritura atlántica Para una interpretación del modernismo en Canarias Las vanguardias tardías hispanoamericanas en España Voces desde la periferia José María Eguren: una luminosa estela de sombra Lectura de Lezama Lima El pájaro parado (leyendo a Emilio Adolfo Westphalen) (fragmentos) Conjunción y disyunción (notas del diario de un diálogo) Joaquín Pasos: un joven que nada sabía Notas para un diálogo de antologías Silencio único que nos incendia Javier Sologuren: vagando entre los signos de la noche La aventura poética de Roberto Juarroz José Kozer: la poesía como conversión III. La encarnación radiante (algunas tentativas) Alfonso Reyes y el Madrid posible Todo viaje es a la ventura (siguiendo a Maqroll) La palabra dada El barco de la luna (fragmentos) Dados bibliográficos de Jorge Rodríguez Padrón Coleção de Areia - 4 I | LA FRONTERA INQUIETANTE Coleção de Areia - 5 La frontera inquietante de la crítica (en Jorge Rodríguez Padrón) Floriano Martins En el ámbito de una crítica de la poesía hispanoamericana, algunos libros deben ya ser considerados como esenciales a una comprensión del género, libros cuya acción crítica establece un foco de reflexión y correspondencia entre las diversas poéticas que se siguen fundando en este territorio. En este sentido es que se puede citar algunos títulos de la obra crítica de Octavio Paz, tales como Las peras del olmo (1957), Cuadrivio (1965) y Puertas al campo (1966), volúmenes en que es posible señalar un sistema de diálogos dentro de los límites de la creación poética en Hispanoamérica, constituyendo así, en palabras del mismo Paz, un amplio y notable “campo de afinidades y oposiciones”. Con igual intensidad y poder de revelación podemos citar Fundadores de la nueva poesía latinoamericana (Barral, Barcelona, 1971), del argentino Saúl Yurkievich, La máscara, la transparencia (Monte Avila, Caracas, 1975), del venezolano Guillermo Sucre y Catorce poetas hispanoamericanos de hoy (Providence College, Rhode Island, 1984), este último una compilación de textos críticos sobre algunos poetas hispanoamericanos realizada por los chilenos Pedro Lastra y Luis Eyzaguirre. Además de estos podemos contar también con otras obras importantes, aunque no se detengan especificamente en el universo de la poesía hispanoamericana: Descripciones (Monte Avila, Caracas, 1983), del venezolano Juan Liscano, Hispanoamérica: mito y surrealismo (Procultura, Bogotá, 1986), del colombiano Carlos Martín, Gravitaciones y tangencias (Colmillo Blanco, Lima, 1988), del peruano Javier Sologuren. Tales libros — y algunos otros pueden naturalmente ser aquí inclusos — se aventuran a nutrir perfiles y raíces, Coleção de Areia - 6 lenguaje y movimiento, de una esfera literaria que se va insinuando, en cuerpo y alma, en la medida en que se toca su centro incandescente, su magma voraz. Una vez firmada como algo no esporádico, expuesto a lo efímero de las circunstancias, e insinuando ya un cuerpo de intenciones, la poesía hispanoamericana se impone entonces más allá de sus fronteras, sea por la residencia de algunos de sus poetas en países europeos y en los Estados Unidos, o por la sensibilidad y seriedad del trabajo de algunos críticos e traductores. El hecho es que esta poesía puede ser hoy observada a la luz de su real condición: no como el discurso ordinario de un lenguaje impuesto, sino como la intensa y determinada búsqueda de fundación de una realidad que se caracterice por la multiplicidad de lenguajes, incorporación voraz (sin embargo jamás aleatoria) de signos, conceptos, formas, creencias — desdoblamiento continuo de sentidos, destrucción y correspondencia de las significaciones. Vallejo, Huidobro, Borges. Lezama, Paz, Rojas. Montejo, Pacheco, Kozer. El balance de un siglo de poesía en Hispanoamérica sorprenderá a todos por su vitalidad, multiplicidad, frescura e transbordamiento. Hay, por lo tanto, una clara urgencia en la tejedura de este inventario. Entre los nombres que han mostrado un empeño sincero en la difusión de esta poesía se encuentra el del crítico español Jorge Rodríguez Padrón (Las Palmas de Gran Canaria, 1943-), una de las voces más pertinentes y experimentadas de la crítica literaria en los días de hoy. Su claro interés por la poesía hispanoamericana cuenta ya con más de dos décadas y se multiplica en una infinidad de artículos y ensayos incluidos en innumerables publicaciones. En tal sentido, anotemos un poco su trajectoria. En 1973 se edita un volumen titulado Tres poetas contemporáneos: Valery, Pavese, Paz, en el que se pueden averiguar las interrelaciones existentes entre la obra de estos tres notables poetas, la “preocupación por los límites, por la aventura creadora que los tres llevan a término, o que para los tres resulta ser eje de su esfuerzo creador”, conforme palabras Coleção de Areia - 7 del mismo Rodríguez Padrón en entrevista que le hice (Andrómeda # 27, San José, Costa Rica, 1989). Luego en seguida publicaría Octavio Paz (Ediciones Júcar, Madrid, 1975), un extenso y esclarecedor estudio sobre la obra del poeta mexicano, primer ensayo de conjunto sobre este poeta publicado en España, donde es posible situar con más nitidez su defensa de la crítica como una arriesgada aventura exploratoria en los subterráneos del lenguaje, “una penetración intensa en la realidad formal, intrínseca e inherente a la expresión literaria”. Este volumen crítico de Jorge Rodríguez Padrón está además amparado por una rica iconografía y una excelente, aunque reducida, selección de poemas de Octavio Paz. En los años siguientes proliferan los artículos (aún no reunidos en libro), así como la preparación de una monumental Antología de poesía hispanoamericana 1915-1980 (EspasaCalpe, Madrid, 1984), volumen abierto por un largo estudio preliminar, que se configura como una singular puerta de acceso al universo transbordante de la poesía hispanoamericana — recordemos que Puerta lateral era exactamente el título previsto por el autor, no habiendo sido posible por meras circunstancias editoriales. En él podemos disponer de una riquísima gama de perplejidades y desacuerdos, las venas multifacéticas de esta poesía allí caracterizadas por la “escritura conflictiva” de Juan Liscano, las personas épicas de Alvaro Mutis, el “delicado ejercicio de despojamiento verbal” de Juan Gelman, la “escritura plural y digresiva” de José Kozer, entre otros. Tal vez falte al libro una referencia directa a la corriente surrealista de esta poesía, antecipada en parte por la obra de los chilenos Rosamel del Valle y Humberto Díaz-Casanueva y continuada por la experiencia vertiginosa de autores como Enrique Molina, Emilio Adolfo Westphalen, Enrique GómezCorrea, y más recientemente, Ludwig Zeller. No obstante, es posible entrever la defensa de Jorge Rodríguez Padrón, la misma que Lezama Lima, por un barroquismo como espejo ideal de la expresión americana, tanto por el transbordamiento formal como por la “fiesta de los sentidos”. Tal vez por esta óptica se pueda comprender mejor la obra del boliviano Jaime Sáenz, del colombiano Jorge Gaitán Durán y de la argentina Olga Orozco, para citar apenas algunos. De cualquier modo, la Coleção de Areia - 8 importancia del trabajo de Rodríguez Padrón consiste en la difusión, ya en aquella ocasión emergente, de una “realidad poética” ejemplificada por un “cuerpo de doctrinas” (recurriendo a la expresión de Paz) consciente y de acentuada relevancia, lo que significaba decir que el autor cumplió con su deber sagrado: crear posibilidades de diálogos entre las culturas, desvelando nuevos caminos y alertando sobre los límites que deben ser ultrapasados. En el desdoblamiento de su obra crítica Jorge Rodríguez Padrón prosigue en busca de elucidación (y consecuente difusión) de los caminos (laberinto flamante) de la poesía hispanoamericana. Se sigue un intenso período de lecturas, teniendo siempre en cuenta: la lectura como celebración del diálogo incesante entre las obras, la amplia conjunción de voces que se fijan (y también se disuelven) en cada encuentro, la plena comunión de signos que revelan las secretas (invisibles) puentes que nos dan acceso a una otra realidad. Impulsado por el agon de ese flujo de lecturas, reflexión y revelación de escrituras que abren uno (y otro más siempre) abanico de indagaciones, Rodríguez Padrón se dedica a una serie de ensayos, nuevamente sobre la poesía hispanoamericana (para él la poesía española no puede prescindir de la lectura de esta otra poesía), reunidos en un libro titulado Del ocio sagrado (Libertarias/Prodhurfi, Madrid, 1991). Se trata de una nueva visión suya de la escritura poética, como también de su oficio como crítico. Primer movimiento del crítico: abandono, dejarse tocar por la aventura, celebrarla en su entraña, abismarse en sus insinuaciones. Solamente entonces comienzan a tomar cuerpo las figuras de su discurso, iluminaciones resultantes de una entrega total. Ir a buscar el sentido más allá de todo sentido, por detrás de la trama verbal con que el texto nos seduce. Ejercicios de reconocimiento: reflejos y transparencias. Desafío constante al cuerpo del lenguaje, a la sombra inquietante de su propio deseo, desafío a la escritura para que esta se muestre como tejedora de su propia crítica. Esta me parece la visión con que Rodríguez Padrón busca provocar un diálogo entre crítica y Coleção de Areia - 9 creación poética, diálogo de incesantes sorpresas alcanzadas en sus centellas de atracción y repulsión. Del ocio sagrado nos trae nuevamente a la escena las voces inconfundibles de poetas como Jorge Luis Borges, José Lezama Lima, Octavio Paz, Gonzalo Rojas, Javier Sologuren, Alvaro Mutis, Roberto Juarroz y José Kozer, esta vez podiéndose detener con todo el espíritu (una meditación) sobre la poética de cada uno, confirmándolas y hasta revelándoles algunas insospechables galerías. Trátese de abordar la escritura como reescritura constante en Borges, de señalar un erotismo transbordante y ceremonial en el principio de las imágenes en Lezama Lima, de apuntar a una recuperación reflexiva y madura del surrealismo en la poesía de Javier Sologuren, o indicar la “serenidad contemplativa” que José Kozer aplica “al fervor sensual de una palabra desbordada” — la densa estructura crítica que sigue placenteramente erigiendo Rodríguez Padrón produce resonancias inquietantes, genera síntesis relucientes y singulares, a partir de su constelación de cuerpos disidentes y/o confluentes, teatro de signos esenciales, juego de propagaciones sucesivas que buscan “unidades y unidad”. Y si Del ocio sagrado nos revela tanto acerca de poéticas ya consagradas, lo hace más aún al adentrar al territorio inóspito (¿ignorado por cuáles razones?) de la poesía del peruano José María Eguren — un visionario inolvidable que anticipa espacio y tiempo en el curso de las experiencias poéticas en Hispanoamérica, pleno y luminoso en su inquietud creadora —, de la paraguaya (aunque nacida en las Islas Canarias) Josefina Plá — cuya poética, elegíaca y metafísica, nos desafía a “desangrar hasta la última gota para poder resucitar”, teniendo, a ejemplo de Lezama Lima, la resurrección como una de las raíces de toda gran poesía —, y del nicaragüense Joaquín Pasos — igualmente elegíaco, la visceralidad de Pasos consiste paradoxalmente en su inocencia, poética erguida en la pureza y encantamiento de lo ignoto, la corredera irrefrenable del asombro ante lo desconocido. Estos tres ensayos asumen proporciones aún más instigantes y reveladoras en Del ocio sagrado exactamente por tratarse de estudios (zambullidas) acerca de obras de escasa difusión. Libro, sin duda, fundamental Coleção de Areia - 10 este de Jorge Rodríguez Padrón, al iluminar uno de los escenarios más vigorosos de la escritura poética contemporánea. Determinado por lo mismo criterio, ha escrito aún dos otros volúmenes: Tentativas borgeanas (Editora Regional de Extremadura, Salamanca, 1989) y El pájaro parado/Leyendo a Emilio Adolfo Westphalen (Ediciones del Tapir, Madrid, 1992), libros en los cuáles es posible habitar las singularidades e revelaciones de dos escrituras poéticas de extrema importancia para los destinos de la poesía hispanoamericana. En Borges la poesía es constante recreación y zambullir infatigable en el laberinto de las culturas. Para Westphalen el poema es un milagro irrefutable entorno del cual se renueva el hombre, que torna posible la resurrección. Crítico reconocido por su profundidad y visión poética, Rodríguez Padrón señala con clareza los artificios y enigmas de esos dos notables poetas. Sobre el argentino subraya: Octavio Paz ha hablado de la creación poética como retorno al origen, como encuentro con la palabra pura e irrepetible. Borges escribe desde esa situación irrepetible, irreversible, y original también. Borges ha retornado al mundo primario donde las fronteras entre lo real y lo imaginario, entre lo posible y lo imposible, se han disuelto para siempre; donde las diferencias entre contrarios se anulan; y se anulan porque se dicen, porque se nos dicen. Y acerca del peruano considera: Todo en el poema, en la poesía de Emilio Adolfo Westphalen, es reflejo, espejo; tiene su doble en el objeto mirado, en el trazo verbal que lo incorpora: el verso en el otro verso, la palabra en la sucesión de formas que la acogen. No caber, pues, en un espacio determinado; alzar la voz como única esperanza de elevación, de arraigo en el desarraigo; debatirse en la queja, pero frente a uno mismo. La presencia de estos libros en el panorama cultural español es de gran importancia, tanto por una lectura más aclaratoria a Coleção de Areia - 11 cerca de los laberintos borgeanos, como también por el aspecto primordial — hasta entonces no se había tomado en consideración1 — de tratarse aquí de la primera publicación crítica (todo un libro) entorno de la poesía del peruano Westphalen, sin duda alguna uno de los poetas fundamentales de la gran aventura poética hispanoamericana. Dos libros, pues, esenciales que lo destacan a su autor entre los críticos más reveladores de la actualidad. En 1993 la poesía de lengua española recibe dos otros libros de Jorge Rodríguez Padrón: Paso sobre paso/1 & 2 (Cuadernos de Calandrajas, Toledo) y El sueño proliferante y otros ensayos (Universidad de Las Palmas de Gran Canaria). En sus páginas nuestro encuentro ahora es con poetas españoles e hispanoamericanos; se amplía el diálogo hasta el punto de la revelación acerca de las relaciones entre las dos instancias geográficas. Paso sobre paso es un libro mágico, dónde el crítico nos conduce por los pliegues de sus encuentros sugestivos con el poema mismo, y también con su autor (Gonzalo Rojas, Ángel Crespo, Javier Sologuren, César Simón, Roberto Echavarren, entre otros). El libro desnuda la voz de algunos poemas y ofrece a su autor un espacio de consideraciones acerca de su interpretación crítica. Funda el instante revelador de un riquísimo diálogo: poema, autor, lector (crítico), todos reunidos en torno del fuego central de la poesía. Por otro lado, El sueño proliferante abre la discusión acerca de las experiencias con el lenguaje poético llevadas a término en la extensión del idioma español, apunta confluencias, rompimientos y desencuentros, convivencias y ajenamientos entre la poesía hecha en España y su otro polo, Hispanoamérica. No hay otro libro que fundamente tan bien tales relaciones, establecendo las causas y efectos de sus dominios. Allí la modernidad y las vanguardias han sido objeto de una lectura 1Anterior a la publicación de El pájaro parado, es correcto señalar la existencia de una pequeña edición, con tiraje de cien ejemplares y escasa difusión, de EAW (Editorial “El café de nadie”. México. 1985), de Stefan Baciu, plaquette que recoge dos ensayos acerca del peruano. Coleção de Areia - 12 crítica y sus propuestas de diálogo. Con su voz también poética, el mismo Rodríguez Padrón señala, en el prólogo de este libro, acerca de los desdoblamientos posibles de la poesía de lengua española: Otra mirada, otras preguntas se reclaman con urgencia, y quizá sea éste el único mérito de las páginas que siguen: contribuir a proponer la una, arriesgarse a hacer las otras. Sólo a los poetas corresponde ver con nueva luz, dar con las respuestas que se solicitan. El aporte cultural de este crítico echa sus raíces todavía a través de la difusión de valores literarios de su propio país, sobre todo aquellos autores nacidos en las Islas Canarias, habiendo preparado valiosas ediciones críticas de la obra de escritores tales como Domingo Rivera, Alfonso García Ramos y Arturo Azuela, mereciendo especial destaque los volúmenes organizados para la Biblioteca Básica Canaria: No menor que el vacío (1988), de Luis Feria y Teoría de una experiencia (1989), de Eugenio Padorno, libros que han revelado admirables circunstancias de la poética de estos dos importantes poetas contemporáneos. Rodríguez Padrón fue también redactor de la revista grancanaria Fablas, experiencia llevada a término en los años setenta, acerca de la cual él mismo nos habla: Fablas quiso ser, desde el comienzo de su andadura pública, un lugar de encuentro para escritores españoles (de las islas y de la Península) e hispanoamericanos; quiso ser un enclave similar, en lo literario, a lo que las islas Canarias han sido siempre, en lo geográfico y en lo cultural, y al fin constata que vista desde hoy, aquella empresa fue algo importante, tanto en las islas como fuera de ellas, y creo yo que cuantos trabajamos para la revista es ahora cuando empezamos a considerar esa importancia que, en los años de actividad editorial, no podíamos sospechar. Coleção de Areia - 13 El texto con que se inicia nuestra antología desvela una visión del crítico acerca de una situación común a la poesía atlántica — aspecto que engrandece la razón central del presente libro —, por su vez una escritura que en su raíz significa la disposición arriesgada por la constante aventura del lenguaje y la iluminación de los descubrimientos. “Vértices de una escritura atlántica”, que apunta algunas cuestiones esenciales de la poesía moderna de una determinada región, precisamente Canarias, Brasil e Hispanoamérica, es un pórtico fundamental de acceso a los despliegues críticos de Rodríguez Padrón. Este ensayo ha integrado una edición especial de la revista El Urogallo (Canarias, 1989), donde se muestra una serie de reflexiones sobre la cultura contemporánea de las Islas Canarias. También allí se publica un otro ensayo de Rodríguez Padrón: “Cinco propuestas para una nueva narrativa canaria”, donde observa con peculiar lucidez los despliegues esenciales de la narrativa en su rincón natal. A partir de este revelador “Vértices de una escritura atlántica” tomamos la palabra de Rodríguez Padrón, su discurso verbal, como la iluminación de los caminos oscuros recurridos por la poesía española e hispanoamericana, sus rumbos existenciales y verbales, a través del encantamiento y sutileza de sus reflexiones. Hasta el momento en que presentamos un fragmento de su El barco de la luna, todavía inédito, donde valora, con notable propiedad, los orígenes barrocos de la poesía hispanoamericana y el “sentido gravitatorio” de la poesía escrita por mujeres (que no se debe confundir con la discutible poesía femenina) que, según el mismo, “explica muy bien el signo de identidad fundamental de toda la poesía moderna en aquel continente”. Al fin de nuestra jornada, de nuestra puerta lateral, una vez más la incontestable presencia de la voz crítica de Rodríguez Padrón: tres encuentros con el autor de este libro, diálogos al largo de unos años, que buscan aclarar unas cuestiones más ya largamente ofrecidas en las páginas de nuestra aventura crítica. Una vez más la confirmación de lo imprescindible que es la presentación de este crítico en el ámbito de su espacio natural de actuación reflexiva, o sea, la poesía en lengua española, sobremanera sus relaciones entre España e Hispanoamérica. Coleção de Areia - 14 Creemos, por tanto, que la suma de observaciones hechas aquí a respecto de Jorge Rodríguez Padrón, y también de su trayectoria crítica como una totalidad orgánica, precisa la esencialidad de una obra que sigue un curso abisal: agotar la voz en lo que se dice, tornar pleno el sentido, arrancando un otro sentido al sentido inaugural de todo aquello en que toca. Coleção de Areia - 15 II | LA QUIETUD SACRAMENTAL Coleção de Areia - 16 Vértices de una escritura atlántica 1 El recorrido describe un triángulo que tiene, en sus tres vértices, otros tantos espejos donde se refleja el rostro plural de una misma actitud creadora, de una misma concepción del escritor como individuo marginal, solitario, aislado, que, vuelto sobre sí mismo, no se anonada en una autocontemplación narcisista, sino que se enfrenta, abierta y críticamente, a la imagen que del mundo, de su mundo, de sí mismo, va trazando en sus textos. Y al contemplarse en su doble que es la escritura, el temblor de su confusa identidad se transmite también al lenguaje, recibido con desconfianza, aceptado con encantamiento y manejado con atractiva puericia, como dijera Lezama Lima. Canarias es el punto de partida y de llegada que inicia, desarrolla y cierra ese triángulo perfecto al cual aludo. Los otros dos vértices: Hispanoamérica y Portugal. 2 Una escritura atlántica que quiere decir dispuesta al descubrimiento, a la novedad, a la sugestión creadora; una escritura excéntrica y dinámica cuyo lenguaje discurre en la delicada frontera entre iluminación y oscuridad, y que se abre siempre desde la orilla hacia el mar, desde la seguridad a lo posible: un intento dramático y nunca concluido de definir una identidad que participa de la misma afirmación y negación contenidas en su lenguaje. Una escritura atlántica que, frente a la luminosa serenidad mediterránea con su madurez histórica y su gozosa sensualidad nunca desmesurada, construye una inquieta sugestión que la impulsa hacia lo nuevo: el lenguaje Coleção de Areia - 17 salta en pedazos y solicita una sintaxis, un ritmo y, sobre todo, un acento diferentes. 3 Un acercamiento a la literatura de Canarias, hecho con el entusiasmo y la dedicación de quien desea encontrarse con ella, antes que con la calculada intención de definir espacios históricos generacionales que la contengan, conduce — de forma inmediata y necesaria — hasta la literatura hispanoamericana. El espejo ultramarino devuelve la imagen de su pareja condición: en Hispanoamérica, como en Canarias, una escritura nacida de la incertidumbre ante el lenguaje, de la condición mestiza y plural de su realidad que, ni ostenta con castizo orgullo un origen determinado, ni se sustrae a las novedades que, asumidas sin traumas, la mantienen lejos de cualquier confiada seguridad. Una escritura literaria que necesita desarrollar una mirada propia, individual, y configurar — al mismo tiempo — una vivencia cosmopolita de la realidad. 4 En la lectura de los escritores modernistas insulares se nos ofrece una variedad muy particular del modernismo y postmodernismo españoles, sólo explicable en función de su carácter periférico y excéntrico; ello es, e su discusión interna y fundacional con la lengua literaria heredada. Pues hunde sus raíces en las peculiaridades dialectales que de verdad hacen del lenguaje algo vivo y cambiante, nuevo: un habla cargada de doble sentido, cuyo tono y cuyo ritmo contradicen constantemente los rigores gramaticales, dejan de ser aquellos que impone el modelo para mostrar su otro lado provocador. Ello se confirma en la lectura de los escritores de vanguardia que, si en América suponen la segunda inauguración de la literatura contemporánea en lengua española, en Canarias — aunque frustrada en la trágica fugacidad auroral de los años treinta, amenazada por esa sombra inquietante que pronto Coleção de Areia - 18 tomaría forma de guerra civil — el grupo surrealista de Tenerife fue la verdadera voz, no el eco, como tampoco lo fue el modernismo, de la vanguardia a este lado de la lengua: el interlocutor válido para un diálogo que, fatalmente, no ha podido cumplirse a plenitud. 5 Por Andalucía, primero y por Canaria, muy poco después, la lengua española se entrega al vértigo creador sin trabas ni complejos. La afirmación juanramoniana de que él se sentía un “andaluz universal” debe entenderse en este contexto. Y sólo cuando su obra incorpora la visión cosmopolita que le concede su contacto con la realidad americana puede dar cima a su poema fundamental, movido por la incertidumbre y por la recíproca contemplación de imágenes y palabras venidas de un lado y del otro océano. Espacio no es otra cosa que una fundación poética en la que interviene la memoria del poeta reflejada en la realidad cambiante de un lenguaje que ilumina y multiplica las posibilidades de conocimiento, abriéndose al drama de la identidad. Pero el caso de Juan Ramón Jiménez siempre ha resultado excepcional. Desde dentro, su obra se ha entendido, casi en exclusiva, como ajena al discurrir histórico Y a la fidelidad requerida por una poesía sin aventura, confirmadora de la verdad antes que contradictoria de la misma. 6 A la literatura española le era indispensable (en cierto modo, aún lo sigue siendo) una salida hacia lo incierto que el mar ofrece; debía situarse en una orilla desde la cual plantear sus propios interrogantes. Y no podía serlo el Mediterráneo, conocido y asumido históricamente, eje además de la tradición literaria en lengua catalana. No llegará a serlo, tampoco, a pesar de su especial predisposición para ello, la moderna poesía gallega que debe luchar, en el siglo XIX, por reivindicar, desde la Coleção de Areia - 19 condición entonces minoritaria y marginal de su lengua, una personalidad sepultada en la ceguera de la historia, de modo que pudiese alcanzar el espacio correspondiente dentro de la poesía peninsular y lograra integrar sus voces en la continuidad histórica perdida. Ha de ser en ese rio de la lengua que discurre desde el sur hacia América donde la literatura que habla en español encuentre el enclave decisivo de Canarias como orilla y frontera, a la vez que como primera distancia que facilite el análisis autocontemplativo y crítico que es urgente, entonces y a partir de ese momento: un diálogo todavía ocasional, pero sin el cual será imposible un desarrollo renovador, vivo, de la literatura de nuestra lengua. 7 El profesor Manuel Alvar, dedicado desde hace mucho tiempo y con tanta pasión como sabiduría al esclarecimiento del español de Canarias, a explicado cómo “en las islas, el castellano se proyectó fuera de sus fronteras geográficas y creó una nueva realidad. Ya no castellana, porque Andalucía interpuso sus telones; ya no andaluza, porque las aguas del océano presagiaban inéditos alumbramientos. La lengua se adaptó a una nueva realidad para captarla, transmitirla y recrearla.” Realidad física, incontestable, de un paisaje plural e inquietante: en el centro geométrico, un promontorio de piedra gana espacio al cielo, un círculo se abre hasta las entrañas de fuego extinto, o el triángulo blanco, seno perfecto, ofrece su aureola al infinito. Circundándolo todo, una lámina azul que se allana, o se encrespa, o se alza con imponente violencia, en un constante amago de engullirlo para siempre. Nunca sucede. Pero la evidencia geográfica se disuelve — una vez y otra — en la perpetua sospecha de su imaginaria condición. 8 Paisaje omnipresente cuya inmanencia parece depender de los elementos, y cuya relación con el hombre que lo habita (otra Coleção de Areia - 20 realidad nueva asumida por el español que derrota en las islas) ha sido siempre doble y conflictiva: el insular reconoce aquella realidad, pero la imagina siempre desaparecida. La mitología atlántica no contempla lugar de llegada alguno: la imagen neblinosa de San Borondón genera una fuerza centrífuga que impulsa al insular, para reconocerse, a buscarse con denuedo a través de un mar tenebroso y sin límites, en un océano abierto a la aventura, en los rostros de perplejidad, de incertidumbre inaugural, de miedo también, que se han asomado desde el comienzo de los tiempos a tal inmensidad. En el archipiélago atlántico, el hombre no tiene la conciencia orgullosa de la individualidad, sino la evidencia (unas veces exaltada, otras vergonzante) de su mestiza condición, producto de fugaces encuentros con viajeros que allí hacen escala ocasional. De ilusiones y fracasos, de huidas constantes, se nutre la tradición insular; en los encuentros sucesivos y diversos con gentes venidas de fuera se fragua su peculiar identidad. 9 “Canarias — escribe también el profesor Alvar — no es una zona marginal, sino el centro del mundo que habla nuestra lengua; aquí se anudan las modalidades de ambas bandas del mar y se filtran las diferencias.” Aquella lengua, orgullosa de su origen y pagada de su poder, “dejó de ser castellano para convertirse — aquí — en español”. Y ese español recién nacido viene a la vida portando la implícita semilla de la irreverencia: de una manera absolutamente natural, el español de Canarias vive en el riesgo que toda creación literaria exige; establece siempre lo imprevisto en la tranquilidad aceptada de la norma, evitando que ésta llegue a convertirse en una ortopedia anuladora. La literatura insular nunca ha sido ajena a esta condición; en ella se han originado sus más notables creaciones: no una lengua aceptada con respeto y reverencia, sino soliviantada por la ambigüedad y el doble fondo que en ella habita, manipulada desde esa distancia y con las necesidades que la nueva realidad impone; nunca una respuesta pasiva a la realidad o a los sucesos que en ella se producen, sino una voluntaria, emotiva hasta Coleção de Areia - 21 lúdica inversión de los mismos, que se traduce en constantes hallazgos, en atrevidas sorpresas. 10 Es verdad que tal posición fronteriza y excéntrica puede conducir — como así ha sido — a la autosuficiencia y a la impersonalidad. No hay raíces históricas lo suficientemente sólidas para asentar una tradición; y en su historia más reciente o más lejana, el insular afronta tal conflictiva identidad sin hacer demasiado caso de ese componente dramático indudable: con una cierta comodidad subsidiaria y dependiente, se desliza, con más frecuencia de la deseada, hacia un mimetismo que lo lleva a remedar actitudes e ideas, a copiar usos y costumbres. No se atreve a encarar su ventajosa situación. El escritor canario tiene la ineludible obligación de fundar su propia tradición, asumiendo su pluralidad mestiza y espejeante; no sólo ha de contemplarse en la realidad que lo circunda, sino que debe volverse hacia los otros, sentirlos parte de su identidad e indagar en sus miradas y en sus voces hasta reconocerse plenamente en ellas, sin complejo alguno. Así lo han hecho, desde dentro y desde fuera de las islas, sus mejores poetas y prosistas. 11 Favorecido por mi posición equidistante con respecto a los dos polos de la lengua española (lejos del casticismo envejecido y sabiéndome parte de un proceso lingüístico y literario siempre inaugural), no he tenido dificultad alguna para incorporar otras voces — no sólo las que hablan español — al diálogo que intento definir aquí, siempre que aborden los problemas de su lengua con idéntica voluntad inaugural y siempre que afronten la creación literaria con la misma urgencia inquietante y sugeridora que ilumina la imagen de su verdadera identidad individual colectiva, coincidente en todo con esa difícil reconstrucción del origen que, como digo, se resiste a aceptar de Coleção de Areia - 22 modo inconsciente o subsidiario el peso de la tradición. Así sucede con los escritores portugueses que inauguran allí la modernidad, hasta llegar a la figura central de Fernando Pessoa. 12 Escriben también desde una orilla, a veces no especificamente geográfica, que los define y que abre sus senderos hacia lo posible, hacia lo intuido por el deseo; su fe se plasma en la construcción de una identidad resistente a todo lo que entienden como historia ajena o frustrada, y optan por una relación dramática (ello es, crítica, dialogante) con las dos imágenes que de sí mismos confluyen en ese límite que espiritualmente los condiciona y geograficamente los constituye. La escritura portuguesa contemporánea funda sus orígenes, de la misma forma que los otros dos vértices de la escritura atlántica, en la ruptura con la historia, en la novedad del lenguaje, en la obsesión reformista que desea superar el simple compromiso histórico y en la voluntad cosmopolita contenida en la peculiar afirmación de la individualidad, y hasta del aislamiento, del escritor. La marginalidad como inauguración imaginativa que sitúa al lenguaje del otro lado de la realidad, en ese territorio donde la voz poética es voz unánime. 13 Hay una “dura, briosa, hermandad [de los canarios] con los portugueses, que tantos motivos de acercamiento dio en el pasado”, pues se trata de una historia compartida, paralela o coincidente en el recuento de determinados acontecimientos políticos o sociales y en intercambio humano, tan fructífero en lo económico como influyente en la personalidad. Esta andadura fraternal en la historia arraiga — sin embargo — mucho más atrás, en la fundación mítica que, como escribe la profesora María Rosa Alonso, “se gestó en la santidad viajera de los monjes celtas […] Corrió por la saudosa tierra portuguesa, jalón céltico del ensueño y del sentimiento del mar, posó su Coleção de Areia - 23 aleteo de mariposa en las Azores ¿yñ ¡Cómo no habríamos de buscarla en las Islas Afortunadas!”. Dura, briosa hermandad que, inexplicablemente, ha pasado inadvertida para historiadores y críticos; ha vivido aletargada en las preocupaciones de los propios escritores; dejó su huella, no sé si del todo consciente, en los autores de principio de siglo, en donde Enrique Díez-Canelo la detectó inmediatamente. 14 La lengua literaria portuguesa, como la española, empieza a ser moderna, a ser otra, cuando por intermedio de estas tres iluminaciones no sólo se aventura a reconocer el riesgo de su identidad naciente, sino cuando dicha experiencia, en cierto modo simultánea a pesar de los concretos desfases cronológicos, encuentre su correlato exacto en los otros dos espejos donde también las relaciones heredadas entre individuo y lenguaje, entre individuo y concepto unilateral de la realidad, se rompen y multiplican para que sus fragmentos dialoguen entre sí, estableciendo sus propias leyes de atracción y rechazo. Que sea la poesía portuguesa del Brasil, y la española de Hispanoamérica, la que haya afrontado las más arriesgadas experiencias textuales, no debe ser ceñido por un fenómeno extraño o marginal, sino que debe suscitar la adecuada respuesta por parte de la poesía, más conservadora y resistente, de este lado del Atlántico. 15 De ahí que invoque la situación de Canarias como singularmente válida, en el caso de la lengua española. Se trata de una evidencia histórica que podremos comprobar apenas iniciemos el cotejo entre la obra de los escritores más representativos de la modernidad insular y los escritores coetáneos de los otros dos polos de la literatura atlántica. Una escritura de carácter inaugural que transforma la solemnidad rigurosa de la épica en un mito desbordado que oponer a la Coleção de Areia - 24 torpe pasividad de la historia que heredan o de la sociedad en que vive; en la exaltación irónica de lo cotidiano, aprovechando los valores de la expresividad coloquial y la fugacidad inestable en la cual se desenvuelve; o que la deja escapar hasta el terreno de lo visionario, de un más allá que es paisaje — cósmico o próximo — siempre nuevo y distinto para el individuo que, desde su seno, en constante alerta, alza voluntarioso su palabra. 16 Para hacerlo así, el escritor — también en los tres casos — debe adoptar determinadas posiciones, determinada retórica. Objetivo y distante, mira lo que le es próximo, llegando hasta su misma identidad; pero comprometido con esa existencia que es su lenguaje, debe entregarse a los otros, y a sí mismo, con una peculiar religiosidad laica: unas veces, se sustrae a la vida pública, vive una existencia marginal o bohemia; otras, se esconde en los límites más cercanos de su barrio o de su hogar; otras, en fin, renuncia a la imagen de su identidad tal y como la transmite la historia para desdoblarse en pseudónimos o heterónimos, por medio de los cuales puede ahondar mejor en los extremos de su experiencia: la búsqueda apasionada y dramática de sí mismo y el diálogo continuo, crítico, irónico y hasta lúdico con ese lenguaje que es su única identidad cierta. 17 Todo lo dicho me lleva a concluir que esta inauguración atlántica de la literatura moderna es un ejemplo evidente de la capacidad de la literatura para anular las fronteras geográficas y políticas y establecer otros territorios, más abiertos y por ello más tolerantes, donde la palabra poética sea vínculo de unión, pero también de discusión, verdaderamente liberador. Si el espacio del océano se sigue disputando como una parcela dividida en zonas de influencia estratégica antes que como territorio donde la fuerza sugestiva del mito suplante a la torpeza “gris y desanimada” de los intereses encontrados, lo que Coleção de Areia - 25 fue en su día itinerario para un descubrimiento, tal vez azaroso, de nuevos mundos, y ámbito para el viaje en busca de la propia identidad, del doble que somos y que hemos querido negar desde una y otra ladera, se convertirá en un vacío donde el escritor, que mira solícito desde esa orilla que lo define, se perderá para siempre: su voz tendrá como respuesta el silencio. Coleção de Areia - 26 Para una interpretación del modernismo en Canarias El primer estudio sistemático que existe sobre la poesía escrita en las islas Canarias es el iniciado por el profesor Ángel Valbuena Prat, en la última década de los años veinte, que daría lugar, poco tiempo después, al primer tomo de su Historia de la poesía canaria (Barcelona, 1937). Esta obra, que el autor nunca completó, establece unas líneas fundamentales que — durante mucho tiempo — han servido a estudiosos, historiadores y antólogos para aproximarse al movimiento poético que se desarrolla en las islas, con muy singulares características, en el tránsito de los siglos XIX al XX. En sus años de catedrático en la Universidad de la Laguna (Tenerife), Valbuena Prat convivió con los más jóvenes y pujantes escritores insulares, iniciadores por entonces de la aventura vanguardista, y agrupados en torno a publicaciones como “La rosa de los vientos”, revista precursora de “Gaceta de arte”, indiscutido portavoz del surrealismo canario de los años treinta. Aquel entusiasmo afirmativo de una identidad insular en la literatura en lengua española despertó, sin duda alguna, el interés de Valbuena Prat por explorar el origen de actitudes tan renovadoras. Por eso, su Historia de la poesía canaria se inicia con el estudio de autores como Antonio de Viana y Bartolomé Cairasco, poetas del siglo XVII, fundadores de una visión poética que ya es claramente insular, y de un lenguaje que — movido por la vibración estética del Barroco — se convierte él mismo en paisaje, en imagen, estableciendo así una particularísima mitología insular y atlántica en la poesía de Canarias. Valbuena pasa de ellos a los románticos, para iniciar seguidamente, con más pormenor, el estudio de los poetas que ya conforman el modernismo de las islas, a partir de sus indiscutibles predecesores: los poetas de la Coleção de Areia - 27 Escuela Regionalista de Tenerife. Valbuena Prat declara sin reparos que, a partir de ahí, la poesía canaria adquiere su indiscutible personalidad y demuestra su condición moderna. Sin embargo, los criterios manejados por el profesor Valbuena — a pesar de su larga y buena fortuna crítica posterior — se han revelado, a la luz de los nuevos estudios sobre el modernismo, como el mayor obstáculo para que una obra tan importante lograra trascender los límites históricos dentro de los cuales se realizó. Hace muy poco tiempo que las propuestas de Valbuena Prat sobre la poesía canaria han empezado a ser revisadas, y quizá ésta sea una buena ocasión para exponer el porqué de esa revisión imprescindible, teniendo en cuenta su incidencia en la valoración posterior del modernismo insular. A pesar de su contacto directo con aquella literatura, a pesar de su conocimiento de primera mano de autores y obras, y de la realidad misma de las islas, Valbuena siempre aplicó a su estudio un criterio estético que oponía al alumbramiento imaginativo y formal de los modernistas el recelo y la templanza sentimentales del noventayochismo dominante: frente a una poesía pretendidamente musical y colorista, otra que dice, cuenta y canta. Por eso, en su análisis de los poetas canarios, Valbuena desvía la atención hacia aquellas obras exaltadoras de lo próximo, de la cotidianidad pequeña y familiar, por medio de lo que él entiende como efusión sentimental de temas y actitudes expresados en esa poesía. Y acaba estableciendo, como caracteres definitorios de la misma, los siguientes: el aislamiento, el cosmopolitismo, la intimidad y el sentimiento del mar. No obstante existir esas características (si sólo atendemos a lo puramente descriptivo), no se arriesga Valbuena a matizar cada una de ellas, y prefiere quedar en los niveles temáticos, sin notar que tales aspectos actúan sobre la obra literaria provocando en ella una agitación dramática muy peculiar, consecuencia de la condición insular en que se origina. El aislamiento y la intimidad no sólo son sentimientos, sino rasgos de una personalidad capaces de inaugurar una imaginería específica, donde lo cotidiano no es la celebración enajenadora sino actitud crítica; no son sentimientos que se traduzcan en retórica, sino rasgos que favorecen una liberadora síntesis de lo Coleção de Areia - 28 coloquial y prosaico con lo artístico y poético, en el lenguaje manejado por estos poetas, que es así crítica de sí mismo. El cosmopolitismo y el sentimiento del mar no serán — como explica Valbuena y así parece haber sido interpretado hasta hace poco — motivo de una temática exótica o curiosa, sino generadores de una concepción de la poesía y de la palabra poética de carácter universal, unánime: una palabra cambiante, de una vitalidad y un dinamismo siempre inesperados. El cosmopolitismo, además, orienta a la poesía insular hacia uno de los vértices capitales de la modernidad: el lenguaje de la ciudad, como opuesto a la retórica tradicional. Por otra parte, Valbuena aplica siempre a su estudio un criterio central y casticista para explicar un fenómeno literario que es, básicamente, periférico y excéntrico. La crítica española ha aludido siempre a los rasgos diferenciadores entre el centro y la periferia del idioma, pero — talvez consciente del riesgo que supone encontrarse con una imagen contestadora y dialogante de la literatura propia — se ha apresurado a advertir que no puede ser muy sólida una crítica sustentada en tales presupuestos. Un error que ha costado muy caro no sólo a los estudios del tema que nos ocupa sino al desarrollo de toda la poesía española. Desde esos escritores del Barroco que Valbuena Prat estudia en su libro, la poesía de Canarias se escribe con el propósito decidido de originar un nuevo centro fuera del centro (al igual que sucede con la poesía en lengua española de América, precisamente por las mismas fechas); con la intención de dilucidar una nueva identidad confusa y contradictoria, pues se reconoce en el centro de una dramática bipolaridad determinada por su aislamiento y por su voluntad cosmopolita. Desde Viana y Cairasco, la poesía escrita en Canarias quiere ser una inauguración con la capacidad suficiente para interrogar, de forma constante e impertinente, a la tradición peninsular heredada. En consecuencia, no creo que pueda hablarse del modernismo insular como de una provincia del modernismo peninsular, o como de una simple realización ecoica del modernismo americano, que deba ser superada con la vuelta a las fuentes de una poesía tradicional y popular; a esa retórica de carácter utilitario y ético, religiosa, que alienta en Coleção de Areia - 29 todo el 98. Así orientó su trabajo Valbuena Prat, e impidió que el modernismo de Canarias llegase a ser rectamente entendido. Valbuena rastreó en los poetas canarios de fin de siglo en busca de aquellos aspectos que pudieran servirle para aproximarlos a la estética discursiva y machadiana que él defendía como modelo; aunque tales rasgos fueran, en realidad, aparentes o superficiales. Y la crítica posterior prefirió conformarse con esas líneas generales establecidas por él, y no se preocupó de interrogarse sobre sus evidentes limitaciones. De esta forma, la poesía de Canarias ha ocupado sólo un lugar subsidiario en los recuentos históricos del modernismo, o en los estudios y antologías sobre el tema publicados en España, a partir de entonces2. Y la razón no es otra que aquella tenaz incomprensión (cuando no abierta desconfianza) con que la poesía española escrita fuera de los límites peninsulares ha sido observada siempre desde dentro del país. Una incomprensión y un recelo que han abortado, una v otra vez. el diálogo necesario entre la lengua (y la literatura) de ambas laderas de nuestra cultura. Aquí nos hemos conformado o con la observación minuciosa que aplican a la literatura hispanoamericana aquellos que la entienden como un producto exótico, cuya rareza lo hace digno de ser catalogado, clasificado e historiado, o con el impulsivo mimetismo de aquellos otros que asumen, sin discusión, formas expresivas que, por su notoriedad o brillantez, resultan especialmente atractivas. Pero marcando siempre — unos y otros — las diferencias; haciendo más insalvable cada vez la distancia que separa una poesía de otra que es ella misma. No ha existido una conciencia clara (y la incomprensión americana no ha sido menor) de que lo imprescindible y urgente es un diálogo, una abierta comunicación entre el origen y el futuro de una lengua, y de su literatura, que para desarrollarse con 2Debo hacer la excepción de la Antología de la poesía española e hispanoamericana, de Federico de Onís (new York, 1961), y los artículos que Enrique Diez-Canedo, prologuista además de Tomás Morales, publicara en La Nación, de Buenos Aires, con el título de Voces de Atlántida: los líricos de Canarias, en los años treinta. Coleção de Areia - 30 necesaria vitalidad, no pueden negar la existencia del otro, sin arriesgarse a afrontar su mirada y ser capaz de contestar a su interrogante perplejidad. En Canarias, los momentos literarios de mayor originalidad coinciden con el Barroco, con la Ilustración, con el Modernismo y con la Vanguardia. No se trata de una casualidad histórica; hay razones contundentes para que así suceda: en las islas no se produce una creación literaria propia en tanto que no exista una situación histórica abierta al riesgo y a la critica de sí misma y de su vehículo expresivo; en tanto no se ponga en tela de juicio la validez de unas determinadas formas que ya habían adquirido la categoría de clásicas. Es más, en las islas no habrá originalidad literaria sino en aquellas etapas de su particular historia en que el escritor se ve obligado a definirse (o a explicarse) en tanto que insular, en tanto que escritor periférico en abierta disidencia con la tradición peninsular, porque se sabe protagonista de una existencia diferente. Y ello se produce en las dos grandes crisis de la historia moderna, que son los dos momentos de profunda crisis, también, en las formas expresivas de la creación artística y literaria. Y en el caso de las islas, a esas dos articulaciones decisivas de la historia habrá que sumar la crisis particular que, primero cultural y luego cultural y política, afecta a la España de la edad contemporánea. Los límites de la Ilustración española o la necesidad de regeneración que proponen los noventayochistas, no se dan en las islas que — por su abierta conciencia cosmopolita — conectan directamente (así pasó también con el surrealismo) con las fuentes de la modernidad. Es decir, ofrecieron a la literatura peninsular la imagen que ésta se resistía a admitir, o que distorsianaba reiteradamente. Porque, como ha explicado el profesor Alvar, que ha estudiado profunda y largamente la cuestión, Canarias es el primer enclave geográfico, a este lado del Atlántico, donde la lengua española empieza a tomar distancia con respecto a sí misma y a interrogarse por su presente y su futuro. El primer enclave atlántico en que, al asumir sin traumas la realidad del mestizaje, el español empieza a ser otra lengua sin dejar de ser la misma. Y ello sucede desde el instante mismo en que las islas Coleção de Areia - 31 deben afrontar su conflictiva situación geográfica y su no menos dramática participación en la expansión oceánica de España y del español. Me parece que todo ello nos obliga a acercarnos a la literatura de Canarias prescindiendo del criterio provincialista hasta ahora vigente: deben explorarse aquellos caracteres que determinan su peculiaridad en el contexto de la literatura en lengua española, porque conforman un desarrollo literario de carácter fronterizo y abierto: última orilla hacia el descubrimiento, hacia la sugestión de esa aventura que consiste en salir en busca del otro y asumirlo sin paliativos; ir en busca de la imagen española proyectada en América y retornar, sin perder el sentido del origen, enriquecidos por un entendimiento exacto de lo que significa lo americano. Frontera y orilla que es, también, confluencia, espacio de encuentro y diálogo entre ambas imágenes. Sólo en este contexto podrá entenderse (y valorarse justamente) la poesía modernista de Canarias. La condición insular, la condición moderna y la condición atlántica son los tres puntos de referencia que determinan esa originalidad. En ellos están englobados, y alcanzan su total significado, aquellos caracteres a los que se refería Valbuena Prat. Me detendré en cada uno de esos puntos y trataré de poner algunos ejemplos que justifiquen mis afirmaciones. Lo primero que descubrimos es que los rasgos definitorios señalados por Valbuena no pueden aceptarse por separado, ni son independientes los unos de los otros; que actúan en tanto que extremos de una relación bipolar y dramática: el aislamiento y la intimidad no se explican sin sus contrarios complementarios que son el cosmopolitismo y el sentimiento del mar. Porque la condición insular está sujeta a la incertidumbre que supone el reconocimiento de un espacio propio y perfectamente delimitado en el cual arraigar, al tiempo que la inquietud producida por la evidencia de un desvalimiento geográfico obliga al hombre insular a interrogarse sobre el misterio que encierra el horizonte y a sentir, como consecuencia, la necesidad de salir en su busca. Isla y viaje son conceptos estrechamente unidos en la simbología literaria, pero también en las actitudes sociales e históricas que condicionan al hombre insular. Si a ello se añade, como hemos visto, que el archipiélago Coleção de Areia - 32 canario, desde su ingreso en la historia (en la edad moderna, desde la prehistoria y sin conocer etapas intermedias), asume su papel de enclave estratégico, de frontera última hacia la aventura del descubrimiento y conquista atlánticos, aquella incertidumbre dramática se nos hace doblemente significativa en la constitución de su personalidad. Y los escritores de fin de siglo serán los primeros en asumir, como marca de su originalidad, y de su conciencia moderna, esa identidad conflictiva. Porque, primero los poetas regionalistas de Tenerife y más tarde los máximos exponentes del modernismo insular, escribirán desde una excentricidad activa e inaugural; con el propósito evidente (y hasta declarado sin tibieza;) de situar su voz en un contexto totalizador, de modo que el otro la reciba, y se establezca así un diálogo crítico y, por ello, fructífero. ¿Quién es ese otro? En primer lugar, ellos mismos: su imagen histórica, que en ese momento empieza a ser cuestionada, y su lengua, que con ellos empieza a ser diferente, pues desarrolla sus peculiaridades dialectales, entendiendo éstas no en lo que respecta a la fonética o al vocabulario, sino — primordialmente — en relación con todo cuanto define su ritmo, su tono, su acento y su intención. Se genera así una suerte de ambigüedad irónica, de doble fondo que nos obliga a entender el instrumento expresivo como algo fragmentario y confundidor, antes que como una unidad sin quebraduras, manejada como instrumento de comunicación. Esa reflexión existencial y esa fundación de la identidad que pretenden los poetas modernistas de Canarias sólo podían darse con una estética deformada y dramática que es totalmente moderna; una estética que no era extraña en las islas, pues surgía como expresión natural de la condición insular. El aislamiento y la intimidad, como señas de identidad de la moderna poesía de Canarias, son equivalentes al proceso de individualización creadora que es fundamental en la modernidad; individualización que, además, se aparta de toda valoración ética, de toda seguridad arrogante, para iniciar la vertiginosa exploración — de índole explícitamente pagana — en las zonas oscuras de la conciencia y en la magia alumbradora del lenguaje, porque ambos caracteres actúan como expresión de Coleção de Areia - 33 una conciencia marginal que es doble: el escritor aislado y el escritor como crítico de esa realidad cercada que lo acoge y lo define. En este orden de cosas resulta paradigmática la obra de Rafael Romero (Las Palmas, 1886-1925), cuyo pseudónimo de “Alonso Quesada” suplantó, desde muy pronto, en la obra, la verdadera identidad del escritor. Este desdoblamiento no es causal (como no lo son tampoco los pseudónimos que el mismo escritor maneja al publicar su obra en prosa), pues tiene que ver con la distancia crítica adoptada con respecto a la sociedad insular en la que vive y con respecto a sí mismo como individuo. “Alonso Quesada” empezó escribiendo romances muy literarios, hijos de una tradición aprendida; pero muy pronto — y la influencia personal de Unamuno no fue lo que menos contribuyó a ello — dejó que su poesía asumiera un coloquialismo más directo y verdadero, y hasta nunca disimulado prosaísmo. En El lino de los sueños (Madrid, 1915), los ritmos se quiebran, movidos por el testimonio existencial que con urgencia vierte el autor en sus poemas; al trascendentalismo literario contesta con la agusada ironía de sus versos, cuando no con un humor que llega, en ocasiones, al sarcasmo más violento. Los temas bucólicos de sus poemas iniciales se cambian por el de la ciudad y sus gentes; por la vida cotidiana, pero también por la angustia personal. Pero no es la suya, por eso, ni una poesía exaltadora de la vida menuda y provinciana, ni una visión entrañable de esa dulce mediocridad, ni un testimonio patético de la crisis personal. Sus libros — en especial su segunda y póstuma entrega: Los caminos dispersos — revelan la agitación y el drama de un creador que ha de vivir en medio de esa pequeñez, padeciendo, como confiesa, ese Buen clima. ¡Oh la atracción del turismo, bigardonería de presidentes de sociedad!… Fe del patriota terruñero que hace de su Baedexcker, alfalfa espiritual… Yo estoy en medio de este clima localista con una irremediable temperatura universal. Coleção de Areia - 34 En esto, “Alonso Quesada” resulta un autor perfectamente equiparable a los posmodernistas hispanoamericanos, a Leopoldo Lugones o a López Velarde, con quienes su obra guarda sorprendentes relaciones. Pero más aún (y lo he estudiado con detalle en otro lugar), la obra de Quesada se halla próxima a la de César Vallejo, no ya por la similitud vital de ambos escritores, que también (“¿Mi dolor es inactual? / ¿Por qué siento esta amargura / que no es justa ya / dentro de la vejez planetaria? / ¿Es anacrónico el dolor de mi alma? / ¿Y esta desesperada negrura / de la noche infinita, incrustada / en mis ojos que miran la sombra / como si la sombra fuera camino de luz?”), sino porque tanto Quesada como Vallejo se acercaron decididos hasta la irracionalidad que luego la vanguardia convertirá en eje de sus más atrevidas exploraciones poéticas: La muerte española es una señorita vaga ninfómana y torcida. No se puede abrazar. Huele a hueso orinado y tiene una interpretación mímica. Una “irremediable temperatura universal”, dice “Alonso Quesada”, y ello nos advierte de cómo esa tensión centrípeta busca su contraria complementaria; de cómo ese reconocimiento de la insularidad presupone y justifica una voluntad de cosmopolitismo que también los modernistas insulares (como los americanos) convierten en motor de su originalidad creadora. El escritor canario, desde que ingresa en la modernidad, se reconoce ciudadano del mundo, y como explica Juan Marichal, “nos hemos librado del regionalismo, del espejismo literario que ha absorbido (malográndolas) a tantas plumas de la península española y de la América en lengua castellana”. Lo que constituye su más evidente limitación (no tener una historia propia y estar obligado a padecerla), se revela como la capacidad más creadora del escritor insular, y por tanto, su capacidad más liberadora: poder hablar con una voz personal que es, al mismo tiempo, una voz unánime. Como escribe Luis Monguió, “la sensibilidad del poeta lo hace universal, no un mero asimilador de modelos extranjeros, y lo universal de su humanidad lo hace identificarse con todos los Coleção de Areia - 35 tiempos, todos los sentimientos, toda la naturaleza animada, todos los pueblos”. Cuando Valbuena Prat se refiere al cosmopolitismo de los poetas modernistas de Canarias no va más allá de una simple caracterización temática, y pone el ejemplo de los ingleses que, en la obra del propio “Alonso Quesada”, tienen un destacado protagonismo, tanto en la poesía como en la prosa. Pero esos ingleses — y esto no alcanza a verlo Valbuena — actúan como espejo, o como doble, en el cual nuestro escritor contempla su propia existencia angustiada. Esos británicos silenciosos y hasta herméticos; aislados también en una sociedad distinta a la suya y — en su mayoría — con una salud muy precaria (cuando no irrecuperable), víctimas de una soledad que los obliga a refugiarse en el alcohol o en el opio, no están en la obra de Quesada como personajes exóticos en los que solazarse por su extrañeza, sino como imágenes cambiantes y dolorosas de sí mismos, con las que el escritor establece un diálogo crítico y una subrepticia y sutil solidaridad: Cielo de Londres sobre el Mar Atlántico. Corazón de abisinio, la ciudad: un aroma español de rebotica llena de estupidez y ancianidad. Pero en el Puerto se cobija Europa dentro de un barco que es universal. ……………………………………………………….. Una francesa salta. (En la litera se deja olvidado el lunar.) Sólo una inglesa de cabellos rojos tiene luminosidad… El cosmopolitismo es así una fuerza centrifuga que empuja al insular desde su centro hacia ese otro en que sin duda se reconoce, y que derrota a sus playas y a sus puertos para quedar allí como su doble, o para pasar, en efímera escala, y certificar la fugaz condición de su identidad. El cosmopolitismo, en fin, como condición que da al escritor insular la ventaja de sentirse Coleção de Areia - 36 dentro y fuera de esa realidad que lo justifica. Y en este sentido, el mar es el primer doble con el cual tropieza el poeta. No es un sentimiento, ni es un paisaje, aunque haya sentimiento y paisaje en el mar de los modernistas insulares, sino que con su constante presencia, siempre igual y siempre cambiante y sorprendente, siempre límite pero siempre puerta de entrada para toda la magia del mundo, se constituye en una identidad cuya imaginería mitológica servirá a Tomás Morales (Gran Canaria, 1885-1921) para fundar, con sus dos poemas capitales (“Poemas del Mar” y “Oda al Atlántico”) una realidad poética opuesta — gracias a su vitalidad sensual y colorista y gracias al esplendor de su lenguaje — a la mezquina condición utilitaria de una burguesía comercial naciente, satisfecha con un progreso del que sólo era dócil servidora. La obra de Tomás Morales, tantas veces considerada como epigonal con respecto a la de Rubén Darío, su maestro, no es un simple ejercicio de reverencia hacia el poeta nicaragüense, sino una construcción irónica que extrema la inutilidad de sus visiones poéticas, o quiebra los ritmos y estrofas intencionadamente, para zarandear — con una voluntad creadora muy moderna — las dormidas conciencias de una sociedad para quien la imaginación no era un valor cotizable. Tomo dos ejemplos: Llegaron invadiendo las horas vespertinas; el humo, denso y negro, manchó el azul del mar, y el agrio resoplido de sus roncas bocinas resonó en el silencio de la puesta solar. Hombres de ojos de ópalo y de fuerzas titánicas que arriban de países donde no luce el sol; acaso de las nieblas de las islas británicas o de las cenicientas radas de Nueva York. *** ¡Atlántico infinito, tú que mi canto ordenas! Cada vez que mis pasos me llevan a tu parte, siento que nueva sangre palpita por mis venas y a la vez que mi cuerpo, cobra salud mi arte… Coleção de Areia - 37 El alma temblorosa se anega en tu corriente. Ese cosmopolitismo que empieza reflejándose en la creación mitológica del mar de Tomás Morales, tiene pronto mucho que ver con la modernidad en la cual las islas ingresan por entonces, también de un modo inesperado y como consecuencia de un nuevo sobresalto histórico, a fines del siglo XIX. Y será el propio Morales quien, en los “Poemas de la ciudad comercial”, plantee la segunda fundación poética de la moderna identidad insular. En ellos, la nueva ciudad, nacida en torno al puerto y a la prosperidad económica, suplanta con su dinamismo y su novedad al viejo barrio colonial. A la vida apacible de los palacios y casas señoriales sucederá la nerviosa actividad de las oficinas, los bancos, las casas consignatarias y el trajín de visitantes de la más diversa condición (“La calle de Triana en la copiosa / visión de su esplendor continental: / ancha, moderna, rica y laboriosa; / arteria aorta de la capital… / … / Donde el urbano estrépito domina / y se traduce en industrioso ardor; / donde corre sin tasa la esterlina / y es el english spoken, de rigor”.). Un dinamismo en medio del cual el poeta se siente perdido, como un ser marginal y distinto; un dinamismo que — visto de su perspectiva — engendra la semilla de su propia destrucción. Y por eso, a la actitud aún optimista de Tomás Morales sucederá pronto su propio recelo irónico y la abierta disidencia, sarcástica o angustiada, de “Alonso Quesada”: Ciudad del mar. Buen clima. …………………………………………………………… Clima oficial Cortesía del cielo, discreción de la Rosa de los vientos… ¡Cordura zodiacal! Buen clima. Uniforme clima como la estupidez. Clima ideal, económico, sin gabanes sobre los montes y sobre la eternidad de las cosas vacías; clima vacío, de una perenne y templada vaciedad. Coleção de Areia - 38 Porque estos poetas se ven obligados a vivir sometidos a un destino burgués que es contrario, por principio, a su voluntad creadora. Todos viven otra existencia que contradice su búsqueda poética. Como diría un compañero de su generación, el periodista Francisco González Díaz, “el destino ha hecho de Tomás Morales un galeno nostálgico, ha condenado a Rafael Romero en la oficina de una casa bancaria y ha confinado a Saulo Torón en una caseta del muelle. Pequeños Prometeos tienen sus pequeños buitres”. Obligados, pues, a sobrevivir en medio de aquella sociedad espléndida y progresiva, dominada sin embargo por una nueva y más sutil forma de colonización (la colonia inglesa no sólo se establece en la isla, sino que asume el control del puerto, de la economía y hasta crea un estrato social muy influyente que nunca llegará a desaparecer del todo), los escritores empiezan a ver tras la máscara de aquel esplendor la inutilidad de su condición; y la única forma de luchar contra ello será la utilización de ese lenguaje cotidiano, pero volviéndolo contra sí mismo; ello es, volviendo la retórica imaginista del modernismo en imaginación subversiva, aprovechando la condición efímera y perecedera de una palabra que sólo sirve para comunicar apariencias, gestos vacíos y una rutina desesperante. En consecuencia, su obra será el testimonio desgarrado de un drama que se refleja en la visión cotidiana de la existencia; en una imagen de lo próximo y entrañable, pero con una nunca disimulada intención de dejar al descubierto la miseria allí contenida: una escritura con voluntad de despojamiento. Con los “Poemas de la ciudad comercial”, Tomas Morales, y con Los caminos dispersos, “Alonso Quesada” (éste, además, ya lo había hecho en sus Crónicas de la ciudad y de la noche en los relatos sobre los ingleses de la colonia, con una prosa de indudable estirpe poética), abandonan los esplendores del modernismo fundacional, pero no para contradecirlos, sino para permitir que un lenguaje llano, incluso un descarado prosaísmo, adquieran ahora aquella misma vigorosa capacidad de transfiguración poética que el modernismo aportó a una lengua en exceso dominada por la anécdota y el carácter discursivo. “Alonso Quesada” incluso fue más lejos: tanto en su poesía como, sobre todo, en su prosa, se dejó penetrar de los Coleção de Areia - 39 primeros alientos del irracionalismo vanguardista que su temprana muerte, sin ninguna duda, le impidió llevar hasta sus últimas consecuencias: Ahora, un hombre embalsamado con morfina cruza de pronto a mi lado. Lívido y sordo, es como un extraño fantasma ibseniano. No mira con los ojos sino con el temblor de los labios. Los labios locos. Toda el alma amarilla como un sueño de opio vibrando. Se pierde entre los espejos de un café iluminado… La terrible sombra danza en los espejos, y el café se toma en un luminoso laberinto trágico. La crítica de una realidad insular estática y detenida, satisfecha de su propia imagen, exacerbó la pasión creadora de estos poetas en esa orilla que geográficamente los condiciona y humanamente los enfrenta, una otra vez, con una imagen de sí mismos que habita a ambos lados de esa frontera, ante la incertidumbre ilusionada y perpleja del océano. De ahí su condición atlántica. Ello es, una predisposición al descubrimiento, a la novedad, a la sugestión creadora. Una excentricidad dinámica que discurre por esa sutil orilla entre iluminación y oscuridad; abierta desde la seguridad hacia lo posible: un intento dramático, y nunca conseguido, de definir esa identidad que participa de la misma afirmación y negación contenidas en un lenguaje que resiste a la tradición y solicita una sintaxis, pero sobre todo un ritmo y un acento diferentes. Una lectura de la poesía modernista en Canarias que no pretenda, con habitual y calculada intención, definir los espacios históricos y generacionales que la contienen (lo único que parece preocupar, y hasta obsesionar, a los presuntos especialistas), conducirá de forma inmediata hasta la poesía hispanoamericana. Allí, el espejo ultramarino devuelve la Coleção de Areia - 40 imagen de su pareja condición: la de Hispanoamérica, como la de Canarias, es una poesía nacida de la incertidumbre ante el lenguaje, de una concepción mestiza y plural de la realidad; una poesía que no ostenta con orgullo castizo un único origen, ni se sustrae a las novedades que — asumidas sin traumas — la mantienen al margen, o mucho más allá, de cualquier confiada seguridad. En ambas orillas encontramos una escritura poética nacida de la necesidad que sienten los escritores por desarrollar una mirada propia, individual, y por construir — a partir de ella — una visión cosmopolita; una escritura que, desde los dos extremos de la lengua común, nace con la modernidad, llámese ésta barroco, modernismo o vanguardia. A la poesía contemporánea española le era indispensable una salida hacia lo incierto que el mar ofrece; debía situarse en esa posición fronteriza desde la cual se hiciera patente tan necesaria disyuntiva. Y será siguiendo el curso de ese río de la lengua que discurre desde el Sur hacia América donde halle esos dos enclaves decisivos para su evolución: Andalucía y Canarias. La afirmación juanramoniana de que él se sentía “andaluz universal” debe entenderse en este contexto. Y sólo cuando su obra incorpora la visión cosmopolita que le concede su contacto con la realidad americana — para él una vivencia muy particular de su misma lengua — podrá dar cima a su poema fundamental, espejeante y crítico, movido por la incertidumbre y por la recíproca contemplación de imágenes y palabras, a un lado y a otro de esa lengua común. “Espacio” no es otra cosa que la fundación poética donde la memoria del escritor se refleja en la realidad cambiante de un lenguaje que ilumina y multiplica sus posibilidades de conocimiento hasta abrirse al drama de la identidad que la contemplación del mar pone de manifiesto. Pero ya Canarias había marcado la primera distancia que facilita ese análisis autocontemplativo y crítico que será urgente entonces, y a partir de ese momento: un diálogo todavía hoy intermitente, pero sin el cual es imposible un desarrollo renovador y vivo de la poesía de nuestra lengua. Al acercamos a la poesía insular del modernismo descubrimos, prodigiosamente, el reflejo de otra voz que se suma al diálogo en ella iniciado; otra voz que es otra condición Coleção de Areia - 41 también atlántica y fronteriza. Otra voz que aborda los problemas de su lengua con idéntica voluntad inaugural, y afronta la creación poética con la misma urgencia inquietante y sugeridora que la conduce hasta la imagen de su verdadera identidad individual y colectiva, coincidente en todo con esa difícil reconstrucción del origen que, como ya he dicho, se resiste a aceptar de modo inconsciente y subsidiario el legado de la tradición. Me estoy refiriendo a los poetas que en Portugal inauguran la modernidad: los poetas saudosistas y la figura central de la poesía contemporánea portuguesa, que en ellos se sustenta: Fernando Pessoa. No se debe obviar la circunstancia de que poetas como Guerra Junqueiro o Teixeira de Pascoaes fueran leídos con especial interés por sus coetáneos en Canarias, donde — desde los comienzos de su historia — la relación con Portugal y sus islas atlánticas y la presencia de población portuguesa, fue constante y muy influyente. Los saudosistas, como los regionalistas de Tenerife y como Tomás Morales más tarde, incorporan a su poesía ciertos mitos nacionales que tienen que ver con la leyenda y la imaginación fraguadas a partir de su vocación atlántica: una forma de buscar un origen propio, en el momento de ingresar en la modernidad. Pero también coinciden todos ellos en esa fusión de la retórica celebratoria de un esplendor atlántico con la inmediatez de lo cotidiano y con el prosaísmo coloquial. El intimismo y el aislamiento pessoanos, de ahí derivados, en pugna siempre con el voluntarismo mítico del supra-Camões, no es más que la consecuencia de aquella fundación, al igual que Morales, “Alonso Quesada”, o Saulo Torón lo hacen en la poesía de Canarias: Dios quiere, el hombre sueña, la obra nace. Dios quiso que la tierra fuese toda una, que el mar uniese, ya no separase. Te bendijo, y fuiste desvelando la espuma, y la orla blanca, de isla en continente, clareo, corriendo hasta el fin del mundo, y se vio la tierra entera, de repente, surgir redonda, del azul profundo. (Pessoa) Coleção de Areia - 42 De los confines últimos arribarán veloces voces terrans, voces cargadas de oraciones, de terror y lamentos que harán batir las puertas de los audaces vientos: la que domina al Norte y al Bóreas cautiva; las que a Occidente giran, y al Meridión y al Este; y cual inmenso domo cobijador, arriba — temblorosa de nubes — la bóveda terrestre. (T. Morales) Los poetas portugueses escriben también desde una orilla, a veces no específicamente geográfica, que los defina y abre sus senderos hacia lo posible, hacia lo intuido por el deseo (“¡Ah todo el muelle es una nostalgia de piedra! / Y cuando el navío zarpa del muelle / y se advierte de pronto que se ha abierto un espacio / entre el muelle y el navío, / me viene, no sé por qué, una angustia reciente, / una niebla de tristes sentimientos / que brilla al sol de mis angustias reverdecidas / como la primera ventana donde la madrugada asoma, / y me envuelve como un recuerdo de otra persona / que fuese misteriosamente mía”, escribe Pessoa en Oda Marítima); su fe se materializa en la construcción de una identidad resistente a esa historia que reconocen ajena y frustrada: Y se establece así una relación dramática (crítica y dialogante) con las dos imágenes que de sí mismo confluyen en el poema, en la orilla. La poesía portuguesa funda sus orígenes de igual forma que los otros dos vértices de la poesía atlántica, en una ruptura con la historia que es ruptura con el lenguaje heredado; en una obsesión reformadora que, superado el simple compromiso histórico, adopta una voluntad cosmopolita contenida en su peculiar afirmación de la individualidad, y hasta del aislamiento, del escritor: la marginalidad como inauguración imaginativa que sitúa al lenguaje del otro lado de la realidad, en ese territorio donde la voz poética es voz unánime. En ello consiste la iluminación de Pessoa, escritor con quien tantas concomitancias, y no sólo literarias, guardan los escritores canarios. La lengua literaria portuguesa (y la española) empieza a ser otra sin dejar de ser la Coleção de Areia - 43 misma cuando se aventura de esa manera a correr el riesgo de su identidad naciente, cuando la experiencia de unos y otros escritores, simultánea aun en sus pequeños desfases cronológicos, encuentra su correlato exacto en esos otros dos extremos atlánticos, donde también las relaciones heredadas entre individuo y lenguaje, entre el escritor y el concepto unilateral de realidad, se rompe y multiplica para que sus fragmentos dialoguen entre sí, estableciendo sus propias leyes de atracción y rechazo. Que la poesía en lengua portuguesa haya conocido sus más arriesgadas experiencias de la mano de los escritores brasileños no hace sino confirmar lo que digo. Estas son las razones que me llevan a invocar la situación de Canarias como singularmente válida, en el contexto de la poesía escrita en lengua española. No se trata de una proposición caprichosa, pues a la vista está que es una evidencia histórica, fácilmente comprobable son sólo iniciar una aproximación a los poetas de la modernidad insular y establecer un cotejo con los poetas situados en esos otros dos polos de la poesía atlántica. Una poesía de carácter lírico y subjetivo que, primero, transforma la solemnidad rigurosa de la épica en la desmesura de un mito; y, más tarde, desarrolla una exploración crítica en lo cotidiano, aprovechando los valores de la expresividad coloquial, incluso la capacidad irónica del prosaísmo y, sobre todo, la inestable fugacidad que lo caracteriza; o, en fin, se deja arrastrar hasta el terreno de lo visionario, de un más allá que es paisaje — cósmico o próximo — siempre nuevo y distinto para ese individuo que, desde su seno, siempre alerta, alza voluntarioso su palabra. Para conseguirlo, el escritor — también en los tres casos — se somete a una transformación: objetivo y distante, mira lo que le es próximo, llegando hasta su misma identidad; pero, comprometido con esa existencia que es su lenguaje, debe entregarse a los otros con una peculiar religiosidad, sustrayéndose a la vida pública con una existencia marginal y bohemia; limitándose a los contornos, cada vez más cercanos, de su ciudad, su barrio, su hogar; o renunciando a su propia identidad, para desdoblarse en pseudónimo o heterónimos, en personaje de ficción pero de precisa biografía, por medio de los cuales ahondar más, y de modo más radical, en los extremos claves de su experiencia: la búsqueda apasionada y Coleção de Areia - 44 dramática de sí mismo, en diálogo continuo, crítico, irónico y hasta lúdico, con el lenguaje que es la única verdadera identidad que reconocen: Mi corazón es un cubo vaciado Como invocan espíritus los que los invocan, me invoco a mí mismo y no encuentro nada. Me acerco a la ventana y veo la calle con una nitidez absoluta. Veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan, veo los entes vivos vestidos que se cruzan, veo los perros que también existen, y todo ello me pesa como una condena al destierro, y todo ello es extranjero, como todo. (Pessoa) De pronto sentí un hastío infinito… Parecía que de mi corazón iban saliendo calles, calles rectas de una ciudad lenta y gris. Sentí un rumor trepidante en el fondo del alma, las calles tiraban de mi corazón. Y esas voces de polvo, esas palpitaciones urbanas de los hombres de hongo y de bastón, removían acremente un pedazo de conciencia que aún mantenía vivo el dolor. (“A. Quesada”) Coleção de Areia - 45 Las vanguardias tardías hispanoamericanas en España Curiosamente, mi intervención en este Encuentro3 es la única que hace referencia, en el título, al tema que nos ha convocado: las vanguardias tardías. Debo confesar que esta denominación me inquieta un poco; algo parecido me sucede con el término decadentismo, aplicado, como suele hacerse, a los movimientos inaugurales de la modernidad. Siempre me he preguntado: ¿con respecto a qué se decae, si asistimos al principio fundacional de una riquísima y plural actividad creadora, en las artes y en la literatura, todavía vigente? Ante la propuesta de hoy me asalta idéntica duda: ¿tardías por agotadas; porque ya no responden al impulso vivificador que el término vanguardias tuvo en su origen? Y si sólo se trata de una parcelación cronológica, ¿no implica este calificativo la idea de llegar a destiempo, cuando ya nada (o muy poco) tienen que decir las vanguardias? Creo que a una y a otra pregunta se respondería si afrontásemos un problema crucial que — todavía hoy — tienen planteado el estudio y la crítica de la modernidad en España, y cuyas repercusiones se manifiestan — no me cabe duda — en la recepción que de ambos fenómenos se ha hecho por parte de esa crítica y, en especial, por parte de la propia escritura poética española, al acercarse a los últimos tramos de la poesía 3La primera redacción de este capítulo sirvió de base a la ponencia presentada en las Jornadas sobre “Las vanguardias tardías hispanoamericanas”, celebradas en la Universidad Complutense (Madrid, noviembre 1991). Coleção de Areia - 46 hispanoamericana. Aludo al empeño repetido por leer a los escritores de la modernidad con la misma actitud, y desde idéntica perspectiva, a la utilizada con toda la tradición anterior: buscando un centro y obligando a que en él coincidan, inexcusablemente, las distintas propuestas que fueran apareciendo. Lectura crítica que, apoyada de modo casi exclusivo en la temática, en la cronología o en las influencias, prefiere unificar criterios antes que analizar diferencias; lectura a la cual le resulta mas fácil parcelar generaciones, observar rasgos concomitantes, cuando lo significativo del fenómeno estudiado es — precisamente — aquello que distingue a cada escritor, que los hace ser voces de un diálogo plural. Se opta también por resolver (sólo en apariencia) esta cuestión volviendo al criterio de las literaturas nacionales, cuando ya no podemos sustraernos al fundamento cosmopolita que la determina: condición diversa y unánime a la vez del proceso creador; y no impersonalidad, coartada común para desviarnos de la cuestión primordial. Si desde el modernismo (reduzcámonos al ámbito hispánico) se asiste a un flujo poético caracterizado por una constante capacidad generadora, pues contiene y alimenta su propia conciencia crítica, que es fin y comienzo a un tiempo (fluir proteico, dinamismo metamórfico), las vanguardias no son otra cosa que una de las manifestaciones formales de ese fenómeno plural de la modernidad, resistente por igual a los límites cronológicos que, en tanto movimiento literario, tratan de imponérsele, y a esa falacia de la uniformidad que le obliga a renunciar a su carácter proliferante. Proliferación que sostiene toda la escritura posterior en el tiempo y que la implica en el continuo al cual me he referido, sin renunciar por ello a su condición periférica y a su excentricidad; es decir, a su capacidad para ser otra sin dejar de ser una, a su raigambre crítica e irónica. ¿Por qué seguimos aquí sin entender a plenitud el fenómeno de la literatura en lengua española de América? Precisamente porque nuestra lectura se empecina en no perder la suficiencia hispano-céntrica; porque no se hace desde el convencimiento de Coleção de Areia - 47 que los escritores del otro lado del Atlántico nos responden en nuestra misma lengua, pero devolviéndonosla como nuestra otra voz: no una respuesta, una propuesta de diálogo para, a partir de ella, continuar y completar un discurso creador y crítico que nos compromete a todos. No es ocioso recordar la sorpresa de Rubén Darío (y en cierto modo su dolor), cuando en 1899 comenta la actitud receptora de los escritores y críticos españoles ante todo cuanto suponía exigencia reflexiva, pues se abría a la ruptura y a la novedad: “en todo círculo de jóvenes — escribe — todo se disuelve en chiste, en ocurrencia de más o menos pimienta, o frase caricatural que evita todo movimiento grave”. Pensaríamos que Rubén hablaba por sí mismo; pero en seguida advierte: “a Valle-Inclán mismo le llaman decadente porque escribe de una forma trabajada y pulida de admirable mérito formal (…) todo se toma a guasa”. No desvío la cuestión si aludo a los suspirillos germánicos con que, desdeñosamente, se aludió a la voz de Bécquer, en nuestro irregular romanticismo, o si me remonto en el tiempo hasta el Góngora oscuro que heredamos durante siglos. Tampoco estará de más referirnos a la actitud crítica mostrada por Luis Astrana Marín ante César Vallejo, en 1925 , y que me excuso de transcribir por muy conocida, y por algo de pudor. Y Cansinos Assens nos ha dejado testimonio contundente de la recepción de Vicente Huidobro por parte de “aquellos que ya practicaban el arte avanzado: ‘Eso — decían — está ya hecho’, y repudiaban el creacionismo, no por nuevo, sino por retrasado”. No sobra esta memoria, porque — como espero demostrar más adelante — no han cambiado mucho las cosas, a pesar del tiempo transcurrido. Una actitud, pues, que no ha sido nueva, y sí causa — entre nosotros — de una lectura equivocada de la modernidad que en Hispanoamérica se funda y desde allí se difunde. Hubo asombro — y temor — ante la irrupción modernista: Machado o Unamuno entendieron peor que Juan Valera el sentido inaugural y cosmopolita de la poética que llegaba a España de la mano de Rubén Darío; demasiado riesgo para quienes la utilidad moral y la reverencia a la temporalidad prevalecían sobre el valor de la forma y sobre la capacidad imaginativa del poeta. Así heredamos un modernismo estereotipado y falso, Coleção de Areia - 48 agotado en fórmulas o temas que en sí mismos se consumían, según la desdeñosa interpretación de la voz y del ritmo, de la línea y del color, como negadores de la sustantiva humanidad que todo poema debía contener y trasmitir. En eso se resumió todo. Nada hubo con Leopoldo Lugones; y mucho menos con Ramón López Velarde o con José María Eguren (¿se han acercado alguna vez los exegetas españoles del modernismo a la obra y significación de estos autores, en la medida en que censuraron los excesos modernistas, o en que trataron de hacer pasar por modernistas forzosos a poetas españoles que ni lo fueron ni quisieron serlo nunca?) Y no es extraño: la obra de los últimos escritores citados recoge la inauguración modernista para desarrollarla, no desde un regreso a lo común cotidiano, sino desde la subversión irónica y desde la apropiación sugestiva del ritmo coloquial (la conversación como ritmo, no como arquetipo), desde el descreimiento hacia el riesgo que ya vislumbra la vanguardia. Como tampoco puede extrañarnos la difícil ubicación (y escasa comprensión) de poetas como Tomás Morales o “Alonso Quesada” en el panorama histórico y crítico del modernismo español: no siguen el modelo hispanoamericano; en él coinciden, desde una problemática paralela resuelta como agresión al lenguaje en tanto que forma y en tanto que ritmo; su condición dialectal — periférica y atlántica — favorece esa singular perspectiva, extraña dentro del limitado modernismo peninsular. Vicente Huidobro y César Vallejo llegan a España en las primeras décadas del siglo, y toman contacto con nuestra incipiente vanguardia poética, si así puede hablarse de una poesía que no había tenido trato con la modernidad y que, sistemáticamente, negaba la vanguardia, o la miraba con prevención, en tanto que “corriente viva de la poesía contemporánea nuestra”, como afirma Pablo Corbalán. Desde tal actitud, cómo iba a entenderse esta segunda inauguración americana como parte de una tradición también nuestra. De nuevo, sorpresa y asombro; de nuevo, recelo autosuficiente. José Bergamín impulsó y preparó la edición española de Trilce (1930), pero — al redactar su prólogo — no disimuló su desrazón ante un texto que “no tiene — son sus palabras — (…) esa Coleção de Areia - 49 poderosa plenitud dominada y dominadora de la expresión de Rafael Alberti (Sobre los ángeles)”. Juan Larrea, sin embargo, confesará a un dubitativo Gerardo Diego que, ante la lectura de Vicente Huidobro, su reacción fue dar un salto atrevido, y necesario, porque “a partir de ese día empecé a sentirme otro (…) me sumió en una atmósfera de ultramundo [porque] se construía la frase (…) dentro de un ámbito (…) sin tiempo ni lugar, [lo que] presuponía otra especie de existencia, afirmada sobre símbolos extraños a la experiencia humana (…) Sentía yo — concluye — en su modo de ser y de expresarse la presencia de una especie de imaginación neomúndica, libre y abierta a horizontes amplísimos”. Posición que es resultado de un diálogo, de una verdadera reflexión crítica sobre el sentido de la escritura: Larrea no rechaza la novedad, ni se deja vencer por la extrañeza, se propone actuar con ellas y frente a ellas, en igualdad de condiciones. Si difíciles habían sido las relaciones con la obra de Vallejo y con la de Huidobro, porque los poetas españoles prefirieron acogerse a una tradición (clásica o popular) fácilmente reconocible y cómodamente utilizable, la presencia de Pablo Neruda, poeta de la locuacidad retórica y de la afirmación pasional4, concitó inmediato y unánime reconocimiento, acrecentado por su identificación política con los escritores españoles de la República. Quienes, por el contrario, nada supieron (aún hoy siguen siendo materia de estudio para eruditos) de los poetas mexicanos del grupo de Contemporáneos: José Gorostiza, por ejemplo, en cuyo discurso “la conciencia intelectual se inclina fijamente sobre el fluir del lenguaje hasta congelarlo en una dura transparencia”, resulta 4En 1927, la primera estancia española de Pablo Neruda pasa desapercibida. Será en 1934 — en sus contactos con los poetas de la Residencia de Estudiantes y al fundar la revista Caballo verde para la poesía — cuando su influencia sea notoria. Un homenaje tributado a Neruda, frente a Vicente Huidobro, contaría con la adhesión de Gerardo Diego (siempre que no se mencionara explícitamente al chileno); Juan Larrea y Juan Ramón Jiménez, sin embargo, declinaron la invitación. Coleção de Areia - 50 ajeno y difícil para nuestra cómoda escritura poética. Desconocido Gorostiza; ajeno, igualmente, Emilio Adolfo Westphalen, cuya abundancia interior le permite penetrar en el lenguaje como cuerpo o territorio ofrecido para su exploración y repetido crecimiento. Otro tanto sucede — en nuestro ámbito — con Juan Ramón Jiménez y su poética de la depuración expresiva: por contagio y diálogo con el otro costado, sus libros últimos (y su poema “Espacio”) desdoblaron — y desbordaron — la aparente desnudez de su escritura. Críticos y poetas españoles prefirieron entenderlo como el contrario de Antonio Machado, y censurarlo “a causa de la pérdida de vigencia histórica de la obra que publicó en los últimos veinte años”5. ¿Se atrevieron, acaso, a dilucidar el conflictivo tramo final de la obra machadiana? Así, por buscar tan sólo una cómoda parcelación histórica, o por usar el rasero igualador de las influencias, negando (o eludiendo) el contraste con — y el análisis de — lo renovador y distinto, se prefiere desconocer la presencia de ese otro que nos habla en nuestra propia lengua con acento diverso, sigue sin hacerse la adecuada lectura que exige la poesía hispanoamericana de los últimos cincuenta años. Se me dirá que ediciones ha habido (no han sido muchas; y, desde luego, no las necesarias); el profesor González Boixo acaba de hablarnos de la presencia — constante y abundante de estos poetas en las revistas peninsulares… No creo que tales referencias invaliden mi planteamiento. Que haya libros publicados a su tiempo, que se conozca la existencia de determinados nombres, y hasta que se detecten ciertas influencias (que, estudiadas con atención, sólo afectan a lo circunstancial: temas y fórmulas), no quiere decir que la poesía hispanoamericana haya sido una presencia 5Debo advertir que esta década de los años treinta sigue sin ser explicada con precisión, ni siquiera por la crítica hispanoamericana: aparte de la coincidencia unánime en la importancia del grupo de Contemporáneos, los poetas más significativos de este tiempo son sistemáticamente desplazados a otras órbitas de influencia, lo cual desfigura su personalidad y atenúa la importancia de su posición transformadora y crítica entre las vanguardias y la posguerra. Coleção de Areia - 51 normal para los poetas españoles y para la crítica de esos poetas; ni, mucho menos, que se haya mantenido con ella una corriente de diálogo y entendimiento ante el proceso formal de la escritura poética contemporánea6. Nada más iniciar el recorrido por el período concreto que nos ocupa, descubrimos que la distancia con respecto a los poetas hispanoamericanos, y el desconocimiento de su obra, es casi total; por muchas noticias y ediciones que tengamos, siempre se repiten los mismos nombres y desde idénticas posiciones críticas. Insisto: me refiero a la integración de la poesía hispanoamericana en el proceso creador de esta ladera; no me refiero a los estudios que sobre los autores puedan hacerse en otros niveles intelectuales. Hasta los mismos años ochenta, sólo Vallejo o Neruda o Nicolás Guillén son los escritores aludidos e imitados (esto, en el peor sentido de la palabra): el Vallejo fácil, ternurista o solidario, efectista y discursivo de los poemas políticos y de la palabra descarnada; el Neruda narrativo y locuaz, el Neruda testimonial; y Nicolás Guillén porque justificaba la identidad con ciertos estereotipos de la poesía popular, y porque confirmaba la utilidad mural y política de la poesía… En un minucioso cotejo temático y formal, Francisco Gutiérrez Carbajo ofrece diversos aspectos de la presencia de César Vallejo en la poesía española de la posguerra civil. Trataré de matizar algunos de los ejemplos por él aducidos, lo que demuestra — a mi entender — ese contacto apenas superficial al que me he referido. Dejo a un lado la voluntariosa coincidencia de contenidos y actitudes personales, morales o políticas; quiero 6Desde el ámbito de la erudición académica se suele — falsamente — pensar (y decir) que la difusión de determinados autores u obras permite establecer el conocimiento efectivo o posible que de ellos se pueda tener. Ese tipo de estudios compartidos, sin embargo, se limita (y en ello fía, incorrectamente) a la estadística, a la rigurosa enumeración de fechas y ediciones, a la fijación anecdótica de circunstancias, nunca reflexiona sobre la existencia o no de una verdadera influencia, que no es siempre consecuencia inmediata de aquella difusión y conocimiento. Coleção de Areia - 52 referirme a la ausencia de diálogo en lo que al tratamiento del lenguaje respecta. Gutiérrez Carbajo habla — entre otras cosas — de las enumeraciones, y cita unos versos de José Hierro: “lagartijas, jaras, erizos, / pintores, nubes, madreselvas, / olas plegadas, amapolas”, y los emparenta con estos otros de Vallejo: “la paz, la abispa, el tacto, las vertientes, / el muerto, los decilitros, el búho”. Enumeración en ambos casos, sí, ¿pero adoptan ambos poetas la misma actitud ante el lenguaje y ante el poema? Hierro no ha ido mucho más allá que Unamuno en aquellos poemas suyos dedicados a ciudades o ríos españoles: una suma de sustantivos confirma la realidad observada (Hierro, incluso, debe acudir al calificativo “plegadas” para ajustar el ritmo del verso), y construye una totalidad lógica. Por el contrario, Vallejo — en su recorrido zigzagueante y dinámico, con esa dispersión intencional — nos lleva, con cada cosa que nombra, a una totalidad diferente, a un discurso distinto; la enumeración vallejiana disgrega la sintaxis y multiplica así el sentido del texto. No tiene reparo en escribir “abispa”, ni en incorporar el sustantivo “decilitros”, una presencia inquietante dentro del conjunto. Tampoco necesita la ayuda del calificativo, redundante y retórico, pues la sacudida de estos versos es esencialmente rítmica. Más adelante, refiriéndose a la antítesis y la paradoja, Gutiérrez Carbajo aporta los siguientes ejemplos de José Manuel Caballero Bonald (“la carne yergue / su gastada mentira hacia el perdido / rastro de verdad, emblema despiadado / de lo que se puede poseer / pasión que muere cuando está naciendo”) y del propio José Hierro (“Próximo el cuerpo, pero / lejana el alma. Cantan / las almas juntas, cuando / los cuerpos se distancian. / Oh, qué luchar, qué angustia, / qué ir y venir del alma / al cuerpo, cómo yerra, / de cuerpo en cuerpo, el alma”) para cotejarlos con éste de César Vallejo (“Oh, siempre, nunca dar con el jamás de tanto siempre”). No se puede comparar el discurso narrativo y evocador de los dos poetas españoles con la radical y vigorosa síntesis vallejiana. Ni la sintaxis ordenada de los primeros, su necesaria explicación, con el vértigo interior (y corporal también) que el verso de Vallejo registra en su ritmo quebrado y en su amalgama Coleção de Areia - 53 temporal, donde la alteración de las categorías gramaticales actúa muy eficazmente. En Caballero Bonaldo y en Hierro, una imagen inalterada y preservada, el lenguaje con sus recursos dados dispuestos para su uso. Porque — como explica Gaëtan Picon — “la existencia oral de la palabra no se cambia en existencia escritural sino a condición de que la intuición y la fascinación de ese orden específico intervenga. Es la sintaxis lo que cuenta, no el vocabulario”. No el simple uso de las fórmulas — añadiría yo — sino la forma en que tales recursos originan, en tanto que voz personalizada, una consciente alteración del ritmo verbal y versal. Y en los años sesenta, más distancia y más desconocimiento, si cabe. Aunque seguían presentes los mismos nombres, tampoco sirvieron para que una escritura poética, en trance de renovación, confrontara sus posibilidades con las que, por esos años, mostraban los poetas hispanoamericanos como nuevo principio crítico de una vanguardia petrificada. Nuestra poesía fue incapaz de abandonar su discurso moral y narrativo, empeñada en la fidelidad a una sola tradición, a una sola memoria: la bondad machadiana y el erróneo sentido rupturista que se adjudicó a la generación del 27 (tampoco se plantearon entonces los interrogantes necesarios acerca de esto), hizo que la entonces nueva poesía española se encerrase en sí misma y se repitiese indefinidamente. Quizá el abordaje crítico que protagoniza José Ángel Valente sobre la poesía de César Vallejo fuera augurio de su posterior acercamiento a (y entendimiento de) la poesía de Emilio Adolfo Westphalen7. E igualmente reveladora puede ser la opinión de Claudio Rodríguez quien, en 1963, dice entender como más completo “un poema destartalado de César Vallejo que la mayoría de los poemas aparentemente disciplinados que hoy se publican con semejantes aspiraciones”. Así habla un poeta cuya raigambre castellana, y tradicional, cuya concepción exhortativa del 7En 1991 preparó y prologó la edición de la poesía toda de Emilio Adolfo Westphalen que, con el título Bajo zarpas de la quimera, publicó Alianza Editorial, en Madrid. Coleção de Areia - 54 poema, no son obstáculos para ese sugerente diálogo que establece con la otra voz que Vallejo había introducido en nuestra lengua, y precisamente desde la agitación de la oralidad (“Aquí no estoy. Madre, ésta no es mi cama. / ¡Pero si es la de todos, si es la dura / pero con hoyo! Tierra. ¿Y quién la hizo / tan mal todo este tiempo, madre mía?”, escribe Claudio Rodríguez en Conjuros, 1958), sin necesidad de hacer dejación de la propia identidad: entendiéndola en aquélla, a través de aquélla. Con el lanzamiento editorial de los novísimos8, se operó una consciente suplantación; y por ello supuso, en tanto que imprescindible renovación para la poesía española, una verdadera falacia. El culturalismo con el cual venían avalados estos poetas (y que sus descendientes inmediatos adoptarán como dogma de fe) fue — éste sí — disfraz, afeite, cosmética; pero no en el sentido en que se apresuró a subrayar la critica de entonces: en lugar de renovar (o remover siquiera) una lengua poética estancada, edulcoraron la temporalidad discursiva que venía lastrándola desde su principio moderno, e insistieron en una reiterativa sentimentalidad doliente de la memoria, con una estética más bien engañosa por lo superficial, pues no dependía de la lengua misma y de sus necesidades, sino que era producto de una imposición cultural. Brillantez, sí; pero no iluminación; y mucho menos fundación. La supuesta agresión a las formas convencionales de nuestra poesía, pronto se descubrió que no alteraba lo más mínimo el sistema expresivo de la lengua, pues la opaca configuración de aquella imaginería regresaba — una y otra vez — a un estereotipo de belleza poética ya caduco. Los poetas jóvenes de entonces renovaron una cierta fe en el principio modernista, pero no asumieron las consecuencias de aquella inauguración: su exquisitez (acogida a la tímida 8La antología Nueve novísimos, preparada y prologada por José María Castellet, fue publicada por Barral Editores (Barcelona, 1970). La secuela de su influencia ha permanecido entre los poetas y críticos españoles de los últimos años, aun cuando nieguen o cuestionen tal influencia. Coleção de Areia - 55 aproximación vanguardista del 27) no se quiso contaminar con la turbulencia oral de César Vallejo (a quien seguían recibiendo deformado, por la actitud de sus predecesores); los obligó a bordear el caudaloso río de la poética nerudiana, por temor a caer en su declarada impureza poética (también la imagen del chileno condicionada por lo que de él había interesado a los poetas de posguerra); los condujo hasta el espacio poético de Octavio Paz9, en donde se reproducía aquel sincretismo cosmopolita que alimentara — desde sus comienzos — a la poesía hispanoamericana, y desde donde todo eso (nueva excentricidad también) irradiaba: en la escritura de Paz habitaban — perfecta sincronía — las dos líneas de la tradición hispánica, ambas vueltas, en diálogo fructífero, hacia el discurrir de la poesía de otras lenguas, desde el simbolismo a las vanguardias; allí coincidía también la deslumbrante presencia de la poesía oriental… Tal riqueza sedujo muy pronto a nuestros poetas, y por intermedio del Octavio Paz poeta, y del Octavio Paz crítico, hicieron suya aquella vocación cosmopolita. Pero acabaron entronizando al escritor mexicano, y siendo presas — en consecuencia— del atractivo de sus recursos, antes que escribir partiendo de sus más luminosas propuestas: no hubo diálogo tampoco con aquella escritura; se prefirió una ciega e incondicional (también más cómoda) sumisión a su escritura. O incorporan, sin más, la imaginería deslumbrante que descubrieron en Baudelaire, Eliot o Pessoa; o traducen la obsesión paciana porque la escritura genere su propia crítica en una narración del sentido revelador, transparente, que el poema comporta, para dar más tarde — estragos del entusiasmo con que se asomaron a Mallarmé, a Pound o a Stevens — en lo que se denominaría poética del silencio, resolviendo aquella crítica en negación de la palabra, nunca en revulsivo para un cambio. O, en fin, insisten en la limitada gama tonal dentro de la cual se mueve la poética de Octavio Paz, aprovechándola para 9La primera publicación española de la obra de Octavio Paz fue una amplia antología titulada La centena (Barral Editores. Barcelona, 1969). Coleção de Areia - 56 abundar — y justificar, con la protección de su autoridad — en aquella comodidad discursiva que decíamos. Durante esos años setenta (curiosidad hacia Hispanoamérica, tras la revolución cubana), se publicaron sucesiva y abundantemente libros de los poetas americanos más representativos del tiempo; incluso, se recuperó algún nombre del último plazo de las vanguardias: desde Oliverio Girondo y Lezama Lima hasta Antonio Cisneros o José Kozer; desde Enrique Molina y Gonzalo Rojas hasta Heberto Padilla o Alejandra Pizarnik; desde Ernesto Cardenal y Roberto Juarroz hasta Roque Dalton o Fernández Retamar; desde Sebastián Salazar Bondy y Alvaro Mutis hasta Juan Gelman, Enrique Lihn, Nicanor Parra o Jorge Enrique Adoum… Pero muy poco habría de significar todo esto. Los más jóvenes y activos poetas de la Península eludieron toda confrontación con Lezama Lima, por ejemplo. Si algún conato de acercamiento hubo, poco se entendió que el escritor cubano — en mayor medida que Octavio Paz y, sin duda, arriesgando más — era también un centro irradiante; su escritura — de verdad excéntrica — arraigaba en el barroco gongorino y, atravesando la compleja poética juanramoniana, desembocaba (y se prolongaba) en la “continuidad sensorial de una lengua de las equivalencias (figuras de aprehensión y rotación), así como en la apertura especulativa que otorga a la palabra e1 poder de un conocimiento” por decirlo con palabras de Julio Ortega. No en vano, Lezama — al tiempo que desarrollaba esa tradición de su lengua — había llegado críticamente hasta el territorio mallarmeano del silencio, hasta la violencia existencial que desmembraría la escritura de Rimbaud. Y lo hizo — además — superando aquellas fórmulas; es decir, no usándolas, sometiendo su lengua — que es la nuestra — a una purga similar, desde un fructífero diálogo. Era la del cubano una fe poética y por eso desembocaría en una conversión, en una forma de descifrarnos como habitantes de una misma palabra. En la extrañeza ante el propio idioma seguía estando la razón de esa imposibilidad española: en vez de encarar la cuestión preguntándose qué más podría obligarle a decir a su lengua, el poeta peninsular prefirió seguir usando de ella como de un Coleção de Areia - 57 instrumento acabado en sí mismo; puede que apure el fraseo, puede que aproveche algún recurso de ingenio: nunca la lengua como experiencia, como vida, nunca la poesía como conversión — con limitarse a escribirla resulta suficiente. Pasó igualmente desapercibida (cuánto bien hubiese hecho a nuestra retórica discursiva) la invención narrativa y la memoria inmemorial con que Enrique Molina cumple ese viaje por su biografía y por su experiencia, que configura su obra toda: lo conceptual deja paso a una sucesión metamórfica de imágenes atraídas hacia su centro por una particular incoherencia, movidas en su caminar por la búsqueda de un vacío previo, por la necesidad de retorno a un estado primordial: en lugar de memoria y melancolía, conocimiento alucinado, un “estado de furor”. Y nada se supo tampoco ni de la renuncia a la palabra y al objeto (construcción de lo invisible, de su plenitud sólo revelada por una imaginación subversiva) que César Moro bebió en el surrealismo, ni de la juiciosa ironía con la cual Joaquín Pasos acometería (primeros años cuarenta) la crítica de la vanguardia con sus propios recursos expresivos. ¿Qué noticia hubo de Javier Sologuren, o de Jorge E. Eielson, o de Juan Liscano? ¿Qué de Fernando Charry Lara o Cintio Vitier…? Un imprescindible ensayo de este último, publicado en Madrid, pasaría absolutamente desapercibido. Qué importaban esas presencias, qué repercusión habría de producir esta multiplicada publicación entre nosotros de los herederos de la vanguardia hispanoamericana, si la poesía peninsular continuaba empeñada en su caduca sentimentalidad cernudiana (al parecer, su única voz) o en una amanerada reproducción de la retórica aleixandrina o en su tono trascendente y su ritmo envarado. Nada puede extrañarnos, por lo tanto, el destino final de los novísimos: desde la confesada integración que derivaría “en un cierto neoclasicismo”, como advierte Molina Foix, hasta la manera vulgar, carente de intuición iluminadora, del último Gimferrer; desde el gastado sentimentalismo discursivo con trasfondo moral que repite Guillermo Carnero hasta el forzado ejercicio métrico (pero no rítmico; y por ello ni crítico ni dialogante con la tradición) que intenta Jaime Siles en sus últimos poemas, contrariando así su más genuina voz, su más Coleção de Areia - 58 luminoso hallazgo. Agudos teorizadores todos; pero nunca creadores de lenguaje. Llegados a este punto, permítanseme dos anécdotas personales. En 1983 presenté, a la editorial Espasa-Calpe, el proyecto de una antología de poetas hispanoamericanos de las — por entonces — últimas generaciones. Aunque la antología se publicó poco después, hubo de sufrir ciertas modificaciones ante la reacción de los responsables de la edición: su perplejidad inicial se trocó en decepción al entender — como dijeron — que no había “ningún nombre conocido”. Sin embargo, entre Juan Liscano (1915) y Juan G. Cobo Borda (1948), allí figuraban Gonzalo Rojas y Javier Sologuren, Cintio Vitier y Roberto Juarroz, Carlos G. Belli y Alvaro Mutis, Enrique Lihn y Juan Gelman, Ernesto Mejía Sánchez y Jaime Sabines, Roque Dalton y Luis A. Crespo, José Emilio Pacheco y José Kozer, Pedro Shimose y Antonio Cisneros. Autores, todos, de obra abundante y sobresaliente, y en su mayoría editados en España diez años atrás… En 1990, y para su publicación en una conocida revista literaria de Madrid, preparé una serie de textos poéticos hispanoamericanos sobre los cuales, a una propuesta de lectura hecha por mí, contestaban los propios autores con una reflexión sobre mis aproximaciones. La dirección de la revista reaccionó de igual manera que mis editores de 1983: ante el nombre de Javier Sologuren (nacido en 1921 y con más de veinte títulos publicados) dijeron: “Hemos de confesar nuestra ignorancia, pero es la primera vez que oímos este nombre”. El proyecto, en esta ocasión, no llegó a publicarse. Algo más que anécdotas, si tenemos en cuenta que 1a poesía española de los ochenta (al menos, la que se ve y se pregona) se ha encerrado cada vez más en sí misma, y se ha aplicado a una aburrida reiteración de ciertos ecos que le llegan desde dentro y desde sus más inmediatos antecedentes (un 27 mal leído y peor asimilado, un Cernuda de tercera mano, una experiencia que es anécdota vulgar, un coloquialismo que es mera fórmula y no ritmo renovado); una poesía ajena a su doble tradición contemporánea y, por supuesto, negada al diálogo con esas otras voces que — desde la misma lengua — le hablan. Si han de Coleção de Areia - 59 referirse a los poetas hispanoamericanos, apenas repiten por rutina los nombres de Borges, de Neruda, de Paz; cuando no — atrevimiento de la ignorancia — dicen interesarse por César Vallejo a causa de “las geniales intuiciones técnicas que muestra de vez en cuando”, pero entienden su obra “frustrada por la incultura y el compromiso del poeta, que le impidieron llegar a una adecuada teorización de sus atisbos”. Para estos poetas españoles, la escritura se limita a ser regurgitación de lo apenas digerido; no se esfuerzan por desarrollar con ella una crítica (necesaria aún) de su herencia literaria. Desde tales posiciones, resulta impensable un ejercicio de irreverencia (que lo es de libertad, y de crítica reveladora) como el que acometen con los clásicos Juan Gelman o Carlos G. Belli; no se alcanza una depuración verbal y una interrogación sobre el poema (lectura no hecha, por ejemplo, de Juan Ramón Jiménez) como la que llevan hasta sus últimas consecuencias Javier Sologuren o Roberto Juarroz; sin una imprescindible desconfianza ante la lengua, no se desarrollará una abundancia irónica y trágica, a partes iguales (que es sensualidad gozosa, pero también religiosa reverencia) como la de José Kozer, vuelto hacia su compatriota Lezama Lima en atrevida respuesta. Cómo se va a esperar, en la satisfecha escritura de nuestra poesía última, una autonegación de la misma como la operada por Jorge E. Eielson (los españoles más próximos a esta experiencia se hallan condicionados por la trascendencia reverente, por la retórica o por la broma ingeniosa). ¿Puede haber, así, un rigor existencial que encare la memoria personal de forma tan sugeridora, porque en la doblez irónica se alimenta, como lo hace la poesía de Gonzalo Rojas, nunca mera evocación sentimental? Y ese riesgo, que es dureza implacable contra sí misma — mente y cuerpo — en Blanca Varela, ¿podría hallarse entre tanto artificio truculento como nuestras poetas manejan con general beneplácito? Para que tales fronteras puedan cruzarse de modo natural, y para que la presencia en España de la más renovada (y renovadora) poesía hispanoamericana cumpla su función como elemento agitador y como propuesta crítica ante la lengua poética común, al poeta español le cumple asumir un riesgo que ha esquivado reiteradamente desde la inauguración modernista: Coleção de Areia - 60 no interpretar desde la seguridad, sino hacer que su lectura sea el “descubrimiento de una actualidad permanente” de la verdadera tradición hispánica, en su plenitud y en su vigorosa resistencia a la petrificación histórica. Julio Ortega afirma, con absoluta claridad, que dicha tradición solo se reconocerá “en la circulación de sus figuras, en las señales de su cambio, en la actualidad con que nos reclama”. Tradición que — en un momento dado — se bifurca y actúa desde sus dos orígenes de manera simultánea; pero que aún resulta ajena para la experiencia poética peninsular, mientras que en Hispanoamérica, más allá de ser un hecho asumido, es decisivo para su constante renovación, desde el momento mismo en que el mestizaje actúa como conciencia de identidad cultural en la penetrante mirada de Sor Juana Inés de la Cruz sobre el barroco español; principio nutriente luego, de forma sucesiva, para los modernistas y para Vallejo, para Neruda, Paz o Lezama y — sin duda alguna — para todos los poetas hispanoamericanos de los últimos plazos históricos. Con una importante salvedad: para todos ellos, esa tradición de la extrañeza, de los místicos y de Góngora, de Quevedo y de Juan Ramón Jiménez…, escritores que, al igual que la respuesta de Rojas o Sologuren, Belli o Juarroz, Lihn o Gelman (por citar solo aquellos en quienes resulta más evidente), no asumen las voces de su principio poético sin someterlas al contraste del diálogo; no las abordan desde la sabiduría, las requieren desde la necesidad: no se limitan a usar ciertas fórmulas expresivas que sus antecesores hubiesen canonizado, actúan sobre la lengua de forma paralela a como aquellos lo hicieron, sin obligarse a claudicar ante tal herencia, por influyente que sea. Y desde la perspectiva crítica, la clave reside en no seguir explicando la poesía con la relación simple de su proceso histórico (algo siempre convencional); importa indagar en la diferencia, descubrir lo que tuvo de necesario cada articulación histórica y cómo — al actuar sobre la lengua — amplió la capacidad de esta última para nombrar lo invisible, preservando la identidad de cada una de las voces que en ese período confluyen y se hablan. No puede seguir la crítica limitándose a corroborar una forzada igualdad general para cada tramo de la Coleção de Areia - 61 historia; o — aun peor — empeñándose en la detectación de influencias, imponiéndolas como enlace lógico entre el tiempo anterior y el inmediato siguiente. El problema es más complejo. Y por ello la crítica debe imponerse otra forma de lectura, puesto que, desde el otro lado de nuestra lengua, nuestra poesía contemporánea nos habla de otra manera y por ello nos exige, también, oír de otro modo nuestra propia tradición. Leer así nos descubrirá la trivialidad ambiente y la peligrosa degradación en que se mueve la escritura peninsular de este momento, incapaz — salvo excepciones — de asumir el verdadero compromiso de la poesía en tanto que forma literaria: iluminar el mundo invisible, y hacerlo además desde posiciones radicales. El poeta o es un converso o no es nada. Hablo del poeta en estado puro, de la poesía como forma de existencia, pues ése es el convencimiento que mueve al escritor hispanoamericano ante el ejercicio creador. Por encima de la presión que ejerce el medio social, superando la limitación impuesta por cada coyuntura histórica, los poetas hispanoamericanos cuya obra importa de verdad manejan su lengua y afrontan su compromiso (la poesía) como una forma — la más pura y completa — de existencia, y como medio — el más luminoso — de conocimiento y reconocimiento. Esa lectura distinta que propongo para la moderna poesía hispánica nos permitirá comprender que la parcelación convencional de épocas y movimientos se halla superada por unas obras que no se limitan a cumplir las exigencias de cada momento sino que, dentro de cada situación, generan su propia respuesta. Octavio Paz advierte cómo la poesía hispanoamericana que inaugura este último medio siglo “en cierto sentido fue un regreso a la vanguardia. Pero una vanguardia silenciosa, secreta, desengañada. Una vanguardia otra, crítica de sí misma y en rebelión solitaria contra la academia en que se había convertido la primera vanguardia. No se trataba, como en 1920, de inventar, sino de explorar. E1 territorio que atraía a estos poetas no estaba fuera sino adentro. Era esa zona donde confluyen lo interior y lo exterior: la zona del lenguaje”. Testimonio doblemente valioso: por sí mismo, y por serlo de un testigo que también es parte. Crítica y rebelión Coleção de Areia - 62 solitaria, nos dice; pero no para restablecer una academia, sino para arriesgarse en esa zona fronteriza donde el lenguaje es el único protagonista, y alcanzar a través de él — por medio de su construcción cifrada — ese otro lado que nos descifra. Llamar a este proceso que nos ha convocado aquí vanguardias tardías puede ser, cuando menos, injusto, siempre que entendamos bien lo que el testimonio de Octavio Paz simplemente certifica. No quieren ser vanguardistas estos escritores; quieren ser poetas. Y saben que serlo implica resistencia ante la lengua como sistema, y fidelidad a la lengua en en tanto que organismo cuyas funciones vienen determinadas por las voces (formas) que en él confluyen permanentemente. Lo que como poetas han de decir (e iluminar con su palabra) no es lo ya dicho, sino lo aún no dicho. Esa misma lectura distinta, por ser distinta, nos desvelará el porqué de la escasa dimensión y del agotamiento evidentes en el último tramo de la poesía española peninsular; nos descubrirá la trampa de su obligada reverencia a una tradición a una moral, a un dictado estilístico, y por qué se rehúsa — una vez y otra — a la desconfianza y a la ironía ante la lengua, por qué — en fin — el poeta español renuncia a ser el centro, contentándose con reproducir, en cada momento, ese patrón establecido desde el centro. Nuestra historia de andar por casa (la única que hemos sabido hacer) insiste, todavía hoy, en el esquema de las generaciones, tan repetido por (y cómodo para) estudiosos y antólogos, y a él se avienen sin dudarlo los propios poetas, aunque no lo confiesen (y aún negándolo); así pueden hablar (unos) y escribir (otros) sin riesgo alguno. Pero en el riesgo reside, precisamente, la clave de toda poesía que quiera serlo de verdad: el poeta no se sirve del lenguaje; sirve al lenguaje y lo explora y lo inventa a cada paso, logrando así — desde el asombro — ver lo invisible, decir lo inefable. El poeta escribe de espaldas al mundo, de cara a su lado moridor (la expresión, certera, es de Salazar Bondy): su experiencia se convierte en epifanía; en luz de un principio que es forma, palabra vuelta sobre el lenguaje para interrogarlo, para contradecirlo. En España siempre se ha preferido magnificar la figura del poeta (Machado, Lorca, Cernuda) antes que entender Coleção de Areia - 63 su obra como propuesta de lenguaje (Juan Ramón, Darío, Vallejo), y al poeta español (las excepciones siempre se han mirado con recelo y algo más) le cuesta poner en duda su propia escritura; lo desazona la diferencia. Porque, para establecer ese diálogo pendiente, y aún difícil, con la poesía hispanoamericana (diálogo también con nuestra lengua), y para lograr que sea aceptado con normalidad, el poeta (y el crítico) debe adoptar una posición periférica; una distancia que, al margen de la geografía, establezca una nueva perspectiva con respecto a aquel centro único; que desarrolle otra forma de mirar su realidad, de usar su lengua no negándolas sino obligándose a afrontarlas, sin temor a ver cuanto lo identifica desde esa nueva posición inversa. Tal distancia genera, en consecuencia, una excentricidad, un nuevo movimiento cuyo principio se halla dentro del mismo ámbito que le es propio. Dialogar con el lenguaje supone no tener miedo a la diferencia, ni pudor a la hora de ser usuarios de las diversas tradiciones de las que toda escritura poética es heredera, para abordar posibilidades de expresión siempre nuevas y hacer que la lengua crezca y se enriquezca. Esa distancia, que es diferencia, se realiza entre nosotros — desde el principio de la modernidad — en el espacio atlántico de la lengua española. Allí el escritor demuestra que, para cumplir a plenitud esa reflexión, ha de imponerse también una renuncia, despojamiento. No se puede acceder a lo invisible desde la sabiduría. El poeta empieza a serlo cuando siente el asombro nacido de la experiencia, cuando escribe desde una ignorancia primordial que concede pureza al acto creador. Mientras el poeta hispanoamericano mira en esa dirección, el poeta peninsular cede a los requerimientos de quienes siguen hablando de la escritura como un bien de utilidad pública (en todos los sentidos de la expresión). La retórica narrativa de los sentimientos y de la moral ha sido el dogma de una pretendida poética de la experiencia, dominante en las últimas décadas. Pagados de no se sabe bien qué sabiduría, émulos de tanta gloria residual, nuestros poetas insisten hoy en el amaneramiento de su nueva sentimentalidad; cegados por la urgencia del éxito (impuesta por la mediocridad de los tiempos), Coleção de Areia - 64 no participan del “desvelo lúcido al que se llega sin prisa, por incesante crecimiento”, como explica Gonzalo Rojas. Indiferentes al compromiso que exige toda conversión, prefieren poner el lenguaje al servicio de los ecos, antes que ejercitar sus voces en la disciplina de la diferencia. Existe — eso sí — la apuesta solitaria de aquellos poetas que — al margen de su edad o de su posible ubicación histórica10 — dudan de la inmediatez moral y de la temporalidad discursiva; con una palabra inaugural afrontan cada día el poema como espacio ofrecido a la posesión y a la transgresión del lenguaje, y como tiempo primordial anterior a toda historia: en ese espacio comulgamos; en ese instante, lo oculto del mundo, de nosotros mismos, nos será revelado. 10Dentro del discurso habitual de nuestra poesía, mantienen esa continuidad de la tradición de la extrañeza poetas como Francisco Pino, Miguel Labordeta o Juan E. Cirlot; Ángel Crespo, Antonio Gamoneda, Tomás Segovia o Luis Feria; Manuel Padorno, César Simón o Rafael Soto Vergés; Eugenio Padorno, Aníbal Núñez, Leopoldo María Panero o José Carlos Cataño. No sólo se sitúan al margen de la normal circulación de las generaciones: integran su poesía en la órbita de ese diálogo permanente con sus diversas tradiciones. Coleção de Areia - 65 Voces desde la periferia Se trata del diálogo — cuando no inexistente, siempre difícil — entre la poesía escrita en ambas laderas de nuestra lengua. Que no se cumple con el mero intercambio de nombres y de obras; eso, apenas, un primer paso, todavía incierto (en España, la presencia editorial de los poetas hispanoamericanos es escasa e intermitente — en los últimos años, más; en Hispanoamérica ni siquiera eso, con los poetas españoles); lo fundamental para un intercambio de esta naturaleza, que aprendamos a oír a ese otro que nos habla en nuestra misma lengua, pero que al hacerlo establece un nuevo tono, un acento diferenciador, como contraste — crítico o irónico — frente a un determinado status expresivo, avalado — casi siempre — por formulaciones gramaticales o académicas, o por tópicos literarios convencionalmente admitidos. Diferencia sustantiva: lectura atenta, y sobre todo viva, de la tradición poética española, desde el principio hispanoamericano. No la temerosa reverencia que observamos aquí; conciencia de experiencia compartida y, por lo mismo, diálogo abierto. Aquella dureza de oído suele ser enfermedad común entre nosotros, poetas (y lectores) de este lado; aquella poesía aún resulta lejana y ajena. No queremos entender que el verdadero poeta sólo lo será desde la marginalidad y el exilio, desde la periferia; y la exploración lingüística a la cual habrá de aplicarse — atrevida e insatisfecha siempre — es una forma de buscar arraigo en su única patria posible: la palabra. El poeta hispanoamericano escribe desde ese desarraigo, desde una “identidad resuelta en ambigüedad”, que nunca desemboca en crispación, sino en revelación; antes que parapetarse tras los estrechos límites de la Coleção de Areia - 66 lengua, desea habitarla en absoluta libertad. Peregrino entre sombras, rinde viaje en el instante preciso de alcanzar esa revelación; y por ello mismo establece otra dimensión en el tiempo: su discurso no fluye en cómoda sucesión horizontal (ni siquiera entre quienes optan por la ordenación narrativa del poema), ahonda — vertical — en un indispensable anacronismo, en un tiempo que anula el tiempo convencional y sucesivo de la historia, o que lo invierte. Contradice también así el espacio en que la luz — presuntamente — nos muestra las cosas con su volumen cierto, con su apariencia incontestable. La zona de la poesía es otra, y se descubre a través de esta experiencia: su luz, la oscuridad; su certeza, la incertidumbre. De manera rotunda lo expresa el peruano Martín Adán (1907-1985): “No es la realidad del que la dice, / No es la realidad del que a ella se asoma. / Realidad es lo más hondo del espíritu, / Adonde llega el Ángel, / Donde el Alma está sola”. El poema — por tanto — no surge como consecuencia de las propuestas del autor; organismo con vida propia, exige su forma y, sobre todo, su ritmo: su unidad y su dispersión. El poema “Ciudad”, del colombiano Fernando Charry Lara (1920), podría ser ejemplo paradigmático: la anécdota, pura apariencia fugaz (sombras que se pierden o confunden) constantemente suplantada por el propio discurrir del texto y por las diferentes facetas (iluminaciones) que el mismo genera, en un “bosque / De jóvenes y nocturnas vegetaciones”. LA ORALIDAD COMO CONTRASTE El poeta hispanoamericano, al establecerse como otra voz dentro del discurrir único de la lengua, no sirve a una forma dada (sea métrica, sea de composición), ni a un orden determinado (sea movimiento, generación o grupo); se sirve de ellos, e introduce — como elemento perturbador — una peculiar oralidad que acabará dando pleno sentido a su escritura; en ella coinciden razón e irracionalidad, orden y libertad, norma y habla: no se enfrentan como contrarios, se abrazan produciendo contactos que son chispazos reveladores. El ya citado Martín Adán: venía de las vanguardias de los años veinte y se vuelve — anacrónicamente — hacia los caprichos léxicos y rítmicos de la Coleção de Areia - 67 poesía trovadoresca; escritura como artificio, pero también — sin duda — como una forma de vida en la cual reconocerse, único medio de dar sentido a la existencia. Vida y escritura como una misma cosa; y las metáforas convencionales (el río, la rosa…) no tendrán el prestigio (tópico) acuñado en la historia literaria; tratadas con familiaridad, ponen en evidencia — precisamente — aquel carácter común. El también peruano Carlos Germán Belli (1927) o el argentino Juan Gelman (1930) trabajan en torno a este propósito vertebral: los clásicos (ambos los remedan de forma flagrante) no son modelos que reverenciar, tampoco un peso muerto del cual desprenderse; su arriesgada intención dialógica encuentra el exacto punto de inflexión en escritores como Garcilaso o Góngora, Santa Teresa o San Juan de la Cruz… Voces que se encuentran y que — acordes o discordes — se integran en el mismo discurso, con sabiduría literaria pero con envidiable frescura vivencial. Confluyen, y enriquecen con su concurrencia, la expresión poética. No niegan sus posibles paternidades, ni se establecen hipócritamente frente a ellas, con estudiada distancia; los poetas hispanoamericanos reconocen tales deudas y manifiestan su indudable dependencia, admirativa y afectiva, de esos y de otros poetas; y esa relación se traduce en intercambio vivo con los escritores, y con la materia verbal que todos saben patrimonio común de su plural identidad. Modernismo o vanguardia (o, en el caso de Charry Lara, el romanticismo) son iluminaciones o principios, no valores de cambio, ni fórmulas aplicables a sus obras; no temen tanto atrevimiento expresivo, se dejan contaminar (incluso emotivamente) por el sentido inaugural de esas aventuras; no adaptan la escritura a la moda del tiempo, ahondan en el único camino generador de lo poético, pero siempre con confrontación, o llevando sus posibilidades un poco más allá de los límites ya conseguidos. Así, la escritura se personaliza, se hace voz propia, una nueva inflexión que sumar a las ya existentes en la lengua, y con la cual establecer una nueva posición de diálogo dentro de ella. A esa oralidad me he referido, que se rebela contra toda estética o retórica previas, pues se origina y crece a partir de su rabiosa individualidad. Coleção de Areia - 68 POESÍA COMO EXPERIENCIA No de la experiencia. Vida y escritura son la misma cosa: la una no cuenta a la otra; ambas inauguran la prueba, la aventura del conocimiento. Y sólo una palabra original, no servil ni comunicativa, sino comulgante, podrá alumbrarlo. Palabra que nos habla, y con la cual nosotros hablamos. Reflexión existencial, sí; pero sin transcendentalismo alguno. Confesión personal, sí; pero nunca lamento impostado. Un error persistente, de perspectiva y de comprensión: el poeta (el lector) español tiende a motejar de retórica, redicha, la expresión americana (léase a Lezama Lima). Ve poco, comprende menos; o quizá actúa cegado por su propio — capital — defecto: la impostación. Denuncia lo que es distinto, sin más. Asombro inicial ante Rubén Darío, pronto traducido en desdén por lo que — durante años — se dijo retórica enajenadora. O, si admitido, modelo para reproducir aquí la voz de allá. Asombro mayor ante César Vallejo, y temor: el propio Bergamín lo advierte, en el prólogo de la edición española de Trilce, que él mismo promovió. Posterior aceptación del peruano, pelo sólo en lo que fueron sus golpes de efecto; su verdadera voz, desconocida. Hemos convivido con el Neruda más convencional o con el Paz menos iluminador, repitiendo, con su palabra prestada, nuestro modelo: cegados ante la evidencia de una verdadera escritura poética americana (¿y Eguren, y Gorostiza, y Lezama, y Westphalen?) abierta al vértigo existente tras lo conocido (“Épica del pene erecto / Y de la mujer distinta. / Épica del prójimo y del odio. / Épica de mi sonrisa”, Martín Adán). Posición descreída pero apasionada del poeta hispanoamericano: se halla hasta tal punto implicado en el poema que, diluida su identidad, viaja al encuentro de sí mismo a través del rastro de palabras, frases y ritmos que lo constituyen; recorre, con la vibración del amor, el cuerpo (lenguaje) que lo completa, íntima unión, intelectual y sensual, que lo origina todo; así, el peruano Javier Sologuren (1921): “quiero creer en seducciones ciertas / en magias verdaderas destellando / por lo más hondo de la sangre presta”. Camino Coleção de Areia - 69 iluminado hacia “lo líquido del pensamiento original” (en frase del chileno Gonzalo Rojas (1917)), gracias a las reverberaciones del cuerpo amado. Poesía de la memoria como espejo donde grandeza y miseria conviven sin estridencias, en absoluta normalidad. La experiencia poética, una forma de vitalismo, de afirmación del centro y la sabiduría en el amor; una serena visión de la muerte como ingrediente primordial de la vida (en Quevedo coincide Sologuren: “La muerte te enseñó las duraderas / visiones del amor que desmintieron / de polvo y tiempo equívocas fronteras”; con Quevedo comparte almohada Gonzalo Rojas, viendo de cerca “la mi muerte, cerca que te oigo / por las tablas urgentes, que te palpo / y olfatéote con los gallos”). Viaje a través del asombro de las cosas que se palpan; frente a ellas, una distancia imposible de salvar: inutilidad del oficio de escribir; o mejor, utilidad fulgurante e instantánea. No por casualidad vuelven siempre, los poetas hispanoamericanos, a San Juan de la Cruz (Charry Lara titula su obra toda, Llama de amor viva: una mística que se aferra a lo tangible, al cuerpo; Noche oscura del cuerpo es el libro capital del peruano Jorge Eduardo Eielson (1924)): la llama, camino para penetrar en “todo aquella que bulle oscura y huidizamente en nuestra vida anímica” (Sologuren); el amor, asombro, desvelo que mantiene alerta a Gonzalo Rojas y que los devuelve a “una reniñez, una espontaneidad que casi no me explico”. Mística que inaugura, en el espacio concedido por el poema, en su tiempo, la revelación alcanzada; la palabra apenas remedo o fragmento de la misma: “un nuevo día sí un exaltado / fulgurar de la efímera existencia / un hoy que en ser ayer tardase apenas / a su presente incógnito ingresamos / una vez más del embeleso presas / semblantes de luz mueven a engaño”, escribe — ecos de su herencia clásica — Javier Sologuren. El escritor lo sabe, porque lo vive continuamente, y no teme confesarlo. Avanza entre una amalgama de signos a los que conjura para producir aquella fosfórica luz, para repetir su sonido, “sus cuatro pulsos en el aire, / como entrando olfateando, como persistiendo / en el funeral de su figura. / (…) en este vaso Coleção de Areia - 70 etrusco que aún guarda / su respiración, el aleteo / del zumbido” (Gonzalo Rojas). La poesía: viaje en busca de la revelación del todo; nunca confirmación de nada. La palabra — conjuro — ilumina el misterio de la existencia, pero no llega a desvelarlo del todo; tras su alumbramiento prodigioso, ella queda como abismo por donde transcurrir (“En mi mesa muerta, candelabros / De oro, platos, vacíos, poesía / De mis dientes en ruina, poesía / De la fuente rosa y el vaso / De nadie en la alfombra”, confirma Jorge Eduardo Eielson). El poeta: viajero deslizándose por ese vacío sólo lleno de la delgada desnudez del misterio (“Con un recuerdo y una ausencia a cuestas, / me acerco al rostro incierto de esta página / (…) donde el misterio mismo se desnuda”, Sologuren). En medio de tan anhelante incertidumbre, su palabra renovada, resistente a la fijación; viviendo una experiencia dramática que se resuelve en silencio, en una evidente condición negativa. Desolación por el encuentro del vacío; triunfante seguridad, sin embargo, por saberse dominador de tan efímera revelación. Recompensa: saber que al final de tan intenso viaje el hallazgo es la nada. “Amargo, sí, errante silencio en que no queda / Sino el poema en la noche / Como recuerdo herido por el filo de un beso”; “encendido / jardín de plumas que no existe (…) semejante a centenares / de millares de millones / de manzanas / pero en llamas”: aire de beso nocturno, en Fernando Charry Lara; cuerpo en llamas, en Jorge Eduardo Eielson. Escritura debatiéndose entre sus dos extremos: ¿decir o no decir? Es el juego que se declara con urgencia en el título eielsoniano de 1967, mutatis mutandis: ¿equivale la palabra al silencio, o al revés? (“Escribo algo / algo todavía (…) palabras otra vez / palabras aún / además pájaros hojas secas viento / borro palabras nuevamente / borro todo por fin / no escribo nada”). Iluminación del silencio (naturaleza muerta) en el tramo final de la obra de este mismo poeta. ¿Qué queda, pues? Una retórica, sin duda; pero no vana: el ejercicio consistente en llenar la superficie del papel con el rastro negro de las palabras; en rayar (tachar) constantemente esas palabras (última vuelta de tuerca de la ironía) para Coleção de Areia - 71 alumbrar su otro lado, el de la perplejidad; en abolir sin miedo la imagen (disolver su realidad) para descubrir el vértigo tras “un muro de cristal / frente a frente / de tu huida / puesto allí / precisamente / para probarte” (Javier Sologuren). Un ejercicio de explícita sensualidad, de manoseo febril (“Al mundo lo nombramos en un ejercicio de diamante, / uva a uva de su racimo, lo besamos / soplando el número del origen”, Gonzalo Rojas), un rito mágico cuyo secreto tampoco el poeta conoce, materializa el acto único del poema. Escrito y dicho; para leerlo en voz alta. No a la multitud, sino dejando que nos cale hondo su sonoridad, su joven vitalidad, la misma que existe en la sabia ternura de Gonzalo Rojas (“Te besara en la punta de las pestañas y en los pezones, te turbulentamente besara, / mi vergonzosa, en esos muslos / de individua blanca”); dibujada, en la escritura de Javier Sologuren, con la anuencia de César Vallejo y la milenario serenidad de la poesía japonesa clásica: “se nutrirá el poema / de la clara y la yema / de un huevo / incubado en la indigencia”. EN UN RECINTO SAGRADO El itinerario del poeta hispanoamericano, tránsito hacia el origen; tránsito y, por tanto, paso, travesía: no es el camino finalidad, sino teoría para alcanzar otro estado, otro lado (el lado moridor, dijo el peruano Salazar Bondy). Y en esa trayectoria, de pronto, el asombro inicial. Como experiencia religiosa que es, toda escritura verdaderamente poética nos reconcilia con nuestro principio y — a partir de él — nos permite iluminar el espacio de lo posible. Y digo nos reconcilia, nos permite iluminar, porque aludo al poeta pero también al lector: el poema no es mero vehículo por medio el cual alguien dice algo; ha de ser punto de encuentro, y comunión, de dos experiencias forzosamente complementarias y de idéntica capacidad liberadora. No ese alumbramiento del final; el comienzo de un nuevo modo de conocimiento (desvela la ambigüedad del ser, el sentido esencial del mundo); aquel camino, para ascender, requiere la secreta hondura del misterio (“Porque no hay ascenso directo. / Todo ascenso procede del impulso / de ese choque con el fondo”, Roberto Juarroz (1925)). Coleção de Areia - 72 El poeta hispanoamericano sabe que la creación poética es una actividad que se mustia con la luz, y abre hueco en lo oscuro, en lo profundo (zona indeterminada y crítica donde arraiga su difícil identidad): “Mis dedos alhajados / Buscan el Árbol de la Noche, clavan / Sus uñas de imprenta en los racimos / De la Vida y de la Muerte” (Eielson). Una experiencia radical que necesita procedimientos radicales. De ella nos interesa ahora, no el trayecto, el punto de partida. Ingresamos en un recinto sagrado. Cúmplenos dejar a la entrada toda sabiduría, e investirnos de la misma imprescindible humildad reverente que adopta el escritor en el trance (trance, en todos los sentidos). ¿Qué delimita este nuevo espacio? El sonido del silencio, producido en el instante de la revelación. Una tensión muy espacial — incluso física — derivada de la apuesta siempre decisiva hecha por el autor: no da cuenta de una tarea impuesta, no se complace en tan singular habilidad: como poeta (también como individuo) se halla constituido por ella; en tal acción le va la vida. En la palabra — único espacio de libertad — su ser se irá revelando desde el fondo de la escritura: bajo la máscara, la transparencia. Por diferentes que sean sus propuestas (y la forma que cada cual adopte para materializarlas en un texto), el poeta hispanoamericano parte siempre de una común perplejidad inicial; se retrotrae constantemente hasta el origen (“Reconquistar el olvidado balbuceo / que hacía juego en el origen con las cosas / y dejar que los pedazos se peguen después solos. / Como se sueldan los huesos y las ruinas”, Roberto Juarroz): balbuceo o susurro, silabeo (como reclama Gonzalo Rojas) que en su virginidad abre un “tiempo suspendido. Sólo un claro / en el bosque del tiempo” (Roberto Juarroz). Ni complacencia ni ufanía. Sólo reconocimiento de esta claridad inicial, fogonazo del asombro que no establece certidumbre alguna: abre una disyuntiva o multiplica una visión, como a través de una serie de espejos se prolonga el límite de lo posible. Los paréntesis usados con tanta frecuencia por el cubano José Kozer (1940), no desempeñan su función normal (complemento de lo dicho), disgregan el discurso y lo encaran Coleção de Areia - 73 con el nuevo rostro (los nuevos rostros) que el mismo pueda engendrar (“se sentaron, a oír: transidas (vacilaron) descalzas las tres (tres, lotos) al ladear la cabeza (escuchar, la luna en los cristales) (la luna, ceñirse en los vasos) yo he llamado: sed. Oigo, los pasos quién sube (los pies desnudos, en sus pantuflas) un vaso marítimo de aguas reposa incendiado en la bandeja grande de laca”); paréntesis-articulaciones de una confrontación visual e intencional de las imágenes, sucesiva simultaneidad que el autor desea para su orden poemático. ¿Por qué la coma funciona como pausa no sometida a rigor gramatical alguno? Los quiebros métricos y sintácticos, o su intensificación reiterativa, que dan especial sentido a la escritura de Gonzalo Rojas, transfieren la intención rítmica regular a una clara alteración irónica de la idea generadora del poema, del orden natural de la lengua y de la imagen del yo proyectada en el texto (y que el texto devuelve). El silencio (espejo) desvela al propio Rojas su condición de alumbrado; “aunque el hombre callara y este mundo se hundiera / oh majestad, tú nunca, / tú nunca cesarías de estar en todas partes, / (…) y casi eres mi Dios, / y casi eres mi padre cuando estoy más oscuro”. Humildad; y no humillación. El poeta hispanoamericano palpa (y acepta) su indigencia; parte del vacío inicial (despojamiento: “solo y sensible voy como un mendigo / con un candil de púrpura y de hielo”, Javier Sologuren) y se busca dentro del nuevo espacio allí generado por la escritura, experiencia que progresa hacia el centro oscuro de la nada. El poeta hispanoamericano no demuestra sabiduría alguna (la sabiduría, explica luminosa, poéticamente, María Zambrano, es tan sólo un resultado; acaba en sí misma); participa de una fe radical en esa pobreza constitutiva que lo atrae — en el vértigo blanco de la página, a través del negro hilo de la escritura — hacia la sugestión del futuro. Pero indigencia, ¿de qué? De cuanto pueda confinarlo en el laberinto del tiempo, de cuanto lo someta a ese orden, riguroso enemigo de lo imprevisible, de lo ambivalente y a menudo contradictorio (“caracteres de lo sagrado”, subraya María Zambrano): “Cuesta volver a lo líquido del pensamiento / original, desnudarnos como cantando / de la airosa piel que fuimos, con hueso y todo desde / lo alto del Coleção de Areia - 74 cráneo último / de nuestros pasos, tamaña especie / pavorosa, y eso que algo / aprendimos de las piedras por el atajo del callamiento” (Gonzalo Rojas). Despojamiento: ascetismo: esfuerzo conducente a una revelación. No hay que responder con su forzoso correlato en el lenguaje. Opera — en este orden de cosas — un sentido inverso al esperado. Debe hacerlo así, pues lo que se desea — en última instancia — es la transparencia. No entraña menor desnudez la palabra abundante y desbordada, la desmesura rítmica de José Kozer, que la actitud vertical disciplinadamente impuesta por Roberto Juarroz a su escritura. Ambos se alongan a un idéntico, vertiginoso vacío, escuchan perplejos el mismo silencio ensordecedor; el argentino Juarroz opta por la inquietante sugerencia de la fijeza (“formas a la deriva / que se enrollan a veces transitoriamente / en el perfil un poco más discreto / de una rama seca”), el cubano Kozer, entregado a una sensualidad restallante, de la cual se niega a abdicar, llena aquel vacío (y la indigencia, entonces, se acentúa de forma más acusada) de metamorfosis y digresiones, de fintas y suplantaciones inesperadas: la oralidad de su lenguaje y de su ritmo lo conmociona todo (“cómo, de dónde saco las palabras para decir (ahora) este sastre está en el fondo húmedo de la trastienda de una calle que podemos llamar Villegas (Delancey) calle de Gorojovaia (está) en los lepidópteros fondos los húmedos fondos de la carne (animal, sagrado): salta (salta) hacia mí”). Poesía que o es conocimiento o no es nada. Pero conocimiento de lo profundo y de lo profuso: en lugar de una sucesión lineal, proyecta su luz en la complejidad arborescente — fragmentación, dispersión — del mundo, sea éste un individuo o una colectividad. Esta escritura reproduce las preguntas esenciales en torno a lo que constituye y explica tal complejidad (“Sin saber si estoy acompañado o estoy solo / me devano por descifrar la trama”, sentencia el uruguayo Roberto Echavarren (1944)). Una actividad hermana de la filosofía (mejor, la suplanta en un espacio intelectual donde la filosofía siempre ha sido disciplina subsidiaria); incursión atrevida hasta las preguntas esenciales para definir (dar sentido a) una Coleção de Areia - 75 existencia individual pero no insolidaria. Sólo preguntas, pues de poesía hablamos. Puede suceder — esto sí — que los relámpagos de claridad del poema ofrezcan — a posteriori — determinadas vislumbres a quien, en cada caso, lo escribe, a quien, en cada caso, lo lee. Porque el lector se verá forzado a reproducir el proceso seguido por el texto desde aquella misma perplejidad inicial. El poema no es satisfacción para su curiosidad, sino incitación hacia ella. Poesía que rechaza el discurso político — plano y gris, movido por el pragmatismo y opaco por naturaleza —, que requiere una palabra impregnada de sentido, rompedora de (y resistente a) los simples significados: una palabra libre. QUE SE ENGENDRA EN LA MIRADA Una cosa es certificar determinados procesos históricos; otra, muy diferente, pensar sobre la identidad resultante de aquéllos. Quienes — por la ladera del pensamiento — han abordado tan delicada tarea en Hispanoamérica (Rodó o Sarmiento, Alfonso Reyes o Leopoldo Zea, Mariátegui o Arguedas, Uslar Pietri u Octavio Paz) han incorporado a su indagación proyecciones o reflejos del pensamiento mítico, creaciones de la imaginación, la efervescencia — siempre nueva — del lenguaje literario: discurso intelectual y construcciones verbales, constitutivamente poéticos. Así, también, las propuestas del poeta hispanoamericano: su poesía es conocimiento; conocimiento como penetración; penetración como encuentro, como reflejo (y reflexión) de quien mira y de quien es mirado, de quien mira en quien es mirado. Frente a los ojos, abiertos al asombro, la identidad y la memoria: espacio y tiempo donde arraigar; un humus espontáneo los amasa en sólida unidad: la lengua en la cual convergen; una intimidad que los preserva de toda enajenación: existencia revelándose en acto, multiplicando aquel reflejo primero en sucesivos rostros llameantes: mitos e imágenes superan la simple anécdota del encuentro, dan dimensión y memoria al instante; pero la abren también a un futuro nunca antes imaginado: efímero, pero revelador. Coleção de Areia - 76 Escritura que se engendra en la mirada. Mirada que es así otra forma (nueva) de sabiduría: “tal vez, sin que nadie llene nada, / aparezca un color desconocido, / un color que por fin no se borre, / un color indeleble / como una recién nacida inexistencia” (Roberto Juarroz). La paradoja invierte lo sabido; todo comienza de nuevo, sujeto a otra lógica reveladora. Mirada que es, también, una voz muy especial “que no es asunto de magia ni de alquimia. / Se trata de pensar de otro modo las cosas, / palparlas de otro modo, / abandonar las palabras que las usan / y acudir a las palabras que las cantan” (Roberto Juarroz). Que las cantan: explosiva sorpresa; incontenible necesidad de decirla, hallazgo — sin mediación intelectual alguna — de un principio de conocimiento arraigado en la sensualidad. Pero no tanto para los otros como para el poeta mismo: diciéndola de ese modo, él se dice; y en su propio conjuro convoca al lector al misterio recién inaugurado. Quien lee, entonces, asume la misma voz, la misma escritura discurre como suya; no le ha sido concedida desde la superioridad de quien sabe: es llamado a participar de una identidad común. El poeta hispanoamericano (desde la mismísima sor Juana Inés de la Cruz) no repite lo ya sido, nos invita a participar en el nacimiento de aquello que pudo ser; una mirada virgen, un sonido inicial, y el deseo instaura el mundo, la vida (“Y ahora es que recorre los versículos inalcanzables del libro cada palabra que toca la yema de uno de sus dedos de la mano derecha, se abre: en la frontera (se abre)”, José Kozer), de la misma forma que la voluntad de la palabra divina devuelve la transparencia al límite cegado de la nada o la muerte. Se establece — dijimos — una retórica; pero no derivada de aprendizaje alguno (mayor o menor), brota de manera natural y no resulta enajenadora. Leamos estos versos, Contra la muerte, de Gonzalo Rojas: “Toco esta rosa, beso sus pétalos, adoro / la vida, no me canso de amar a las mujeres: me alimento / de abrir el mundo en ellas. Pero todo es inútil, / porque yo mismo soy una cabeza inútil / lista para cortar, por no entender qué es eso / de esperar otro mundo de este mundo”. Una aparente debilidad, y el poeta deriva hasta ciertos principios habituales de la poesía: los tres primeros versos suponen una entrega. En ese preciso momento (recorrido Coleção de Areia - 77 el trayecto), la revelación. En el espejo de su paradoja, de la inversión inaugural (“esperar otro mundo de este mundo”), la vida como desencadenada sensualidad (lo que — en verdad — expresan los versos iniciales, tras su disfraz de lugar común) da pie al alumbramiento poético: el deseo, vano; la muerte, único destino anidando en aquella misma vitalidad. El sentido del camino se declara una vez que se ha recorrido, nunca antes. No es propuesta, sino hallazgo. El trayecto por los meandros del azar, y el poeta respira de acuerdo con sus propias exigencias (fragmento o sucesión; espiral o círculo perfecto), para acabar siempre en su nada deslumbradora: silencio previo del asombro. Ante el lector se tiende (o se alza) un cuerpo verbal, cuyo perfil describe los límites precisos de un espacio ritual, sacrificial; en el centro — absoluto recogimiento, pero irradiando su prodigio — el poeta (“Yo conmemoro en mi mujer la oquedad que me incumbe (daguerrotipo) de silencios que ella hace los cuencos la musicalidad precisa del barro en una olla”, José Kozer) inaugura de esa forma, en un instante de máxima tensión, el absoluto presente, espacio y tiempo a la vez (“camino sobre la punta de una aguja”, Roberto Juarroz), de la palabra y el poema. La conversión se ha producido. Ahora importa habitar ese espacio; encarnar en una palabra que ha enmudecido. No exigir a la escritura la claridad de este lado, entregarse del todo a su sagrada (y secreta) condición: vivir apasionadamente en su laberinto. Un hermetismo nunca opaco, transparente; a condición — esto sí — de que el individuo — sea el poeta, sea el lector — se entregue a él sin resistencia, y desposeído de toda falsa indumentaria, de todo saber adquirido (“Si el hombre se detiene, / quizá el paisaje de la vida / también viaje hacia el hombre”, Roberto Juarroz). Vivir en la pobreza imprescindible para la revelación; no querer enriquecerse con la certidumbre engañosa de la sabiduría. Corolario: este poeta (muchos, tentados por la gloriola, han claudicado, sin embargo) no escribe ni para el reconocimiento ni para el éxito; su palabra propone un debate existencial abierto, en el cual es imprescindible la integración del lector; que éste sepa oír (y ver) la palabra, su encarnación verbal. Poema Coleção de Areia - 78 habitado, sacudido pela afirmación de un sujeto que ya no actúa como su servidor (“Detrás de cada palabra escrita antes / asoman como un pueblo furtivo / todas las palabras que no supimos escribir. / Por eso releerse es hallar, / más que las visiones que fuimos, / las visiones que nos reclamaron en vano”, Roberto Juarroz); en vez de hacer de su discurso una sucesión de imágenes más o menos felices, opera en él una cada vez más arriesgada mutación; el ritmo, contra la rutinaria comodidad del lenguaje (dependiente tan sólo del fervor inicial inagotable) y contra el orden de la memoria (girando en torno al yo, a su “desvelo lúcido al que se llega sin prisa, por incesante crecimiento”, como explica Gonzalo Rojas): “la forma de una isla es de configuración tautológica como el que dice aquí nací sobre el lomo de alguna palabra como yagua manjuarí vengo del norte me disperso regreso a morir con o sin norte pues poseo la prerrogativa del aire en ausencia de cualquier otro tipo de movimiento. / A ella, conmemoro” (José Kozer). Encarnar: infundir materia corporal a la palabra: una comunión, tomando la forma de otros, de las otras cosas. Decisivo despojamiento último que el poeta hispanoamericano ha de afrontar: dejar de ser yo para hacerse otro, pero sin abandonar el recinto sagrado que ya habita; establecer nuevas relaciones de conocimiento y concordia con el mundo y con los seres que lo pueblan, desde aquella revelación alcanzada. Mundo que ya no participa de su triste condición histórica; no el tiempo que contiene, la luz que en él resplandece con la revelación: imagen del yo, reproducida con limpia transparencia en ese instante preciso (“Un gato color herrumbre pasa sobre el muro del fondo: / él es yo, blanco, gozo latente, punto de rebote”, Roberto Echavarren). Mundo — también — de objetos ya no ajenos, asimilados al sujeto a través de aquella mirada que decíamos; ofrecidos para su degustación, en la metáfora del banquete: “Está la sombra en el firmamento, nevará. / La de ónix tiende el amplio mantel de lino almidonado sirve en la porcelana lo rojo de la fruta un manojo blanco de crisantemos en el búcaro. / Todas las demás a su alrededor abren por la mitad de golpe las manzanas en el cuenco. / Ruedan, las canastas. / Cuesta abajo un ruido ensordecedor de piernas Coleção de Areia - 79 sayuelas alas el parloteo de las mujeres” (José Kozer). Versos del poema “Recolección”: rito de colectividad que procura el sustento primordial; transfiguración de frutos en cuerpos. Mundo — en fin — concentrado en una honda ternura (amor) vencedora del tiempo, entrega recíproca de los cuerpos: pasión y revelación en uno (“Trampa, / no todo será lujuria pero qué portento / en la lujuria con su olor a / lujuria, con su fulgor / a mujer y hombre nadando en la inmensidad de esos dos metros / crujientes con / sábanas, o sin, en un solo beso / que es pura imantación mientras afuera la Tierra dicen gira / y ellos ahí libres”, Gonzalo Rojas). Suprema ceremonia de la encarnación que abre un nuevo prodigio: el recinto sagrado deja de ser inviolable; no es hermética la visión, sino absolutamente clara: resplandece. Para poseerla, para que el individuo no sucumba a la euforia vana de la sabiduría, para que se sepa en otros, el cuerpo verbal que habita (imagen, reflejo, eco) debe ser violado, constantemente inseminado por susurros espermáticos (láctea corola de lenguaje), penetrado con amor (candil de púrpura), soliviantado por la ironía (candil de hielo). La indigencia se trueca entonces, milagrosamente, en riqueza inagotable. TRASLACIÓN HACIA LO OTRO El poeta hispanoamericano abdica, pues, de su individualidad. No pierde, sin embargo, el sentido subjetivo con que afronta la experiencia: establece un movimiento de traslación hacia el otro, hacia lo otro, que es — también — él mismo. Sí, para reconocer su identidad, cumplir este itinerario (transgresión, violación del último límite), desplegar la escritura en el umbral del conocimiento. No el final de un proceso, ni su consecuencia, su constante comienzo. Condición bifronte de este conocimiento: placentero e iluminador, doloroso y turbulento. Abre espacios de luz en la complejidad del mundo, en los entresijos de la existencia, en la confusa trama de la colectividad que acoge (e identifica) al escritor, gracias a aquella encarnación ya referida. El poeta hispanoamericano asume su experiencia contando con que ambas cualidades no son alternativas sino simultáneas: se implican mutuamente, y de Coleção de Areia - 80 ello deriva la singularidad de su oficio y de su escritura en el contexto de la lengua común. Mirar su espacio (su mundo físico) será mirar su tiempo (su memoria); y descubrir con asombro (y con angustia no disimulada; si bien desde una distancia crítica muy eficaz) que participan de idéntica deleznable condición; que, en ella, tiempo y espacio se hermanan recíprocamente, se hacen uno. Aunque dicha visión tome la forma de una palabra fundacional, conjuro y celebración de un espacio magmático agitado por los elementos (una extrema sensualidad afirma allí la voluntad de vivir), tras ella circula — soterrada o manifiesta — una corriente rompedora, una desmesurada conjunción cósmica con el tiempo (memoria) y su degradación, con la muerte que todo nacimiento exige: “Trópico de tinieblas que me alumbran (…) / trópico de mi edad que ya anochece (…) / quiero tu exceso y tu escasez gemelas, / trópico que me funda y me deshace, / que me junta compacto y me dispersa, / que me da tierra amada y me destierra, / que me llena de mundos y de exilios” (Juan Liscano (1915)). El mundo físico, el paisaje, como organismo vivo, cuerpo cuyas dimensiones se disparan (y se disparatan) para mostrar la pequeñez y miseria del individuo que lo habita, para acabar devorado, instantánea, lentamente, por él. También como historia, tiempo en el espacio contenido, que acelera esa locura de la fagocitación (“y yo solo, / con mi camisa azul marino en una gran pradera / donde podían abalearme desde cualquier ventana: yo el conejo, / y los perros veloces atrás, y ningún agujero”, Antonio Cisneros (1942)). Dramatismo no exento de ironía, alimentado por ella, en la escritura del mexicano José Emilio Pacheco (1939): el espacio — exactos lugares de una geografía y una historia personales — se borra a medida que se recupera la memoria colectiva; se hace, deshace o desaparece, conforme el poema inaugura otro tiempo, el de la evidencia y la vergüenza, que es de uno y es de todos. Recuperación de la memoria que es violación de la memoria (“Sal nuestra vida, polvo nuestra casa. / Añicos y agujeros en la red, / nuestra herencia de ruinas. // Por fin tenemos / que hacerlo todo a partir / de esta nada que por fin somos”), desde el momento en que el individuo trata de buscarse en ella. La degradación se hace entonces físicamente reconocible, tras la Coleção de Areia - 81 falsa apariencia de sólida realidad que lo había envuelto todo: “La fragmentación de las aguas del tiempo que se enroscan alrededor del detritus como el caracol en su concha / el éxtasis de lo que por fin se pudre para siempre”, escribe el chileno Enrique Lihn (1929-1988). Herencia histórica vinculada a una irremisible destrucción; el esplendor o la vida que pude alimentarlo se alzó, pero fue pasto de la ambición o la miseria (“Francisco sin fin Martín / se rompe al cabo se rompe al fin / la muerte se le parece y él es su sombra / la muerte se le aparece como una sombra / la muerte que le apetece de sombra en sombra / que le procede que nunca cede la muerte en punto / la muerte náda sale del agua / tiene el color del légamo / los ojos de fósforo se desliza / tigre paso de seda…”, Juan Liscano). Una identidad maltrecha. Pero el poeta hispanoamericano no cierra los ojos horrorizado ante su contemplación, deja que sus perfiles vuelvan a dibujarse en el poema y, a través de ellos, sugiere o insinúa su condición deleznable: “Oh ciudad / guardada por los cráneos y maneras de los reyes que fueron / los más torpes — y feos — de su tiempo / (…) hace casi tres siglos se talaron los bosques y los pastos / fueron muertos por el fuego. / El mar (…) su presencia habrás de conocerla en el óxido de todas las ventanas” (Antonio Cisneros). El poema genera siempre una retórica al revés; el revés de una retórica: a más esplendor contemplado (y dicho), más aceleradamente se precipita en la desolación (“México en el páramo / que fue bosque y laguna / y hoy es terror y quién sabe”, José Emilio Pacheco): dos miradas simultáneas que se neutralizan, y que borran la memoria, la deshacen sin producir dolor; apenas urgida necesidad de reconocimiento. Tierra predestinada al expolio; hombre condenado al desarraigo. No luchar contra eso; establecerse en esa disyuntiva. Escritura que vuelve ostentosamente la espalda al espacio de la memoria y encara el espacio (también tiempo) de lo posible; la que a partir de la implícita orilla en la que se sabe instalada, abre el acelerado vértigo de la revelación. Bosque o mar, espacios recurrentes en la poesía de José Emilio Pacheco; espacios del uno y del todo, de la amalgama y de las sombras, de Coleção de Areia - 82 la intuición y de la aventura. No poseen la pétrea nitidez de la memoria; su dúctil blandura es constante principio: “Cuando termine su eco / perdurará sólo el mar (…) circulación de las palabras en el mar del idioma: / la materia que te hizo único, / pero también afín a nosotros, / jamás volverá a unirse, / nunca habrá nadie igual que tú, semejante a ti, / siempre desconocido en tu soledad / pues, como todos, eras lo que ocultas”. ¿A quién habla el escritor en este fragmento? ¿Al poeta digno de homenaje — López Velarde —, al caracol que da título al poema, al mar que junto a la orilla alienta? ¿No será su voz, su rastro de palabras, la que hacia sí mismo se vuelve, para fundirse todos en un único magma original y revelador? En la orilla, la mirada ha descubierto la difícil contradicción entre “lo que deseamos ser y lo que somos”, pues “nos empantana el lago, sus arenas / movedizas atrapan / y clausuran / la posible salida” desde donde la voz busca su propio espejo, su propio eco; sólo allí — en la distancia entonces abierta — se reconoce: “del fondo de la noche y de los mares, / del fondo del vacío, nace un rostro, / nace hablando una voz que se desdobla. (…) lenguas que se conjugan y se mezclan, / fertilidad de carne y de sonidos” (Juan Liscano). Pero esto es sólo el principio, el umbral del conocimiento. Ahora importa la imagen, evidencia física de esa identidad vislumbrada. Para verse, para reconocerse, el poeta hispanoamericano establece sus propias referencias; ya no voz, signo (“Escribo unas palabras / y al minuto / ya dicen otra cosa (…) Criptogramas / de un pueblo remotísimo / que busca / la escritura en tinieblas” (José Emilio Pacheco), e interroga a la imagen muda dejada por la memoria, y ahonda en su silencio, en su vacío. Borra también las palabras mentirosas, las formas mentirosas, regresa al balbuceo inicial: territorio virgen de la implantación y la suplantación, orilla otra donde “las primeras frases no mecánicas son poéticas siempre. / Como un poeta azteca o chino / el niño de dos años se interroga y pregunta: / ‘¿Adónde van los días que pasan?’” (José Emilio Pacheco), o donde una voz más profunda — su propio acento le da sentido — mantiene su indiscutible personalidad (así, las voces en Crónica del niño Jesús de Chilca, de Antonio Cisneros). Principio que Coleção de Areia - 83 resulta ser — también — final (“¿adónde van los días que pasan?”). El poeta encara entonces la imagen de la muerte derivada de esa memoria colectiva; allí aguarda su propio tiempo, cediendo al deterioro irremediable (“esta memoria — flexible como un puente de barcas — que me amarra / a las cosas que hice / y a las infinitas cosas que no hice, / a mi buena o mala leche, a mis olvidos. // Qué se ganó o se perdió entre estas aguas. / Acuérdate, Hermelinda, acuérdate de mí”, Antonio Cisneros). Visión que es reflejo (reflexión) del yo en el humus confuso de la historia; su evidencia incontestable sólo emerge en el blanco cráneo de la calavera que, en prosa, habla así a José Emilio Pacheco: “Soy tú porque eres yo. O serás porque fui. (…) Yo, en tu verdadera cara, tu apariencia última, tu rostro final que te hace Nadie y te vuelve Legión, hoy te ofrezco un espejo y te digo: / Contémplate”; o que deja su huella imperecedera en la inscripción que Antonio Cisneros lee (escribe) en “El cementerio de Vilcashuamán”: “La carne aguanta menos que el maíz y menos que los granos del vestido: / más que el algodón la lana pero menos que el hueso: / y más que las costillas quebradizas aguanta el viejo cráneo”. ¿Reminiscencia hamletiana o familiaridad esperpéntica de la calavera bailona o vengativa de los grabados mexicanos? Una herencia intelectual sacudida subterráneamente por el disloque visceral de la memoria. LA CRÓNICA COMO MODELO En esa bipolaridad enunciada se instala el poeta hispanoamericano. Bipolaridad no conciliadora; crítica: disyuntiva que lo configura e identifica; tensión que es afanosa urgencia por reconocerse en los reflejos que de un extremo en el otro se producen, que de un rostro en el otro se descubren. El yo cede su individualidad; sabe que sólo es en el otro. Pero no desaparece como tal. Refuerza (y multiplica) su presencia, trasladándose al tú, al él, al usted, que se enseñorean del poema. Ninguna de esas nuevas identidades — sin embargo — borrará la suya, su sentido. La condición delegada que tiene el sujeto del poema es el medio más idóneo para establecer el diálogo iniciático deseado: el yo se mira — con asombro — en su nueva Coleção de Areia - 84 imagen; y establece, inmediatamente, una peculiar familiaridad con ese desconocido que no lo es tanto… Perplejidad y confianza idénticas, cuando lo mirado es el espacio y el tiempo próximos, memoria y paisaje que también trazan — en el espejo del poema — los perfiles de quien los contempla en el tránsito (trance) decisivo. El poeta hispanoamericano instaura su discurso para contradecirlo. Su palabra y su escritura son los instrumentos que facilitarán el asalto — a veces irónico, a veces cruel — a su propia identidad, al mundo en torno y a la historia que lo explica. Discurso purgativo. Apesar de su amplia respiración rítmica, de su aparente y prosaico narrativismo, lleva dentro de sí la semilla de una agitación que afecta a la una y al otro. La Crónica es entonces el modelo. La escritura se vincula a su tradición primera: una visión del mundo recién descubierto, teñida de la inquietud curiosa (y temerosa) de quien se sorprende ante la incuestionable realidad de su presunta imagen mítica; de quien siente su extrañeza (y la expresa sin temor ni engaño) sabiéndose parte de un mundo, donde duda si es o no un intruso. El peruano Antonio Cisneros no desdeña (ni disimula) ese principio: sus Comentarios reales son algo más que una simple paráfrasis del Inca Garcilaso. Cisneros eleva la anécdota a categoría: la oralidad que impregna su discurso no se limita a dar cuenta — desde fuera — de lo visto o descubierto; proyectada en el poema, su voz descubre la insólita capacidad de la lengua para multiplicarse en acentos y matices que definen aquella voz como propia y como ajena a un tiempo; ilumina, simultáneamente, el revés de los sucesos y los rincones oscuros que constituyen la memoria del individuo que habla. La fábula es un espejo cuya transparencia permite leer con nitidez los signos y las imágenes conjurados por la memoria, gracias a aquella palabra común (“Nadie los vio llegar a las murallas, nadie a las puertas / — ciudadanos de sueño más pesado que jóvenes esposos — / y ninguno asomó a la ventana, y aquellos que asomaron / sólo vieron un cielo azul-marino sin grieta o hendidura entre su lomo / — antes fue el lechero o el borracho final — y sin embargo / el aire era una torre de picos y pellejos enredados / como cuando dormí cerca del mar en la Semana Santa”). Coleção de Areia - 85 Y José Emilio Pacheco — como los antiguos cronistas — rastrea en los dos principios, en los dos rostros de la identidad hispanoamericana: el fondo borroso de una historia próxima, sustentada en la bastardía (“En él vio reflejadas / ‘casas sobre el mar y unos venados / cubiertos de metal / grades, sin cuernos’. / ‘Vuelven los dioses’, dijo Moctezuma. / ‘Las profecías se cumplen. No habrá otro / capaz de refrenarlos. / Del azteca / quedará sólo el llanto y la memoria”); el sentimiento de culpa grabada a sangre y fuego, que se deposita — sólido — en el fondo sucesivo alimentado por su sabiduría (su “Venus anadiomena”, pintada por Ingres, resplandece; “su perversa inocencia enciende siempre / la visión de tu carne perdurable, / opuesta a Valdés Leal, Goya, Quevedo. / Aparta con respeto la Ceniza, / la Castidad, el Quebranto, las Tinieblas / — rencorosas palabras donde gimen / nuestro procaz idioma y nuestras culpas -”). El discurso poético de Juan Liscano establece un tiempo que siempre sucede contra el tiempo: mirada de vigorosa y desbordante sensualidad, agitada por el sentimiento inequívoco de lo perecedero que posee todo canto contempla: la muerte no niega la vida, cohabita con ella en sorprendente (y estimulante) cópula: “Todo es nacencia, brote: se está muriendo todo. (…) Un ser de musgos, élitros, bromelias / surge de la espesura, boquea, desfallece / (…) Algún niño envejece en lo que dura la centella terrestre de un lagartijo que huye, / la exhalación de plumas colibríes”. Ruptura y violación sucesivas, agresividad latente, sugeridas — unas y otra — por el ritmo interno del poema: insospechadas síncopas abren huecos de silencio en un discurso aparentemente lineal; la fijeza, de pronto, congela el vigor con que hormigueaban los objetos, sucesos y personas: “Los plátanos de la Isla, / el algodón, los membrillos, / las uvas de Borgoña, / el girasol, las abejas, / los muchachos, las muchachas / haciéndose el amor / entre los maizales. // Son el cráneo de un perro / quemado por el sol” (Antonio Cisneros). Como ocurre con su recuperado principio, esta nueva crónica desborda su condición testimonial: sobre los hechos convocados, o sobre la realidad física observada, se aplica una inversión reflexiva, y una descarada voluntad lúdica refrena Coleção de Areia - 86 toda posible tentación de retórica solemnidad. El yo se halla fuera y dentro al mismo tiempo: mira y se mira, medita sobre la trama de memoria que — sin su presencia — apenas sería otra cosa que máscara petrificada (“Bloque o montaña. / Un solo rostro”, dirá José Emilio Pacheco ante la presencia sólida y gris de la cabeza olmeca, ante aquel ciego estupor anclado en el verdor de la selva). Pero una melancólica sentimentalidad o una cálida ternura, una intencionada intervención afectiva o una evidente carga emocional, establecen la doble circulación para ese diálogo consigo mismo y con el mundo que lo contiene. Diálogo como distancia precisa para mirar y mirarse; áspera dureza para violar la memoria colectiva que lo contiene: un torrente de palabras, explosión de sensualidad, en la crónica fundacional de Juan Liscano; una cáustica ironía (estirpe vallejiana) con la cual Antonio Cisneros — altivo y burlón — encara su memoria más próxima o más lejana; silencio sobrecogido, tras las palabras que confirman la fuerza arrasadora del tiempo que destila en la escritura de José Emilio Pacheco con obsesiva persistencia… Dar vida a lo muerto y descubrir la muerte en la vida: oficio del poeta hispanoamericano: luz y tiempo revelador en el instante fugaz de un hallazgo. Destino común (y desengañado) del poeta hispanoamericano, cronista de una degradación irreversible. Voces, todas ellas, proyectadas desde el fondo terroso de la memoria, desde la soledad meditativa de la impotencia (“Cuanto nos queda es el lugar y el apego al lugar / aún gobernamos ruinas de templos, espectros de jardines e casas / si perdemos las ruinas nada quedará”, José Emilio Pacheco). Abundante derroche verbal o palabra escueta, la escritura poética hispanoamericana ofrece la imagen indiscutible de una condición efímera, de una identidad que se debate en la frontera entre el ser y el no ser: escritura deleznable como el mundo, palabra e identidad con el fulgor descubierto en la última linde de su espacio y de su tiempo. Y — última tentativa — voz dirigida al doble que en el poema lo refleja: él es también parte de la memoria, de la degradación derivada de ese discurso del tiempo. Un tono de reconvención moral, revestido de sordo escepticismo; contundente ironía de la misma estirpe Coleção de Areia - 87 subyacente en Luis Cernuda, en ciertos poemas epigramáticos de José Emilio Pacheco quien se encuentra — fugazmente — con el sevillano (y con César Vallejo) en un sobrecogedor paseo por la ciudad de Lima; ironía que esa quevediana en las cenicientas imágenes que este mismo poeta conjura en sus textos elegíacos (“En la madera que se resuelve en chispa y llamarada, / luego en silencio y humo se pierde, / miraste deshacerse con sigiloso estruendo tu vida”), con aquellos aborda las últimas estribaciones del sentido — trágico e irónico a un tiempo — definitorio de la personalidad histórica de la cual se sabe heredero, y por medio de cual se siente justificado, aunque lo condene al destierro (“En otro giro de la procesión / o de la tribu errante que somos, henos aquí sin duda como al principio”). PARA ACOGER AL DESTERRADO Difícil ubicación: imagen de su incierta identidad. Conflicto central (y cenital) frente al que no cabe sino aceptar esa condición fronteriza y última; y escribir desde ella. Salir podría ser una solución; pero ¿hacia dónde? Porque el exilio físico no liquida aquella dramática disyuntiva: la ahonda más (“Nunca salí el horroroso Chile / mis viajes que no imaginarios / tardíos sí — momentos de un momento — / no me desarraigaron del eriazo / remoto y presuntuoso”, Enrique Lihn. “Hagamos lo que hagamos siempre estaremos / en la actitud del que marcha. // Así vivimos siempre: despidiéndose”, José Emilio Pacheco). Dos espacios (pueden multiplicarse constantemente, pero siempre en esencia dos), dos memorias, dos culturas, alimentando un impulso centrífugo y una melancolía centrípeta (“Y esa vida que flota (a duras penas) en las aguas del Tiber imperial / (o los cantiles del malecón Cisneros). Sus ondas brillantes y viscosas cual papas de papaya”, Antonio Cisneros) que — unas veces — atenaza y paraliza, que — otras — da fuerzas para afrontar la figura del desvalido personaje que “cuando nadie está mirando lo que oculta / se reconoce, funda un tiempo propio, / invade al fin su nombre indetenible” (Juan Liscano). El desarraigo físico apenas es una prueba, un tímido tanteo; hay otro más hondo (y más complejo; rico en su complejidad, precisamente), el que ofrece el poema como territorio dispuesto para acoger al Coleção de Areia - 88 desterrado. En ese nuevo espacio, que es también nueva memoria aleteando hacia la incertidumbre inaugural, el poeta hispanoamericano ha de perderse, fatalmente. Errancia y no pertenencia, al margen de toda coyuntura: configuración existencial. “Trastiérrate, le entonces digo a mi alma, y verás. El origen verás, la patria honda del trastierro. Que es tierra y más, palabra viva e rehallazgo” (Gonzalo Rojas). Se enzarza así en una nueva trama, tejido de voces y palabras, de rostros y paisajes (“El padre como personaje chejoviano / y el padre como padre de las horas / juegan una partida y se estremecen, / pero desde ámbitos encontrados, / como si se hubiesen perdido al excavar un doble túnel”, Roberto Echavarren). Allí queda definida su provisionalidad; así — en la marginalidad disidente — el ejercicio de la verdadera poesía: fugaz e instantáneo, mudo en el preciso instante de su perfecta culminación. El poeta hispanoamericano acepta su condición de errante, de desplazado; y la vive en el plano existencial como consecuencia que es (o necesidad) de su oficio de escritor. Ese yo que no se pierde (que se consolida) en los sucesivos desdoblamientos del poema, se desplaza también hacia lugares diversos y deslumbrantes; vive — sucesiva o simultaneamente — en varios espacios geográficos que son siempre el lugar único del poema (por muy precisas referencias que se nos den); y lo devuelven siempre, de forma inexorable, a esa casa de palabras — la única suya —, a esa memoria sin tiempo del tejido transparente. Lugares que, como las gentes que los habitan, son también espejos que devuelven la imagen del sujeto que los contempla desde su interrogante incertidumbre (“Sido como fui el fauno real de Niza, la pantera — de Argel — en el Hyde Park, gárgola alegre del valle de Huamanga, / oh vedme convertido en el gorgojo muerto del Danubio: pimientos y vigilias sin rumbo y sin respuesta”, Antonio Cisneros). Se anuda entonces una extraña familiaridad con el otro lado, con los otros que allí surgen, en el fragor indiferente de la vida urbana (“Tampoco Nueva York es otro de los tantos poemas / que llevan su nombre ni se presta a lucir en el papel / tantas veces escrito (por nada y para nada) / un sentido como máscara Coleção de Areia - 89 / detrás de la cual me ocultaría yo”, Enrique Lihn), o en la fría y muda respuesta de una historia petrificada en sus momentos más solemnes. Y siempre el desamparo, y un ácido humor — confirmándolo — sin escapatoria posible. Pero la vive también en el espacio de la escritura (individuo perdido entre signos cuya interpretación — ordenación de la trama exacta del poema — hace surgir, de pronto, esa doblez que lo constituye — al lenguaje también —, que lo hace estar aquí y allí al mismo tiempo, como sucede con quien lo profiere: “Porque no estuve ni estaré. / He venido / sólo de paso a esta ciudad, / a este mundo. / Soy extranjero / en esta tierra. / En todas / seré extranjero. / Al regresar / mi patria habrá cambiado / y no estaré ni estuve”, José Emilio Pacheco). Errabundo, pero excéntrico, el poeta hispanoamericano escribe sobre un palimpsesto de voces y de historias, celebradas en la reverberación autoral de la voz unánime que es toda poesía. No es un ejercicio de sustitución, ni de suplantación (pura superchería); es diálogo, intercambio oral y corporal con la materia única que la constituye. No es erudición pretenciosa, ni un recurso a la inmediatez alegórica; es convivencia. Jorge Eduardo Eielson se recuesta con Rolando “crecido y muerto sobre la yerba de los corazones, con esplendor de hierro y poma de sueña”, y la palabra eleva la solemnidad del trance en la identidad; los de la trizadura honda y la fragilidad humilde acuden a la llamada de Gonzalo Rojas y — concertadamente — dan voz, entre todos, al único Libro; la pluma contrae nupcias con la letra del afanoso copista subversivo que es Carlos Germán Belli (“No por crueldad atados ni por cintas, / mas un hilo ya somos, Filis, de agua, / soplo ya de aire, lengua ya de fogo”). Cascos oxidados y plumas de húsares tropiezan entre guijarros, discurren por la cálida humedad de la palabra fluvial del colombiano Alvaro Mutis (1923); José Kozer visita a Kafka, a Sade, al rey David, irrumpe en la velada familiar — levitas y chalinas — de la opulenta novela europea del siglo XIX, a todos abate hasta la estatura irrisoria o la grotesca postura que ha de dejarlos a su (nuestro) alcance… Coleção de Areia - 90 José María Eguren: una luminosa estela de sombra La lectura como convivencia. Ya no puede haber pedanteria autosuficiente ni retórica profesoral. Lo que se ventila es cosa bien distinta; y en otro territorio. Abordarlo implica purgar toda impureza del pensamiento “lógico y frío”. Ni sensación, ni inteligencia: ensueño. Y entonces el espacio se abre (e ilumina) “vasto, desordenado, misterioso”. Espacio para ser recorrido, cruzado hasta la región fronteriza de los abismos que guardan los principios. No estáticos: “motivaciones primarias de la naturaleza y de la infancia”, como sabiamente escribe Javier Sologuren. Motivaciones; ello es, principios motores; agitación del caos inicial e inocencia ya perdida del origen. Escribir es iniciar, “ávido de descubrimiento”, el camino que conduce hasta esa región situada más allá de toda experiencia racional; explorar lo desconocido siempre presente o inminente o difuso, que se resiste a ser conocido. Escribir: ingresar en espacios cerrados, galerías o salones de una inquietante escenografía, guiados por la inocencia de la luz (niña; mujer), para llegarnos hasta el confín, límite que es vacío, desposesión. Artificio del texto que en la nada de la verdad se resuelve (y disuelve); ritmo, vitalidad de las cosas sensibles envueltas y asediadas por lo ignoto e invisible. No con la ayuda del día; ni al amparo de la noche: ambigüedad de la madrugada o del crepúsculo; o certeza de que, tras aquellos, en la raya sutil que los separa (¿o lo une?) habita la verdad que es lo indeterminado, lo indefinido: noche o sueño, neblina o celaje. Por esas lindes, con tal ambición, deambula la figura enjuta, la mirada honda y prodigiosa de José María Eguren. Su escritura como textura fluida, abierta, aglomerante, donde se expanden y resplandecen visiones y señales. “Mundo -escribe Américo Ferrari— que cuanto más se Coleção de Areia - 91 manifiesta y revela en el verbo, más se oculta y cierra su secreto”. La obra poética de Eguren es la luminosa estela de sombra que deja este andarín (y peregrino) impenitente que, día a día, se traslada, en larga marcha, en libre marcha, desde Barranco al Centro, que anda apresurado, “con urgencia de partir, siempre en trance de fuga”. Camina su cuerpo menudo y quebradizo sin detenerse nunca; circula su mirada (“dos puntos de melancolía”) por un espacio “silencioso y secreto, conciso y circular”, poblado de formas y figuras, que él ha descubierto caminando. Fluye su escritura como movimiento que no concluye en el estatismo perplejo de un hallazgo (detención ante el abismo); pero tampoco se pierde en las afueras inalcanzables de lo misterioso (olvido o enajenación). El poeta, enteco y destartalado, regresa puntualmente a Barranco, después de haber recorrido Lima “con su andar de cuerda”. “Cuando la sombra cae y se han oscurecido los matices amables, en las vísperas del camino negro, donde no se vuelve, herido de la vida implacable, aparece la niña de la cera simbólica, la lámpara de mi tarde; con la piedad creciente, con la piedad florida, como la luz de un sueño; la Esperanza” (La esperanza). “Como la luz de un sueño”. Cuando la poesía -como la luz— se agota en lo inefable (y lo refrenda), comienza la prosa (creciente y florida: valor dinámico de los adjetivos verbales; capacidad potencial): No la negación de la poesía; ni su contrario (la narración). Sino aquella prosa evocada por el chileno Gonzalo Rojas, escritura “más larga y sigilosa”, que con la poesía (versa) piensan, al unísono, “su pensamiento de muchachas desde un fulgor / inmemorial sin miedo a / morir”. Paso, pues, al otro lado. Y decisivo. Atrevido (y juvenil) salto al vacío, cuando el poeta se reintegra a su morada interior. Por ese espacio cerrado y propio se aventura el escritor para mirar desde él lo que en él, apenas antes, se reflejaba: resplandor y visión. Mirar para llenar, con la expansión (epifanía) de la mirada, tanto desconsuelo. Hilar, despojado ya de la pasión oscura, el tejido maravilloso que en los extremos de la poesía quedara interrumpido. Pero el salto no es locura; tampoco festín de lo irracional. Orden interior y serenidad; también una — particular — sabiduría. Nunca el azar. Necesidad de un sólido Coleção de Areia - 92 equilibrio que dé sustento a aquella materia poética de la disgregación. Edificio que al arraigar en el abismo abierto y en la expansión luminosa del lenguaje, debe acatar otras leyes: no capricho sin brida; forma precisa y complementaria donde la belleza (exactitud de la mirada y de la palabra) se cumple a plenitud. San Juan de la Cruz — otro frágil andarín de su órbita —, tras alcanzar los extremos del éxtasis, cuando la sensualidad llameante del amor estalla en voz enajenada (en olvido), se explaya — serenidad de la razón — por la prosa de sus comentarios. Se dicen freno a la explosión luminosa de su palabra nocturna; explicación y guía para no iniciados; derrota de la poesía que, ante el obstáculo de lo inefable, retorna a la sensatez de lo denotativo. Pero esa prosa no viene a anular el resplandor poético; éste la ha exigido como su imagen simultánea. No es consecuencia del hermetismo o la indefinición en la que aquélla ha querido habitar, sino espejo donde se expande y multiplica el misterio, donde la contención se torna análisis igualmente luminoso. No hay explicación. El poeta, una vez reconocidos los principios los eleva a categoría de cuerpo verbal: no sus metáforas o sus imágenes, ellos mismos siendo materia de la escritura y generando, al propio tiempo, otro movimiento, otra sucesión11. Paralelo sorprendente, la prosa de José María Eguren, que no por casualidad lo ocupa durante las últimas etapas de su vida como escritor; cuya densidad poética y filosófica (ello es, su riesgo estético), nunca enemiga de su transparencia reveladora, tampoco ha de ser considerada como mera anécdota. No se ha atenuado la inquietud creadora; se reviste (o inviste) de rigor, que es cosa bien distinta. “Eguren — como dice Ricardo Silva Santisteban — trata de captar el desenvolvimiento psicológico 11“Como lenguaje, esta prosa se podría calificar de lenguaje negativo, en el doble sentido de que enseña el despojamiento y el despojo íntimo, y de que cuando dice algo lo dice (…) con la condición de que se recuerde que tampoco es eso, sino algo más allá de eso, con una mera utilidad de encantamiento o aproximación”. José María Valverde. Estudios sobre la palabra. Rialp. Madrid. 1952. Coleção de Areia - 93 de la naturaleza y el arte, escogiendo el medio de aprehensión cartesiano”. Peculiaridad; sin embargo, en la prosa de Eguren. Su objeto no es la poesía de la cual procede, sino que se abre a una pluralidad (goce estético; reflexión intelectual), a partir de aquellas iluminaciones poéticas suspendidas en el temblor del hallazgo último, con el deseo de la plenitud entonces apenas vislumbrada en el instante revelador: equilibrio (también totalidad) de la escritura como oficio y como experiencia mayor (“Una palabra que llega justa es como una confidencia milenaria, como un secreto transmitido de generación en generación”). Los “motivos” egurenianos sustentan su originalidad en que, si en ellos la razón se pone al servicio de la pura estética (su teórico contrario), ésta última se integra, a su vez, en el discurso intelectual, encarna en sus formas verbales y mentales. En el poema — instante o relámpago — la visión se abría, movida por el ritmo, pero la palabra resultaba insuficiente para hacer perdurable aquella revelación; en el “motivo”, tal y como lo entiende José María Eguren, ese mismo instante que entonces era final; al dispersarse analíticamente, provoca una cadencia de visiones que se expanden; en ascensión arborescente; hasta determinar no un tiempo (lo discursivo nada tiene que ver aquí) sino un espacio inédito (e inaudito) donde el impulso inicial (motor de la escritura) impresiona (arrastra hacia las imágenes) y conmueve (produce otro movimiento solidario) para que surjan imágenes nuevas y, sobre todo, se generen inesperadas asociaciones que, en su aparente heterogeneidad, despliegan la mas pura transparencia sobre la intrincada oscuridad de lo absoluto. Porque se contemplan entre sí, recíprocamente se iluminan y fundan un tácito diálogo entre sus diversas figuras. Poesía que adopta el método de la prosa, porque se ha invertido el proceso de la escritura, al haberse invertido también la posición desde la cual el poeta accede al conocimiento del Coleção de Areia - 94 mundo. “Motivos” como formas del dinamismo esencial de toda escritura, de su ritmo fundacional, en el espacio trascendido12. Partimos, pues, de esta idea de movimiento primero, de agitación inicial e iniciática (“porque no me produzco como filósofo, sino siempre como poeta. Mi divagación crea un clima ávido de descubrimiento”). Ello hace de la obra toda de José María Eguren un solo cuerpo en crecimiento sucesivo y creador. Vibración rítmica de la música y de las sensaciones que, contenida en la palabra (habitándola), genera — primero — las visiones que establecen ese “momento privilegiado en que el hombre se siente colmado por el éxtasis de participar en una armonía cósmica”. Tiempo de la exaltación y de la credulidad del visionario. Y esa misma vibración alimenta, a partir de entonces, los movimientos sucesivos hacia ese otro lado que se vislumbrara tras aquel instantáneo fulgor. Mutación y fundación constantes, la escritura de Eguren se resiste a la ley inexorable de la disolución impuesta por las limitaciones de la existencia y del lenguaje. Busca lo absoluto consciente en un nuevo principio reproductor y re-presentativo de la idea como objeto; ello es, un principio engendrador ya no de visiones, sino de formas, de imágenes. Principio que arraiga — fatalmente — en la sensualidad, en el reconocimiento físico de esa forma recién creada. Habitante de una región literaria en donde el entusiasmo por el orden simbólico, por una realidad donde los cuerpos han cedido su lugar a sus correspondencias conceptuales y emotivas, se verá suplantado por el milagro que supone la cosa en sí misma (en su cotidiana grisura, incluso) como revelación de lo secreto (lo sagrado), Eguren arrostra — con todas sus consecuencias — la aventura de aceptar lo intempestivo o espúreo en el artificio de la creación literaria. Pero no se contenta con la tierna e irónica mirada sobre el diario acontecer 12Si nos atenemos a los valores etimológicos del término “motivo”, y su procedencia verbal (movere, motus), es fácil colegir la utilización plural que de tales significados encontramos en la intención que mueve a José María Eguren. Con este propósito hemos subrayado los términos que establecen dicha cadena significativa. Coleção de Areia - 95 que sus contemporáneos pusieron en circulación; tampoco se solaza en la exaltación de lo pequeño. La reacción coloquialista, crítica e irónica que se produce en la poesía hispanoamericana hacia 1915 , le sirve a Eguren para avanzar un poco más en esa “avidez de descubrimiento” que lo posee: no despliega lo prosaico dentro del poema; quiere ver el poema desde la prosa, y con ésta desarrollar corporalmente su secreto. En consecuencia, el dinamismo inagotable de su escritura no se limita a ser vibración íntima, concentrada en la palabra: lo que era indeterminación o indefinición (“La música es idioma que el hombre posee marginalmente, sin comprenderlo en su totalidad (…) La Naturaleza la ofrece elemental y fragmentaria, a veces integral. (…) El sonido es una forma como lo es el color”. Línea. Forma. Creacionismo): otro cuerpo, otro misterio: “el primer axioma”. Principio del espacio de la verdad. No tiempo. Extensión cósmica ilimitada, antes que forzosa delimitación de la existencia. San Juan de la Cruz — lo vimos — se halla próximo a este ejercicio poético, a causa de la voluntad espejeante de su prosa; pero el deseo de conocimiento trascendido en la perfección física del universo, que con los “motivos” Eguren manifiesta, lo acerca sin discusión a la mirada — ya no mística y contemplativa sino inquieta y deseosa de sabiduría — que mantuvo a Fray Luis de León en permanente desvelo y en pugna inacabada entre los dos extremos del absoluto: “aquella celestial eterna esfera”; “el bajo y torpe suelo”. Anhelo de conocimiento absoluto, para paliar la desventura de quien vive “de noche rodeado / en sueño y en olvido sepultado”. Pero ese conocimiento oculto no habita en la nitidez del mundo exterior, ni siquiera en la vibración poética de una palabra visionaria; se aleja y se pierde entre las innumerables luces que adornan el cielo; en otra noche que invita a la aventura. Conocimiento, por tanto, como esfuerzo intelectual; pero no desde el dolor y hacia la muerte, sino desde el orden y hacia la belleza de las formas que sustenta la vida y la mantienen alerta. La prosa de los “motivos” no quiere hallar definiciones ni construir razonamientos. Eguren prefiere ir más allá de la luz y de la verdad aparentes del mundo y de las cosas. Nada que tenga que ver con tales limitaciones. Ya ha dado el salto a una región de la que no se puede volver incólume. Coleção de Areia - 96 Arriesga más en su escritura y por ello, aun desbordándola, no renuncia a la estirpe poética que la origina: desea establecer — nada más y nada menos — que la evidencia de lo numinoso, esa “órbita de lo sagrado”, esa “respiración ritual”, que es fundamento del ritmo, principio de la verdad total que habita en el territorio abierto tras el límite conseguido con la revelación poética. Frente a la escueta verticalidad de los poemas egurenianos, frente a su dinámica respiración (frente a su “gracia”), la abundancia divagatoria y la expansión analítica de los “motivos” describen una órbita, trazan imaginariamente un espacio y disponen en el centro del mismo la otra cara del instante poético, que — de pronto — se verá multiplicada en fragmentos, al romperse la contemplación narcisista que la mantenía conforme a su origen visionario. Las imágenes surgidas a partir de esta operación disgregadora serán los nuevos principios de esa línea de pensamiento, que con sus próximos dialogan. Principios de lo que sólo puede darse un poco más allá del final. Indagación intelectual que, por lo tanto, no se sustenta en lo cotidiano existencial (aunque a veces lo parezca), que desdeña la lógica y el orden imperantes en el pensamiento racional (por más que el discurso engrane y se desarrolle sin fisuras ni sobresaltos); indagación intelectual que, al sumergirse en lo oscuro y lo secreto, propone otro artificio literario, una construcción muy precisa de la escritura, que ha de justificarse en ese nuevo movimiento desplegado por la voluntad indagadora del poeta, donde razón existencial, razón estética y poesía son una y la misma cosa. “Toda ventana es abierta al infinito, una separación, una virtualidad: ojos para ver, espíritu para volar. Es el marco de la naturaleza objetivada: el marco del aire y de la luz. Toda ventana es simbólica parte del corazón y de la mente” (Las ventanas de la tarde). Abrir, mirar, ver: el sujeto hacia el objeto total. Exploración que sólo en el nuevo espacio libre del tiempo (eternidad) se cumple. ¿Por qué en el aire? ¿Hacia qué destino? “El árbol es el pensamiento del paisaje, la lontananza es el espíritu. Un soplo panorámico, domina al hombre; cae sobre su quietismo, o atrae a nuevos senderos (…) El hombre es un ave migratoria (…) Coleção de Areia - 97 También es una ascensión mística el paisaje de la noche estrellada, de las constelaciones” (Línea. Forma. Creacionismo). Si movimiento y espacio, si pulsión hacia fuera, esta escritura — que en el hondón de lo místico se ha generado — es también ascensión. Poesía del aire y de la perpetua mutación. Este José María Eguren, flaco hasta la escualidez, es antes humo que piedra, como lo era — en su solidez ósea — aquel César Vallejo: poeta de la tierra, de la raíz mineral de aquel húmero que se calzaba cada mañana para echar a andar. Elevación y dilución, en busca de espacio, que sitúan a Eguren en !a órbita huidobriana (palabras como “paracaídas que se abren en pleno vuelo. Antes de tocar tierra, estallan y se disuelven en explosiones coloridas” — dijo Octavio Paz). Estallido y color de la palabra, también en Eguren. Aunque no por caída sino por elevación: “vuelo diáfano”, árbol de llamas en que se multiplica aquel leve temblor de la candela infantil que antes lo guiara por sus escenografías nocturnas. “Las generaciones aviadoras dilatarán la estética. El hombre ambiciona tocar el cielo con sus alas y trasponer el vértice sombrío. Un viaje en sueño por los futuros años sería muy hermoso”. (Metafísica de Ia belleza). Siempre hacia el futuro; hacia el deseo. Vagar por un mundo de quimeras, caminar (o correr) hacia el límite, y aun más allá, para ver: “dilatación de la estética”, migración ascendente que traspasa el “vértice sombrio” (“con ojos de diamante / mirar desde las ciegas alturas”, rezan los versos de su poema “Peregrín, cazador de figuras” (vid. La canción de las figuras). Pero itinerario del sueño (“la voluntad más libre”): desprendido del lastre de la mente, guiado por las luminarias de la noche (“El celaje de la noche es sombra viva que trata de desasirse de su contenido de luz (…) De ahí que la noche esté poblada de luces vivientes y lámparas oscuras. El celaje de la tarde es rezo y remembranza; el de la noche es un sueño”. La emoción del celaje), arribar hasta la raya de la aurora, “esa línea que separa dando, creando al par abismo y continuidad (…) Es un sueño, es decir, un lugar donde los simples sentires, y su natural fantasear, aparecen a punto de ser abolidos por un imperativo (…) La aparición de la Aurora unifica los sentires transformándolos en sentido”, por decirlo con palabras de Maria Zambrano. Coleção de Areia - 98 Espacio de luz entre dos tiempo de sombra, la aurora resulta ser así esa franja dual donde ambigüedad e intercambio actúan como motores indiscutibles del conocimiento definitivo. La prosa manifiesta entonces su primera razón de ser: movimiento expansivo que no rehúye el azar de los encuentros (vecindad evidente con el surrealismo), que asume — en su orden estricto — la libre alteración lógica del discurso como su fluido principal. La poética del lenguaje, que en la contemplación contenida se extasía y queda a las puertas del conocimiento, es — en la prosa de los “motivos” — poética de la acción, como desde el momento mismo de la inauguración futurista (¡cuántas concomitancias radicales con la poética egureniana!: en 1909, precisamente, como recuerda González Vigil, Eguren afirmaba que al poeta “de ninguna manera le está concedido volver el rostro; porque lo vencerán los vencidos”), se observa en la escritura de la vanguardia europea: espacio de revelación para esa síntesis de la maravilla: una imagen donde vibración poética y agitación vital se encuentran y entregan mutuamente (“Los ingleses saben inventar sus inventos: un yate, un golf, un lebrel (…) Un ritmo nuevo para sus almas rítmicas: inventaron el tennis. Este juego gentil que parece una alegoría por su forma, no es una lenta harmonía ni un compás de espera. Es como un ala o un batir de alas (…) Su indumentaria es una claridad móvil que se recorta con limpidez. Ágil blancura, ágil azul. Es la elegancia de la mañana con su alegre euritmia. Su discreción no es monótona; porque las almas vuelan y los cuerpos se libran a la luz. Los ojos brillan celestes y los cabellos absorben el brillo matinal dorado. Es el reír de las siluetas, la danza de los talles gentiles”. Las terrazas). En la vanguardia europea y — de modo muy especial — en la reverberación y diálogo de los primeros vanguardistas atlánticos de este lado de la literatura iberoamericana. Desde el postmodernista grancanario Alonso Quesada (1886-1925), abriendo las vislumbres de su poesía a las reveladoras imágenes de su prosa última, allá por los primeros veintes (“Hoy, el paisaje es el hongo inglés. El hongo triste. Sin duda que se ha hallado solo, en medio de las cachorras o los livianitos y se empina sobre la redonda cabeza británica (…) Es como un negro que llegara a Europa: tiene el asombro de un negro y todo el Coleção de Areia - 99 mundo lo mira sobre la testa anglicana, con esa curiosidad del paleto civilizado. Y el hongo se azora y se le van enrollando poco a poco las alas, hasta que se queda en la coronilla del inglés. Entonces la gente se ríe y el hongo empieza a tartamudear y rueda sobre los bancos, presa de un síncope”), hasta la “embriaguez rapsódica, una fuga incontenible” que dictara a Juan Ramón Jiménez (1881-1958) ese poema “en una sola estrofa de verso mayor”, Espacio, hacia 1941 (“Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo”. Yo tengo, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo por vivir. No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz) es sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido”), en esa aurora que, en la orilla americana de su lengua, hizo resplandecer la imagen en la transparencia de la palabra. Pasando por el profeso surrealista que es, ya en 1932, el tinerfeño Agustín Espinosa (1897-1939), aligerando la escritura hasta el hueso preciso de la forma (“Hay sobre tierra y mar — monotonía y matiz, diligencia y ocio — un sol manso y joven, que pasta entre breves nubes grumosas y pasea su plural lengua por los telares, húmedos aún, del fresco paisaje”). Sin olvidar — desde luego — la figura central del portugués Fernando Pessoa (1888-1935), roturando en su discurso confesional — desde 1912 — la honda herida de sus visiones (“Entonces, en la playa, rumorosa sólo de las olas propia, o del viento que pasaba alto, como un gran avión inexistente, me entregaba a una nueva especie de sueños: cosas informes y suaves, maravillas de impresión profunda, sin imágenes, sin emociones, limpias como el cielo y las aguas, y sonando, como las volutas al desenredarse del mar que se alza del fondo de una gran verdad”). Revelación que se mantiene activa porque se constituye en organismo cuya respiración y cuyas funciones no queda nunca en suspenso. Antes bien; hacen que este nuevo cuerpo (forma textual; imagen desplegada) crezca gracias a un diálogo, tácito y permanente, entre el sentimiento, que por ser sintético junta y construye, que como arquetipo de la vida se recibe de forma inconsciente, y la inteligencia que, al ser analítica, separa y destruye, exige una voluntad selectiva que tiende a la belleza, por más que no logre conquistarla nunca del todo. Lo Coleção de Areia - 100 fundamental es, por tanto, el trayecto que sigue esa revelación, la huella verbal que deja en la escritura. El camino que ésta recorre parte de la sugerencia promovida por un contacto sensual (sorpresa, perplejidad), pero deriva pronto hacia nuevos extremos (no teme perderse), a causa de la fantasía dinámica que aquel primer hallazgo desencadena. El mundo poético de Eguren — advierte Roberto Paoli — está “poblado de fantasmas que se mueven en él como en un hades nebuloso y mudo (…) país ignorado donde imaginamos latentes las bellezas idas y el amor de antaño”. Lo prodigioso es que la palabra no se congela en la melancolía; los “motivos” crecen en el fervor (hervor) de una sintaxis distendida, ramas (y tramas) para dar forma a ese otro espacio vivo y cambiante del discurso inaugural (“la fantasía es un principio sensorial, no existiría sin los sentidos (…) El misticismo es esencialmente contemplativo (…) la fantasía es dinámica; penetra el misterio, y al detenerse pierde los atributos emotivos, el élan de su vida; parece que actúa en la muerte y tras la muerte”. La lámpara de la mente). La inocencia primera vuelve a manifestarse, por tanto, en la abolición de las formas; pero la maravilla deseada se descubre detrás, como otra forma desvelada (sin velo; sin sueño), despojada de limitaciones y temores; en un espacio donde el ritmo de la vida puede fluir sujeto al puro latido de la palabra, donde discurre también “la fantasía [visión] inseparable del fantasma [sujeto] y de la imagen [nuevo reflejo creado]”. Prosa como reunión y conciliación de aquella inquieta voluntad indagadora, por una parte, y de la serenidad, hija de la madurez concedida por la experiencia poética, por otra. Y tal dualidad permite ver más (y en mayor profundidad) por las sendas del misterio que ella misma abre y disgrega en su peculiar divagación. Captación visual y conocimiento que — mediatizado por este contacto primario — aparece como nuevo hallazgo, única forma posible de la escritura literaria. Eguren, pintor también febril, se empeñó en dar consistencia corporal a sus “recuerdos y [a] algunos motivos que había soñado pintar antaño”. Captó paisajes en el lienzo de sus “acuarelas imaginadas”, o los encerró en el misterio oscuro de su cámara mínima de fabricación casera. Paisajes como diorama o como espejo mágico, que colocado ante el mundo, consigue el prodigio Coleção de Areia - 101 de hacer que ese mundo vibre y se encienda, no en su apariencia sino en su transparencia. Prosa como reflexión: lienzo en donde la forma y el color de las cosas se hace nuevo cuerpo, en la inversión líquida del cristal; prosa como diorama del pensamiento, donde la normalidad del discurrir del mundo se altera por la voluntad inquiridora del individuo que en él trascurre: “La noche no es la negrura ni la sombra; hay luz en la sombra para el insecto luminoso. La noche es la luz negra, es otra luz. No hay nada tan puro como el nacimiento del día (…) El celaje elemental es entelequia luminosa, es un constante despertar, un amanecer de media noche; es pasional porque la pasión surge de la sombra y va a la luz que es la alegría. La luz de la tarde es somnolienta y triste, mas la tristeza es gestadora de alegría, amor del arte” (La emoción del celaje). Paisaje o figura. Y sus dobles en un espejismo de nubes polícromas. Pero también presagios (e indicios y anuncios) de imágenes por venir; de un texto que — celaje también en sus plurales hallazgos — no rehúye la progresiva (y milagrosa) duplicación que en él se materializa. Porque es espacio exterior que en la naturaleza arraiga y en su realidad objetiva existe; pero es también — al unísono — espacio interior que en pensamiento se dilata y por sus vericuetos persigue (“cazador de figuras”) su causa íntima esencial. El conocimiento ansioso que mueve a este peregrino no se satisface con aquellas resplandecientes insinuaciones, por sugestivas que resultaran; una vez cruzada la linde última, el deseo ya es de encuentro y entrega totales. Texto, pues, que en múltiples reverberaciones se realiza; que como indicio cierto (escritura cuerpo, formas que se miran y se hablan, imágenes que se transparentan y se aman: las palabras “se me imaginan como las mariposas que van llevando sin quererlo el polen mágico”) se revela, desprendido ya de toda resonancia: “símbolo de la infinidad”. Anuncio de “la comprensión máxima próxima a la belleza que es la verdad”. En todo este itinerario, el cazador se ha mantenido muy alerta. Su deber. Lo sabe muy bien aquel joven que, a grandes zancadas, recorría los campos, en las haciendas de Pro y Chuquitanta, con su magnífica escopeta. Abatido por error el palomo grande, de pecho metálico y alas negras con líneas blancas, limpísimas (ave extraordinaria, nunca vista antes por Coleção de Areia - 102 aquellos parajes), dejó para siempre aquel noble ejercicio. Sus ojos se abrieron (y su ambición) a cuanto existe antes del sueño y de la muerte; nada de eso le había sido dado hasta cruzar la frontera inquietante, límite de la subjetividad y negación de todo espacio: tiempo como vencimiento. José María Eguren (portento de aquellos dos disparos) en el territorio de lo sustancial pre-subjetivo, “espacio abierto” que Rilke reconoció “libre de la muerte”. Así descubre Eguren — tras el tiempo del relámpago — el generoso espacio (infinitud o eternidad) de un sueño que es vigilia: “El sueño carece de tiempo y de espacio; admite una sucesión que puede ser inmediata como una respuesta. Sus planos distanciales son borrosos o nulos; ni la nube ni el aire se oponen a nuestro vuelo diáfano. En el cerrado dilema del Universo y el átomo, el sueño es la voluntad más libre” (Metafísica de la belleza). Y encuentra también la facultad escondida que la madurez desvela. Poder para ver la totalidad “del objeto emotivo o la belleza”, no en el “endurecimiento del análisis”: “la idea extensiva emocional se transparenta y afina” con los años. “Basta una ojeada imprecisa para que sintamos el objeto bello con singular viveza. Lo gozamos en un tiempo con todos los recuerdos” (Ideas extensivas). No ha de transcurrir el tiempo ya; la luz del conocimiento se difunde por el espacio, en un flujo uniforme y total. La palabra que no sólo se resiste a la duración, sino que acepta los rigores de la explosión instantánea de la poesía, al construir la belleza como verdad, en su forma precisa, es impulso que engendra esa superficie verbal y en ella derrama una sorprendente construcción imaginativa que en principio se resume. “Principio liminar — de dispersión — que cuestiona toda sujeción y subsistencia, toda subjetividad, toda sustancia. La acción del sujeto queda, pues, en el espacio, definitivamente anulada, anonadada”. A riesgo de anonadarse, desea Eguren (como el ambicioso Fausto — maduro también — en su pasión) alcanzar los extremos de la sabiduría y de la vida totales. No los recuerdos que son causa final; la memoria que en esos abismos, previos al origen, se agazapa. Ajena a toda melancolía paralizadora (con cierta displicencia irónica, muy sutil), la prosa de los “motivos” insiste (aun sabiendo que nunca se conocerá otra cosa que la menesterosa condición del lenguaje) en el Coleção de Areia - 103 alumbramiento de las formas y en la posesión del espacio donde éstas últimas habrán de habitar como tales. Sobre el discurso prosístico, contemplándose en él, circula — sin contradecirlo ni abolirlo, pues usa de sus instrumentos — un discurso sustancialmente poético: significado presente y activo en cada momento de la expresión allí generada. No es ya la inmediatez que Eguren adjudicaba a la canción, como forma primera de la poesía; se trata ahora de la mediación de una imagen hecha palabra (y viceversa) y, a partir de ella, de un movimiento textual sucesivo y en cadena (“andar de cuerda”, dicen que era el de Eguren), poseído por el ritmo analógico y asociativo (inesperado también) que rige la naturaleza y que esta escritura quiere reproducir. Continuidad de las imágenes halladas en otras nuevas, por las primeras inducidas; metamorfosis o digresiones o paralelismos que iluminan el camino hasta el hallazgo deseado (“Un dinamismo tenue, una pluma de gracia, la delicadeza es una tonalidad de amanecer, melodía de los valores iniciales, la insinuación de la sonrisa, la tocata de un beso, en la hamaca riente y en la cuna dormida”). El movimiento, entonces, parece detenerse en una pausa satisfecha. Sin embargo, en vez de una complacida satisfación por tal descubrimiento, el escritor se empeña en continuar un poco más allá, se sumerge en una mayor complejidad emotiva e intelectual, haciendo que el texto se ramifique en una cadena de nuevas asociaciones y de atribuciones sugeridoras (más intensas y más ricas desde el punto de vista significativo, cuanto mayor sea la participación inquiridora del poeta) para culminar — como en la desembocadura los ríos — en el expansivo vigor de un nuevo cuerpo — mar — alimentado por el flujo constante de la escritura (“La delicadeza como flor campestre de pétalos brisales, es transparente y surge del primitivo candor. La hallamos en la visión antigua, la pintura angélica, los ojos zarcos despiertos con galanal ternura, el beso callado de la flor danzarina, la palabra suave que enamora y alienta”. Expresiones líricas) y realizado como su doble evidente. Avanzando por los sucesivos alumbramientos de esas frases cortas, subrayados en las pausas de puntuación tan marcada (mostración y apertura: estructura espacial), estas unidades (figuras verbales; imágenes Coleção de Areia - 104 de sentido) completan el fluir uniforme, no sujeto a conexión lógica previa, sino fundador él de sus propias (e inéditas) relaciones, de dependencia o de diálogo, visuales o significantes. Espacio dispuesto frente al discurso temporal; y que lo anula, al duplicarlo. En la tierra de nadie que separa al uno del otro, la experiencia de un individuo vencedor de la muerte y habitante del sueño. Situación de privilegio la de este poeta cazador dimisionario un día, pero impenitente buscador de tesoros a partir de entonces (nombres de flores, costumbres de animales, canto de pájaros), “anheloso de encontrar algo por sí mismo”, en la concurrencia de ambos mundos: espacio del cielo (La emoción del celaje) y espacio del mar (Pedrería del mar). Espejos donde el mundo se duplica y donde la visión trasciende en imagen. Dos espacios que son también — como la prosa — textos cuya agitación íntima, cuya mutación constante y sugeridora, no impide la perfecta unidad física que los mantiene imperturbables en su eternidad; signos del espacio esencial “libre de la muerte” (“Es la belleza del mar nocturno, tan misterioso en sus fuerzas elementales como la sombra, el pensamiento y la vida”). Espacios-textos que [d]escriben (es decir, [re]producen) las trayectorias hacia las cuales se orientan la dinámica del conocimiento y la dinámica del sentimiento generadoras de la prosa egureniana: hacia arriba (luz que en el aire estalla y lo transparenta como prodigio), hacia dentro (“corazón de la Naturaleza que late siempre (…) los brillos de las olas, las fosforescencias y santelmos, las rocas fantasmales, forjan los signos del idioma oscuro del Caos y de los principios”). Equilibrio (prosa: poesía) que centra al individuo con su ser y con su existir; entre su ser y su existir. Porque “qué sería del hombre si tuviera el mar arriba en vez del cielo, su inquietud llegaría a ser mortal”. Coleção de Areia - 105 Lectura de Lezama Lima Penetramos en una selva; afrontamos un laberinto que nos conduce ¿a dónde? Esta trama (y sus caprichos) se origina en la voz, en la palabra primordial que, de pronto, surge en el blanco de la página y — semilla fecundante — germina, con feracidad tropical, en un continuo imparable, fluyente, flameante, que la inunda toda, que acaba poseyéndola. No es el final, el rotundo contorno de las imágenes conseguidas que nos satisfacen; es siempre el principio, un nacer constante y plural de disimilitudes, de alumbramientos, de atracciones y rechazos: una expansiva (y explosiva) polisemia. ¿Qué hacer entonces? ¿Hacia donde orientarnos en nuestra navegación? Aquí está la clave de todo: no en el poeta dador, sino en el lector que se afana por recibir tales dones. Se afana, ¿cómo? Porque esta escritura se aproxima a nosotros, rompe violentamente nuestros imaginarios diques de contención y se instala (organismo ella misma; cuerpo, forma que respira asmática, anhelante) en nuestro espacio. Movimiento constante, revueltas de un barroquismo carnoso, corporal, que — nos damos cuenta cuando ya no hay opción para el arrepentimiento — se detiene y se alza, incuestionable fijeza, en una perplejidad — suya, nuestra — que anula todo discurrir. ¿Salimos o entramos? Te aprieto las manos y nos quedamos adormecidos con saltos y sobresaltos. ¿Salimos? Una playa con un reno oye en la altura vozarrón de una nube. ¿Entramos? El bosque se retira, la decoración se aproxima a una fiesta campestre finlandesa. ¿Entramos? Yo tiro de tus brazos. Coleção de Areia - 106 ¿Salimos? Saltan los ojos mortales de un mineral. Ojos mortales de un mineral. Porque aquí la operación del lector consiste en mirar; pero hacerlo no es mantener una distancia prudente, o la superioridad de quien mira sobre lo mirado; no es interpretar: mirar con displicencia. Es ver (y oír) a medida que los hilos invisibles de la mirada aproximan el texto hasta el yo, y éste se deja conducir, y poseer; sin acudir a la ortopedia con que aburridamente queremos ser sujetos pacientes de no sé qué fidelidades peligrosas: un acto copulativo en el cual, por fin, el lector se abandona, y es libre. Pero libre para introducirse por los intrincados vericuetos del misterio; para descubrir, absorto, cuál es el sentido único de lo poético. “La gran plenitud de la poesía corresponde al período católico, con sus dos grandes temas, donde está la raíz de toda gran poesía: la gravitación metafórica de la sustancia de lo inexistente, y la más grande imagen que tal vez pueda existir, la resurrección”. Pero en la inmersión descrita: encuentro y comunión; reconocimiento y confesión (“Me aduermo, que la sombra fleche / lo que es mi ser y lo que está flechado, / golpe o bostezo, luz o sombra quemadura”), no es sólo un lector perplejo el que — poseído — se abandona al irresistible encantamiento de esa forma en la cual artificio y naturalidad, sen perder su condición de contrarios, se hacen uno en la identidad misteriosa de la palabra. También allí el poeta, encantador de los signos, se halla solo ante su límite, espejo o puerta del vacío que habita en lo absolutamente lleno; espejo donde Narciso se contempla, en el embeleso de la muerte; puerta donde San Juan de Patmos aguarda el martirio: No es su baño el del cuerpo remilgado que vacila entre la tibieza del agua y de la fidelidad miserable del espejo. ¡Gloria! El agua se ha convertido en rumor bienaventurado. No es que Juan haya vencido el aceite hirviendo: ese pensamiento no lo asedia, no lo deshonra. Se ha amigado con el agua, se ha transfundido en la amistad onmicomprensiva. Coleção de Areia - 107 No se halla ante ti — avisado lector — ese poeta altanero y confirmador de la verdad al que estás acostumbrado, y que te obliga a cerrar los ojos al atractivo chisporroteo de la vida, al dinamismo cambiante del mundo, de las cosas, de ti mismo, débil pero gozoso mortal. Quien desde allí te habla, se habla; su rumor enemigo, su sigilosa aventura crecen desde la evidencia corporal del texto y sacuden su intimidad con tan extraña fuerza que su voluminoso cuerpo apenas se agita en su sutil, casi invisible, escalofrío. Con tal crudeza se yergue ese nuevo mundo de imágenes insospechadas y terribles que su rostro abultado apenas se contrae en el óvalo cárdeno de los labios; que sus ojos somnolientos, de párpados hinchados, no pestañean (acaso, el arco de la ceja, tenso, nos avisa de que algo ha visto): la epopeya interior, la aventura emocional y mental, ya no puede contarse; se precipita en el borbotón incontenible de la afirmación fundacional. Es español (la lengua) es el cuerpo deseado y nunca rechazado; el cuerpo discutido, poseído, violado una y otra vez por Lezama Lima. Ese español que aprendiera, ya en sus lecturas infantiles, de los escritores peninsulares que con más golosa avidez tomaron por asalto el castillo (cuerpo) de su lengua, desde Cervantes a Gracián, pasando por “el Quevedo de Los sueños y de los sonetos a la muerte, el prodigio de las Soledades… y luego los clásicos menores… Bocángel… Polo de Medina…” Y ya no hubo defensa posible de orden alguno. “Escritores españoles un poco demoníacos”, dirá Lezama de ellos. Por eso, han sido admirados pero temidos; han sido leídos, pero apresuradamente interpretados (secuestrados), para que aquella disidencia radical apareciese — inútil esfuerzo — atemperada. Como en el poeta, en ti — lector — se produce también el deslumbramiento, el deseo de explorar tan generosa imaginería: ese ofrecido cuerpo de palabras donde el relámpago instantáneo del poema te dice que es tu propia imagen la que exploras. Y cuando el placer comienza, el tiempo de la luz se agota: el instante vuelve nada aquella sucesiva teoría de formas y de brillos. Sólo así — abandonado al deslumbramiento, con la ignorancia del iniciado y con su misma religiosa fidelidad — tu asombro se verá justificado (“La sombra de la nube rápidamente Coleção de Areia - 108 caía. / El cuerpo enrollado en su manto y su sombra ávidamente bebía”). Entre la abundancia e la nada, la existencia del creyente: la encarnación y el misterio. “Y así donde el estoico creía que saltaba de su piel al vacío, el católico sitúa la procesión para despertar en el cuerpo como límite, la aventura de una sustancia igual, real y ricamente posible para despertar en El”. El vacío no es la nada frente a la abundancia, sino la misteriosa conjunción de ambas: la abundancia de la nada. Como muy bien señala Cintio Vitier, “la poesía de Lezama Lima expresa la realidad como un hecho carnal en el idioma, y a través de una mirada que no interpreta ni agoniza en líneas lógicas ni sentimentales su objeto, sino que prefiere dejarlo en su místico exterior y reducirlo a sustancia paladeable de lo desconocido”. Por eso, como señalaba al comienzo, avanzamos decididos, o nos perdemos sobrecogidos, para llegar a la revelación, al instante supremo en que todo se ilumina. Y entonces sucede que lo iluminado es un cuerpo, una “sustancia paladeable” que resulta ser el misterio mismo: la mentira de la evidencia y la evidencia de la mentira. ¿Ha sido inútil esa procesión? Nunca lo será, puesto que salimos de ellos reconfortados al haber conocido el fondo de la verdadera existencia; el vértigo de la vida y de la muerte (“La ausencia venía a ser reemplazada / por la perpetuidad leve del rocío, / nutridor impalpable de la invisible melancolía”). Espejo, ceniza, humo, aire, nieve…, elementos fugitivos u engañosos en donde se mira la vigorosa feracidad, húmeda u cálida, de América; y vana transparencia de Europa que — desde el poema — mira con desconsuelo, a sabiendas de su fugacidad, la imagen desbordada y sucesiva en que encarna, por obra y gracia del milagro realizado, en su entrega absoluta a la palabra, por el porta Lezama Lima. Escritor como lector; escritor que se lee a sí mismo en los contornos de la imagen que el texto precisa y confunde, ramifica y cercena, acumula y sustrae violentamente. Lector como escritor; lector que se escribe, predispuesto al encuentro virgen y primordial con el logos. No hay placer sino hechizo; obligada comunión en la ruta zigzagueante de la línea y el poema; pérdida y ganancia sucesivas en el asombro sin final de las formas. No hay belleza sino inquietud: lo que arrastra es ese no saber hacia dónde, pero Coleção de Areia - 109 con la certeza indudable de tocar y gozar, de paladear siempre, esa superficie rotunda y misteriosa a un tiempo del cuerpo en que nos solazamos, y que en nosotros se solaza. Fragmentación y síntesis: unidades y unidad. El poema se alarga, se prolonga en su derroche verbal, en su selva que es su vida; fluye y “propende a la visión acuática, al ritmo caudaloso y a la representación por envolventes ondas concéntricas”; pero es compacto y sólido (madera o mármol, los otros elementos de la imaginería lezamiana); origen y forma naciendo y creciendo sucesivas. El verbo sobre el germen se aclara en la sustancia, que no sólo recobra la unidad del centro con la piel, sino lo igual que vuelve a la humareda de los troncos navegando. Después que el verbo y la sustancia traspasaron el germen, el sentido se alzó a la estatua penetrando por la mirada. Voz original y germinante (“Después de las estridentes canciones báquicas, / su voz de fue arrancada […] Una segunda voz, / desconocida como la noche que se aleja, / fue brotando de la misma raíz”); poema como constelación de imágenes, no como teoría lógica ni como coherencia de lo previamente sabido: sorpresa de sus atracciones y repulsiones. Y no debemos sustraernos a ello, o negaremos la virtud cardinal de esa operación en que nos hemos aventurado. El poema de Lezama Lima, ya desde sus inicios, se concibe como un escape: no se ordena a partir de una rutina invariable, sino que se halla sacudido siempre por el “desacato del orden del realismo utilitario”. Arranque, sucesión y conclusión nada tienen que ver con las propuestas habituales en nuestra poesía; tienen que ver, y mucho, con una disidencia en donde lectores y críticos no suelen indagar, escudándose en una presunta artificialidad, en el temido hermetismo o en la desasosegante oscuridad que impiden — dicen — toda posible comprensión; toda reductora interpretación, añadiríamos nosotros. Pero Lezama dice: “La poesía es como el aire, toca al hombre y lo define, le da figura y contorno pero el aire es inapresable. Uno de los milagros de la poesía es que toca al fuego y es al mismo tiempo el fuego transfigurado. Eso no lo debe olvidar nunca el poeta”. Ni Coleção de Areia - 110 tampoco el lector. Se quiere saber, en todo momento, cuál es la justa posición que le corresponde en el juego; si quiere alcanzar la claridad suficiente para ver y para participar en tal peculiar revelación. Por ignorarlo (o por considerarlo un esfuerzo vano; por claudicar ante el egoísmo, con absoluto desprecio hacia el otro que nos habla en nuestra propia lengua) seguimos sin saber leer adecuadamente a los poetas hispanoamericanos. Seguimos sin entender en donde reside el carácter fundacional de sus hallazgos, hasta ahora incuestionables (y no parece que las cosas vayan a cambiar por mucho tiempo) en la historia literaria de nuestro siglo. La poesía de Lezama Lima nos muestra — una vez más — el camino: se desliza, consciente de su anacronismo, de su paradójica y abolida temporalidad, hacia el tiempo anterior del mito, donde todo se congela en una imagen que se establece fuera del tiempo y fuera del espacio contingentes: Escultura de la hora busco la palabra en el aire quieta hasta ahuecar el blancuzco perfil de la sal canora. Hacia el otro lado, inasible e inexplicable, donde la proximidad sensual de lo maravilloso estalla en visión original, en imagen y en palabra nuevas. Allí, “la imaginación y la realidad se entrelazan, los confines entre la fabulación y lo inmediato se borran”. Hacia el otro lado donde el mito se instaura como origen, un origen también dramático y urgente: no es recreación reconocible y metafórica, sino “verbo naciente, ascua, epifanía”; no es el encuentro de una imagen para decir la realidad, sino la búsqueda anhelante y desesperada de un rostro en el que — de manera simultánea: en reveladora síntesis — se pueda leer lo ancestral y lo nuevo: la madurez y lo apenas iniciado. No un enfrentamiento, sino la difícil conciliación que sólo se da en “la comunión unitiva de todo lo existente real o ideal (mental) en la suprema instancia” , en la sobrenaturaleza que, según Lezama, se sitúa en un espacio delimitado por el aire, el fuego, el agua. Un rostro que es imagen y lenguaje; un lenguaje que es imagen y cuerpo: “un contrapunto infinito Coleção de Areia - 111 donde convergen el horno entrañable del hombre y su imagen de lo estelar y eso es tan terrorífico como placentero”. Soy el primero en reconocer (y en padecer) la dificultad que nos asiste para participar, de modo pleno, en tan complejo ejercicio. Pero valga una ligera insinuación que nos permita ser — también a nosotros — más generosos, como lo es — en extremo — el poeta. El asombro al cual hemos de abandonarnos no deriva sólo de la extraordinaria teoría de imágenes con que Lezama nos arrastra hasta ese espacio y ese tiempo elementales, sino del rastro — de perplejidad también — que va dejando el lenguaje, a medida que su cuerpo se despereza y se dilata, se retuerce y se agita con un dinamismo increíble, creando sorprendentes relaciones sinestésicas en sintagmas y frases, insistiendo en la función activa de gerundios y participios de presente, llevando la métrica hasta los extremos de la emoción subjetiva, donde el ritmo instaurado por las preceptivas se desata o se contradice irónicamente, deja en evidencia el rigor y el orden de determinadas estrofas muy cerradas o se despliega en esa violenta carcajada, entre satisfecha y sarcástica, que es el verso libre y fecundante de la poesía lezamiana. Pero es un asombro que — en justicia — no debería serlo, apenas tomemos en cuenta que la obra de Lezama Lima es un final y un principio igualmente vigorosos: allí confluyen, en un precipitado seminal, la voz esplendorosa de los modernistas, la presencia, trágica en su menesterosidad, de César Vallejo, la decidida ascensión y la irreprimible caída que, como vértigo existencial, nos dejaran las atrevidas visiones de Vicente Huidobro. Y está la desmesura y el desbordamiento telúrico y carnal que hizo grande a Neruda, que hizo sin par a Alejo Carpentier… Pero todo ello, a partir de Lezama, es otra voz, otro principio insólito, insular, traspasado por la erudición y por el pensamiento que, como en Borges, se escapan por todos los poros de la fabulosa creación del poeta cubano; y, agitado en la sensualidad insólita que desde aquel otro lado lo alimenta sin cesar, encarna, una y otra vez, en su nuevo cuerpo, Poesía que es revelación que es poesía. De ahí, su misterio, que nunca debemos desvelar, porque hacerlo sería reducirlo, secuestrarlo, abolirlo; de ahí, su maravilla, ante la cual no nos queda otra opción que capitular sin resistencia, y sentirnos — a un tiempo — sacerdotes y fieles de ese rito Coleção de Areia - 112 singular: cuerpo fecundador y cuerpo fecundado, en una ceremonia erótica sin final. Coleção de Areia - 113 El pájaro parado (Leyendo a Emilio Adolfo Westphalen) (fragmentos) 1 El poeta adelanta su delgadez de eremita curtido en el ayuno y el esfuerzo, ajeno a cuantos lo rodean; casi no se mueve al andar, discurre hacia dentro. En su vertical transparencia, se derrama la mirada — savia — hacia la raíz que lo exalta. Y avanza, concentrado en un punto invisible que está fuera, pero que es también interior: su rostro, de sacerdote egipcio, surcado por grietas de ríos de tiempo; sus ojos, huevos de obsidiana, son piedras o escarabajos negros, encendidos en el resplandor de un ansia que no podemos adivinar. Nada más tomar asiente ante la audiencia expectante, su cuerpo se contrae, se pliega sobre sí mismo, en un gesto ceremonioso, necesario: aislarse, como asceta o místico, en su oquedad o su noche. Otros hablan; él mira perdido, parece mirar perdido en su soledad inmutable. En ella habita desde siempre; desde ella surge, de pronto, el asombro con que palpa, como ciego, el libro; y lo toma para sí. Acerca el rostro — sagrado temor — a la luz de la página, como si no fuera suya; como si fuera la primera página, o la única. Recibe su aliento oblea de pan ácimo en la ofrenda, y le transmite el suyo, adelantando apenas los labios, en actitud de balbuceo permanente, para que el espíritu de la palabra se deslice — milagroso — por las comisuras, o acaso por el pliegue central del belfo, y silbe, sibile (dijo Gonzalo Rojas) como sibila o serpiente, en el sinusoide de un enigma. ¿Es el resplandor de la palabra escrita quien le presta vida a la voz; o es ésta, su justa tesitura, la que anima lo en el libro escrito? ¿Oímos al poeta o al lenguaje? * Coleção de Areia - 114 Venia yo de la lectura, de mi trato fervoroso con las palabras del poeta. Venía yo de admirar la sugestiva frondosidad de aquel jardín con senderos que se bifurcan, pero construido en otro abismo; no de libros o palabras, de aire, sin apenas rozar evidencia alguna, para no quedar prendido entre las formas de aquí abajo, zarzales de palabrería. A medida que cumplía la ascensión (sueño) quedaba yo detenido; no éxtasis, mi esfuerzo se revelaba inútil a causa de mi temor a quedar desguarnecido, a no comprender. Otro debía ser el camino, pero mi torpeza era mi ceguera. La luz vino con la voz; mejor, con lo adivinado tras la voz, tras el eco del silencio posterior. En ese preciso momento (impulso, instante) de su lectura, se abrió el sentido, fue útil la enseñanza del ritual: leer como convivir, como experiencia compartida, en una agitada respiración que, poco a poco, se iba agotando. La palabra como la vida; en la palabra, la vida (“La poesía reclama nada menos que la vida”, Roberto Juarroz, Poesía et Réalité). Hube de apresurarme al retorno (la lectura) desde el sonido, desde la prolongación sugerente del sonido en su vacío; que no era algo quedo (inmóvil o casi sin voz) sino explosión — expansión — de un lugar orientado hacia sucesivos y simultáneos lugares que ya no son el mundo, pues “visto desde las mil ventanas de lo imaginado, el mundo es mudable” (Gaston Bachelard, La poética del espacio). Preciso fue discurrir (lectura, pensamiento, escritura) por la trama oculta que el poeta culmina, ese itinerario suyo hacia el hueco luminoso del cual la página (el poema) es umbral o frontera. Nada pudo ser explicado, sin embargo. Los versos — bien lo sabía Rilke — no son sentimientos, sino experiencias; para ser conocidos, han de ser vividos. De nada valen otras palabras que pretendan remendarlos; en el envite, sólo podemos ofrecer otra experiencia, otra vida: una nueva escritura queriendo ser ella misma, al margen de su objeto o frente a él, toda vez que este último resulta inalcanzable en su totalidad, incluso para el poeta que lo vio. ¿Cómo, desde su perspectiva pobre, pretenderá el lector (o, peor, el crítico) dejar otra cosa que no sea una respuesta, un rastro de su irrupción — intruso al fin — en aquel territorio? Coleção de Areia - 115 Aún persistiendo mis dudas sobre la utilidad de este ejercicio redundante, me atrevo a decir, a dialogar conmigo mismo en la estela de silencio trágico que deja la escritura (voz) del poeta. Sólo en contadas ocasiones (ésta, una de ellas; el encuentro con la poesía de José María Eguren, otra) me ha sido dado experimentar la grandeza del discurso crítico (ser en sí mismo, por sí mismo) y caer, al propio tiempo, en la fragosidad de su miseria (siempre súbdito de su objeto). En tales casos: al concluir mi lectura, elevación y entusiasmo; al culminar mi escritura, descenso y desengaño. ¿Acaso no es ésta la experiencia única — por sola, por excepcional — de la creación literaria? 2 ¿Hacia que islas navegamos? Porque apenas cruzado el límite, un lejano ecuador (¿u horizonte?), habremos de precipitarnos en el asombro primordial. No resistir. Hacerlo equivaldría a rehusar el encanto (maravilla) del descubrimiento que este viaje promete. Encantamiento de lo lejano extraño, de lo distinto: revelación. Porque a lo invisible se abre; hacia la incertidumbre se orienta. También una forma: al ser revelación, este hallazgo es visión, “forma de conocimiento en que lo humano, inaccesible, se manifiesta adecuadamente, y que más que conocimiento objetivo es expresión” (María Zambrano, El hombre y lo divino)13. Dejémonos arrebatar, pues, por la visión; por su apariencia y por su sentido, su sonido; arriesguémonos a habitar ese otro lado, el otro hemisferio hacia el cual nos deslizamos por la corriente de palabras y silencios. En ella se divisan promontorios, islas aguardando nuestra derrota última: figuras de la identidad más honda y compleja, también la más elemental. Convivencia como inmersión, desprendimiento de lo que somos (el principio, encrucijada u orilla de la mística, del 13Las citas que no lleven mención explícita de su procedencia, pertenecen a declaraciones del propio Emilio Adolfo Westphalen, realizadas en diversos lugares y ocasiones. Coleção de Areia - 116 misterio que supone la existencia) y entrega a un espacio elemental (aire, agua, fuego, tierra) hecho — de pronto — presencia, contundencia de su forma poética (ave, río-mar, llama-luz, árbol). Totalidad — y unidad — pero en la certeza de su movimiento, de su desplazamiento; figuras de lo vivido continuo, de lo permanentemente libre, creciendo en su trama infinita: presencia que se prolonga (y nos exige salir) más allá de lo visto, en el envés de lo dicho. Población de signos, no para ser descifrados, para ser habitados, para ser en ellos. Se altera por completo nuestra perspectiva ante el mundo: no vemos realidades objetivas, en su ser distinto; vemos palabras que giran (órbitas, balbuceos) y nos vemos — transeúntes — en ellas. Cada palabra, cada voz, resuena (se reproduce) en su forma; nos aleja más, nos desarraiga, de lo conocido. Y nos angustia en la pérdida. Porque — insisto — nos precipitamos, sin apoyo alguno, en el abismo anterior al lenguaje. Una revelación trágica la escritura de Emilio Adolfo Westphalen. Nada más ingresar en tan sugestivo territorio, ofrecido virgen a la exploración, todo se disgrega (dispersa), todo, en cierto modo, muere; caemos en la mitad cóncava del vacío. Este vacío, sin embargo, resulta ser el revés del viaje, no su negación. Allí comienza la verdadera singladura, una nueva existencia posible que no es duración sino comunión, en su sentido más cabal: única existencia de cuyo discurrir el individuo (poeta, lector) en su plenitud es protagonista. Una poesía así no se escribe para nadie; no tiene finalidad, no es útil o significativa o moral: su principio, ella misma, su excentricidad. De ahí el valor del silencio westphaliano. En contra de lo que — cómodamente — se repite, nada tiene que ver con el agotamiento de (o renuncia a) la palabra, sino con la resistencia ofrecida por esa misma palabra (y su preservación) ante cualquiera de las fórmulas comunicativas explotadas por la poesía; la de Westphalen es una escritura que sólo — y ante todo — quiere ser, afirmar su presencia (imagen) o su sentido (sonido) no como medios de representación de algo, como esencia del todo. Están en el poema como absolutos: son su espacio, contienen el tiempo único de la experiencia poética. Aquel nadie resulta entonces todo; el ejercicio de la poesía no responde a una determinada finalidad, lo es en sí misma; y más, Coleção de Areia - 117 se trata de ser escribiendo. Al menos, el ejercicio puro de la poesía, en donde Westphalen se entrega y consume. Quizá deba apresurarme a disipar otra sospecha: no se trata tampoco de una visión subjetiva, confinada a los límites del yo que habla o escribe, a las “mareas de un mar interior que sólo a su agitación corresponden” (María Zambrano, El hombre y lo divino); nos movemos en un terreno mucho más resbaladizo, porque nos hallamos — fatalmente — implicados: la propuesta poética, paso a la iniciación, ingreso en el espacio visionario; pero el iniciado debe poner de su parte, y avanzar con osadía — despojado de su hasta entonces amparadora apariencia — por donde el poeta, su guía, se arriesga. Westphalen habla desde la humildad e ignorancia de todo verdadero poeta, no desde la superioridad del oráculo: “cuando uno escribe poesía — dice — no es su propio testigo, uno no tiene ocasión de verse a sí mismo, porque si se distrae, entonces ya no logra nada”. Punto de partida, la tensión interior que brota, rompe aguas y debe ser sostenida en tal inminencia; su impulso generador no admite distracciones: la huella (estela, mejor, pues discurre, se prolonga) que deja esta nueva forma de existencia (ronda de imágenes, sucesión de palabras, en la superficie de la página) no reproduce nada, ni siquiera el rostro de quien escribe (o lee); es una propuesta de nacimiento continuo, cuya vibración el lector deberá forzosamente compartir. Si no lo hace, él tampoco verá nada, no alcanzará la transparencia que es el milagro; ese reconocimiento último, decisivo, que en tal operación se dilucida: Tal vez ellos, los poemas, sean como una puerta entreabierta que nos deja ver un poco más allá, no cual nos hace que allí hay algo que en realidad no hay. Principio del asombro. Porque el sujeto realiza el descubrimiento, pero también lo padece, anonadado: hace la luz en los cuerpos (tenaces en su opacidad) de las cosas, de las palabras, y se encuentra entonces — decisión trágica, la suya — sin mediadores. En ese otro lado, nada cuenta la sabiduría adquirida; adviene el origen de otro conocimiento producto de aquella complicidad. Coleção de Areia - 118 Mirar supone, pues, la primera actividad exigida por la escritura de Emilio Adolfo Westphalen, para alcanzar ese ser que busca; no el decir, en su orden o en sus signos, hacer que coincidan, en el poema, el acto de ver con el objeto visto: simultaneidad y ¿armonía? Porque habría que determinar si lo que a partir de ese instante vemos (resplandor y oscuro) no instaura la inquietud, no nos arrastra en el vértigo, no nos hace perder pie, y caer aún más (o crecer, amplitud inabarcable) en el territorio, inédito pero no hostil, allí inaugurado. Quietud del asombro, sin duda; pero de alerta, también, ante la reflexión del abismo — cielo y tierra; cima y sima: Un hombre Si pudiera partir en dos este sueño Una parte para el dolor Otra para encontrar Aunque fuera una imagen difuminada borrada De hombre que supiera algo más que dar unos pasos Que mirara algo que se aleja tanto de ser un árbol Como un pensamiento que regresa de ser un pensamiento Dístico (díptico) del sueño, pero como despertar a la fractura de la existencia, a esa falla donde ya todo es hondura (herida) porque es saber algo más (o puede serlo, en el regreso del fondo). A medida que leemos estos poemas, habitamos este espacio, ¿no nos adentramos en el embudo espiral del infierno? ¿No es descenso — tanteo en lo oscuro — para trepar, por el perfil de sombra que somos, hasta la elevación que habremos de ser, consagrados (compartiendo el secreto) en el poema? Porque sólo nos alcanzaremos a ver en la caída, cuando ya no queda suelo bajo nuestros pies. Enseñanza de la verdadera poesía: en vez de dejarnos instalados, acomodados, en el tiempo, abre el ámbito cósmico y nos despoja de nuestro lugar, nos obliga a consumirnos en un nuevo sitio que nos desazona, que nos incomoda; porque es imprescindible no caer en la molicie de los hábitos, en un sueño reparador. Lo vivió Dante, peregrino por sus círculos y esferas; y Ezra Pound, obstinado en creer hacia el comienzo. Lo soñó Sor Juana Inés de la Cruz, arrebatada (perdida) en el deseo de forma para su pensamiento; Coleção de Areia - 119 o el frágil frailecillo del Carmelo, encendido en su turbulenta sensibilidad nocturna y llameante (escalas hacia “donde nadie parecía”). Cayó Huidobro en el vuelo negado de su alto azor; o Rimbaud, en su temporada inolvidable. ¿No habló desde las caídas hondas de los cristos del alma, el padre Vallejo? ¿No es caída, y su resistencia asombrada, la ceniza inquietante, la devastada tierra eliotiana? De esta misma estirpe Westphalen; pero ni desde la carnalidad del sueño ni desde la raspadura ósea de la muerte. El, desde el amor; por un sendero más tortuoso si cabe; por una doblez que también es llamarada — presencia y ausencia: palabra de amor, su poesía toda. No se piense, sin embargo, en una experiencia amorosa. Atiéndase a la palabra, en la ausencia de los amantes y sus dislates, en la presencia de una fe: el silencio. Emilio Adolfo Westphalen, el poeta callado por excelencia, será — paradoja engendradora de la palabra poética — el gran visionario, el embriagado de la mirada; sus ojos no cejan. Desde su negro brillo, desde su aovada ansiedad que amenaza sacarlos de sus órbitas, penetran el mundo (el ámbito que lo configura) y lo siembran de palabras, ritmos, círculos concéntricos perdiéndose en lo oscuro, en la lejanía. La escritura como hilos invisibles que lo anudan todo, lo hacen uno; abaten los compartimientos de la retórica y la moral, se resisten al secuestro de academias y teorías, a la mentira de todo lo visible, y se explayan en lo ilimitado: cuerpo de lo invisible, fijeza cambiante, inquietud de lo plural por hacerse, por difundirse: Toda la noche eran unos puntos inmensos O eran ojos o eran noches sin estrellas que me sorbían Apagaban las madrugadas Me deslumbra tanta noche La muerte que mira con los ojos de los vivos Obstinación en la noche del sentido de los místicos; en ella, el resplandor es decisivo: repetición o reflejo sucesivamente encadenados que construye un fluir tortuoso, de meandros profundos, anchas donde todo se remansa, se desnuda en una quietud que a sí misma se niega. Aquí habita Magritte. Coleção de Areia - 120 Del surrealismo — se dice — puede haber heredado Westphalen ciertos recursos de escritura, determinadas actitudes formales del discurso verbal y visual; pero ello no pasa de ser anécdota. Es más, en sus manos, ese instrumental se altera, se contradice, es motivo de constante inversión o subversión. El surrealismo de Westphalen debe entenderse como apuesta existencial; ello es, la vida como espacio poético, antes que como tiempo, donde se resuelve la tenaz oposición sujeto-objeto, donde la sabiduría no pesa, donde el silencio sea también elocuente. Espacio cósmico sustraído a la sucesión de los hechos, que no al ámbito original de la existencia anterior a toda existencia. Como en Magritte, decía. Y como en Giorgio de Chirico. Los objetos (y sus fragmentos), planetas de un sistema, flotan en el discurso poético de Westphalen; y también las palabras, voces que desde el yo buscan el tú inalcanzable (¿amor o poesía o absoluto?): bipolaridad resuelta, no obstante, en monólogo, en una pugna entre signos elocuentes. El otro del deseo, hallado en la pesquisa pero inabordable en su realidad, no es forma sino palabra; y al serlo, todo debe sujetarse a un orden muy diferente: fundación de una nueva forma de conocimiento capaz de abolir el mundo construido y organizado de acuerdo con las leyes habituales de la razón y el pensamiento (“Yo te cedo mis dedos mis ramas / Así podrás arañar gritar y no solamente llorar / Golpear con la voz / Pero tal levedad me hiere / Me desola / No te creía de tal ánimo”): una realidad absoluta que abarque lo visible y lo invisible, que los funda y los trascienda. (…) 3 En el poema habla siempre el lenguaje; el poeta apenas presta su voz. Al hacerlo, sin embargo, es este último quien afirma su individualidad, quien declara su acento único; pero el lenguaje no cede su posición, no renuncia a su presencia. El encuentro es, pues, una tensión dialéctica en la que cada cual resiste: si el uno propone el enigma, el otro manifiesta su deseo de vivirlo, de atravesarlo. Transparencia de la visión, opacidad Coleção de Areia - 121 del lenguaje. Entre ambos polos, el meridiano imaginario de la escritura westphaliana; en cada uno de los dos extremos, las personas que lo trazan, que lo encarnan; protagonistas — en el sentido puramente etimológico — de un viaje que circunda el orbe de la existencia individual y se traduce en apuesta por lo invisible, esa “faz en blanco que llamamos silencio o muerte o simplemente nada” (Octavio Paz, In/Mediaciones). Una tensa inquietud, o perplejidad luminosa, por el hallazgo centraba todo en el círculo mágico encendido por la palabra; el lenguaje hablaba: misterio de la poesía, su secreto ofrecido. Yo y tú, cuerpo verbal, eran representaciones del deseo. Y voz única: tránsito (transparencia) del uno en su doble, del tiempo en el espacio sucesivo desplegado a medida que se cumplía aquel itinerario. Durante las dos primeras entregas, el amor y la muerte, el amor como la muerte: abolición del límite, merodeo por esos confines y caída en su vació posterior. Cambiemos de perspectiva (y de sentido del movimiento). Hay un largo período de silencio poético, una intensa y continuada labor crítica (poesía, artes plásticas), una animosa contribución a la andadura, siempre difícil, de algunas revistas de importancia. Lo que vino después llegaría bajo el signo de lo deleznable: escéptico convencimiento de que toda palabra es silencio, su abolición; certeza sólo de lo absoluto imposible. La voz se ha hecho escritura; y entre el lenguaje y el poeta se tiende un puente de signos para regresar del viaje. Retorno ¿hacia dónde? No hacia el principio; diversos y plurales son ahora los motivos de su sabiduría. El acto poético no culmina en el éxtasis de lo que no está, no se ve, precipitándose en el vacío cóncavo de su revés. Aquella encantada fijeza ha hecho crisis — culminación y cambio de su implícito movimiento — y el poeta mira desde la negación en que, de pronto, se encuentra; pregunta desde una sabiduría que es desencanto ante la visión y ante el lenguaje que la sustenta: no tiende a lo invisible, necesita afrontar lo visible desde el otro lado. En esa nueva dirección, nuestra aventura. La unidad es ahora el conjunto, la progresión de una escritura que no se detiene en el trance de llegar más allá, sino que desde su encrucijada regresa, cargada de una peculiar (y frágil) sabiduría: no satisfacción por lo conseguido, temblor de haber caído en el Coleção de Areia - 122 abismo sin que haya cesado el aleteo incierto del comienzo. Pero el tiempo ha ejercido su labor: la edad es ahora la revelación, y la distancia silenciosa (e irónica) de quien a ella se entrega como destino de su palabra. La realidad no es el referente originador; es el doble alumbrado por la visión; es el doble alumbrado por la visión, y otra corriente (discurrir — tiempo — inverso) opuesta a la primera: doble perplejo y su negación, porque es motivo de ese nuevo movimiento, de ese nuevo discurso. Repitamos, pues, la operación: oigamos la voz de Emilio Adolfo Westphalen mientras lee estos poemas. Su modulación es diferente porque también ha cambiado el sentido de su escritura. Es común (y cómodo) trazar una única línea divisoria para deslindar las dos primeras entregas del poeta — alumbramiento y silencio radicales — del resto de los poemas por él escritos a partir de su reincorporación — muchos años después — al ejercicio de la poesía. Se afirma, incluso, que estos últimos “bullen bajo la frondosa vegetación de esos […] árboles plantados, germinados y robustos desde casi cincuenta años atrás” (Edgar O’Hara, Cuerpo de reseñas), como si todos los poemas de Westphalen respondieran a un mismo ritmo de crecimiento. La evolución cierta de su escritura no puede verse en la superficie, ni en las convenciones cronológicas; se ajusta al flujo verbal que en su interior circula, su savia o su sangre; y no sólo en una dirección: describe un ansioso y disperso vuelo del cual sólo la voz — a cada variación — revela su sentido. Emilio Adolfo Westphalen lee poemas de este segundo tramo de su poesía: la palabra actúa como ayuda ante la dificultad de saber; es, más bien, instrumento, no objeto en sí misma. El poeta, como buscador, más activo (y seguro) guía del discurso que personaje del mismo, se vuelve hacia las cosas desde una distancia adecuada para hallar (y dar) sentido a su experiencia. Y, de forma inmediata, favorece la relación dialógica con las imágenes (ellas son el mundo) y con el poema (pretendido lugar de encuentro con ellas). Hay una menor implicación de la voz en el ejercicio de la lectura. Más elaborada, puesto que nace como consecuencia de una reflexión previa. Es más ajena, diría. Antes, el lugar se hallaba fuera, al otro lado, y el objetivo era ingresar en él: palabra como tensión del deseo; y, como tal, riesgo. Ahora, el poeta se halla situado, es el centro de su mundo, y su Coleção de Areia - 123 pretensión es decirlo y, al decirlo, recuperar la memoria de ésa su experiencia singular, de su edad en tanto que peregrino por el lenguaje y sus secretos. Es un decir — sin embargo — mediatizado por el temor (temblor) producido por la certeza, incluso física (sustantiva oralidad de esta escritura), de que se dibuja — apenas — otra imagen deleznable: Siempre me ha sobrecogido esta visión del auténtico poeta, asegurando poema tras poemas una visión primigenia de un mundo sellado e inaccesible, que gracias a él, de pronto, se nos abre con su misterio persistente y su belleza desolada. Para Emilio Adolfo Westphalen, el poema sigue siendo la experiencia, aunque el sentido de esta última sea otro: en la prolongación incesante (inquietante) de su itinerario, se detiene para ver (y convivir con) el revés de la realidad abandonada, su nostalgia. Alcanzado el fondo (culminación del deseo), la única certeza es que no hay más cosa que el mundo; y escribir es descubrir que el verdadero hallazgo sólo se producirá si se acepta (principio de la ironía) la doblez — presencia, ausencia — de ese mundo. (…) Tras el retorno del espacio inferior, Emilio Adolfo Westphalen ha debido convivir de nuevo con las formas de este lado, con sus límites, en la sapiencia de la doblez, en la tensión de la ironía. Una experiencia purgativa. Después, ya nada será como al principio: perdido el entusiasmo del encantamiento, reconocida la dureza impenetrable del mundo, lo que vuelve — en oleadas — con la corriente del lenguaje son restos, últimos vestigios de la entrega absoluta que caracteriza el oficio de hablar, ante el vacío, de la sustancial indigencia con que el poeta ha de llegarse hasta tales confines. Emilio Adolfo Westphalen no se ha limitado a desarrollar una escritura, se ha ofrecido en ella, y por ella ha reconocido la fragilidad de su existencia como tal, y la mentida condición de su conquista. Y por eso vuelve: una prueba que da credibilidad al asombro primero. Coleção de Areia - 124 Remanentes de naufragio o porciones de sueño14, lo que parecía alcanzado, y poseído, es apenas una flagrante fragmentación, un escueto laconismo, porque se ha vivido el desengaño del regreso; porque ha debido desandarse — conscientemente ya — el camino y renunciar a lo descubierto — o someterlo a la sabiduría (“Quién rescata y salva — en qué orilla — al náufrago de las turbulencias — las tribulaciones — las absorciones en el vacío — y de los encantamientos — los arrobos — las fulguraciones de las siempre amenazantes y por tanto siempre atrayentes — resacas oníricas”). Una vez navegado (usado) el lenguaje — esa materia deleznable —, iluminar el vértice, centro mudo de una palabra esencial; porque el despojamiento ha sido desolamiento, preguntar por la palabra y su principio, sí, pero como se ha hecho con el mundo, desde el hueco hondo de aquel abismo encantado (“Cerrando los ojos se ve lo mismo: una mirada fulmínea de amor en la gloria de la culminación y el acabamiento”). Posesión y renuncia, por ver si lo perdurable puede ser, alguna vez, aprehendido en su totalidad. Síntesis de vida y muerte, en la abolición del final; pero también en la superficie de las formas, en la continuidad de la prosa, negadora del ritmo del asombro (fue la enseñanza); vida y muerte, en fin, ahora, como principio esencial del lenguaje, espacio que abarca la mirada final ante el abismo (el mar que es el morir, fantasmagoría y muerte: un destino, su incontestable presencia) y ante la acción que allí se origina, multiplicación — cubierto ya el itinerario — del silencio, de sus ecos (mar que es, también, el vivir, variedad en la voluntad de la palabra: una creación, en su constante gozo o padecimiento); es, a partir de ahora, el reto de esta palabra vuelta desde el silencio, en el silencio mismo multiplicada. Sucede, sin embargo, que llega en la vejez, cuando el azar se resiste, cuando la fuerza incontestable de cuanto ignoramos se debilita, porque todo se sabe. Westphalen, influye ahora en el poema, porque actúa desde la sabiduría. Perseguir la imposible — en la primera parte 14Remanentes de naufragio y Porciones de sueño para mitigar avernos se incluyen en Belleza de una espada clavada en la lengua (1986), sin referencia cronológica alguna. Coleção de Areia - 125 — se hace afirmación de las fases de lo posible, en la segunda, a causa de la actitud desengañada en donde se origina el discurso. Como Orfeo, el poeta: libera de las sombras el objeto deseado; pero mira hacia atrás y lo pierde. No tiene consuelo y lo reconoce. Progresión como proyección, la escritura de Emilio Adolfo Westphalen convoca de nuevo los referentes poéticos ya conocidos (“el río detenido / atrapado en el abrazo”; “el ave escapando / A la trampa del vuelo”; “la mar trasvasada / En cada mirada”), pero sólo aquéllos que tienen que ver con un final que es un principio, con una sucesión — tiempo — que en un instante se detiene (“delirio de la muerte / olvidándose de la vida”); sólo aquellos que representan un límite que es una frontera. una luz. Nueva — y última — encrucijada (o doblez): ¿paraíso o infierno? El poema nace en la inminencia de la acción y la entrega, en el espejismo o celaje de lo intuido, en el anhelo de la consumación. Y el espacio que a partir de él se difunde es una expectativa; no aquel vacío deseado, un territorio dispuesto para acoger a quien ya sabe que ingresa en los dominios de la diosa ambarina15. Encuentro con la palabra después de atravesar el tejido de signos, después de su extinción; porque se trata de lo que resta, su sombra o silencio (y como tal renovable en su ambigüedad): lo mismo da que la escritura se conforme en la síntesis rítmica de unos versos o en las escuetas líneas de una prosa; lo que importa es su nueva respiración, sus pausas o silencios, su atrevimiento al elegir qué debe ser dicho, qué debe nombrar y dar cobijo a esta nada de aire (como enseñó Shakespeare); importa su discurrir de agua: tiempo e instante, sucesión y permanencia (“Una poesía por rehacer a cada instante / Hermosas ruinas perecederas desde siempre”). Tiempo del poema que, en su revelación (milagro), se extingue; tiempo de la existencia que, en su abolición (muerte), contiene también su permanencia: “El Río sediento / Huyendo del agua”. 15Ha vuelto la diosa ambarina es el título de la última colección de poemas de E. A. Westphalen. Publicado primero en los Cuadernos Autógrafos (Tijuana, México) fue editado más tarde (1988) por la UAM. También aparece en Bajo zarpas de la quimera (1991). Coleção de Areia - 126 Y todo culmina en un nuevo trato con la muerte (“pórtico de renovación”, que dijo José María Eguren), para atravesar la última linde y mitigar avernos, de la mano de aquellos otros dos silenciosos que vieron en la noche, que atravesaran sus caudalosas corrientes de quietud (afirmación en la negación): San Juan de la Cruz y José María Eguren. Leamos un último poema: Uno muere varias veces en la vida (es la experiencia común) — la primera al nacer — las otras — tarde o temprano. Por lo demás — con ansia y sin ilusiones — entonemos el Cántico de Amor y Gloria ad vitam aeternam — aunque se presienta dudoso ese siempre — a lo más un término para subrayar lo inconocible y lo invisible (en esta vida o en otra — concluiremos por ahora). Nos dispone para un nuevo trayecto, invistiéndonos con la sabiduría del desengaño; pero nos muestra también su flanco más débil, cómo vencerlo, vencidos. Crece la escritura desde el habla, niega el artificio de la poesía; desde el principio anterior a la palabra, ritmo y acento de la vibración afectiva, de su permanente novedad: signo impertinente ese uno irrefutable, impersonal, pero que nos señala, y singulariza la experiencia; pausas y fragmentación sucesiva del discurso, ventanas abiertas a su doble, o a su negación o cansancio, porque en su forma se debate la existencia; paréntesis de la inversión irónica impidiendo la enajenación; y ese nosotros — en fin — que es comunión en la palabra, en la experiencia que ese tejido verbal nos ilumina: antes, una sugestiva sensualidad en el desbordamiento de las imágenes; escueta afirmación — ahora — en la alternativa de la ironía. Atendamos, por un momento, a la voz del poeta que lee desde una plenitud resignada: su palabra no surge con la veneración sacerdotal del comienzo (custodio del secreto); se ha extinguido, casi, la sensación de estar poseído, en su limitación humana, por la extrañeza (obsesión, entusiasmo) de su instrumento: es soberano ahora de su mundo, y habla desde una seguridad satisfecha, y al mismo tiempo claudicante. Ordena su Coleção de Areia - 127 orbe y su palabra, y su voz se ajusta a tal construcción, con solidez y entereza: disipado el balbuceo bilabial (sibilante), la voz es potencia gutural, rotunda; y hasta el cuerpo se yergue — seguro — por encima de la página y sus trazos: mirar un horizonte, desde el lugar de arribada, investido de la experiencia y sin el furor que lo anonadaba. Porque escribe desde una certeza que es incertidumbre, desde una confianza que contiene la desconfianza: ansia, sí, pero no ilusión como aquélla que movía a la aventura de cruzar bosques de maravilla. Aquí habitamos, simultáneamente, el asombro y la experiencia común: morir varias veces en la vida supone nacer otras tantas, sólo en la inminencia del canto, en la elevación poética (cántico) de la palabra, que transforma el tiempo todo en la eternidad de un instante: revelación, pero pasada por la experiencia, y tal vez en ella agotada. ¿No será todo sino la forma única de vivir lo invisible, de conocer lo inconocible? En esta disyuntiva, última fractura, el principio (presagio) de la perpetua danza, del continuo comienzo, del canto sin fin. Coleção de Areia - 128 Conjunción y disyunción (Notas del diario de un diálogo) Ordeno fragmentos de un tiempo: más de veinte años. Con ellos, reconstruyo mi trayectoria por un espacio: profunda vastedad del territorio poético; creación y crítica; escritura mirándose a sí misma, creciendo en la desconfianza o en la resistencia. Pero ¿hasta dónde? Por eso, mi itinerario desea ser diálogo. No preguntas que aguarden respuesta; encuentro y aproximación sucesiva, para establecer una corriente de recíproco reconocimiento. Lectura como iluminación; pero también como perplejidad, frente a lo leído y frente a quien se arriesga por los entresijos de la escritura. Proximidad del entusiasmo; distancia de la reflexión, ante una obra que solicita una actitud comulgante. ¿Cómo se ve quien en ella se contempla? ¿Qué respuesta debe dar a sus repetidas sugerencias? Conjunción y disyunción: movimiento alternativo para una trayectoria compartida, y que la enriquece, que le da sentido. Hacia 1969 Se han atenuado los asombros de años atrás. Sin embargo, el recelo persiste. Por tercera vez en el siglo, la aventura atlántica proponía una nueva fundación ante el roquedal de nuestra autosuficiencia. Pero nos empeñamos en oir una sola voz: los acentos marcan la diferencia y la diferencia inquieta demasiado. Sucedía con la narrativa. Para la poesía, el olvido o un desconocimiento prácticamente total. Y en ese año, un libro amarillo y negro trae — en la contraportada — el rostro de su autor tallado a contraluz, dentro de un círculo: casi una máscara de piedra; solidez mineral entre negra vegetación. En el interior Coleção de Areia - 129 discurren (¿giran?) signos, trazos en la página áspera, trayectorias por el cuerpo del lenguaje. Yendo y viniendo, o hacia la tradición o hacia la aventura. No descubro entonces a un nuevo autor, tampoco leo aquellos signos como una nueva forma poética. Escucho otra voz, lejana y próxima a un tiempo. En ella me reconozco y a través de ella puedo ir, y alcanzo a ver, un poco más allá. Surge del otro lado de mi idioma e impide que las palabras petrifiquen: dichas con pasión, dispuestas con rigurosa clarividencia. Voz que remueve el poso quieto de nuestra lengua común; relación inédita entre el poeta y el instrumental prodigioso: no un servidor de las palabras; ellas son su propia existencia. Con ésta, rememoraba yo voces no muy lejanas, despeñándose desde las escarpaduras andinas o corriendo en torrenteras — viento y agua — por el vértigo de Temuco. Sin embargo, la vitalidad era otra; la agitación, intelectual. Vencida por la enfermedad y la muerte la enjuta negrura de nervio y hueso, dilapidada por el uso la desbordada opulencia carnal, un rastro de palabras surgía en el vacío (silencio) blanco, para resplandecer insólito. Este poeta mexicano, cincelado en piedra, convivía tenaz con la tradición más próxima o más remota, en apasionada disyuntiva (¿Águila o sol?); pero se atrevía, igualmente, al contraste con otras tradiciones, con otros ritmos (Ladera este). Voz que refutaba la seguridad de la tradición sin negarla. Escritura como experiencia de diálogo, con el mundo y con la palabra misma (“El escritor es una voz disidente, crítica”). Disidencia, no mera oposición; camino que penetra reflexivamente en la forma. Poesía como “regreso (…) a una vanguardia silenciosa, secreta, desengañada (…) crítica de si misma y en rebelión solitaria contra la academia en que se había convertido la primera vanguardia”. Desde el modernismo, el escritor hispanoamericano, se ha reconocido cosmopolita, y nos enseña a serlo. Un cosmopolitismo que supera la idea de desarraigo, para entender la poesía como voz unánime: tradiciones diversas, tiempos y espacios diferentes confluyendo en un espacio y un tiempo originales: mundo mítico del comienzo; universo del poema. Octavio Paz lo afronta desde una repetida resistencia. Gozar por pasión el objeto artístico; observarlo desde una distancia que es Coleção de Areia - 130 perspectiva crítica sobre la propia operación creadora. Síntesis fundacional, verdadera fiesta de los sentidos. La escritura — abundancia generadora de un erótico dinamismo — discurre como cuerpo ofrecido a la posesión y posesor él también. Convergencia del verbo contenido y tenso de Octavio Paz con el desbordamiento sensorial, insondable hermetismo, de Lezama Lima: los dos, comienzo. La escritura deja de ser una teoría de signos ofrecida a la interpretación, para configurarse como experiencia hecha voz; voz que — en el espacio atlántico — yo reconocía en mi insularidad original, comulgaba con ella. Convergencia y confluencia del mundo en la isla; dispersión y divergencia del horizonte — desde la isla también — en la vida, en el lenguaje. Cercados por la presión moral y social de nuestra literatura, o víctimas del frío optimismo que la algarabía estructuralista impuso a la crítica, pocos supieron oir, en España, aquella palabra cuyo hemisferio inconsciente (fónico y gestual, rítmico o mágico) convivía, en agitado diálogo, con su otra mitad (reflexión sobre la forma del lenguaje, sobre el cuerpo del poema). Octavio Paz asume la tradición esencial de la poesía; analogía e ironía actuaban allí simultáneamente, y todo podía ser lo deseado, si bien cualquier hallazgo debía ser contradicho por aquel mismo deseo: un ejercicio fronterizo, resistente al agotamiento y abierto al abismo de lo posible. El poeta desvelaba así otro interrogante inédito en la escritura poética española: la necesaria tensión entre lo espacial y lo temporal dentro del poema. Antonio Machado proporcionó un fetiche (poesía “palabra en el tiempo”) y sus seguidores lo redujeron todo a discurso: eclipse de la transparencia. El poema, para Octavio Paz, era intensidad del instante: tiempo de la revelación portentosa; pero de una revelación, también, fugaz. En su derrota estaba su victoria. Mallarmeanamente, sonido y silencio, palabra y vacío, establecen una relación rítmica primordial, y el texto deslumbra en la precisa unidad de su espacio, su cuerpo; fragmentado o ramificado en la elevación interior de su sentido (“El espacio fluye, engendra un texto, lo disipa, transcurre como si fuera tiempo”). Verticalidad que desvela las relaciones e implicaciones internas del lenguaje como experiencia (la voz se acerca, dialogante, a aquella otra, en Temperley, Buenos Aires; Coleção de Areia - 131 como antes merodeó la cálida humedad de Trocadero, La Habana); verticalidad que es, al propio tempo, circularidad o sinusoide. “Piedra de sol”, el poema central. Círculo del calendario azteca, representación de su único tiempo que engloba todos los tiempos; medida y transcurso, pero también imagen y estatismo; solemnidad de una teoría de signos religiosos y burla de la figura central, enseñando irreverente su lengua. Ritmos sucesivos y concéntricos de la espiral de signos: pozo de verticalidad esencial donde se contemplan voces y tradiciones (barroco español y surrealismo, simultaneísmo de Pound y cenizosa religiosidad de Eliot: retórica del Occidente, desnudez del Oriente): “escritura de fuego sobre jade, / grieta en la roca, reina de serpientes, / columna de vapor, fuente en la peña, / circo lunar, peñasco de las águilas, / grano de anís, espina diminuta / y mortal que da penas inmortales, / pastora de los valles submarinos / y guardiana del valle de los muertos, / liana que cuelga del cantil del vértigo, / enredadera, planta venenosa, / flor de resurrección, uva de vida,…” ¿Habla de la piedra indígena o habla de la poesía? Circa 1975 Tras la lectura del poeta, la dimensión de las propuestas del escritor; exploración entusiasta por sus siempre inéditas e imprevistas revelaciones. Sorpresa: el entusiasmo no cegaba la reflexión, la volvía más luminosa. Necesario reflejo (doble) de la escritura poética, la aventura crítica emprendida al unísono por Octavio Paz. Razones de una identidad histórica perdida en el laberinto de soledad, raíces de la tradición literaria o nexos con la modernidad (El arco y la lira o Cuadrivio); interrogación ante un tiempo conflictivo (Postdata), diálogos con las diversas estéticas de las que se reconoce tributario o hacia las que se siente atraído (Claude Levi Strauss o el nuevo festín de Esopo, Marcel Duchamp o el castillo de la pureza…). Y siempre una actitud perpleja — poética, en el más puro sentido — para resolver todo eso en escritura. El lenguaje (“actividad vital más que ejercicio de expresión”) es uno, y — poético o crítico — la misma belleza e idéntica eficacia lo animan. Coleção de Areia - 132 Debate que también yo planteaba dentro de mi generación: resistirnos a la trampa maniquea de la ideología para abandonar la soledad acorralada en que nos debatíamos. Para que la pasión fuera eficaz tenía que ser lúcida, como (víctima de idéntica celada) descubriera el propio Octavio Paz en el libérrimo territorio del surrealismo. Leer lo sabido aplicándole el contraste de una experiencia periférica y excéntrica, y las ideas lucían sin la almidonada reverencia de la costumbre; se volvía transparente (y dinámica) toda máscara (y parálisis) de la verdad. Resultado primero de mis perplejidades, y de mi voluntad de diálogo ante los reclamos de aquella voz, mi estudio sobre Octavio Paz quiso eludir fáciles ditirambos, se originaba en paralela curiosidad inquiridora, crecía con el mismo desasosiego que generaban sus propuestas poéticas y críticas: manifestación de un examen de conciencia que prescindía de los contrarios excluyentes y prefería la mirada conciliadora de los opuestos. Así definió el escritor mexicano la incertidumbre de un mestizaje no sólo racial, integrando en su pensamiento la visión del mundo colonial: no su negación, el diálogo abierto (crítico, donde fuera menester) con aquel otro que era él mismo, y con él mismo reflejado en la imagen de ese otro. Dejar al descubierto, aun con sus limitaciones y miserias, la identidad individual de cada uno de nuestros rostros, nos revelaba quiénes éramos en realidad. Redactado a lo largo de 1975, mi estudio mostraba, sobre la explicación de la obra, mi posición ante ella. El principio de la transición democrática española me había obligado a establecer un espacio de silencio y reflexión ante los diversos frentes que entonces se abrían a mi actividad intelectual. No servía mi lenguaje, agotado por el compromiso moral; mi discurso poético se hallaba muy lejos de la torpe reducción provinciana en que desembocaba el Estado de las autonomías; mi independencia, a la que tampoco renuncié, no iba a ser recompensada. ¿Sobre qué materia habría de versar mi trabajo y — de modo especial — qué lenguaje necesitaban a partir de ese momento? La lectura de Octavio Paz me descubrió mi propia perspectiva (también periférica, también plural) dentro del discurso crítico de la literatura española. Como insular atlántico me hallaba a la distancia óptima para sumir la lengua como incertidumbre y Coleção de Areia - 133 para abordarla sin la reverencia negadora del riesgo que toda propuesta, si es de verdad crítica, debe correr. Y para entender, libre de prejuicios, esa voz que, desde el otro lado del idioma, me hablaba con idéntica resonancia, pero con inusitado vigor. El final de mi trabajo resultó ser también su principio: nuevos caminos — ya no exclusivamente poéticos — se ofrecían a mi exploración, y por ello mi discurso se interrumpe en el umbral de un trayecto verbal y visual: el camino de Galta, una nueva perplejidad. Invitación a “recorrerlo de nuevo (inventarlo a medida que lo recorro) y sin darme cuenta, casi insensiblemente, ir hasta el fin […] al comenzar la caminata, tampoco sabía adónde ni me preocupaba saberlo”. Entre 1979 y 1990 Quedó en suspenso, digo. Pero — sin saberlo — yo comenzaba idéntico itinerario: retorno cauteloso a la escritura, cerrado aquel paréntesis de silencio. Vuelta y Pasado en claro, títulos que señalaban la dirección: memoria del principio vinculada a un discurrir ya cumplido; regreso por la experiencia, no su abolición, no su abolición. Lugares fundados por la huella de un tiempo no histórico; condición única de la palabra que los dice. De nuevo, el centro de un poema circular, “Nocturno de San Ildefonso”, piedra de México también, pero en la gravidez de la historia. Si antes, en la espiral azteca, la palabra contenía la definición; ahora, la palabra es la estructura concéntrica que se anda y desanda alternativamente: interrogación en las volutas del barroco. Allá, el so, presencia resplandeciente; aquí, un laberinto que se recorrer desde la noche hasta el clarear del día. Mi nuevo acercamiento (en 1983, aunque nunca llegara a editarse) se completó con la otra lectura de Octavio Paz. El ogro filantrópico, Tiempo nublado y Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe: concurrencia de los dos principios; pasión cosmopolita, entusiasmo fundacional; lo poético y lo político implicándose recíprocamente. Pugna por revelar la identidad; signos en rotación que, en su movimiento, se contemplan e interrogan, dispersándose en el asombro; que, quietos, se reúnen e identifican en el instante supremo de la entrega. Coleção de Areia - 134 Constelación que refleja el territorio poético de Hispanoamérica, más acá de las lindes establecidas por los fundadores. Animado por la apuesta paciana, abrí una puerta lateral para que (desbordada aquella tesitura) fluyera un río de voces hasta entonces represado: cauce del recelo por donde crecía la nueva tradición. Mi diálogo se diversificó, pero fue benéfico. Disyunción primera: desde aquel otro lado del idioma venían voces sin la tonalidad monocorde de la interrogación. Superada la perplejidad, las oía más libres: desnuda verticalidad de Roberto Juarroz o exploración numinosa de Gonzalo Rojas; diseminación de tiempo e imágenes en Javier Sologuren o atrevida verba, remedo irónico de los clásicos, en Carlos Germán Belli. Blanca Varela abriendo la angustia al asombro contenido de la palabra; Juan Gelman, sofocando toda reverencia en el balbuceo sísmico de sus versos; José Kozer aplicando al fervor sensual de una palabra desbordada una serenidad contemplativa o una doblez conceptual… De nuevo me sorprende el mismo principio de años atrás: la entrada del sendero de Galta, indicando el camino de mi propia experiencia. Recorrí la magia del jardín de Cambridge; me atreví a reproducir el maravilloso salto de Hanuman (acción que se cumple anulándose; desafío a la realidad, desafío al lenguaje) y — detenido en ese instante — sembré, en la inquietud de su imagen perfecta, una agitación interior en donde me reconocí y me reconcilié conmigo mismo, en la mitad del camino de mi vida. Radicalidad del oficio de escribir, en tanto que deudora de una imprescindible conversión. A la salida del sendero (“transparencia universal: en esto ver aquello”), mi lectura no se interrumpió, pero ya no pudo ser la misma. Hablaban allí, también, las nuevas voces; procedía multiplicar la perspectiva. Exigencia de aquello que — en mi diálogo con Octavio Paz — más me ha importado: la escritura como generadora de su propia crítica (“El escritor siempre escribe frente a algo”). ¿Era así ahora? Nueva disyunción: en esto ya no se alcanzaba a ver aquello: petrificación del discurso, renuncia a la transgresión. Ni subversión del lenguaje ni disidencia ante la realidad: prevalencia de un discurso político y claudicación ante la actividad pública. En Puertas al campo se advertía: “Lo que me inquieta es que hoy ya no es necesario Coleção de Areia - 135 esperar a que los artistas mueran: se les embalsama en vida. El peligro se llama éxito (…) Los artistas se han vuelto osos de feria, espantapájaros. Y las obras: monstruos de plástico, recortados, empacados, rotulados (…) cuya factura obedece a una concepción servil de la rebelión”. Contundencia de la verdad. ¿No se apaga, en Árbol adentro, la transparencia del lenguaje poético; no es víctima de sus propios hallazgos? ¿Y nos se halla mediatizada la otra voz por una estrecha servidumbre a la complacencia: decir sólo aquello que se espera del autor? Disyunción, también, porque se ha relajado la tensión conjuntiva entre poesía y crítica. El escritor reivindica la primera como oficio exclusivo, como destino (en 1986: “la poesía ha sido para mí no solo un oficio cotidiano y una invencible afición sino un vicio, un destino y, en fin, un culto, una religión íntima”). Y el poema insiste en enumeraciones recurrentes, prefiere el tono sentencioso, las imágenes hechas, vaciadas por el uso, aun en su impecable corrección. Anulada toda sorpresa, el discurso poético pierde el acicate de su capacidad reveladora. Ni el lenguaje es un espacio conflictivo, ni la realización del poema resuelve especiales problemas. La crítica, desmembrada de la poesía, soslaya toda indagación reflexiva sobre ésta última, y sobre los hechos culturales que antes la implicaban. Acaso alumbramientos parciales; pero no impiden que las propuestas se atasquen en el pozo cegado de la historia. Se opta por la simple linealidad diacrónica de los sucesos; no se da pie a la imprescindible exploración ulterior que podría animarlos. Al atenuarse toda disidencia o resistencia, no se superan los límites establecidos en las luminosas indagaciones ya conocidas. Al final de mi itinerario, se dibuja la curva sinuosa de un interrogante. Mi identidad con su principio genera fidelidad hacia esta voz que me nombra; mi fidelidad, sin embargo, me obliga a preguntarme por la razón de esta adormecida tibieza. No se siembran nuevos signos perturbadores: la voz, de pronto, ha dejado de oírse: ella misma es su máscara. El poeta avanza. Su rostro amable muestra satisfacción. En torno suyo, gentes que le rinden homenaje. Y así debe ser. Hora de los parabienes, a los que me sumo con regocijo. Sin embargo, el homenaje no debe ser un obstáculo más entre los obstáculos del éxito: habría Coleção de Areia - 136 que dibujar el principio de otro camino que cruce — inquietante — el cuerpo ahora complacido del lenguaje, que lo sacuda de nuevo y que lo despierte. Su destino (¿dónde?) será su sentido. Coleção de Areia - 137 Joaquín Pasos: un joven que nada sabía Como el niño, como el adolescente, el poeta: juegos y soledad; atrevimiento e inconsciencia. A los quince años de su vida, el nicaragüense Joaquín Pasos es un muchacho que nada sabe; juventud e ignorancia radicales, motores de una existencia signada por la pasión vital, por una despreocupada alegría; también por un profundo y elemental sentimiento religioso que sólo habría de extinguirse entre las perplejas vislumbres de una temprana agonía. Pero esa existencia nada es sin el árbol de palabras que de ella brota y se abre imparable y se dispersa, prodigiosa fundación verbal. No hay hiato alguno; vida y poesía son la misma cosa: cuerpo de palabras. Entrega, contemplación recíproca de la una en la otra, desde la mutua perplejidad que abre — misteriosamente — las puertas de esa revelación que, con extremado celo, toda poesía guarda, aguardando el encuentro. Así, la satisfecha alegría por el hallazgo; así, el placer del riesgo, al atreverse a buscar la otra cara de lo nombrado que es lo vivido, y de la palabra que lo nombra, que es la vida. La aventura vanguardista de un Joaquín Pasos apenas adolescente, nos habla del hombre libre que ocupa el espacio de su lengua con una fuerza destructora y constructiva a la vez. No hay concesiones al orden, desde luego; pero tampoco se enajena en la tibieza o en la vulgaridad del estereotipo, por atractivo que pueda ser éste último. Joaquín Pasos no se limita a ser un discípulo; no es un converso que se contente con cumplir, religiosamente, el ritual aprendido. Los vanguardistas nicaragüenses de 1929, al acoger a Joaquín Pasos como uno de los suyos, permitieron (pienso que sin plena conciencia de lo que hacían) que, en el seno de su movimiento renovador, arraigara un vigoroso y verdadero Coleção de Areia - 138 principio poético: aquel joven — es cierto — haría mangas y capirotes del orden tradicional; pero no se contentaba con suplantarlo por la servidumbre a un nuevo y amanerado formulismo (el que sus mentores trajeron a Nicaragua, desde Europa o desde los Estados Unidos): construye, de modo original, un orden inverso, alimentado por la espontaneidad de una palabra poética en estado puro que, el propio autor confesaría, más tarde, haber rescatado “entre los pequeños vestigios de la poesía popular que habíamos heredado del tiempo colonial”. Construcción estrófica precisa, sentido poético de la rima inconsciente alumbraron al poeta el camino de esa voluntad lúdica desde la cual se apresta a abordar el lenguaje (“voy lejos, entrando a la selva montado en este / árbol callado”); le descubrieron las posibilidades metamórficas que encerraba y que él — en un rapto de violencia infantil — haría suyas, desarticulando el juguete de la realidad y de la lengua, de forma tal que siempre — entre sus manos — se ha de tocar en algo nuevo para su excitada imaginación (“Me he encontrado detrás de los espejos / allí donde hay museos de museos / y las antiguas corbatas se agotan en silencio / ésa es mi cara, mi vieja cara nueva / que yo clavaba en un bastón y la paseaba por las aceras / y esta es mi carne, la que era / transmitida por teléfono / empacada en lindas valijas de viaje / pedida cablegráficamente por los salchicheros de Oxford / y falsificada en los restaurantes / todo eso era yo…”), por más que el objeto hallado (y perdido) sea la propia identidad. Capricho destructor, sí; pero nunca resuelto en artificio verbal; el objeto poema es una encarnación de aquella dramática experiencia de “joven ignorante” que decíamos: espejo corrosivo donde contemplarse sin rubor; y donde, con él, nos contemplamos. El testimonio se da por añadidura, en la sacudida implícita que — sólo poniéndonos en su lugar — recibimos. En apariencia, todo puede resultar evasivo, o despreocupado; en los huecos de silencio, en la perplejidad que el poema abre, se instaura el vértigo del reconocimiento. Palabra original que es palabra común. Lenguaje en libertad que, gracias a su condición juvenil e ignorante, dibuja los límites de un espacio que es lugar solidario. En esa palabra comulgamos. Porque aun en la ingenua alegría que la mueve, Coleção de Areia - 139 aun con la mirada naïf que toca las cosas para otorgarles mágica apariencia, y sin desdeñar esa población de objetos y fetiches que allí habitan (o los guiños y complicidades que lo sustentan), lo que en este territorio predomina (y crece constantemente) es una particular condición ceremonial de la palabra; incluso — por momentos — una intensidad mística, si de tendencia a lo misterioso hablamos. Y si hay éxtasis y desprendimiento, no puede extrañar que sean las iluminaciones del azar, o el abandono a la sorpresa inaugural de cada instante, los guías del discurso poético de Joaquín Pasos. Los poemas de este joven ignaro hallan su principio en la sabiduría popular, una zona fronteriza, híbrida, que desconoce la diferencia entre lo transcendente y lo irónico, que anida en lo trivial pero que padece la inquietud trágica de la existencia. Si, por ejemplo, Pasos parece acercarse — en sua “Canzonetas” — a la gravedad sentenciosa de las “canciones” machadianas, la contenida y matizada sensualidad que late en aquella (poemas de amor, al fin), tiñe de intencionada doblez el rigor filosófico de sus consejos: Así viviremos fuerte verdad que estuvo callada, ya que apenas fue expresada en estas líneas sentidas, que al leerlas, encendidas quedarán con tu mirada. Vanguardia crítica de sí misma, ha dicho Octavio Paz, refiriéndose a ese momento poético hispanoamericano: el lenguaje no se reduce a simple invención objetiva; el poeta explora en su interior (no hacia sus referentes) para abrazarlo como destino, como existencia. Pero el lenguaje es su forma, su norma, y el poeta actúa sabiéndose instrumento de esa normalidad: la canción o la conversación, la métrica y la rima muestran — en manos de Joaquín Pasos — su doble fondo. Ambigüedad irónica (y hasta humor) que hace saltar el riguroso orden gramatical, que multiplica y contradice el valor semántico de las palabras. Desde dentro mismo del lenguaje, y con agresividad quevedesca, arremeter contra la petrificación de la Coleção de Areia - 140 verdad y contra los estereotipos literarios que suelen amenazar la voluntad libérrima de quiénes, como nuestro escritor, asumen la práctica poética en tanto que única forma de existir en la verdad. No he recordado al poeta conceptista por causalidad. Su presencia aquí es muy pertinente: Quevedo no fue ajeno a la dimensión sensual (y pasional) de la vida y de la muerte; pero la vida (y la muerte) era la escritura: servir a la poesía sin negar la forma, pero sin acartonarse en la pura frialdad normativa de esta última. De aquella primigenia espontaneidad de la poesía tradicional, cuyo vigor se revela en la palabra misma y en sus sugerentes combinaciones, pues el autor — anónimo o no — se ve superado siempre por una capacidad verbigerativa ante la cual su única opción es el asombro; de ese principio — digo — deriva la peculiar construcción rítmica de los poemas de Joaquín Pasos. Al conjuro del ritmo, el orden salta en pedazos y se iluminan las más increíbles transfiguraciones metamórficas: sorpresa y perplejidad constantes como vías para penetrar en (y apropiarse de) el mundo, entendido éste como totalidad que supera el simple reconocimiento de lo real objetivo. Las mismas cosas, o los lugares (reales o figurados), o las recurrentes referencias al contexto, aun en su contundencia, resultan ser transparentes en la obra de Joaquín Pasos; porque existen en tanto que lenguaje y en tanto que ritmo, y no son nunca significados opacos; el corsé de la estructura versal (rima forzada, estrofas precisas, antítesis, paralelismos) no muestran su rigor, dejan en evidencia la falsa nitidez casticista para cuya preservación se generaron. Y la irracionalidad, heredada del inmediato principio vanguardista, es negación y resistencia ante la rutinaria aceptación del mundo como realidad útil. El autor no se limita a manejarla como recurso cristalizado en norma; con ella se solaza en la contemplación satisfecha de los efectos que produce su atrevimiento, puesto que la manipula como ese joven ignaro que el poeta es: eliminado el principio de contradicción, queda al descubierto la marginalidad primordial desde donde debe actuar todo poeta que quiera serlo de verdad: dolorosa, porque resultará imposible de vencer; pero lúcida, pues sólo desde ella la palabra poética alcanza la transparencia necesaria que la identifica y la diferencia: Coleção de Areia - 141 Las cosas son mar, la mar de cosas, la primera es la cosa soledad. En la arena, en la ola y en la espuma, en una hoja, un vidrio, una teja, un cadáver de pez, un alga rota, un zapato, un zapato submarino, una callada concha que suena a soledad. La soledad con mar, el agua sola. Por intermedio de tal alumbramiento primordial, Joaquín Pasos ha llegado — como sucediera con sus antecesores los modernistas — a la contemplación original de la propia identidad, en tanto que escritor y en tanto que individuo. No hay obstáculo alguno, por tanto, para que este “joven poeta que nada sabe” se atreva a escribir en inglés (en un inglés muy peculiar, dicho sea en su favor). Tampoco, esta vez, un capricho. Al hacerlo así, Joaquín Pasos toma contacto con el principio desinhibido de la materia poética; en esa lengua otra, en esas palabras que se oyen de modo diferente, que se ven como objetos distintos y distantes, su español de origen se refleja y dialoga con su principio esencial como lenguaje, iluminando una insinuante vitalidad superadora de la mera aprehensión de significados. El poeta adquiere, entonces, conciencia de la palabra en sí misma; toma distancia frente a ella y se apresta a defenderse de su posible impostura. “Mutta parola” puede ser un poema ejemplar: Here are the words and I want to be protected against them …………………………………………………………………………….. Throw them away, and give to man the right to speak his own languaje, yet unknown. Take from me the whole lexico. Cut from my tongue any tongue. And this afternoon, let me see the pictures of the white book of Silence. Ni la reducción prosaica de la retórica, ni la espontaneidad que — de forma implícita — denuncia la estirada petulancia a la Coleção de Areia - 142 que siempre acaba acomodándose toda creación poética, ni la configuración digresiva del ritmo, progresando de sorpresa en sorpresa, distraen de lo fundamental en estos poemas: ser una suma de lenguaje, visión y dinamismo verbal. Cuerpos que el ojo del lector hará revivir cada vez que, con su caricia visual o con la incontinencia del deseo, se llegue hasta ellos. Hablamos de una suerte de sensualidad que habita en el texto, y que funciona como elemento provocador del acto de lectura; sin ella, la poesía de Joaquín Pasos se mantendría ajena al lector y éste — por su parte — no encontraría el camino adecuado para iniciar el viaje imaginario (ascensión vegetal) a través de este territorio verbal que, transfigurándose gracias a ese contacto recíproco, lleva a ambos (poeta y lector) hasta el encuentro con el incierto destino en que desemboca toda experiencia poética compartida: se palpan los sonidos, a su conjuro nos abandonamos; se reconocen las formas, intenso pero fugaz roce con lo invisible; al final, siempre la revelación como triunfo y como derrota: Señores, basta una nube para averiguar la verdad. Basta mirar el aire con los ojos bien abiertos. Basta un pájaro, una sombra en el agua, un rumor de ola. Basta! Mística y erotismo; tensión hacia lo misterioso y arraigo en el cuerpo, en la pureza de los cuerpos de las cosas: soledad y distancia como acicates de una y otra sacudida reveladoras. Irreverencia y actitud reflexiva se confunden entonces: la intensidad del hallazgo se desdobla en concepto inquietante e imagen apasionada (“Pasión gozada en la pasión sufrida / porque en la amante sombra iluminada / está la muerte uniéndose a la vida”): dos polos de la tensión única desde la cual se proyecta esta escritura, que en amor y muerte se resuelve. Erotismo y alegría, extremos de la plenitud conseguida. Irrumpir al unísono, por ambos senderos, en la totalidad del otro lado, en la sensualidad cósmica y en su vacío: hallazgo íntimo, el misterio de la existencia. Poseer la palabra (materia del juego), asentarse en la alegría (atmósfera de una ingenuidad primordial); adoptar, desde la distancia, la actitud irónica y superior (osadía juvenil) de quien las sabe suyas; pero ni así se Coleção de Areia - 143 dilucida el misterio. Al poeta — como al amante — sólo le es dado llegar, rozar apenas el alumbramiento último y primero de la palabra, del amor; su única certeza: habitar el espacio de lo incompleto abierto a lo posible. Goce sensual del objeto amado, de su encarnación verbal y corporal; conciencia inmediata de su instantánea extinción. Límite de la vida (y la muerte), de la palabra (y el silencio): zona ambigua y fronteriza donde se revela (y se arriesga) la existencia; allí, la identidad colectiva empieza a ser, también, evidente. La biografía de Joaquín Pasos, un “joven que no ha amado nunca”, discurre precisamente por esa delgada línea del deseo y la incertidumbre, entre uno y otro lado, sin decidirse nunca. ¿Temor a realizarlo por no perderlo? ¿Conciencia de la plenitud poética como destino existencial? Como la poesía, el amor: una exploración verbal desde la conciencia de la distancia; delicada idealización que no excluye el desmayo prosaico (o irónico) de la ignorancia sabia del poeta. En este extremo, el juego infantil de los atrevimientos se vuelve juego cortés de la poesía, sutileza conceptual y rítmica; musicalidad del lenguaje, elevación ideal del objeto amado. La mujer en el centro de la pasión, en la distancia de la melancolía: su presencia, ritmo, como las palabras que dan cuerpo a su imagen. El misterio, sin embargo, anida en lo anecdótico inmediato: su derecho y su revés son uno. La vitalidad provenzal o la sensualidad modernista, en extraña connivencia con una retórica que no rehuye la imaginería irracional de las metáforas radicales: el artificio se ve; con él, el desengaño. Amar es vivir lo invisible; escribir es decir lo inefable: la experiencia poética (amorosa) abre un espacio, vacío que deja la forma corporal (o verbal) deseada (“Se ha perdido ya el hueco de tu cuerpo / que era la voz de tu carne desnuda hablándole íntimamente a la ropa planchada”; “Esta no es ella, es el viento, / es el aire que la llama (…) Es el brazo que se abre, / es la mano que me llama, / pero no es ella…”) entre la plenitud y la nada: un relámpago, apenas, de luz; un giro, apenas, de aire (“Tu mano que al viento diga de ese modo / nada, Todo”). Iluminación y movimiento radicales, aunque prestos a la extinción: un “líquido tiempo que no moja”, no dura. El texto asoma y se extiende, arbóreo (aéreo), en el espacio generado por Coleção de Areia - 144 su propio movimiento (“Resbala el tiempo entre las hebras claras / y rueda, perfumado, por el suelo; / en un instante quedan encerrados / la luna, el sol, el mar, la tierra, el cielo”). No es de aire la poesía amorosa de Pasos; pero propende al aire como desconsuelo terrenal. Predominio de las vivencias, la anécdota precisa sus perfiles; sin embargo, poemas como “Imagen de la niña del pelo” que, en su extensión, parecen ceder ante la contundencia de los hechos, los lugares, las figuras, tampoco en la anécdota culminan; mejor, el poema cuenta su verdadera inexistencia, pues la palabra es deseo de revelación poética y amorosa. Cede el acontecer del discurso poético; la palabra se desprende de sus correlatos de este lado; podemos descubrir sus evidentes paternidades literarias (pasión atemperada del mundo clásico, fragilidad emocional de los románticos, opulenta imaginería modernista…), obligado a la concreción poética, el discurso se concentra en los límites espaciales que esa palabra determina, en el dinámico vacío que el movimiento deja, estela o sombra, transparente o invisible (“Esto no es aire, es el espacio puro, / el momento colgado como un nido / mientras nosotros en la tierra, mientras / mecen palmas arriba, en el olvido”). No se disimula la condición erótica, el gozo del tacto de la mirada, o de la unión corporal que abatirá la delicada frontera última donde la búsqueda se precipita hacia la revelación. Esto — irrefutable en su carnalidad — también se adelgaza en lo místico; crece (espacio) la insinuación (“Oh largo paso hacia el hogar de cenizas sagradas! / Entra, entra en las brasas que esperan en ardiente familia / tu tronco dorado”), un rítmico pedalear (movimiento) disuelve la imagen en el aire, dejando vivo su aleteo; dejando al poeta (amante) abatido ante su nada: En el ritmo en tambor, tu pie derecho sube y baja el pedal, como el corpiño que sube y baja el escondido pecho. Jugando estás con música de niño, la música en tu pecho se menea, se menea, se sale del corpiño; el sonido te envuelve en su marea, te baja al suelo y hasta el cielo te alza Coleção de Areia - 145 esta vuelta de vals que te rodea, este amor cadencioso que te valsa, esta armonía que en los ojos juega, esta nota infantil que te descalza. En esa frontera cruzada por el atrevimiento juvenil, la imagen de una identidad colectiva y conflictiva aguarda: historia y mito se confunden (“Me siento sobre mi propio cuerpo; / inmóvil, a contemplar mi sombra que hace gestos de pereza”). De nuevo ausencia (como la amada); de nuevo misterio (como el amor). Pero la ausencia es matriz y origen; palabra primordial queriendo abrirse a la vida y aplacar la incertidumbre de la existencia, de la experiencia habida en la parte de acá. Ese conjuro, no balbuceo o silabeo, vuelve del revés el lenguaje, dice lo invisible interior, desde el asombro con que culmina la lúdica inversión (invención) del poeta. Sólo que, ahora, ese hueco primordial lo llena el humus donde se asienta la raíz comunitaria (poder encantatorio del lenguaje) del individuo que avanza indeciso por su orbe de palabras. Balbuceo; pero también reverencia ceremonial, y expansión emotiva del canto (villancico u oración; corrido o canción recuperan la imagen — y la voz — del indio, no en tanto que personaje sino en su verdad radical y misteriosa: misterio de la miseria, y de la soledad, y de la ausencia, en las cuales el poeta — y el hombre — se encuentra y se reconoce). La serie denominada, precisamente, “Misterio indio”.celebra por eso la pureza y la virgindad del origen: potencia germinal preservada de la suplantación a que obliga el tiempo. Frente el rigor de Jorge Luis Borges, frente a la erudición de Octavio Paz (alardes de sabiduría y, como tales, acechanzas para el poeta), la sabiduría escolar de Joaquín Pasos: memorización de lo aún no localizado o entendido: cuerpos y objetos habitando un territorio ausente, mítico para el joven que lo observa por vez primera. No el resabio de la experiencia; la sorpresa del hallazgo, apenas nombre, apenas figura: deseo, siempre. Ambición por lo desconocido. Allí, el principio de la existencia (“Cuando se hacía al mundo, se oían algunos silbidos / que las ramas recuerdan. / También el aire raspa las axilas del río / como amaneciendo en un día silencioso lleno de dinosaurios / de luz pura acabada de ordeñar”). Coleção de Areia - 146 El poeta, una vez más, toma la palabra, devora las formas, y en su curiosa manipulación descubre un extraño poder: es el lenguaje quien lo guía; él ha de ser fiel a la peculiar oralidad que, libre de la disciplina del código, se enciende (relámpago) para decir, sin ceder a la tentación de la forma. Dimensión trágica de esta escritura. Como sucede en García Lorca, el carácter mítico de las visiones poéticos de Pasos, las fuerzas naturales que su palabra conjura, quedan ensombrecidas por la premonición emanada del capricho destructor con que el poeta acomete su ejercicio; pero así se desvela su verdadero sentido (“Que en la escamosa arena, un pez de lodo / fabrique al duro viento de la aurora; / que el secreto del mar quede en sus ojos / hecho una dulce córnea; / que se haga piedra el agua. Se haga polvo”). Poesía de lo ausente, hacia delante (el amor, el mundo) y hacia atrás (la memoria, la identidad); lo elegíaco como revelación última: misterio indio, imagen de la muerte en el espejo del despojamiento sucesivo padecido por todo un pueblo (“En la tierra aburrida de los hombres que roncan / se rizo piedra mi sueño, y después se hizo polvo”). Final de una lenta y sucesiva extinción, la muerte no es sólo idea, también es objeto físico, sensualidad agotada que, sin embargo, continúa manteniendo su cálida presencia corporal: recurrencia en la piedra como materia deleznable; en el polvo sucesivo de la ceniza quevedesca. A más notoria sensualidad, más angustioso el vacío; porque nos alonga al misterio del retorno a la naturaleza anterior, a nuestra cósmica otredad. Se ve, y se canta; pero resulta imposible contarlo: su dimensión excede la palabra, y ésta ha de establecerse como forma otra, como transparencia o elevación que — sin embargo — crece hacia la honda raíz del mundo. “Canto de guerra de las cosas”, poema coral con que cierra su obra Joaquín Pasos, abre la epopeya del hombre y, al mismo tiempo, configura su elegía final. Un largo texto, una dilatada progresión de ritmos, abierta en versículos; sucesión (a veces enumerativa, a veces intensiva) del duro asentamiento de la existencia (vida o muerte o vida), del protagonismo histórico imposible. Discurrir que se hurta a la narración; es canto, discurre hacia dentro: la palabra como forma y como ausencia de forma: alumbramiento, tan sólo un instante, de lo misterioso; Coleção de Areia - 147 y lo misterioso que es una presencia arborescente, vertical, una realidad disgregada en imágenes sucesivas, tramadas por el capricho inaugural del poeta, por esa explícita intención lúdica, tan característica en la escritura de Joaquín Pasos (nunca despreocupación, nunca indiferencia; voluntaria intervención sobre la realidad — sea él mismo, sea su memoria, sean las evidencias de un tiempo final dentro del cual se debate16). La palabra del “Canto de guerra de las cosas” es voz antes que escritura, vibración inaugural antes que consolidación de su forma: fuerza destructora de la apariencia mineral con que la tierra resiste al hombre: dadora la vida (“pero venimos, sí, desde mi fondo espeso, / pero vamos, ya lo sentimos, en los dedos podridos / y en esta cruel mudez que quiere cantar”), alentadora de conciencias. Una sabiduría diferente, ahora. La joven ignorancia del poeta se muda en escepticismo de fondo triste. Pero la palabra crece, la visión se enriquece; una voluntariosa peregrinación por la experiencia de la muerte nos ha llevado hasta el principio cósmico, hasta la ausencia más radical (“fuga de carne, de miedo, / días, cosas, almas, fuego. / Todo se quedó en el tiempo. Todo se quemó allá lejos”). Un canto en la guerra, entre las cenizas; una palabra perdida en medio del caos (sucedió con Neruda: Residencia en la tierra). Pero el caos ha sido siempre el dominio de este poeta, desde que niño — encarnado en su palo mudo — oía “el ruido de este poema / en los intervalos del ‘canto de las chicharras’, largo y triste / como un amor perdido”. El árbol, ahora de palabras en esta experiencia de la muerte, es “esfinge del sendero, / misterio crecido en el umbral”. Joaquín Pasos no se deja confundir por el desorden; en él, su curiosidad infantil ha sido satisfecha, luminosamente satisfecha; desde él ha sentido el vértigo “de esta jaula viva que crece / como crecen la oscuridad y el silencio”. Sabia y paciente reiteración de los textos bíblicos, urgida y turbulenta menesterosidad vallejiana: unión (y 16Cuando se habla de Joaquín Pasos como de un poeta urbano se atiende precisamente a esta circunstancia: lo mítico o ancestral se halla pasado por la conciencia de la realidad — y del lenguaje — como algo efímero y ofrecido a la posesión. Coleção de Areia - 148 comunión) que disipa el peligro de las formas, que sitúa al poeta de forma abrupta (y nos pone cara a cara) ante la vieja sabiduría de sus más profundas raíces: repercutiendo, la sacudida sensual de la voz; deslumbrándonos, el contacto carnal con la tierra. Tiempo dilatado y tenso — también — de una palabra original que se extiende y asienta en el espacio reservado para el canto, su única justificación, su desangelada corroboración final. Origen: una patética agitación; destino: transfiguración ingenua de tan extremada solemnidad. Prodigio de la espontaneidad y de la verdad simple, desnuda, de la palabra. Diré de nuevo, pura: no me engañaré. Esta sensualidad verbal sugiere antes que testimonia; inquieta antes que enseña. Tierra y cuerpo, alimentos de esta poesía, de esta pasión por la palabra (y volvemos a Vallejo, como casi siempre); éxtasis y revelación soliviantan la forma, para que la opaca finitud del tiempo, transparezca abolida en instantes de iluminación inextinguibles. Coleção de Areia - 149 Notas para un diálogo de antologías17 Las antologías poéticas han provocado siempre las más encontradas y diversas reacciones. Unas veces, la aceptación incondicional; otras, la más absoluta indiferencia; ha habido antologías indiscutibles y las ha habido también — las más — que despertaban suspicacias y polémicas sin cuento. En los últimos tiempos, sin embargo, se percibe un sintomático cambio de actitud en este sentido. Las antologías no se reciben ya con aquella expectante curiosidad; han normalizado, al parecer, su vida pública y no merecen un trato diferente al de cualquier otra novedad editorial. Podríamos pensar, habida cuenta la inflación padecida tiempo atrás, en un cierto escepticismo de críticos y lectores; se podría argumentar que las antologías han preferido el terreno más templado, y menos turbulento, de la investigación académica y erudita, antes que el nerviosismo de la más viva actualidad… Se podrían aducir muchas razones para justificar esa aparente indiferencia; pero yo quisiera pensar — como crítico, pero también como antólogo que he sido — que la verdadera explicación a tan escandalosa prudencia hay que encontrarla en el hecho de que las antologías se leen ya como lo que por sí mismas son, o quieren ser, al margen de toda coyuntura más o menos interesada, más o menos extra-literaria, que tanto les ha perjudicado hasta ahora. Es más, parece haber llegado el momento de que aquella malsana indagación en torno a las ausencias y presencias que en una antología pudieran descubrirse ya no resulta un elemento de valoración crítica ni suficiente ni aceptable. Parece haber 17El presente ensayo fue publicado por primera vez en los Cuadernos hispanoamericanos # 432. Madrid. Junio de 1986. [N.O.] Coleção de Areia - 150 quedado definitivamente al descubierto de la falacia de la antología como lanzamiento generacional que un editor, e incluso muchas veces el mismo antólogo, capitalizaban en su exclusivo beneficio. Se entiende, cada vez más, una antología como una propuesta de lectura, a partir del conocimiento y del entusiasmo que el antólogo tiene con respecto a determinados autores; como la particular visión de aquél, sin importarnos lo que se haya establecido antes como indiscutible. Cada antólogo hará su antología; y no puedo imaginarme ninguna (por mucho que se haya discutido este extremo) que no responda a un criterio de gusto personal, afinidades generacionales o, simplemente, simpatía por una obra determinada; esto, incluso, en aquellos casos en los que el propio antólogo se apresura a declarar lo contrario. Antologías, pues, como espacios de discusión y diálogo; como intentos de renovar opiniones establecidas, antes que antologías confirmadoras de lo sabido, o de lo que muchos creen saber sobre ese tema. En el corto trecho de un año se han publicado dos antologías que se proponen ordenar los extremos recientes de la poesía hispanoamericana. Dos antologías, además, preparadas por escritores de una misma generación, pero pertenecientes a las dos laderas de nuestra lengua. A fines de 1984, la editorial Espasa-Calpe publicó mi Antología de poesía hispanoamericana 1915-1980, y a lo largo de 1985 veía la luz, en el Fondo de Cultura Económica, la Antología de la poesía hispanoamericana que preparó, prologó y anotó el escritor colombiano Juan Gustavo Cobo Borda. Ambos libros han sido elaborados sin la presión que supone la servidumbre de la actualidad; ambos han surgido después de un trabajo de meditación y lectura en torno a una poesía compleja por su extensión y por su notable calidad, por los conflictos y contradicciones que han marcado sus últimas etapas. Los dos antólogos nos hemos resistido al envejecido criterio antológico que nos obligaba, por un lado, a repetir disciplinadamente una estricta ordenación histórica y generacional (tampoco hemos querido atenazar la vitalidad de una obra y de unos autores con la responsabilidad que supone el haberlos convertido en modelo establecido) y, por otro, tampoco hemos asumido la frivolidad que supone antologar con el propósito de un éxito editorial Coleção de Areia - 151 deslumbrante. De la lectura de la antología de Cobo Borda deduzco — y ello, he de confesarlo, me satisface — que los dos hemos preferido hacer una antología abierta; pendiente más de la poesía como fenómeno vivo y en marcha que como bien mostrenco a inventariar y conservar. Y si cometo la imprudencia de la autocita, no lo hago con atrevida vanidad, sino porque me parece muy significativo el hecho de que tanto Cobo Borda como yo hayamos tenido — de forma paralela y simultánea — la misma idea. Y porque el sentido con que afrontamos la composición del libro, el período histórico que abarca y la selección de nombres son, en muchos aspectos, coincidentes. Ello concede a ambas antologías un carácter dialogístico que, por primera vez que yo sepa, se produce en una obra de este tipo. Dos miradas complementarias que se proyectan sobre un mismo tema, proponiéndonos una imagen que dialoga consigo misma al ofrecerse — simultáneamente — tal y como desde ella misma se entiende y con los perfiles que proyecta en la otra orilla de la lengua. Mi conocimiento de Cobo Borda se remonta a algunos años atrás. En diversas ocasiones me he ocupado, con el interés que merecen, de sus sucesivas entregas poéticas; he mantenido con él una intermitente correspondencia, desde la dirección de la revista colombiana Eco que, con animosa entrega, llevó durante varios años, y desde su no menos entusiasta actividad de ahora, en la embajada de su país en Buenos Aires. Pero Cobo Borda es también un crítico notable, y aunque contestado desde diversos sectores que lo tachan de oficialista en exceso, ha contribuido mucho al estudio, difusión y defensa de los más jóvenes escritores colombianos, ha indagado en los movimientos poéticos más significativos de su país y se ha preocupado por mantener contacto con, y conocimiento de, la literatura toda de Hispanoamérica. No llega, pues, Cobo Borda a esta antología sin el debido respaldo de abundantes y minuciosas lecturas, sin una reflexión detenida en torno a las propuestas más recientes de la poesía hispanoamericana, sin el imprescindible entusiasmo — nunca disimulado — por asomarse a tan complejo como sugestivo panorama. Nuestro primer encuentro personal se produjo, hace sólo unos meses, en el último Congreso Internacional de Escritores en Lengua Española, celebrado en Coleção de Areia - 152 las islas Canarias. Intentamos entonces incorporar a las sesiones del Congreso un diálogo abierto en torno a nuestras antologías, aprovechando la feliz coincidencia de contar entre los invitados, con varios de los poetas antologados por nosotros. Por dificultades de programación ese diálogo no llegó a producirse, y estas notas quieren resumir por escrito algo de lo que pudo perfectamente decirse en aquel diálogo que no fue. * Mi comentario sobre los diversos aspectos puntuales de la antología de Cobo Borda no tendrá otro objetivo que el de aportar una voz y una opinión más al diálogo implícito que el lector interesado establezca con este libro. Un diálogo de antólogos que es un diálogo de antologías, que comienza, digamos, en el espíritu que anima a unas y a otros. En mi caso, la antología resume un deseo de aproximación de la poesía hispanoamericana al lector español; pero no en tanto que objeto exótico y novedoso, sino como manifestación de una lengua literaria que tiene, en su realización americana, la semilla de su vitalidad y de su futuro: una imagen del otro que somos nosotros mismos, pero desde la distancia necesaria para reflexionar y dialogar sobre ella. Cobo Borda, por su parte, plantea su trabajo como estudio de la poesía hispanoamericana en tanto que discurso literario integrado en la corriente histórica de la poesía española, a partir de esa generación del primer tercio del siglo que — como explica — “había de aportar ‘un nuevo siglo de oro’ a la poesía española y que a partir del 18 de julio de 1936, con el inicio de la guerra civil y luego, en el exilio interno, o en el destierro, habría de continuar elaborando su obra y dilatando su influjo por toda Hispanoamérica”. Nótese (y no creo necesarias más amplias divagaciones) que ambos caminos se encuentran, como se encuentran las voces de los poetas de un lado y otro del Atlántico, en una necesidad común: el reconocimiento, y por intermedio de éste la explicación, de un sentido y una personalidad para la poesía toda en lengua española. Pero hay algo más que este diálogo — apenas iniciado — ya nos propone, y que quizá pueda pasar desapercibido para el Coleção de Areia - 153 lector menos atento. Ambas antologías pueden facilitar ese encuentro y esa explicación, porque se originan y se plantean en el contexto real que les corresponde; en un contexto, en principio, histórico; pero también geográfico, que se abre a la modernidad y establece las líneas de fuerza de ésta última: el Atlántico como mar de la aventura y del descubrimiento; el Atlántico como espacio ofrecido a la exploración de lo nuevo, y como camino hacia un horizonte donde el viajero (el escritor, en este caso) descubre su imagen justificada en su aventura; el Atlántico, en fin, como itinerario de ida y vuelta que, sin esa circulación en ambas direcciones, no completa el sentido y el destino de quienes lo han abordado como experiencia. Apostando por esto, las dos antologías nos confirman cómo sólo en ese intercambio, en esa indagación constante en el otro que nos habla en la misma lengua, nuestra poesía logrará ser comprendida a plenitud. Un diálogo imprescindible, pero reiteradamente abordado por la incomprensión o por la deformación históricas (“ese vasto tejido poético hispanoamericano — escribe Cobo Borda — se perfila, sí, en dinámico contrapunto con otras voces pero también, y ante todo, en diálogo consigo mismo (…) la poesía latinoamericana ya habla con ella misma y reanuda su diálogo con España.”). Cobo Borda, en su estudio preliminar, nos conduce por la historia de la moderna poesía hispanoamericana siguiendo no los hitos habituales que las historias literarias y otras antologías habían puesto en circulación, sino ofreciéndonos ese constante deseo de diálogo, esa urgencia por resolver interrogantes y contradicciones, que llevó a los escritores hispanoamericanos a pasearse por Europa “para sumergirse mejor en la realidad latinoamericana”; y que lleva ahora al crítico a afirmar, sin tibiezas, cómo “el descubrimiento de América concluía, de forma natural, con el redescubrimiento de España”, porque “ella, por fin, podía ser vista con ojos a la vez propios y ajenos. Los ojos que ella misma había engendrado pero en cuyo interior, insondable y malicioso, el pasado indígena seguía alimentando una chispa no reductible fácilmente a categorías occidentales”. Otra coincidencia en el diálogo. La concepción de Hispanoamérica como unidad, desde el punto de vista literario. Es éste un tema polémico; y yo creo que todavía conflictivo, a Coleção de Areia - 154 pesar de las constantes y autorizadas voces que han tratado de solucionar la cuestión. Ese criterio unificador no es una idea uniformadora; no desdeña; al contrario, asume con respeto y cuidado esa singular variedad que es Iberoamérica. Pero también explica cómo, desde el punto de vista literario, las fronteras políticas, las particularidades culturales e históricas, no tienen más valor que el de una pura convención. Es más, la literatura (y en especial la poesía) asume esa pluralidad, precisamente cuando ella alimenta la vitalidad de una lengua común; un todo unificador que, sin embargo, se muestra como pluralidad de identidades dialogantes entre sí. Una diversidad de voces, sí; pero una indiscutible concurrencia y una verdadera comunión poética. O dicho en menos palabras: un destino común que congrega a los creadores en una actividad que — explica certeramente Cobo Borda — desemboca en la “perplejidad de la conciencia reflexionando consigo misma y asistiendo a la disolución de un yo ahora fantasmal y evasivo; [en la] meditación, en imágenes, acerca de lo que significa una cultura parcial e insegura — una cultura de mestizos -. En ciertos momentos (…) cada poema es único; cada poeta es diferente, incluso de sí mismo”. Y ello puede repercutir, de forma inmediata, en la situación de la poesía española, en el uso de su lengua poética tan proclive a la anquilosis y a la repetición; pero también despertando la conciencia de un diálogo entre las diversas tradiciones poéticas que confluyen en la península y que, torpemente, se han desarrollado en un estricto aislamiento, cuando no en un abierto rechazo, de las unas con respecto a las otras; ajenas por completo al sentido de voz unánime que debe tener toda poesía que desee estar viva. La antología de Cobo Borda nos previene contra eso; pero también apunta, en su carácter dialogante, a la tentación del mimetismo pasivo que debe desterrarse, para descubrir en la lectura y conocimiento del otro, no aquellas fórmulas que, por su brillantez, su extrañeza o su novedad, sean fácilmente reproducibles, sino aquellas posibilidades que, puestas en circulación en una de las dos laderas de la lengua, sirvan para transmitir vitalidad y fuerza creadora a las propuestas de continuidad que — a partir de entonces — cada poeta esté en condiciones de hacer. Por eso, Cobo Borda (y en esto Coleção de Areia - 155 coincidimos también) censura toda aquella poesía de circunstancias, manipulada por intereses políticos, y obligada a doblegarse a las exigencias de la historia: “una poesía indecente en su exaltación del martirologio heroico y falaz en su propósito de cambiar el orden social no innovando ni en quien escribe ni en el poema que redacta. Panfleto o pancarta, la poesía militante de los años 60 en América Latina dejó, por desdicha, muy pocas obras válidas”. La crítica de nuestra poesía contemporánea (al menos, el fenómeno es muy común en España) se ha enzarzado en bizantinas polémicas formalistas. A fuerza de proponer caminos nuevos para el lenguaje, ha confundido tanto a los poetas que, recelosos también de no estar a la altura de las circunstancias, siguen — con servil reverencia — tales orientaciones, ora hacía lo discursivo o testimonial ora hacía lo hermético y textual, desembocado, en uno y otro caso, en una gélida despersonalización del lenguaje, o en una superficial frivolidad que enajena por completo a la poesía, no ya del público lector en general (de suyo reacio), sino de aquel otro incondicional e interesado. Pero se enajena también a los más jóvenes escritores: la situación de la más reciente poesía española se halla delimitada por la confusión, por la superficialidad y por el escepticismo. Cuando nos acercamos a la poesía hispanoamericana aquí inventariada descubrimos precisamente lo contrario: una poesía que, ajena a todo canto de sirena coyuntural (llámese formalismo estructural, llámese servidumbre histórica), se introduce en su pasado, en su tradición, pero no para reverenciarla vanamente, ni para repetir con añoranza su mayor o menor gloria histórica, sino para incorporarla al uso del presente (tanto Cobo Borda como yo consideramos decisiva la afirmación del crítico chileno Pedro Lastra, cuando llama a estos poetas “usuarios de la tradición”), para dejar bien claro que la poesía no puede ser otra cosa que el testimonio de una existencia que, arrancada del tiempo y el espacio concretos, se establece como territorio donde el poeta y su realidad comulgan con el deseo, en el éxtasis de un conocimiento que lo devuelve al origen y que lo enfrenta a la perplejidad donde culmina toda experiencia de sabiduría poética. Una actividad mística, porque existencialmente se Coleção de Areia - 156 conecta con lo religioso y con el misterio, antes que con la vana presunción de la escritura. Son poetas, todos ellos, que “luego de una duda radical sobre su instrumento expresivo — escribe Cobo Borda — tienden a recuperar una cierta confianza en el uso de la palabra, por más chirriante que sea, enfatizando, eso sí, el carácter crítico de su ejercicio, la postura marginal, y disidente, que debe regirlo (…) lo que en definitiva recalcan no es la crisis de la poesía o las desdichas del poeta sino la defensa de una impersonalidad mayor que las engloba a las dos dentro del compartido anonimato del texto; de la impersonalidad, por más subjetiva que haya sido en su origen, que éste dispensa. El rostro que allí aparece no es el de quien lo escribió sino el de quien lo lee”. Y llegamos así a lo que es la elaboración de la antología propiamente dicha. Se descubren entonces las mayores diferencias en este diálogo entre ambas; si bien ello no es motivo para que el mismo se interrumpa. Tal vez deba decir que esa circunstancia refuerza e intensifica el carácter de contrarios complementarios que tienen nuestros libros. Al principio decía yo que ambos nos mostrábamos resistentes a la disciplina de toda ordenación histórica y generacional, y que optábamos por elaborar una antología abierta. Añado ahora que con algunas salvedades. No sé si el lector perspicaz lo habrá advertido, pero en los títulos de nuestros libros existe una diferencia de forma, decisiva sin embargo a la hora de definir las intenciones de uno y de otro. Una diferencia tal vez inconsciente, o a lo mejor no tanto: me refiero al artículo que determina, en la antología de Cobo Borda, una totalidad que, en mi selección, se quiere conscientemente evitar. Es más, el título original de mi libro era Puerta lateral, pues eso quiere ser: antes que una antología en el sentido tradicional, una salida que sitúe a los poetas posteriores en una posición de igualdad y alternativa con respecto a los que, con feliz expresión, Saúl Yurkievich llamó fundadores. Este dato, en apariencia nimio, es más que suficiente (unido a la explícita referencia cronológica que yo hago, y que Cobo Borda evita) para explicar esa suerte de concesión que hace el crítico colombiano al ampliar su selección, partiendo de la generación poética de Lezama Lima (con él comienza la antología), Octavio Paz y Nicanor Parra. Coleção de Areia - 157 La proximidad desde la cual elabora su obra supone también un compromiso mayor con escritores de indudable importancia e influencia, cuya obra, por otra parte, se encuentra aún en pleno desarrollo. Proximidad y compromiso que lo obligan a calcular riesgos, que le exigen una particular fidelidad a los antecedentes de su antología; y, por lo tanto, a respetar cierta parcelación cronológica y generacional ya establecida. Proximidad y compromiso que si, en algún caso, como es el de apostar sin temor alguno por esa corriente de ida y vuelta que identifique a la poesía en lengua española de los dos lados del Atlántico, no es obstáculo para establecer criterios personales de discusión (es más, dentro de las propuestas habituales de la crítica hispanoamericana, habrá de tomarse como un verdadero pecado de esa crítica); en otros — los más — reducen la libertad del antólogo a los límites que ya señalara algún comentarista de esta obra: que la “meditación sobre las grandes etapas de la poesía hispanoamericana reciente” que hace Cobo Borda en el prólogo a su antología se halla mediatizada, tal vez en extremo, por un “temor reverencial” hacia la autoridad establecida. Un respecto que conduce a una más o menos consciente inseguridad: se prodigan citas, se hacen juicios muy breves y generalizadores sobre los poetas incluidos, sin salir del espacio cronológico que a cada uno le corresponde. Juicios que, por demás, no superan, ni contradicen, ni discuten los criterios ya conocidos sobre los mismos autores. Un respeto que le impide — en la medida en que ello es siempre necesario y deseable — señalar síntomas y posibilidades que pudieran establecer una continuidad a partir de los poetas antologados. Sobre todo, cuando llega el límite del año 1940. Más allá prefiere no pronunciarse. Tal vez por la inseguridad en una justa valoración; tal vez porque aquí aquella proximidad y aquel compromiso, se hacen más acuciantes puesto que Cobo Borda ha acompañado como tal a los poetas de ese tiempo… Y sin embargo existen escritores de esa promoción con obra suficiente, y de contrastada importancia, como para establecer ya un puente necesario con los más jóvenes poetas de Hispanoamérica que no dudan en plantear frontalmente su resistencia ante la frontera insalvable que la crítica y la presión Coleção de Areia - 158 editorial han establecido entre ellos y sus más o menos próximos antecesores. Una intención tendente al eclecticismo parece privar en la selección de los autores que Cobo Borda incorpora a su antología. Prefiere reunir más nombres, aunque la muestra de cada uno haya de ser forzosamente reducida, que hacer una revisión de la totalidad de la poesía escrita por ciertos autores significativos. Al anotar esto no quiero discutir sobre la oportunidad o impertinencia de la selección. Ya he dicho más arriba que no debe ser eso un criterio válido, ni justo, para juzgar una antología. Los nombres, en una muestra dilatada como la que ofrece Cobo Borda, suelen ser equivalentes, y las ausencias que puedan notarse están cubiertas por presencias que llenan ese hueco representativo. No es ésa, pues, mi intención. Al aludir al eclecticismo que entiendo hay en un libro como éste quiero significar que se trata de un forzado equilibrio que resta vigor a la propuesta del antólogo, que la sitúa en un terreno más conservador que el trazado en el estudio preliminar. Por eso decía también que — llegado a este punto — el diálogo de antólogos y antologías hasta ahora descrito pasa del intercambio de esas inquietudes comunes que pueden detectarse en nuestra poesía, a ambos lados del Atlántico, al contraste — no menos valioso — en las propuestas de indagación individual que sobre la poesía hispanoamericana hemos establecido Cobo Borda y yo. Lo que no admite duda — y quiero significarlo aquí — es que ambos hemos actuado animados por el entusiasmo común que nos aproxima al tema, y sobre todo, por la necesidad de normalizar el intercambio entre ambos discursos poéticos y críticos, tan difícil siempre y desarrollado — cuando ocasionalmente se ha intentado — con tantos recelos y con tan escasa generosidad. Coleção de Areia - 159 Silencio único que nos incendia Hay ojos que oyen; que se iluminan al oír. Su mirada es tal, tanta su “hambre de no morir”, que el relámpago los hace enormes en su silencio. Son los acuosos y claros ojos de este niño sobrecogido por el estampido de la palabra, en los oscuros corredores de la casa; un niño con el vigor mineral de la piedra y con las tiznaduras del carbón, que aún no posee la palabra y ya conoce “el neuma y la vivacidad de la palabra”, su principio fundacional: abolición del suceso; alumbramiento de la plenitud. En el comienzo, la revelación. Este niño, Gonzalo Rojas de niño, tartamudeando, respira hondo antes de hablar, antes de leer (de pie, en el estrado del amplio refectorio infantil). Un instante que es una elección decisiva: le va la vida. En ese otro relámpago, paréntesis de luz, surge y crece el cuerpo de la palabra: la idea encarna, se hace objeto verbal nacido desde dentro, desde el impulso defensivo del niño. Palabra de afirmación del ser antes que de aceptación del sentido. Entre el roquedal del norte (uno de los nortes) y el carbón suboceánico del sur (uno de los sures), un arco que enciende, incendia, el aire: “de donde viene uno con el silencio aborigen”. Con la tierra y el aire, el agua: lluvia, río, océano: lo fluyente germinal. Empezar la andadura hacia aquel silencio del principio, la única voz; un ejercicio respiratorio, como nadar en mar abierto, saltando “desde el muelle de fierro de mi Lebu natal contra el oleaje, casi rozando el roquerío”. Fascinación del agua que “se derrumba como mina inundada” (bajo el aguacero, el padre); del agua ronca, en los acantilados; del agua que fluye veloz “como cuchillo”, fascinación de Heráclito (aquel otro niño) ante el río, o de Agustín de Hipona (niño, cómo no) acopiando todo el mar en la fosa de una palabra. Agua de la filosofía Coleção de Areia - 160 (discurso y transparencia) que lleva hasta el ser que no es el morir; al Uno del mundo, “porque uno es Nadie / si es que es uno”. Ontología y cosmología en el principio del viaje; salto en el vacío para ser, para hallar el mundo, una vez roto aquel liviano anclaje, ya mutilado de orfandad (“Cuando tenga 4 me largo”). En el agua, en el aire, el zumbido del sentido, mientras el niño se entrega a la conversión maravillosa: la poesía no es su instrumento, es la experiencia misma de esa conversión; y el zumbido de la lengua, su silabear o sibilar, el balbuceo de la identidad, el misterio del ser encerrado en los signos del desciframiento, del desollamiento. Como, entonces, escribir; ahora, leer es ir tras el zumbido del aire, tras la huella de espuma en el agua (ese barco que remonta el Pacífico chileno, desde el carbón a la piedra). Caminar, leer en voz alta; no para que me oigan muchos, sino para que cale la hondura del zumbido, para comulgar en el callamiento. Lo vio, clarividente, Julio Ortega: “un desplazamiento en un espacio diverso que va atando un mundo y al mismo tiempo estableciendo una geografía poética que, diríamos, va desatando una palabra”; Hilda Rojas lo ha analizado con minuciosidad y paciencia, en las décadas de su Lectura. Me atrevo a seguir el rastro dejado por la palabra del joven Gonzalo Rojas, del adulto Gonzalo Rojas que, sin embargo, no ha dejado de ser nunca aquel niño del principio, porque sabe que sólo en la delgada zona del alumbramiento se dilucida este oficio; y su gran paradoja: tiempo para abolir el tiempo; camino que regresa. Apenas un pálido reflejo de la palabra machadiana en el tiempo; porque, ahora, el regreso no es recuperación, ni preservación, sino hallazgo: azar del alumbramiento, arriesgando algo más cada vez, a medida que se alcanza el comienzo, conforme se reconoce el origen. El tiempo es la duración de la frase; su ritmo, no su cuento. El tiempo es acento personal, respiración propia; el segundo de aquella decisiva elección, no su canto: un espacio imaginario entre respiración y asfixia, donde se impone un silabeo (saboreo) diferente. Y lo mismo da que se trate de la palabra hallada en los libros, resplandeciente en su fijeza, que del hombre en su brega con las piedras que son su riqueza, y su miseria. Coleção de Areia - 161 Regresar transitoriamente al sur, para crecer desde la raiz (campesinos de Chiloé hablando “el español del siglo XVI, como si nada hubiera pasado desde la conquista”) hasta la raíz (mineros de El Orito, con quienes “aprendí a hablar de otro modo, a registrar su manera de sacar la palabra”). Encuentro azaroso y fortuito: el fondo de la lengua; guiños y fintas de la palabra dicha frente al edificio prepotente del idioma; palabra que “parece exigirnos de veras la participación del oyente para poder seguir respirando, respirándola”. Algo tan sencillo como eso: respirar, boquear en el esfuerzo, vocalizar; respuesta del sonido al sentido, para oír lo que se es frente a los otros y frente al lenguaje, espejo que nos congela la imagen o que, mágicamente, la multiplica hasta el infinito. Despertar de la conciencia crítica, urgencia de la necesidad de diálogo para ver un poco más allá de aquella estrecha hendidura desde donde el poeta habla “solo como loco”, yendo y viniendo (otro viaje acelerado) desde el despojo de Vallejo al desenfado de Huidobro; desde el genuino estremecimiento de Neruda al rigor y al desvelo de Borges… Hubo la interferencia de los clásicos, y de los españoles de la edad de oro, y existió el “látigo centelleante” de los malditos (Rimbaud o Lautréamont, Mallarmé o Apollinaire). Pero habló, sobre todos, Pablo de Rokha, “progenitor de esa ruralidad y elementalidad trascendida, con cierto enfoque primordial y cosmogónico” — como decir Chile. Síntesis en el seso de lo que, por uno y otro oído, penetró simultáneo y perturbador. Y Mandrágora apenas fue una moda que se arrugó en “su afrancesamiento literatoso”, para que resplandeciera la Mistral, oyendo “sin prisa la lengua oral de sus paisanos (…) arcaísmos y murmullos como Teresa de Avila”. Lengua de niño y riesgos de niño: apostarlo todo y perder (“Como ha de hacer el poeta. Perder y no andar ganando la gloriola, el aplauso”) en la pendiente del reconocimiento de la miseria del hombre (la primera palabra hallada); y del silencio, hacia el que siempre se regresa, si es que “los poetas somos niños en crecimiento tenaz y en esa misma medida (…) somos asombro”. Este es el tiempo que me interesa; porque en él puedo reconocerme: el poeta lo inaugura con su incesante crecimiento. No se trata del mezquino echar raíces en la satisfacción de lo Coleção de Areia - 162 poseído, como si fuera a durar siempre, como si nos fuera a enriquecer: miseria miserable. La hallada por el poeta es otra: la desnudez el origen; viajar sin descanso (“ida y vuelta a mi Dios del rehallazgo”) hacia el silencio primordial y, de nuevo, hacia la palabra. Ese “impulso genésico, volcánico y blasfemo con el lenguaje, es nuestra carta de ciudadanía, nuestro punto de partida como poetas”. Dice nuestro por hispanoamericano; y por algo más. Ahí empieza mi viaje, mi comunión con el poeta y con su palabra. Hablo desde la simpatía (atención a la etimología) y comienzo a oír que es como ver, pero en la transparencia; porque me ilumina el alumbrado. Y el itinerario describe otro arco que fosforece, Atlántico abajo, Atlántico adentro, hasta mi principio: el tiempo no es éste, azacaneado por la mentira impostada que sólo alimenta la voz de los televisores; allí discurre y cambia con sabor, e insiste en proyectarse — terco crecer — hacia todo, hacia todos: sin dejar de ser, ser; perderse para hallarse. Silencio único que nos incendia con su voz, con su relámpago. Lo primero, pues, la palabra; pero no su significado. Tampoco su sonido es la mera articulación fonética de sus signos; es sentido. Quiere ello decir que, si leo, oigo algo más, puedo ir más allá, por ejemplo, de la clarividencia de aquel agustino desalado, en la Salamanca del siglo XVI (“Tan bien que estaba entrando en la escritura de mi Dios / esta mano, el telar secreto, y yo dejándola / ir, dejándola / sin más que urdiera el punto del ritmo, que tocara y tocara / el cielo con su música como cuando las nubes huyen solas / en su impulso abierto arriba”); quiere decir que, cuando leo, esa misma palabra puede sorprenderme con su quebradura, su silencio hondo, que también habla con su aliento y con su acento. Sentido que es ritmo verbal y versal, pero que arraiga en la entraña carnal de la lengua en “la materna hondura / donde termina el hueso”. Palabra como aprendizaje de la vida, como necesidad y como revelación del ser, que trotando acezante llega hasta aquel otro fosfórico visionario que, en la inocencia de la experiencia, lo alcanzó también: raíz y comienzo de lo que ha de discurrir ya sin fin; río que mana continuo en el final del silencio, apenas principio de la voz. Aquí la memoria no se limita a conservar intactas las figuras de la infancia, ni se retrotrae a lo quieto, en Coleção de Areia - 163 melancólico saboreo: desencadena en el aire un soplo, aquel zumbido, que se traduce en fulguraciones, en órbitas de signos sonoros en el laberinto de su sentido, progresando sucesivo hacia nuevas vislumbres. No circular; elíptico o sinuoso; meandros lamiendo la blandura del cauce de agua o aire o blanco. La palabra ingresa en su espacio, o en la página, con su vigor natural (oída y vista, de modo simultáneo) para desatar, inmediatamente, un flujo rítmico ya incontenible, una leve tiznadura (pero indeleble) en lo blanco. Y esta palabra, tan próxima, tan evidente en su encarnación, se acoge al crecimiento, a la permanente inauguración de la lengua coloquial. No cuenta, como tampoco canta: ambas dimensiones se alteran en el momento mismo de producirse la revelación verbal (“hay que oír / con el ojo, pensar / pensamiento con la otra física / pineal”). Su tradición lo hace resistente a la petrificación de las formas. Desde Darío hasta Huidobro, la palabra coloquial condujo la escritura — poco a poco — hasta el vacío de sentido, hasta su evidente negación; pero la vibración rítmica y sonora, la capacidad renovadora de su efímera condición, el capricho de decir, harían estallar luminarias en el trágico vuelo de Altazor; desprenderían, poco antes, costras de hueso y piedra de las sólidas palabras de Trilce. Aquellos ojos asombrados en la noche fulgurante, aquel joven viajero por cerros y desiertos, apresó cuantas palabras pudo con su mirada que habla, y las dijo de otro modo siendo el mismo modo. Las puso en su órbita para que se miraran y reconocieran entre sí, y pudieran responder las unas por las otras (“Meses hay, meses hubo que al mortal se le vuelan los cuarenta sentidos / sin ser malo ni bueno, y se oscurece, / y hasta se transfigura. Meses hay / lerdos y envilecidos, como si todo el aire fuera mosca, / en los que uno confunde la trampa con el cielo”). Escritura de resistencia y disidencia, que no de despreocupación por el lenguaje, ni de abandono a “lo fortuito mecánico” que tampoco es el azar; de exploración rigurosa para que los recursos hallados contradigan, una y otra vez, el orden gramatical: poner en entredicho — a conciencia — la presunta solidez del discurso poético, con el sobresalto continuo de la palabra viva. El habla Coleção de Areia - 164 contradice a la lengua, y en esa contradicción le insufla su fuerza seminal. Por eso, el debate primero es con el tiempo, con los dos polos entre los que brota la miseria del hombre: vida y muerte, pero no para enfrentarlas sino para conciliarlas en voluntarioso atrevimiento; y debate con la palabra y su tiempo, con los dos extremos de su plenitud: luz y oscuridad; sonido y silencio. Gonzalo Rojas, de muchacho como de niño, yendo hasta el centro indudable juanramoniano; aunque no para postrarse reverente ante el misterio. Desde su intemperancia infantil, que es voluntad lúdica (sabiduría, también, de quién ha fumado “en el terror del desamparo”), provoca una agitación irónica en el patético centro de la imagen manriqueña: el río no va a dar al mar que es el morir, comienza incesante — heraclitano él, tanto — en sus fuentes, o en su desembocadura; brilla como cuchillo o se tensa como arteria, “en la corriente oscura (…) los días van tan rápidos / al invisible océano que ya no tengo sangre donde nadar seguro / y me voy convirtiendo en un pescado más, con mis espinas”): siempre — azar luminoso — la inminencia del principio, esta línea delgadísima que la poesía inaugura. Río del vivir, sin duda; pero río, también, del decir: la palabra es su encarnación (la de ambos) y nunca es, por tanto, el mismo río, sino “metamorfosis de lo mismo”. Navegación o natación son algo más que repetición maquinal del braceo o la singladura; existe el riesgo de los escollos, la esperanza de los islotes, o el placer de dejarse mecer en la quietud de la superficie, sostenido siempre por el vacío del fondo (“animal de fondo de aire”). El poeta, humilde, declara: “Yo escribía por escribir (…) sin un proyecto de descifrar ningún enigma, como quien se despereza”. Gonzalo Rojas siempre habla de sí mismo con sordina; quiere toda la importancia para el oficio mayor. Pero esa escritura suya que, sí, se despereza desde el final al principio, desde el silencio a la respiración, silba como un leve aire y lo dice todo: ¿dónde lo duradero, si no lo inaugura la palabra? Y se desliza con obsesión de vértigo hasta lo numinoso que es lo desconocido: encabalgamientos y enumeraciones, letanía y ritual; pero también ritmo numérico, misterio del orden y de las fragmentaciones, como “una amenaza para los sacerdotes del soneto y el número (…) un sol innumerable lo que Coleção de Areia - 165 me sale por la boca”. Palabra del origen; la que crea al decir, la que se crea y se incendia. Aunque su alumbramiento no dure, se extinga en el instante, lo dicho queda, prende en el aire o se perpetúa en su constante fluir de agua. Su rigor no ha de temer a la riqueza, al sentido plural e irradiante de la forma, a la vitalidad de su imparable crecimiento. No se desnuda. El despojamiento corresponde al individuo que en ella queda. Hablé hace poco de Machado; vuelvo a él. Porque Gonzalo Rojas no promete desnudez alguna para su último viaje; cumple su itinerario en el desollamiento, y su viaje se halla siempre en el principio; por eso mismo alza contra la muerte su “hambre de vivir como el sol / en la gracia del aire, eternamente”. Pero hora es ya de hablar de la trizadura; de oír la música de lo quebrado; de padecer el éxtasis del revés. Juan Loveluck los ha llamado, en alguna ocasión, “espacios del derrumbe”, pero no como sinónimo de muerte — añado yo. En el camino del hallazgo, ¿dónde la unidad? Porque “tan bien todo que iba (…) cuando cortándose cortóse la mano en su transparencia de cinco / virtudes áureas, cortóse en ella / el trato de arteria y luz, el ala / cortóse en vuelo, algún acorde que no sé / de este oficio, algún adónde / de este cuándo”. Al final, la urdimbre se deshilacha; la palabra queda al borde: abismo que es espacio que es tiempo. No detiene, sin embargo, el poeta su andar peregrino; salta también con decisión aquí y cambia el sentido del vuelo: vertical y termométrico que era, se hace abarcador de horizontes, de las diferencias de lo Uno (“quisiera estar absoluta, isocrónicamente, en todos lados y costados de este planeta que voy midiendo”). Voces de América confluyendo en Concepción (“fragmentos a su imán”) evidencian lo diverso. El exilio (y el intraexilio) como condición del poeta: salir para siempre “a la siga de sí mismo (…) creo en la genealogía de los laberintos”; con los otros, siempre el diálogo vivo; el contacto físico con sucesivos principios y tradiciones, donde no está pero donde es él mismo: fue Europa, en 1953 y en 1958, con el imantado encantamiento de la Francia de sus poetas mayores, y de la conmoción mallarmeana y l’esprit nouveau de su entusiasmo adolescente; con aquellos griegos que escribieron, como niños, desde el asombro y con los latinos, sabios por vividores; con “Quevedo. Coleção de Areia - 166 Que nos amó y nos hizo; con San Juan de la Cruz”. Los dos que conocieron el revés. El primero, revolviendo la materia de su escritura y la palpitación de su pensamiento; el segundo, en la escapatoria del éxtasis; incendiando la palabra con su noche. Y fue, además, la inabarcable China inmemorial, en el 59, y en el 65 y el 71. Pero se produjo el tirón centrípeto de la matriz; para proyectarse — acto seguido — en voluntad centrifuga (muy pronto, trágica intemperie) en un triángulo de singulares implicaciones: Cuba, Alemania, Venezuela. Y en el centro, Paul Celan (“Si me preguntan quién fue Celan debo decir: yo soy Celan (…) Sólo vine a leerlo el 77, por ignorancia, y sólo entonces pude verme”) que le esperó, testigo, y escribió con idéntico sobresalto; a quien — justamente en el regreso — “vi en la fosa del amanecer”,, cuando el episodio de la fundación del Renegado era apenas gestación, germinación auroral de sus alerces. Que fue en el 80. Testigo y testimonio; pero siempre desde el envés. En ambos. La luz es otra, de oscuro o de noche, “la madre de todos los sueños / donde empieza toda sabiduría”. Porque ahí el poeta empezó a ser sabio, a hacernos sabios. Identidad con el mundo y reconocimiento de su propia identidad. Nunca enajenación. Su escritura, sucesiva como río en su cauce escueto, se dilata entonces como mar; como marea se repliega ronca, hacia su centro, antes de explayarse de nuevo en la rotunda floración de su espuma de luz (“Míseros los errantes, esos son nuestras sílabas, tiempo, no / encanto, no repetición / por la repetición, que gira y gira / sobre / sus espejos, no / la elegancia de la niebla no el suicidio: / tiempo, / paciencia de estrella, tiempo y más tiempo”). Así entramos en la fragmentación de lo numinoso. Los ojos del asombro no se concentran ya en la quietud del relámpago inicial; se agitan y saltan, en medio de una “ventolera de sílabas”, o se demoran y habitan el pensamiento, porque ya la poesía es discurso y renovación de la materia única, de la verdad encarnada en forma, en cuerpo. Obsérvese, si no, en el paréntesis anterior, el intencionado encabalgamiento que nos lleva de la negación a la afirmación, y viceversa. ¿Qué oímos? ¿Qué vemos? Todo en la respiración. Poemas de la edad; dolor de la pregunta (“¿cuáles veloces, / cuáles días de cuáles / seis veces diez viéndose a fondo en el Coleção de Areia - 167 espejo?”) y hallazgo de la dispersión: consumación que no es muerte. ¿Vuelo? Porque se resiste a perder el aire, a agotar la respiración; porque quiere construir en el aire; no castillos, hacer morada en esas “máquinas de aire” que fueron las piedras antes de ser. ¿Crecimiento? Como el suyo, en diálogo con Darío en el tramo de su hondura (“Perdí mi juventud en los burdeles, / pero daría mi alma por besarte a la luz de los espejos / de aquel salón, sepulcro de la carne, / el cigarro y el vino”); como el de Rodrigo Tomás, en quien “libre y furioso (…) se repite mi océano orgánico”; como el de ese cuerpo único, oceánico y continental, que viene torrencial, desde Neruda, despeñándose por esa herida estrecha que es Chile en su hondura; como el palimpsesto de la memoria donde escribe la imaginación, alocada por el revés oscuro de lo numinoso: “silenciosa, / guerrera, tan terrible, tan hermosa / que todo cuanto existe / para mi, sin tu llama, no existiera”. Y los ojos, de pronto, en la desembocadura que es lo sinuoso y lo cóncavo: la fosa. Oscuro y silencio. Pero vino Vallejo “y le arrancó esta pluma al viejo cóndor / del énfasis”, para seguir con la sintaxis infanti1 del balbuceo (“lo que no es aire / en poesía, ni rotación ni traslación, son míseros libros / oliscos a inmortalidad, pura impostura / con vernisaje y todo en la farsa / del agusanamiento general”), principio donde — abolida la mentira — halla su voz lo inefable con el deslizarse irónico del subjuntivo, con la burla cenicienta que aprendió en Quevedo (danza de la muerte; “mudanza de marfil”) o con la ternura desde la que el testigo sentencia. Parecía haberse endurecido su lenguaje; fue mucho el sufrimiento y, si “uno es testigo, cómo no va a hablar de sus compañeros que sufren. Pero debe hacerlo desde adentro”, desde “el sueño, que es nuestro amigo querido”: ni consejo, pues, ni denuncia: la evidencia carnal de la sabiduría. Allí se siembra la locura del deseo. Ternura. Y locura del contacto corporal con las hermosas, para el alumbramiento para la revelación y el hallazgo. La palabra se ha hecho carne y habita entre nosotros. En la nitidez sensual de la imagen, en 1a incandescencia de los cuerpos entregados al placer. Amor, muerte y resurrección. De aire es también este triángulo que delimita la maravilla del ser, del aún antes de la existencia. Abrazar esos trescientos cuerpos de mujer, abrasarse Coleção de Areia - 168 “en 1a inmensidad / insaciable de la lascivia”, como abarcar el mundo desde el origen: todo espacio y todo tiempo en este espacio (de ritmos de aire, de luz) y en este instante de plenitud (de nuevo, el relámpago) donde origen y fin se confunden, donde gozo y desilusión también son uno (“apenas el beso de la espuma”). En el 80, el peregrino (“pero más y más chileno estos diez años por el mundo!”) dijo: “no vengo aquí a morir, sino a vivir”. Fue lo primero. Hallar el sitio (Chillán, con la tiznadura indeleble del sur); erigir “la morada permanente de los errantes” (el Renegado: río y piedra; madera olorosa): vértigo obsesivo de la fundación fecundante fue aquella piedra muda, que habló en el rehallazgo y que — de pronto — es el centro (“más que para morar aquí, para ser”, dijo también). Alumbramiento. Desde allí, la docencia (y la poesía) en los Estados Unidos: una tarde — primavera del 83 — en el festín, ¿por qué me llamó maestro? Yo nada podía enseñarle. ¿Por qué me llamó hermano? Acaso el hondo saboreo de la sangre de la lengua. Desde allí, algún mensaje del alumbrado que, poco a poco, hila su testamento. Desde allí, Berlín (reposada y fructífera escritura) y Madrid, una calle escondida, en la noche transparente del otoño: el minero Rojas se puso en pie y comenzó la lección. No se alzó con arrogancia; un gesto ceremonioso y formal, pero tan sencillo como la desnudez del cobertizo de piedra fria, donde sus discípulos se apretujaban para defenderse de los cuchillos del desierto andino; como el jardín blanco de nieve, en un pequeño apartamento del norte, donde el faisán — dorado y rojo — resplandece. El maestro no titubea; nos obliga con dulcedumbre. Nadie se atreve siquiera a silabear. ¿No es él el maestro? ¿Era el minero o el sacerdote quien nos enseñaba? Aprendemos a oír, a ver con encantamiento: eucaristía. Aprendo el asombro: epifanía. No me cabe duda: es el roce con las piedras, también en la isla encantada de Lancelot, en medio del Atlántico. Y siempre el Renegado a la espera (fugaz encuentro en Santiago-capital-de-no-sé-qué), infundiéndole la energía primordial. Recuperado, emérito, en Concepción. Energía primordial de las piedras y del agua; pero también de las cosas. Y del cuerpo, también, como cosa. No objetos; Coleção de Areia - 169 cosas. Motivos del poema; motores — aun en su nimiedad de viruta -de una dilucidación inabarcable. Dicen que metafísica. Sin “filosofías”; lo que esta palabra me ilumina es la dimensión existencial del tiempo, su física consistencia. Este niño asombrado juega con las palabras, como juega con las cosas, al “juego mortal del ser”. Su “trato tan profundo” con ellas — su acto — busca una suerte de conocimiento que las niegue sin negar su cuerpo (la poesía sólo se da en el debate con la forma); espacio donde descifrar la materia del origen que todo lo unifica; donde reconocer la solidez vertebral que baja desde la aspereza andina del rostro del César, a 1a mirada azul, en trato siempre con las piedras y el aire, de Gabriela, al pecho, potente de hondura terrenal, de Pablo. La trascendencia en la inmanencia: o detenerse en el asombro; anudarse en la materia para prolongarse en ella, prolongándola. Al hallar el otro lado (ese revés que lo extasía: niño al fin), no se abandona la contundente realidad de los cuerpos; llevada la palabra por su veloz torrencialidad de agua, también el ser se continúa en e1la; y la consumación de la existencia -con acierto lo alumbra Eberhard Geisler — “trasciende al individuo y abre la existencia individual hacia un principio cosmogónico de perpetua génesis (…) como si el existencialismo se hubiera fundido con el mito del amor surrealista, festejando así la cadena de seres y su perpetuo engendramiento”. A partir de aquel motivo (nieve de Provo, por ejemplo) alcanzo la quietud encendida de la visión (“Tan larga la carta de esta navegación / que empezó hace tanto tiempo en un diálogo / de nariz y aire con tanto encantamiento. Acordes, música de / nada). ¡Por qué laberintos de oscuridad discurrió el viaje del conocimiento! Ahora, la sabiduría es luz, espacio abierto, una aurora de espuma; árbol de la maravilla y del drama del tiempo: instante de la plenitud; revés de la extinción. De niño, el ejercicio era mirar el ir y venir de las mareas, del cuerpo imponente del mar tendido allí, ante él, siempre uno y siempre diverso: o venía con violento rugir de cetáceo o se retiraba manso, en un sereno sueño. Ejercicio de mirar como ambición de ser, que nunca se abandonaría y que retorna ahora, con idéntico desasosiego, yendo del todo a lo mismo. Mar y aurora, “confín que nos detiene y nos llama inapelablemente (…) un Coleção de Areia - 170 lugar donde los simples sentires, y su natural fantasear, aparecen a punto de ser abolidos por un imperativo (…) la aparición de la Aurora unifica los sentires transformándolos en sentido, trae el sentido”, escribe María Zambrano. Y, en sus palabras, yo veo el sitio y su distancia como el principio de la luz; como la necesaria reducción de la totalidad. Veo Chillán, y el Renegado; veo agua y piedra, huelo a madera en germinación verbal. Si la noche del trastierro, encendiendo con su llama el alma, le había permitido ver, “el vaticinio [decía] amaneciendo”; resistir a la extinción. Si en la relampagueante presencia de lo uno ve ahora la doblez, la ironía se tiende como puente entre lo cotidiano y lo cósmico. El poeta sabe; pero su destino será siempre el riesgo de la adivinación; torcer el rostro del lenguaje, pero sin brusquedades. La ternura — dije — la aprendió en Vallejo. Y, en Quevedo, que la abstracción conceptual nada significa sin “nuestras dos / niñeces cuya trama es una sola filmación, un / mismo cauterio: tú el vidrio, / la persona yo del espejo”. La palabra se dice; en su sonido (y sentido) comulgamos, la fe puesta en la búsqueda, nunca en el hallazgo (hay que demorarse en el crecimiento de lo visionario, nos enseña este hombre Gonzalo Rojas siempre niño: no sorprenderse de la sorpresa) que se escabulle apenas vislumbrado (“Del sin sentido al otro cordel no hay más / que la madre, la soga livianísima / de ida y vuelta a Dios para el rehallazgo , de ahí / que el nudo no sea tanto la asfixia como el coraje / para la otra horca. Ahora / en cuanto a que si va / a aclarar, va a aclarar”). Digo que la inversión es lo que nos enseña esta palabra; con ella nos integramos en la mística del revés: miseria o muerte, oscuro u trastierro, con sus negativas, requirieron riqueza verbal; la desnudez, entonces, no temió la floración entusiasta del sonido, ni la disgregación de la forma en el aire. Vencimiento del silencio y resistencia al vacío, con la pluralidad dialogante, discursiva o intermitente de otras voces en la sola voz unánime del poema. Con el alumbramiento, sin embargo, la palabra no se despoja de su ser; es también cosa física y su sentido no renuncia a su presencia. Pero — recuérdese — es cráter, o fosa. Cóncava, se enriquece hacia dentro, en sus matices y en su Coleção de Areia - 171 oblicuidad; en sus elipsis y en sus implícitos silencios que también son aire (“tabla de aire en la que escribo (…) y escribiera sola estas palabras”). Es la madurez gozosa que nos lega en la manda de su testamento; por ella sabemos — como lo ha sabido él — que buscar la palabra es no tenerla nunca: un repetido comienzo. Significativos son, por ello, los itinerarios del peregrino, completan una circularidad primaria en su querencia de las tablas protectoras, del carbón y la piedra; pero trazan también órbitas sucesivas que abarcan el mundo, que multiplican su imagen en su concierto de voces: turbulentas de la miseria, humildes de la trizadura, atrevidas de la frecuentación del placer (llámese éste “noche oscura”, “vestido de payaso” o sueño al sol, “roncando desde las raíces”). Poesía de la edad, dije. Pero no en el recuento de la desilusión, sino con la viveza del empeño por respirar, por no abandonarse a la asfixia del desespero. Ni la palabra ni 1a escritura embotan su frescura inicial, su punta acerada de “cuchillito liviano y vibrador”. Y el poeta puede dar así en la reniñez, en una espontaneidad inexplicable, “como si yo dejara que escribiera el lenguaje. Parece descuido, y es el desvelo mayor”: dimensión intelectual, alerta en la búsqueda (“Con los ojos abiertos, así lo enfrento yo a mi oficio”), vértigo de lo conocido descubierto, que es de la palabra — sin duda -; pero que, al serlo de ella, lo es también de sí mismo: enseñanza del oficio mayor. Volver una vez más, al río, con la inquisición manriqueña (y por qué no heraclitana) de los ojos en el agua: ¿y los años? ¿y esa espuma levísima que hila y no termina de hilar a Dios allá afuera en el ventarrón? ¿Y el vidrio, el trasvidrio? El agua se ha hecho cristal: vidrio; no espejo. Su corriente interior, ese fluir en una quietud vertical, diluye también la imagen de los ojos que la oyen; ciegos por la transparencia ahora. La palabra — quebradura en la refracción — se precipita hacia la respuesta que es silencio, perdiéndose. Pero tampoco Coleção de Areia - 172 tocamos fondo. Al contrario, resulta imprescindible establecer un nuevo itinerario, decidir la estrategia del salto, asentarnos en el vuelo. Porque acaso suceda que — esta vez — lo ojos enormes de claridad se miren a sí mismos (la pregunta, para Hilda, la errante con el errabundo), sobrecogidos por el otro estampido. Habrá que leer demoradamente, con la desocupación que el poeta nos reclama (¡un clásico!), estos versos. Coleção de Areia - 173 Javier Sologuren: vagando entre los signos de la noche Escasas, y precipitadas siempre, las incursiones de la crítica española en la poesía hispanoamericana actual. ¿Cómo explicar, si no, el desconocimiento aquí de una voz tan personal como sa del peruano Javier Sologuren? Precipitación, y olvido. Pero, también, indiferencia hacia una escritura poética sin la cual — no me cansaré de decirlo — no llegaremos a reconocer los límites, ni a comprender las posibilidades reales, de la poesía en lengua española. En 1981, Javier Sologuren preparó una amplia recopilación de su obra poética, con el título de Vida continua (que lo había sido ya de uno de sus libros anteriores), aprovechando las palabras con que Jorge Guillén definiera esta poesía: “Vida continua: poesía sin interrupción”. Nos previene así el poeta del sentido sucesivo, de la progresión indagadora, que se propone llevar a cabo en dos frentes: profundizando en el conocimiento de la existencia (conocimiento de índole exclusivamente poética; ello es, instalado en un ámbito cósmico); desarrollando una experiencia de lenguaje, paralela a aquella penetración conceptual (dicho conocimiento reclama una palabra original, para ser expresado con precisión y plenitud poéticas). Proceso simultáneo que — como explica Diego Romero Solís — “tiene su razón de ser en la subjetividad y en su contacto con el alma del mundo”; no conduce a certidumbre alguna, se explaya en una ambigüedad enriquecedora, generada a partir de un “contacto esencial con las cosas”. Leer la obra poética de Javier Sologuren nos permite alcanzar — al propio tiempo — las claves que han de configurar un mundo poético unitario, proyectado hacia la “revelación que entraña la expresión poética (…) de todo aquello que bulle Coleção de Areia - 174 oscura y huidizamente en nuestra vida anímica” — como el propio escritor da declarado en alguna ocasión . Oscuro y fugaz, el sentido original, inaugural, que debe mover toda palabra poética. Si enraizada en el drama de la existencia, en la constante agitación que empuja al hombre hasta situarlo ante los abismos del deseo, del dolor y del miedo, la obra de Javier Sologuren no responde a tal evidencia con la perulante confianza; certifica, más bien, una necesidad: hallar, por encima (o más allá) de las apariencias una identidad otra, radical y subjetiva, que participe por igual de las limitaciones del tiempo y del sentido absoluto de la fundación poética; que se reconozca simultáneamente en el orden establecido de este lado y en el orden posible, siempre cambiante, de la imaginación. Consecuente con ello, el discurrir a través de una cadena de impulsos (“(vagidos, balbuceos, canciones o quién sabe que)”) que van “del centro cordial a la periferia”, trazando en su camino una aproximación conceptual, un reconocimiento sucesivo del hombre mismo, habitante del “ámbito de la naturaleza vívida y redentora, de la que vuelve corroborado con la infinita sugestión de sus emblemas”. Fluido comunicante (comulgante) que procura ordenar un caos (el mundo) en la más rotunda y gozosa plenitud (el poema): “frente a la violencia de la voluntad esgrime el poeta la confianza del amor” . No. Todo no ha de ser un viaje sin destino, dolorosa distancia sin poder alcanzarse, piedra sin llanura y noche sin latido. No. Mi rostro busco, mi música en la niebla, mi cifra a la deriva en mar y sueños. Poesía como la vida o viceversa: un rumor original que tiende poco a poco hacia el mundo; desasosiego atemperado por la serenidad con la cual el poeta lo afronta para darle forma, para configurarlo verbalmente. Observar con atención el lenguaje, manipularlo con extremo cuidado; sólo así la revelación deseada podrá producirse: todo cuanto el poeta quiere decir, todo cuanto quiere hacer transparente, dándole otro rostro, otra vida, “sólo después de fijado en la escritura, pude reconocerlo”, ha dicho. Después de fijado en el orden de Coleção de Areia - 175 una trama (textura) verbal, visión multiplicada por el deseo e intensificada por la imaginación, el lenguaje inaugura un espacio nuevo, ámbito primordial, donde se identifica con la experiencia, borrados ya los límites de toda sucesión histórica, las parcelaciones impuestas a este lado de una frontera ya felizmente vulnerada con aquella operación. La escritura de Javier Sologuren habita así, “por incesante crecimiento”, esas zonas de lo improbable, donde — prodigiosamente — la razón de vivir se hace razón del decir; donde — sin solución de continuidad — la meditación en torno al lenguaje es, al mismo tiempo, una reflexión ética sobre la existencia. “Elegía” propone una visión del amor: pasión y crueldad, plenitud y vacío, confundidos: pero el ritmo equilibrado que preside (y ajusta) todo el poema nos alumbra, y nos convence: Amor que apenas hace un rato eras fruto de resplandeciente interior en los ojos de irreprochable dulzura, que sólo eras una gota de agua resbalando entre los senos apaciblemente diminutos de una joven; ahora, al otro lado de las falsas paredes pintadas con húmedos y empañados carmines, entre la tarde nostálgica y la noche, oh amor, has de ser guía certero del asesino que ardientemente trabaja con un hilo de nieve en torno de lo que ama. Bipolaridad temporal (antes/ahora), definida en la instantaneidad del cambio, en la brevedad del tránsito (“apenas hace un rato”) materializado en la imagen de ese paso imperceptible “entre la tarde nostálgica y la noche”: residuos de una existencia dolorosa, pero vivida por el sujeto poética con insólita intensidad. Certidumbre absoluta, entonces, de la enajenación que anida en tales apariencias. A la riqueza conceptual y sensual de los primeros versos (“fruto / de resplandeciente interior”; “irreprochable dulzura”; “los senos apaciblemente diminutos de una joven”) sucederá — una vez traspasada la imagen contundente y generosa de lo falso — la pintura de “húmedos y empañados carmines”. Y precisamente Coleção de Areia - 176 ahí, el verso que nos lleva hasta el otro lado del tiempo: el discurso se detiene y un apoyo vocativo inicia el siguiente verso (cargado de intencionada doblez) para precipitarlo, de modo inmediato, en el final: metamorfosis de un amor, pantomima tristemente engalanada, que será “guía certero” para un asesino. Pero — recordémoslo — Sologuren se resiste a toda fidelidad representativa; abre su palabra a un ámbito totalizador y a la “infinita sugestión de sus emblemas”: la creación poética sólo será posible (y plena) una vez alcanzada la absoluta identidad entre experiencia y palabra. La atinada paráfrasis conceptista, de clara estirpe quevedesca, culminará el poema de forma precisa, impecable. Censura, y sabiduría poética que atempera toda posible intransigencia hacia el asesino “que ardientemente trabaja con un hilo de nieve / en torno de lo que ama”. Estructura recurrente de los poemas de Javier Sologuren: enumeraciones de imágenes, o de apariencias de realidad, derivan en una sucesión plural y dispersa de visiones hilvanadas por la intención moral del poeta y por la subterránea ironía que la dice. Su discurso nos remite — una y otra vez — a la sutileza con la cual Quevedo maneja — incluso contra sí mismo — una palabra que quiere decir siempre algo más de lo que dice (“La mano que gira las invisibles poleas del sueño. / La pluma donde no corre sido la sombra del mundo. / El ojo humano, el frío humano, la captación del olvido”); evoca la doliente convicción con la cual asume su destino el poeta barroco: su imaginería (apariencias) precipitándose hasta las más intrincadas raíces del sueño (“Esta garra que golpea sin aparente motivo / pone una rosa en el interior de los relojes / y hace que el sueño hable desde la fatiga del tiempo; / abre una huella profunda, una ciega baraja, / abre un pecho donde la eternidad transita a solas / en una desgarrada dulzura de sonidos y estrellas”). Ni desesperación existencial, ni patetismo expresivo. Sologuren es un poeta paciente y, una vez recurrido el primer tramo de aquel itinerario (“del centro cordial a la periferia”), remansa los impulsos que mueven su escritura; sabe que la poesía es fundación de luz que se consume en el instante mismo de producirse (“sintiendo la erosión / del pensamiento / en mi / cerebro / cogiéndome al leño que deriva casi / a oscuras / trazando una raya encendida / un surco de letras apenas Coleção de Areia - 177 visible”). José Miguel Oviedo lo ha dicho con acertada sencillez: “si esta poesía parece cada vez más impalpable es porque su materia es la propia Poesía, la actitud poética de quien la crea”. Escribir: establecer un diálogo intelectual entre el poeta y una realidad no instrumental, cósmica; discurrir por los senderos de una metafísica muy particular y sugerente: conceptual y desnuda, se resiste — sin embargo — a toda frialdad, a todo hermetismo; esta extraña capacidad nos obliga a interesarnos (integrarnos) en su íntimo suceder. Una muy cuidadosa sensualidad impregna tanto la mirada descubridora, posesiva, que hace progresar el discurso, como el propio lenguaje, cuyos fragmentos (vibraciones) despliegan su luminoso atractivo y desbordan los límites de aquella cerrada visión del mundo de los poemas escritos por Javier Sologuren antes de 1949. En ese año, precisamente, la publicación de Dédalo dormido franquea a su palabra, de manera inesperada, el espacio vertiginoso de lo infinito. El largo poema que da título al libro (crucial para entender esa continuidad) materializa verbalmente, a través de una sugerente recreación del mito clásico, la tensión ilimitada y sucesiva en donde se asienta (y a través de la cual se proyecta) la firme unidad poética sologureniana. Sucede, también, entre experiencia y escritura: disueltos sus límites, ambas se interpenetran y confunden en una sola identidad. Vida y muerte no se limitan a reproducir sus parcelaciones espaciales y temporales; el poema será una síntesis de ambas, conseguida en un espacio que ya es puramente poético, revelador. “Morir”, una larga serie agónica de imágenes de la muerte, se cierra con estos versos: Morir es un lago de fría seda donde hierven las ardientes piedras del mediodía, en tus ojos de pequeños frutos solitarios donde la tarde es hoja de miel inhallable. Morir en un cuerpo embellecido por la más remota nieve. Morir sintiendo que en la tierra aún son hermosos la sangre, el desorden y el sueño. Coleção de Areia - 178 La irracionalidad que genera esas imágenes y el descarado atrevimiento del poeta, alterando, de forma consciente el orden convencional que traza su línea divisoria, afirmadora y negadora a un tiempo, hacen del poema un lugar de encuentro y comunión. Lugar donde una palabra solidaria resume el sentido de la existencia, el sentido de transgredirlo para establecer en él otras leyes, otro orden que lo haga libre. Ni el escritor posee la palabra, ni ésta es objeto dispuesto a la posesión. El poema (el dador lezamiano) la ofrece, libre y unánime, radical en su claridad, sugestiva y plural en su riqueza sensorial. El poeta hispanoamericano (y Sologuren no es excepción) se vuelve interrogativo hacia la superficie deslumbradora y transparente de la lengua que habla; la atraviesa con la mirada, la sacude con la palabra. Y la palabra se hace mundo: el ámbito por ella generado (espacio vacío que abre: perfil de lo invisible que traza) participa de esa sustantiva vitalidad, se exalta en el gozo instantáneo del decir. Augusto Tamayo Vargas, al hablar de los poetas peruanos de la década del cuarenta, “Carlos Alfonso Ríos (…), Jorge Eduardo Eielson, Sebastián Salazar-Bondy, Javier Sologuren”, los reconoce “preocupados por el estilo y tratando de ser diferentes a lo que podría considerarse el lenguaje hispanoamericana”. Habrá que matizar ese sentido diferencial. Cierto que esa “preocupación de estilo” podría emparentar a Sologuren (y así lo apunta Tamayo Vargas) con poetas como Jorge Guillén o Pedro Salinas; cierto, también, que tal adelgazamiento conceptual y verbal permite a Eielson llegar hasta la misma negación de la palabra… Esfuerzo por lograr una pureza poética, sin duda. Pero como respuesta a una necesidad de afirmación de la identidad: ninguno de estos poetas asume el lenguaje como evidencia, sino como posibilidad; más, como una permanente perplejidad. Javier Sologuren, en concreto, se alza contra el lenguaje antes de que éste devenga en retórica envarada, en amaneramiento tópico, como suele pensarse — sobre todo desde nuestra ladera — que debe ser el lenguaje de la poesía hispanoamericana. Sologuren (también lo dice Tamayo Vargas) inaugura un “nuevo modernismo”: inauguración segunda que arranca de las vanguardias, de un surrealismo desarrollado con dificultad en los años veinte y recuperado, de forma madura, reflexiva, por Coleção de Areia - 179 nuestro poeta. Palabra liberada de las servidumbres de la utilidad y de la razón; palabra pura. Y sólo — aunque parezca paradójico — cuando “una conciencia de zozobra” la dispara hacia extremos que, “habida cuenta las terribles amenazas atómicas de esos años 1948-1949, la escapa a los límites del individuo para extenderse a los de la especie”. La única esperanza posible, entonces, será “la poesía, el poema, el canto (…) una cierta afirmación en medio del desastre”. Si la palabra desea ser creadora, debe comprometerse con su propia libertad; y la opción de Javier Sologuren, a partir de ese meridiano decisivo, es muy clara: abismarse en el vértigo de la creación; “vagar entre los signos de la noche”. En la caída trágica de Altazor, la dispersó Huidobro: estallido de formas, de colores, de aire; en un oscuro laberinto, permitió Neruda que discurriera su profecía. Ambos dejaron la palabra poética a merced del silencio que la niega o del utilitarismo moral que la secuestra. No se detuvo, sin embargo, Sologuren en ese límite. Dejó que Dédalo durmiera, que escapara al engaño de la realidad, remontándose a (o hundiéndose en) la verdad. Ese es el sentido solidario de esta escritura: su experiencia conceptual, de índole subjetiva, se hace experiencia compartida (y angustiada) en el poeta. Un poeta debe apostar “a pesar de todo, por el encuentro de la razón y la imaginación, de la sensación con la idea”, y debe ahondar “en la oscuridad de la historia, en el valor del mito y de la poesía como lenguaje original, como expresión del sujeto total, y sólida base del diálogo entre los hombres”. Eso hará Javier Sologuren: retornar al sentido primero de la palabra, a su pureza; allí su voz podrá encontrarse con todas las voces, “canto arrancado a la tumultuosa soledad de un pecho humano”. No sé si nos buscamos, uno a otra, como la llama y el aire, como nuestros ojos buscan la mirada en que saldremos eternos, como nuestros labios para dar caza al silencio, tenazmente; como nuestros labios nos van dando noticias sin que ellos lo sepan, como nuestros cabellos al paso de una luz desconocida y temible, Coleção de Areia - 180 estamos al borde de un astro profundo y alguien quiere caer. Quiere caer, pero no cae. El hombre, diminuto en medio del cosmos, perdido en la incertidumbre de su existencia, vapuleado por la historia y sus máscaras. Pero no cae. Apenas, de puntillas, al borde de un abismo mucho más sugerente que su existencia atormentada. El poema — desea Sologuren — como camino en cuyo final, tras el hallazgo último, el sentido, la razón de vivir (y morir). Pero el poeta no nos aguarda allí con una solución tranquilizadora; deja al individuo — escritor o lector; peregrino siempre entre oscuras señales — solo, pero no desasistido: provoca su perplejidad con la llamada (llamarada) de una nueva imagen poética. De su diálogo con ella (su doble), el reconocimiento de que ese itinerario ha valido la pena: es mucho más libre quien — al margen de prejuicios — se halla dispuesto a escuchar “el latido de la propia nada, secreto de las cosas que perdura desde el origen y que ni la embriaguez ni el raciocinio logran acallar”. Ver, palpar un rastro de palabras: el propio rastro. Diálogo de silencio, de miradas, movido a una sensualidad que nada tiene que ver con la superficial excitación de los sentidos. No se trata del aposteriori de la imagen contemplada, sino de la textura del propio discurso verbal, de su ritmo interior (de su oralidad, también): sensualidad como temor o inquietud ante lo que puede ser alumbrado; se trata de una progresiva abolición del tiempo: conciencia del dolor que produce su constante flujo degradatorio (“pero / la almendra / triturada / de lo real / es el transcurso / el simple / irse tras / de un grano de arena / otro / grano de arena / y una tras otra ola / (no hay huellas) / medir es un necio pasatiempo”). Y algo más: es el puente tendido hacia la madura fluidez en que se resuelve el discurso poético de Javier Sologuren; nexo umbilical atando la palabra a su principio genésico, que contiene su desbordamiento emotivo: distancia irónica de la incertidumbre ante el lenguaje y su potencia inaugural: y el canto es fuego, fuego la constelación que desate nuestros labios Coleção de Areia - 181 la gota más pura del fuego del amor y de la noche, la quemante palabra en que fluye el amor, aún. Ya Sologuren sabe que el poeta sólo alcanza efímeras vislumbres (su triunfo es su derrota). Una palabra serena, no perturbada por la proximidad sentimental, ni sublimada por el júbilo de la plenitud, expresará mejor que ninguna otra el drama esencial de la existencia, que lo es también de la palabra con que ha de expresarse. Esa existencia conflictiva se liberará de las ataduras que la confinan en su vulgaridad, en su simple ejemplaridad moral, al transfigurarse en el espacio del poema, al vivirse en ese otro tiempo que el ritmo de la escritura poética origina y desarrolla. El texto poético de Sologuren siempre configura un espacio así, un nuevo universo cuyos astros (palabras, imágenes, versos) establecen sus propios movimientos, sus contactos, sus desplazamientos: se ajustan a él, pero discurren igualmente hacia el más allá de la imagen final del poema, atraídos por el asombro de quien ha culminado en ella su recorrido existencial: Entre la sed y su cuerpo transcurre un ave blanca, un marítimo vacío, silencio que es un límite perdido. Preocupación constante por el estilo, que dice Tamayo Vargas; estructura muy elaborada del poema, que señalan los estudiosos de la poesía sologureniana; unidad precisa y perfecta de su obra, que nuestra lectura quiere destacar. Unidad sólida donde participan por igual experiencia y escritura, lo sensorial y lo conceptual, de modo que — como desea el poeta — la vida sea “una síntesis en marcha con la palabra”. Síntesis, y evolución muy significativa: el encuentro del poeta con la realidad, su inicial descubrimiento, dibuja ante su mirada un interrogante indescifrable (lo desconocido), una otra realidad que racionalmente lo desborda, pero que lo apremia hacia su forma irresistible. Esta tensión es la generadora de los impulsos primordiales que caracterizan esta poesía; la que traza el itinerario desde lo cordial hasta lo absoluto. Tensión sustantiva de la composición poética, de su variada estructura versal: Coleção de Areia - 182 desde el distendido fluir de la prosa (o del versículo) a la más escueta y desnuda presencia de la palabra — aislada, libre, inquietante — y a sus relaciones rítmicas con el conjunto del poema. Y si, primero, Javier Sologuren determina un espacio y un tiempo unitarios, Detenimiento — su libro inicial — reúne textos más rotundos, de ritmo más amplio y distendido: la palabra, ajena a las pautas rigurosas del verso, discurre — extraordinaria ductilidad — dibujando un amplio espacio textual y poético. Prosa o verso largo (liberado del cómputo silábico regular) establecen — en Dédalo dormido y Vida continua, las entregas siguientes — una libertad en el poema, que Sologuren aprovecha para identificar los primeros cauces de salida a sus impulsos cordiales, íntimos, y comprometerse así en la búsqueda de lo absoluto. No la perplejidad que diversifica la riqueza del mundo encontrado; el poeta aún determina un orden, y por ello habita la conciencia de un límite: palabra que se despliega como la vida, en una acción envolvente y corroboradora. Pero esa vida hace crisis en los últimos años cuarenta, y el ámbito de lo desconocido, que atrae al poeta y al hombre, aparece teñido por la incertidumbre y el miedo: en él, entonces, se revela la falacia de ese orden del cual había participado, donde se había, inconscientemente, refugiado; e intuye que sólo dispersando el lenguaje en un caos resistente al orden discursivo hasta entonces dominante, dará libertad absoluta a su palabra, hará poética su escritura. Se deshacen las tramas iniciales; la textura se descompone; las palabras-astros saltan (fragmentos en el vacío, en el silencio, en lo blanco) fuera de su órbita, se buscan las unas a las otras en la agitada vivencia de su absoluta libertad. Crecen las infinitas posibilidades del lenguaje; se iluminan — sucesiva, simultáneamente — las parcelas del nuevo orden por el mismo inaugurado. Lo explica Luis Hernán Ramírez: cuando “aparece el caotismo como un rasgo impresionante de su estilo”, precisamente a partir de Dédalo dormido, el verso de Sologuren se quiebra y, en su disgregación, asume su vocación de plenitud, de pureza: mantiene su tendencia recurrente a las enumeraciones, a las series asindéticas (ya no construyen imágenes, son unidades de ese Coleção de Areia - 183 discurso roto), pero multiplica las visiones y vislumbres, ampliando así aquel mundo definido al comienzo. En apariencia, un más estricto rigor métrico; pero el sometimiento de la palabra a la síntesis versal debe entenderse como manifestación de un diálogo mucho más activo y profundo entre el texto y el espacio en donde el mismo se instala; diálogo sugeridor — a veces, inquietante — donde se suceden las síncopas de ritmo, donde desaparecen los límites entre vida y poesía: el hombre observa el mundo desde el otro lado, con una perspectiva plural, desde el vértigo desvelado de la sabiduría. Así, en las sucesivas entregas de Sologuren, a partir de los años cincuenta: poemas que desarrollan sus propias necesidades rítmicas, internas y externas; que mantienen el fluir constante de la escritura, como si de un único texto se tratase; que precisan el camino del conocimiento, como precipitado de la continuidad de la vida, de la poesía. Poemas como cuerpos: forma y temporalidad derivadas de la experiencia solidaria, reveladora de un nuevo ámbito totalizador; crecimiento y respiración de una poesía que progresa hasta alcanzar una fusión sorprendente entre su dinámico discurrir interior y la quiebra textual de la superficie. La hora (1980) se construye como perfecta síntesis de lo conceptual y de la explosión sensual del tiempo y de la vida: el no abatido pero golpeado entendimiento hasta el vértigo tanteó los bordes de una túnica dorada que en su estrado de polvo ciñó la alegoría el mar de hizo destino se extendieron sus páginas y una mañana súbita de bruces me echó en ellas. Otro poema extenso, culminación del proceso seguido por esta escritura. La hora reúne la compleja coherencia de la trama verbal, que precisa un orbe imaginario, y la irrefrenable dispersión de la escritura; ambas se encuentran, y se pliegan a la exigencia del diálogo implícito que deben sostener para Coleção de Areia - 184 consolidar el discurso poético unitario que pretende Javier Sologuren. Originada en el pensamiento (pura reflexión intelectual), esta tensión poética derrota hacia el deseo y desemboca finalmente en la sabiduría. Comienza (presente conclusivo) convocando a las tres fuerzas que la ponen en movimiento: memoria, voz, suceso (“recuerdos / palabras y sucesos desuellan la conciencia / la flama efímera pendiente del / vacío / que simplemente deflagra la aventura”). Acontecimientos revividos luego en su origen (pasado), recuperados más tarde en la radicalidad de los deseos (infinitivo): “vacío que simplemente deflagra la aventura”, y realizados por fin en la certeza de un nuevo presente. Fragmentos que son secuencias enlazadas o yustapuestas, como si participaran del fluido unificador de la atracción amorosa. Algunas secuencias de La hora recuperan fragmentos anteriores, o vuelven sobre el valor fónico de las palabras (constantes y certeras aliteraciones), para desarrollar un “simultáneo cuerpo” en la escritura, una imagen solidaria de su esencial identidad con el mundo (“pero todos pendientes de la pura / extensión del relámpago divino / incursos todos / en la elemental en la fecunda / en la ignorada semejanza”) y de las implicaciones existenciales, derivadas de la simbiosis entre lo conceptual y lo pasional: el sueño como alternativa (y como vértigo) de la razón, liberada ésta última en pensamiento poético. Una vez más la sombra de Quevedo sobre los versos de Javier Sologuren: en verdad no sé a quien desirvo si a la razón o al sueño si al sueño de razón que cría monstruos si a la razón del sueño que emblemas engendra Emblemas, sueño, signos de la noche: imágenes que son verdaderas alegorías; y entre ellas — leyéndolas — discurre el poeta. Emblemas, trasposiciones de sucesos reales en principios de orden moral que, atrayendo a los sentidos, impresionan a la voluntad. Acceso al conocimiento por medio de presencias, de formas, “para que de estas cosas visibles viesen al conocimiento de lo invisible”. ¿Qué orden moral? Cuando insisto en el Coleção de Areia - 185 carácter conceptista de la escritura de Javier Sologuren, quiero llamar la atención sobre esos emblemas del sueño como tales, que son también — y así sucedía en el Barroco — una suerte de “engaño a los ojos”: imágenes de bulto redondo que, sin embargo, plantean un sinnúmero de interpretaciones, a causa de su ambigüedad, de su oscuridad: significan todo; significan nada. Duda ante las certezas morales; descubrimiento poético. La vida como “flama efímera pendiente del vacío”; como “flámula / que mantiene con todo el talle esbelto / y en la punta de su dardo la noción / vibrando al borde del abismo”. Llama que habita la configuración invariable del mundo (“sobre el circo terrestre / está el circo celeste”), dominada por “el toro y el león que ocupan / sus puestos en el sol” y “comparten sus dominios”. Poesía como viaje, como recorrido incierto por la página que es mar que es cuerpo: viaje por la vida que es viaje por la escritura (“leer / percibir el latido del tiempo / desatar el nudo / abrir la cicatriz / penetrar en el cuerpo por la llaga”), por el dolor del conocimiento. Porque sólo se sobrevive en la luz, en la voz que canta o recuerda, como el pájaro en su vuelo (en su canto prendió el espacio juanramoniano): impulso que desata el mundo (“el ascendente vuelo / hacia / calidoscópicos cielos / la graciosa locura / que fue / mi alpiste y / mi agua brillante”). Destino del poeta: caer de bruzos en el mar (la páginaconciencia), ver e leer allí lo infinito, acotarlo en la palabra, fuera del pasado, de la historia (“toda flor me lleva más allá / las estaciones se desplazan por mis venas / acaricio sin tregua el rostro natural”). Y entregarse, al final, a una “inmemorial epifanía”, al amor, “arcana flecha en el aire de cada día”, pero sin ceder a la enajenación sentimental; viendo que esa “gota de agua inagotable” es de sangre. El poeta deriva así (inesperado giro) hacia las atracciones sensoriales de una reflexión moral cada vez más arriesgada, hacia su trágica certidumbre: conocimiento que siente, a cada paso, la condición degradada de la experiencia, el estigma irreversible del tiempo y del olvido, de la miseria o de la muerte… Pero como ha poseído la libertad de la palabra, en ella fía: La flor se esponja en el silencio del nirvana en el paraíso la suprema luz espuma Coleção de Areia - 186 la voz de Vincent me está gritando al oído que la miseria jamás acabará pero repito sin embargo no entierro la esperanza La hora: plazo cumplido; ecuador — también — pasado el cual se ingresa en otro espacio poético; donde los ritmos actúan con diferente sentido. Despojamiento y verticalidad radicales, en la escritura y en la intención. A partir de aquí, se completa el orden intelectual de esta poesía, vida continua: la irracionalidad hace causa común con su contrario; no la contempla expectante, cohabitan decididas (el surrealismo, y la poesía francesa posterior, territorios explorados con apasionada clarividencia por Sologuren); las imágenes surgen como agresión (o violación) contra el equilibrio y la serenidad anteriores. Madurez — gracias a ello — del sentido inaugural del poema (“después antes o siempre la obra nos perturba / la obra o la morada / donde nos figuramos / nos enmascaramos y vestimos / para que luego nos desnuden / irisándose en su anhelo / hay algo oculto en ella como el sexo / jamás le falta un encanto promiscuo”): el equilibrio es otro; más tensa la brevedad, más contenida la expansión rítmica; el silencio, como explica Roberto Paoli, “un aliado de la palabra” (estructura e intención del hai-kú: pureza de las cosas en su estar, su ser, hallada en su trato con la poesía japonesa). En el amor, el poeta contempló sus distintas apariencias de belleza, desde renovadas perspectivas; ahora penetra en su bosque elemental (vacío lleno, lo lleno del vacío) y allí habita hasta que lo evidente sensual (el amor y los cuerpos) se hace transparencia, revelación: entrega apasionada al mundo, fusión subsiguiente con lo deseado. Idéntica apasionada entrega a la sabiduría, para habitar el centro neurálgico de la palabra: ritmo y léxico vueltos hacia sí mismos. Como el poeta. Su destino es el misterio y éste reclama una experiencia reflexiva: meditar sobre la existencia, pero de modo diferente. La serenidad del acento dilatado y solemne se cambia en insinuada vitalidad de una distancia (ironía) que certifica lo imposible. Si antes el amor, si antes la existencia; ahora, la naturaleza muerta (Poemas 1988): los objetos están, Coleção de Areia - 187 pero son las líneas que construyen la trama invisible que los une, que determina el ritmo de sus analogías. Ese es el vértigo ahora. Y nada importa que uno de esos objetos — centro de la trama reconstruida lejos de la sólida apariencia verbal — sea el propio cuerpo del sujeto poético (Tornaviaje, 1989). Se contemplan cosas; pero también son cosas el cuerpo, o el tiempo, o el mundo, o la muerte (“blanco en lo blanco”). ¿No es — ahora — la finta zigzagueante, en la extinción vertical y progresiva de ese hilo continuo, de ese adelgazamiento imparable, donde se resuelve (se disuelve) el rastro de palabras — nuestro propio rastro — que nos deja desposeídos, pero sabios? Coleção de Areia - 188 La aventura poética de Roberto Juarroz El título común que acoge toda la obra poética del argentino Roberto Juarroz, Poesía vertical, determina la precisa e inalterada dirección de esta escritura: un ejercicio unitario y progresivo, un discurso intelectual implicado en la exigencia moral y conceptual desplegada en su obra y, simultáneamente, en la insólita aventura de su enfrentamiento, siempre sereno, siempre riguroso, con la palabra y con el poema: este último no será nunca subsidiario de aquella exigencia; con ella forma una sola fuerza naciente, capaz de iluminar las zonas más oscuras de la experiencia existencial, y hasta de traspasar los límites con los cuales el lenguaje se resiste a una experiencia intelectual como la desarrollada por este poeta, nunca sometida a la mera especulación lógica. “Una poesía que procede por inversión de signos”, ha dicho Julio Cortazar. En efecto, los poemas de Roberto Juarroz se despliegan siempre según un orden contrario al esperado y, precisamente por ello, nos proponen vislumbres cada vez más insólitas. El escritor se expresa con meridiana claridad, pero no por ello se sustrae a las más arduas incertidumbres. La verticalidad que su palabra busca es — ya lo advertimos — una dirección; pero también un sentido: se origina en una mirada aséptica, desprovista de todo condicionamiento previo; resistente a toda contingencia (mirada que es abstracción esencial), deriva en una acuciante reflexión interrogativa, dejando aquella presunta seguridad inicial al borde de la duda, en la inquietud de lo posible. Entonces es cuando — de verdad — comienza todo. Volvemos, sí, a aquella mirada del principio; pero ya no puede ser la misma, ni participará de su pureza primordial; inaugura lo que Guillermo Sucre ha llamado “una secuencia virtualmente Coleção de Areia - 189 infinita de relaciones y motivaciones”: vértigo de un final que es siempre principio: El fondo de las cosas no es la vida o la muerte. Me lo prueban el aire que se descalza en los pájaros, un tejado de ausencias que acomoda el silencio y esta mirada mía que da vuelta en el fondo, como todas las cosas se dan vuelta cuando acaban. Roberto Juarroz usa la poesía como instrumento para conocer el mundo, y para conocerse a sí mismo: cosmología y ontología, en la línea dramática donde existencia y ausencia confluyen. Una cara, dos espejos; miradas que en la inversión se identifican o interrogan. Pero el poeta no se detiene en la satisfacción de lo contemplado; su escritura existe porque es un impulso, un deseo de comprensión (de penetración) cada vez más tensa e intensa en la realidad (si convenimos en que la realidad sea cuerpo, que aquí es transparencia), aprovechando las posibilidades de una palabra verdaderamente libre, como es la de Juarroz, y manejada además, como él lo hace, desde la más absoluta libertad. Y con un extremado rigor. Porque nada de lo dicho impedirá que en sus poemas (fragmentos de una voz única, alzada e imparable en su verticalidad) habite (y se discuta) el drama acuciante de los límites del lenguaje. Una tensión vertical, pues, eleva la palabra; otra fuerza, vertical también, pero descendente, neutraliza (o niega) la afirmación inicial; o — al menos — pone en evidencia la incapacidad del instrumento verbal para mantener esa delicada equidistancia entre enigma y lucidez, donde el poeta se debate, y donde quiere que se debata su escritura. Dinamismo interior, flujo constante y subterráneo que si, por una parte, define el movimiento intelectual del escritor, descubre — por otra — la progresión imparable y fecundante de la palabra misma, ajena ya a las servidumbres de los significados: Hallaré una palabra que detenga tu cuerpo y le dé vuelta, que contenga tu cuerpo Coleção de Areia - 190 y abra tus ojos como un dios sin nubes y te use tu saliva y te doble las piernas. Tú tal vez no la escuches o tal vez no la comprendas. No será necesario. Irá por tu interior como una rueda recorriéndote al fin de punta a punta, mujer mía y no mía, y no se detendrá ni cuando mueras. Otra característica fundamental también, y complementaria de lo anterior: la poesía de Roberto Juarroz procura (y alcanza) una síntesis muy rigurosa de la realidad, reduciéndola a su imagen primera, a una imagen anterior incluso a la misrna palabra que la dice. El escritor se aplica a un proceso de reducción, de intensa concentración intelectual, reivindicando así el conocimiento poético como único saber de los elementos y de los principios; y por serlo, es un saber de lo absoluto. Abstracciones iniciales; pero para que se constituyan en decir poético, es imprescindible que se realicen verbalmente, que se configuren con una matizada sensualidad: El poema respira por sus manos, que no toman las cosas: las respiran como pulmones de palabras, como carne verbal ronca de mundo. Debajo de esas manos todo adquiere la forma de un nudoso dios vivo, de un encuentro de dioses ya maduros. Las manos del poema reconquistan la antigua reciedumbre de tocar a las cosas con las cosas. Coleção de Areia - 191 Poesía como acto y como reflexión, a un tiempo: acto puro del nombrar, de fundar la palabra que es (y dice) la realidad; reflexión exigente en torno al compromiso generado precisamente a partir de ese acto creador. Pero es, sobre todo, poesía esencial: despliega ese flujo vertical para tocar el hervor primordial del oscuro (del silencio) anterior (“Yo he aprendido en la noche el silencio de ser. / El silencio de no ser no se aprende. / Pero los dos se nombran en la noche”). Acerquémonos y observemos con alguno pormenor la precisa construcción de estos poemas. Para Guillermo Sucre, la poesía de Roberto Juanoz “no está dominada por el vértigo de la originalidad, mucho menos por el de la experimentación de nuevas técnicas verbales”; “es una obra que parece no serlo”. Sin embargo, al estudiar al poeta argentino, se refiere, en diversas ocasiones, a Mallarmé. Habrá que matizar esta aparente discordancia. Los textos de Juarroz no optan (aunque esto sólo en apariencia) por la experimentación; se diría que el poema se limita voluntariamente al manejo de recursos muy elementales, a repetir una simple fórmula constructiva. Pero sucede que las estrofas enumerativas que constituyen el poema, retornan recurrentes, como un repetido comienzo, ofreciéndose como alternativas al conjunto de la unidad cerrada que supone el texto, y al conjunto de textos que, en última instancia, configuran la unidad de la obra toda. Son estrofas que, asimismo, determinan un equilibrio, una proporción simétrica sutilmente interrumpida por el desajuste intencionado que el poeta introduce en la sucesión interior de la idea, asaltada siempre por una suerte de vértigo o perplejidad, por la duda constante que nace de las ya referidas limitaciones: Algunos de nuestros gritos se detienen junto a nosotros …………………………………………. Algunas palabras que hemos dicho regresan y se paran a nuestro lado …………………………………………. Coleção de Areia - 192 Algunos de nuestros silencios toman la forma de una mujer que nos abraza …………………………………………. Algunas de nuestras miradas retornan para comprobarse en nosotros …………………………………………. Hay momentos y hasta quizá una edad de nuestra imagen en que todo cuanto sale de ella vuelve como un espejo a confirmarla en la propia constancia de sus líneas. Así se va integrando nuestro pueblo más secreto. Control riguroso sobre la forma, en consecuencia; aunque el poema acoge también — de manera paradójica — la presencia ineludible e imprescindible del azar que determina las relaciones allí establecidas entre el poeta que intenta conocer el mundo y este mismo mundo hurtándose a tal conocimiento, deslizándose y escapando por los intersticios de un lenguaje que se esfuerza inútilmente en contenerlo, en incorporarlo a su precisa trama. Resistencia de la realidad a ser expresada por (y fijada en) la forma, de ahí, el drama nuclear de la poesía de Roberto Juarroz: cuanto más firme y segura aparenta ser la palabra, más radical resulta su vacío ulterior; lo revelado por la poesía no es la solución del enigma, sino la aparición de nuevos — y más vertiginosos — interrogantes; porque “sí, hay un fondo. / Pero hay también un más allá del fondo, / un lugar hecho con caras al revés”. Poesía afirmativa y fundacional, y por ello vigorosa y transparente; pero también — dramática bipolaridad — poesía de evidencias negativas, donde la inseguridad y la sugerencia no clausuran la posibilidad de conocimiento; la multiplican de manera inquietante. Cuando Roberto Juarroz utiliza (y lo hace muy a menudo) formas verbales del subjuntivo o del condicional, está dejando al lector en la misma situación de abierta perplejidad por él padecida; lo abandona en esa zona equidistante entre la afirmación del mundo y la negación de la Coleção de Areia - 193 palabra; allí donde se origina un repetido comienzo. Hasta ese momento, el poema parece iluminarnos con su clarividente seguridad; a partir de entonces, todo se transfigura — con sólo fijar la mirada; con sólo insistir un poco en los perfiles de la imagen — en una realidad de muy difícil aprehensión: sustancia y misterio, antes que realidad y forma: Los árboles y las otras cosas que se apoyan contra la noche sienten de pronto que la noche pasa a apoyarse en ellos, como si debieran guiarla en su inédito tanteo, en su búsqueda de otro tono del negro. Y la luna, que era la luna en el estilo de la noche, pasa a ser la piel de un bautismo inminente, la precoz inicial de una aventura parecida a una forma, pero más densa que ella, algo así como una forma que contuviera la masa de todo. Ante tan compleja disyuntiva, ante la presencia de estas fuerzas concurrentes, en medio de las cuales se baten el poeta y su palabra, Roberto Juarroz se resiste a ser víctima. No se contenta con lograr una construcción simétrica y serena, esa quietud exacta y vertical que hemos visto; sabe que la experiencia de la poesía requiere un aprendizaje permanente, esfuerzos sin desmayo (esperanzados hasta donde ello sea posible, sabiendo — como sabe — cuales son sus limitaciones), para habitar ambos mundos: el dominado por la escritura; el inaugurado en ese límite del final del poema. El escritor se impone entonces una estrategia que es una disciplina: afirmar su ser, su identidad, por su estar, por su existencia. Y el amor desempeña un papel decisivo en tal proyecto; aparece como la única realidad capaz de consumar la plena comunión entre la presencia incontestable del mundo y el siempre inquietante azar de los encuentros: Ayer fuimos y mañana seremos él y ella, pero hoy somos el sitio donde es posible hallarlo todo. Quien pierda hoy algo puede buscarlo aquí. Toda la bruma del mundo se hace pan en tus ojos. Todo el sueño del mundo se despierta en mis manos. Coleção de Areia - 194 Toda el hambre del mundo se sacia en un cabello. Toda la muerte del mundo se enjuga como una sola lágrima con el borde lento de tu piel o mi voz. El principio del poema es siempre una actitud extática y contemplativa (quietud y asombro) que dispara el proceso verbal del texto; pero éste sólo parcialmente se realiza: discurre (agitación y duda) en una constante alternativa entre lo vacío y lo lleno, movido por los signos de la escritura, y halla su término en la soledad o en la impotencia — siempre en el silencio expectante que la palabra deja tras de sí. Poemas, apenas, como prueba, como apuesta; discurso que avanza entre las quebraduras de sucesivas estrofas, cuyo destino no es otro que el brevísimo instante donde todos esos fragmentos anteriores se concentran y anudan para sugerir la posibilidad de una nueva sucesión, aunque ésta nunca llegue a materializarse en escritura. Los textos de Roberto Juarroz no acaban en sí mismos; no son unidades independientes. Entre todos18 generan un movimiento conjunto, y definen con él los límites de un espacio cuyo ritmo interior viene determinado por la cohesión lograda entre esas unidades yuxtapuestas, declarando así la voluntad unitaria y progresiva que — aun en lo contradictorio — habita como fuerza matriz (y motriz) de esta poesía (“Voy llegando al comienzo: / la palabra sin nadie, / el último silencio, / la página que ya no se numera / Y así encuentro la forma / de probar que la vida / calla más que la muerte”), alcanzando — tras sucesivas ampliaciones del elemento axial de este proceso, leit motiv en el comienzo de cada estrofa — la deslumbradora certeza de la identidad entre existencia y esencia (“El cuidador de la noche / sabe que la edad de la noche / es mayor que la del dia”). Certeza que apenas dura: en ese mismo instante el escritor (y el lector) se dará de bruces con el vacío ulterior, con el silencio. Esa es la verdadera culminación en los poemas de Roberto Juarroz. El 18La obra de Juarroz no establece diferencia alguna entre las diversas entregas: el título es siempre el mismo; los poemas sólo se numeran, como partes que son de un todo; la estructura de los textos presenta muy escasa — y yo diría que irrelevantes — variaciones. Coleção de Areia - 195 lector, como digo, siente la orfandad de la palabra, cuando más necesitado esta de ella; no se trata, sin embargo, de una carencia, sino de la radicalización del drama ontológico que es — al propio tiempo — debate moral. En sus poemas, Juarroz resume el resultado moral de una experiencia de conocimiento; enseñanza que no proviene del mayor o menor grado de sabiduría; deriva de la mostración inmediata — plástica, diríamos — de ese acto de vivir que es el acto de escribir. “El poema — explica Guillermo Sucre — es un acto que al abrirse y ahondar en sus posibilidades nos abisma y nos regresa al acto inicial, nos (en)cierra en él, en la literalidad (¿en la soledad?) del texto”: Y ya en la zona del más puro menos colocar todavía un signo menos y empezar hacia atrás a unir de nuevo la primera palabra, a unir su forma de contacto oscuro, su forma anterior a sus letras, la vértebra inicial del verbo oblícuo donde se funda el tiempo transparente del firme aprendizaje de la nada. Y tener buen cuidado de no errar otra vez el camino y aprender nuevamente la farsa del ser algo. La escritura de Roberto Juarroz discurre en la frontera con lo invisible, se asoma vertiginosa y simultáneamente a dos ámbitos, a dos espacios decisivos, lugar y espejo — respectiva y recíprocamente — de la existencia, de la escritura y de la reflexión; dos espacios que confluyen, y hasta cierto punto se anulan, en un poema abierto siempre a un otro lado sin sucesión ni muerte (“Pero el hombre / allí no tendrá peso, / allí no será nadie”). “La visión que ella [esta poesía] despliega no es expansiva ni horizontal [puramente histórica]; es una visión en profundidad: confrontación directa, sin mediación, con lo esencial, con lo que de alguna manera ha sido inesencial en la historia, sobre todo en nuestra historia contemporánea”. Coleção de Areia - 196 Tensión afirmativa del poema y evidencia de las limitaciones del lenguaje: la bipolaridad en la cual se establece la poesía de Roberto Juarroz. Nos movemos, sin lugar a dudas, en los dominios de una poesía del conocimiento, materializada — a su vez — como una experiencia de comunicación: los poemas de Juarroz resumen, de modo admirable, el poder y la miseria del lenguaje en el trance del decir primordial; la gozosa incertidumbre de la revelación y la evidencia descreída del final. Pero habrá que subrayar la actitud irónica desde la cual el poeta afronta esa situación, pues su poesía se origina (y se consuma) en el absoluto convencimiento de cuanto — evidente u oculto — impide la plenitud del hallazgo expresivo (“Tal vez la existencia del hombre consista simplemente / en perfeccionar el no existir”). El poeta ve (y siente) cómo las palabras (sucedía en el Gargantúa rabelaisiano) se congelan en el aire, inútiles o mostrencas (“Ha llegado para ella [la mano] el momento / de escribir en el aire, / de conformarse casi con un gesto. / Pero el aire también es insaciable / y sus límites son oblicuamente estrechos”). Lo sabe — y digo -; y lo palpa en su inmediatez sensorial. Sin embargo, fuerza el límite, pone a prueba el lenguaje, se juega con él la última posibilidad (“Detrás del silencio, / detrás del espacio vacío, / detrás de lo que no existe, / repta por lo menos una ausencia roedora / que a menudo interrumpe el mensaje. / Hasta la nada suele interceptar a la nada”). Ironía contenida en la escueta pero intencionada utilización del adjetivo (véase, por ejemplo, esa “ausencia roedora” que acabo de citar) o en la manipulación de un lenguaje muy simple, muy elemental, que deja al descubierto — incisiva agresividad — su afirmación y su negación fundamentales: vida y muerte, contrarios complementarios y confluyentes, generadores de una interrogación urgida ante el enigma de la permanencia: Es como si prestásemos la vida por un rato, sin la seguridad de que nos va a ser devuelta, y sin que nadie nos la haya pedido, pero sabiendo que es usada para algo que nos concierne más que todo. Coleção de Areia - 197 ¿No será también la muerte un préstamo, en medio de una calle, de una palabra o de un beso? Ámbitos complementarios para construir la paradoja del discurso existencial; visión espejeante que los relaciona, por medio de su doble reflejado en las imágenes concretas del pozo, o del cristal, o del espejo; que establece una distancia, siempre notoria, entre lo dentro y lo fuera (“Hay un pozo de nubes donde se juntan todas las palabras,/ húmedamente ellas mismas,/ entidades más despiertas que perfectas,/ cuyas sombras han tropezado casualmente con la boca de los hombres”), o una correlación entre presencia (árbol, cuerpo) y ausencia (pájaro, pensamiento), o una antítesis cruda y simple entre la palabra y su contrario, entre voz y silencio. Poesía, la de Juarroz, que desarrolla una acción muy peculiar, teñida de plenitud y neutralizadora de los opuestos, porque los contiene todas: Caer de vacío en vacío, como un pájaro que cae para morir y de pronto siente que va a seguir volando. Caer de lleno en lleno, como un antipájaro que enrola en su anticaída los espacios compactos donde no se cae. Caer de línea en línea, hasta abandonar el dosel de las líneas y caer en lo abierto, desnudo hasta de forma. Caer de vida en vida, pero dentro de esta vida, hasta que nos detenga como un cuerpo plenario el resumen de ser. Y entonces dar vuelta la caída Coleção de Areia - 198 y volver a caer. La caída de este poema no presupone un acción negativa, o anuladora, sino penetrativa del conocimiento: el pájaro cae “para morir pero siente que va a seguir volando”; la palabra cae, pero en lo “desnudo hasta de forma” (libertad insólita plena, vencedora incluso de la forma); cae la vida, por último, pero para alcanzar mejor el ser, y para retornar finalmente a su indeclinable tensión vertical. Un movimiento, como ya indicábamos, que genera su propio espacio (o espacios), pero un movimiento que revierte en el propio individuo y traza la imagen de la insistente búsqueda de identidad (“Tiene que haber un punto / donde cesen los turnos del olvido / y las formas recuerden”) , de la urgencia por superar la soledad y el desamparo (“La incongruencia de estar solo / toma el tren más puntual / hacia las emergencias del olvido”). Esos dos ámbitos espejeantes y confluyentes, ya explicados, vuelven ahora a ser fundamentales; explican el enigma de esa doblez por medio de la cual el poeta se define, utilizando un lenguaje que mezcla — no sin cierto contenido apasionamiento — el lenguaje poético y la palabra coloquial, la celebración optimista de la palabra y un cierto tono de desolación y tristeza que apunta también en algunas ocasiones. Nuestro autor se propone resolver e1 misterio de la existencia al margen de los hechos, alumbrando la dimensión colectiva de la palabra esencial (“El corazón más plano de la tierra / me hizo aprender el salto en el abismo / de una sola mirada”). Roberto Juarroz destierra de su poesía cualquier suceso; elimina de forma radical toda anécdota, al igual que despoja a su palabra de todo aditamento adjetivo, concentrando la actividad del texto en una tenaz y minuciosa búsqueda interior. Su palabra — diríamos — recorre un doble itinerario de ida y vuelta; discurrir, primero, en una explosión expresiva, liberación del dinámico vuelo verbal; recorrer el camino inverso, más tarde, y, de forma paralela, orientarse hacia el origen, hacia el centro intelectual y emotivo donde se había generado: He llegado a mis inseguridades definitivas. Aquí comienza el territorio Coleção de Areia - 199 donde es posible quemar todos los finales y crear el propio abismo, para desaparecer hacia dentro. Pero pronto notamos que ambas tensiones se resurgen en una sola; que ese recorrido nos ha revelado la voluntad de conocimiento que anima la palabra de Juarroz. Ver y asumir el mundo tiene su exacto correlato en el proceso subsiguiente, cumplido cuando se ve y se asume la propia identidad con reflejo (reflexión) de aquella mirada. Este itinerario encierra un vigoroso optimismo inicial y participativo; pero concluye en la evidencia de la imposible revelación de cuanto se halla más allá de las palabras, eso que tan sólo puede ser aludido (o entrevisto, en el relámpago de la iluminación poética) instantáneamente. Lo certifica el propio escritor, con no disimulado desconsuelo: “la palabra es el único pájaro / que puede ser igual a su ausencia”. Con su poesía, Roberto Juarroz ha abierto los ojos a la evidencia del todo y la nada de la palabra, sin sustraerse ni doblegarse a esa constitutiva doblez. Con su poesía, no solo dice la experiencia, también la hace patente, la encarna: la rigurosa síntesis esencial, la absoluta y atractiva desnudez del verbo como principio, descubre — en esa misma operación de despojamiento — su propia miseria, los peligrosos augurios del vértigo de la nada que, por su intermedio, se iluminan. Ello obligará al poeta a concluir lo siguiente: “la palabra no es el grito, / sino recibimiento o despedida. / La palabra es el resumen del silencio, / del silencio, que es resumen de todo”. Confianza en el silencio (hueco de la palabra, de su cuerpo y de su sentido) como espacio de plenitud original. Y no deja de ser sintomático que esto se produzca, con mayor notoriedad, a partir de 1975. Con la Séptima poesía vertical, Roberto Juarroz establece esta cuestión en el centro de su experiencia poética; precisamente cuando el mundo entra en una de las más profundas crisis de identidad de la época contemporánea. El escritor argentino transita entonces los caminos de la trágica incertidumbre de la palabra como un medio de conocimiento capaz de superar las simples evidencias superficiales de la Coleção de Areia - 200 historia: la poesía no como instrumento para decir; como testimonio que deriva (en singular parábola) de esa batalla particular entablada contra la credibilidad de la palabra. Los textos de Juarroz alcanzan, por esos años, los linderos más lejanos, y atrevidos, de su territorio verbal, y quedan aleteando en la inquietud del silencio que ellos mismos generan y que dejan sonando tras la última palabra. La aventura poética de Roberto Juarroz supone — lo hemos dicho — un enfrentamiento sereno y riguroso con la materia del poema. Pero también muy arriesgado. No sólo por la compleja experiencia de la escritura que en ella se realiza (exigente adelgazamiento de la expresión y de la frase; sólida implicación en el conjunto de las estrofas-fragmento; voluntaria manifestación del silencio o la nada finales…); es arriesgada también porque con ella, siguiendo su propio discurrir, el poeta y el lector quedan inesperada y dolorosamente solos ante su propia confundida identidad; y se les hace trágicamente presente su imagen de huérfano impenitente que interroga con desasosiego a su mundo y su lenguaje; mientras ambos, mundo y lenguaje, se resisten — hostiles — a ser propicios para su indagación entusiasta. Poeta y lector insisten en sus preguntas, aun a pesar de tal hostilidad; o. tal vez, por encima de ella. Coleção de Areia - 201 José Kozer: la poesía como conversión Quien haya seguido puntualmente la evolución de la escritura de José Kozer, habrá protagonizado — sin duda — idéntica experiencia a la nuestra; y comprobará ahora que los caminos seguidos en su indagación poética son diversos y — en apariencia — divergentes; que, con pasmosa celeridad, el escritor nos conduce — entre guiños y zigzagueos, unas veces casi inapreciables, otras más violentos y radicales — por sendas de lectura que se multiplican y ramifican de forma siempre inesperada, puesto que el poeta se aventura por los complejos caminos de la revelación. Y todo con la misma extremada rapidez con que se produce la cadencia sincopada de un relámpago en las inciertas y quebradas noches de tormenta. Variedad, pluralidad, suplantación que nunca sabemos, a ciencia cierta, si nos acerca o nos aparta del verdadero camino. Pero, ¿existe un único camino para llegar ao fondo de la verdad perseguida por una escritura poética obsesiva y exigente como es la de José Kozer? Así, aquella experiencia que decía nos lleva también a otro descubrimiento. Por mucho que pueda parecernos la de Kozer una escritura plural y digresiva, por mucho que el poeta nos obligue a saltar de un itinerario a otro, si leemos con atención (ya se verá, más adelante, a qué atención me refiero), nos daremos cuenta de que ese carácter obsesivo que acabo de señalar no existe por puro capricho, ni por abandono o enajenación del escritor, sino porque el tejido que sus entregas sucesivas ha ido construyendo, por mucho que cruje y anude sus hilos, persigue un solo objetivo, complejo y escurridizo sin embargo, tal vez porque el poeta reconoce que sólo puede Coleção de Areia - 202 alcanzarlo si nada contra la corriente, si le “busca las vueltas”; porque sabe — como el maestro Alfonso Reyes — que “toda precisión es peligrosa en esta materia, cuyo método debiera ser siempre:: ‘¿Ya lo viste seco? ¡Míralo mojado!’”. Objetivo difícil — como decía — puesto que la poesía de José Kozer persigue, con la abundancia y la desmesura, con un conocimiento minucioso (levísimamente aéreo y densamente terrenal) de la palabra, el riguroso ascetismo (absoluta y religiosa desnudez sacrificial) del conocimiento poético. Dos polos que han generado, desde sus primeras y ya lejanas entregas, un universo literario de rara plenitud. Rara, por lo escasa en la poesía actual de nuestra lengua; rara, igualmente, por su resistencia a confinarse dentro de sus propias limitaciones: por mucho que esta poesía se origine en — y retorne recurrente a — un principio elemental (familia, tierra, existencia cotidiana), esa peculiar circularidad no resulta algo cerrado, sino que se manifiesta como un merodeo intencionado, mezcla de temor reverencial y desconfiada perplejidad. Así se libra de caer dentro del cerco anulador que esa temática, con sospechosa amabilidad, dibuja y ofrece. La poesía de José Kozer carece de causa: surge como espontánea respuesta y se identifica con la sustancia de su experiencia personal; resulta ser oficio, pero — al mismo tiempo — es un ministerio sacerdotal. El poeta posee un conocimiento único y, además, es dueño de la palabra y del ritual preciso para que ese conocimiento sea revelado. Pero no como un mecanismo de salvación, ni como tributo para alcanzar un nirvana inconsciente. Yo diría que todo lo contrario: es una ceremonia que nos pone cara a cara ante nuestro perpetuo desasosiego, ante nuestra trágica nadería. Precisamente, Carece de causa es el título del libro quizá central de su trayectoria: centro y culminación. Apenas ingresamos en sus páginas, tenemos la certeza de sumarnos a aquella ceremonia sacrificial que decía. ¿Ceremonia incruenta? Eso sólo dependerá de la disposición con que el lector — espectador o víctima — se deje conducir a través de las sucesivas etapas que en el rito se cumplen. Porque debe dejarse llevar. Advierto que no nos hallaremos en ese momento coral en que estallan cánticos de Coleção de Areia - 203 gozo y nos amparamos entre los otros, tras nuestra propia voz que — en alto — sólo confirma nuestra presencia. Carece de causa nos enfrenta, en soledad, a la faz más oscura, y peligrosa, de nuestra intimidad: desde la violencia contenida que descarga sobre nosotros el “Dies irae” inicial, avanzamos hasta el reconocimiento contenido en la “Communio”, después de atravesar los diversos estadios de entrega (“Offertorium”), de penitencia (“Miserere”), deteniéndonos por un instante en el paréntesis armónico del “Graduale”: un respiro de humana confianza para el ánimo tras las profundas y graves meditaciones, antes de sumergirnos en el perplejo interrogante del final. Carece de causa, aparte otros valores que iremos señalando, concentra el hecho poético en su radical esencialidad (no en vano nace tras dos entregas — La garza sin sombras y El carillón de los muertos — que abrieron el camino para esta indagación sin retorno): una ceremonia que nos convoca de forma irresistible y que genera la retórica precisa para cumplirse a plenitud: gestos, palabra o silencio iluminan allí nuestra propia imagen, trascendida en otras. Y ello exige que debamos ingresar en ese espacio religioso (la poesía, pero también este libro) con una actitud reverencial: sin la humildad del acatamiento, nada podrá dársenos por añadidura; y mucho menos el misterio que esta indagación poética desea alumbrar. Humildad y acatamiento del lector, pero también del poeta, a quien resulta imprescindible, para hallar (y para hallarse en) su propia palabra. Pero no es ésta que indico una actitud de inferioridad. Antes bien, la poesía exige el reconocimiento de esa indigencia nuestra para que pueda ser redimida en el poema. Petición y súplica de un conocimiento indiscernible con el exodado instrumental de la existencia; sólo posible en el momento en que una palabra libre toque lo muerto y lo haga vivir, pero de otra manera. Sólo entonces se hace evidente el reconocimiento y la comunicación, puesto que si el ritual debe cumplirlo un individuo (el elegido) sólo se completa cuando revierte en la comunidad, como ofrenda ya purificada. Coleção de Areia - 204 No es casualidad — tampoco una fácil recurrencia — que muchos de los poemas de Carece de causa (como tantos en la obra de José Kozer) repitan el motivo temático de la ofrenda, de la invitación a la mesa puesta, con los manjares al alcance, dispuestos para ser comidos. Escena cotidiana que aquí trasciende su vulgaridad repetitiva, orientada sólo a la consumación y consumación de satisfacciones inmediatas, para alcanzar la iluminación original que en ella se contiene: una sabiduría nacida de esa encarnación de las cosas. Al aceptar las ofrendas, algo distinto brota de aquella conocida sencillez cotidiana, iluminándola como un prodigio: cómo, de dónde saco las palabras el sonido de mota de las palabras el filamento (maná) de las palabras para decir (ahora) este sastre está en el fondo húmedo de la trastienda de una calle que podemos llamar Villegas (Delancey) calle de Gorójovaia (está) en los lepidópteros fondos los húmedos fondos de la carne (animal, sagrado): salta (salta) hacia mí. Pero este prodigio no se halla en el objeto mismo, ni en la situación a partir de la cual ha surgido; es un prodigio verbal: la palabra es la que genera el inesperado fogonazo tras el cual surgirá el milagro; pero el milagro de la normalidad, en la normalidad. “Para mí — ha declarado José Kozer — lo permanente es lo impermanente, la sucesión cotidiana, la vida que sigue su curso y que se consume, y no la vida unívoca e inequívocamente revolucionaria”. Hay una imagen cualquiera de la intrascendente realidad de todos los días; hay, incluso, una atmósfera cotidiana, y un espacio — acotado y preciso — que no cambia. Hay también una mirada, que no es punto de vista, sino “un punto de ceguera, de no-vista — como ha dicho nuestro poeta — por donde se mete, digamos, la zona blanca del ojo negro, por la cual se pasa al otro Coleção de Areia - 205 lado” . Esa mirada es la que pone en movimiento a la imaginación; y ésta conjura la palabra precisa que será la que — al fin — ponga en movimiento aquella presunta normalidad, y la soliviante hasta el punto de resultar absolutamente inédita. Da lo mismo que el motivo inicial del poema sea una imagen o una visión, un objeto cualquiera o un simple sonido; sin la palabra, sin la riqueza y la desmesura verbal que brota, y derrama su abundancia incontenible a partir de ese momento, el prodigio jamás se lograría. Y aquella mirada resulta tan particular porque, al ser una mirada reverente, la tan deseada revelación le será propicia. Y alimenta de tal manera a la palabra que ésta encumbra los objetos, la visión misma, hasta situarlos (a los unos y a la otra) en un espacio-tiempo puramente poético. Ubicados allí, la palabra permite también que — por habitar en tal estado — puedan usarse, dentro de la trama de relaciones que el poema inaugura, con un sentido totalmente nuevo: Yo conmemoro en mi mujer la oquedad que me incumbre (daguerrotipo) de silencios que ella hace los cuencos la musicalidad precisa del barro en una olla (hace) redondo un mineral de azogues (real) (real) en la cocina: seis vasos una jarra azul el gallo mudo en su medianoche, sobre la valla. Llamaría la atención sobre el verbo de la acción poética (“conmemorar”): la memoria y la celebración, juntas, elevan, de modo inesperado, la sencillez de la escena a su epifanía poética. Pero esta conquista — y de ahí su condición misteriosa; ello es, verdadera — no es perdurable: su tiempo resulta de una radicalidad absoluta, y también — por lo mismo — de una inquietante fugacidad. Aquel maravilloso deslumbramiento, aquel impulso verbal encarnado en el poema con evidente entusiasmo, camina de forma inexorable hacia su extinción, en el final del poema. Entonces, la palabra se diluye; resulta ser nada, lo que fuera patente revelación. Desde que el poema se Coleção de Areia - 206 inicia, existe la conciencia implítica (presentida, sería más exacto decir) de que, mientras el texto avanza, la escritura — tan abundante — se consume; se tiene la certeza de que llegará un momento en el cual nos hallaremos (el poeta y el lector) con las manos vacías, poseídos por una desilusión infantil, tras una fastuosa construcción verbal que nos parecía inagotable. Un lector perezoso (es decir, un mal lector de poesía) se sentirá defraudado, echará mano de ciertos tópicos clasificatorios para esquivar el desasosiego íntimo que José Kozer provoca desde cada uno de sus poemas. Y se apresuntará a hablar de barroquismo, con idéntico disimulado desdén al que podría usar frente a la obra de Lezama Lima, pongo por caso. E incluso subrayaría el parentesco entre ambos poetas, a causa de su común origen nacional. Y del barroquismo, por qué no pasar al hermetismo, como sinónimo de dificultad y oscuridad… No deja de ser curioso todo esto, cuando la poesía de José Kozer está más cerca, incluso en el aspecto de la experimentación verbal, de la poesía de César Vallejo, con quien comulga — y de qué manera — en el tratamiento de la normalidad cotidiana, para elevarla — como hemos explicado — hasta la condición de galería interior que conduce al deslumbramiento de una revelación existencial. He hablado de desasosiego íntimo; he hablado de reconocimiento final de la fugacidad de la revelación alcanzada; he hablado de un entusiasmo verbal extremo… Nada de ello, sin embargo, debe confundirse con el caos o con el desorden, o con el mero capricho estético. No olvidemos que el poeta oficia, como sacerdote, el ritual de una purificación (personal y colectiva) y, en consecuencia, debe ajustarse al riguroso orden interno de la ceremonia (y poner la palabra al servicio de aquél), siguiendo una disciplina sintáctica muy rigurosa, si bien muy particular: las relaciones entre las palabras, el orden de la frase y la sucesión textual hacen caso omiso de la lógica gramatical, pero se someten al dictado preciso de unas relaciones — inesperadas, insólitas — que se generan entre las imágenes, entre las diversas escenas y entre los objetos que el poeta convoca en su visión poética. Y precisamente por avenirse a este nuevo orden resultan (una y otra: palabra y visión) reveladoras. Coleção de Areia - 207 Pero sucede que, además de ese orden interno que aflora en la palabra, la ceremonia exige un orden externo, para los movimientos y los gestos del oficiante: orden simbólico, sin duda, que no tiene por qué explicarse, pero que resulta imprescindible y del todo coherente con aquella nueva sintaxis, si se quiere avanzar hasta el instante de la revelación. En este sentido son decisivas, no sólo las diversas posiciones del sujeto que se acomoda entre los otros (que abre una ventana, dispone una vestimenta o prepara una mesa); al hacerlo así se está inaugurando también el espacio preciso, el lugar sagrado y único para la ceremonia: Que habrás pasado a traer a mi lugar enmarcado del jardín la jarra de los líquidos blancos, bendita de arcillas: me sentaré. Las gentes del día, se sentaron; cóncavas: y yo entre ellos hablamos de quienes fueron de cada en casa clamando las formas de las ruecas los tornos la fractura de mieles hoz hormigas al ladearse los jarros. Y ¿qué revelación se persigue con tanto ahínco, con tan bien dispuesta liturgia? Sin duda, la más vertiginosa de todas, aquélla que ha de enfrentarnos con la existencia (con la vida y la muerte) y con la identidad (con el sentido de nuestra presencia en ese discurrir). Aclarar tales misterios sólo es posible en la intimidad, en el “horizonte recogido” de que hablara Juan Ramón Jiménez. Porque, como explica con sabia precisión María Zambrano, “el Iris resplandece, antes que arriba en los cielos, abajo entre lo oscuro y la espesura, creando así un imprevisible claro propicio” . Lo supieron todo (y por ello alcanzaron la alta cima y la honda sima de la poesía) los místicos. De ahí que no sea el hermetismo (así establecido) una lastre para esta poesía. Todo lo contrario: no se trata de un barniz oscurecedor del sentido, ni de algo superficial, sino de un rasgo constitutivo de la poesía de José Kozer, tanto en lo que se refiere a la escritura misma, como al ámbito interior en el que Coleção de Areia - 208 ésta se mueve y al que ésta da salida. La espesura a través de la cual discurrimos nos contagia ese entusiasmo que debemos llamar místico, con todas las salvedades que se quiera: nos apasiona con su potente sensualidad hasta que nos entregamos (porque debemos entregarnos, y no resistirnos) al motivo original, sea éste una imagen, un objeto, un sonido o una insólita visión. Revelar la existencia, la identidad. Hacer del poema el testimonio de un drama escondido en la maraña del tiempo y la memoria, exige una purga dolorosa. Porque actuando desde esa radicalidad que hemos advertido, el poeta desata una violencia rezagada que se vuelve amenazadora contra él mismo; pero no vuelve la espalda, ni huye, ni se desentiende: la asume con todos los riesgos, porque en los perfiles de esa serenidad familiar y cotidiana habita — de modo normal también — la fuerza desencadenada de golpe por esa memoria y ese tiempo amenazantes: y yo, sirvo de zorra de fronda arremolinada de gallináceas en un traspatio de altas tapias (la zorra, se coló en silencio) está en sus márgenes (asusta) a las gallinas (por aquí por aquí) no haya miedo: pronto, cruzamos. Y al cruzar, quedamos entre flautas dulces que merman el tres (merman) la letra de cualquier canción (uno) la casa (uno) mi padre mi madre (uno) hojalata la lluvia en los charcos (reflejos). Y cuando el escritor acude a la memoria, a su historia familiar o personal, no evoca ciertamente un tiempo pasado, sino establece una transparencia, hace una confesión. Así, no puede extrañarnos que el “Introitus” de esta ceremonia se reduzca a un solo poema y que en él se establezca, con toda crudeza, la bipolaridad inquietante entre la imagen del carnicero y la imagen de la res sacrificada (“Y está presente Coleção de Areia - 209 sigue presente el carnicero en la contemplación de la vaca, inacabable”), para inaugurar un espacio, una atmósfera, que lo impregnará todo, que marcará con su estigma de paciencia y muerte la andadura de la existencia que es la andadura descrita por los poemas de este libro y por su orden sucesivo (“se inicia al revés de la sombra el apogeo de la brisa entre las amapolas salpica las paredes”). Un revés. Una otra cara que confunde la memoria biográfica con el nacimiento poético, para que de ese maridaje estalle la mestiza feracidad de la escritura. Confluencia de orígenes que obliga a desarrollar esa mirada plural a ambos lados de una línea divisoria que lo mismo se borra para confundir lo real con lo imaginado, lo religioso con lo pagano, que permanece y da pleno sentido a esta indagación, esta restitución. Restitución de los tres temas básicos de la poesía de José Kozer: la familia, el hogar, la muerte. Quizá debiéramos añadir, en esta ocasión, un rasgo más, implícito en los otros, pero que no había aparecido con tanta evidencia en los poemarios anteriores. Hablo de la isla, del territorio geográfico donde ahora arraigan aquellos tres temas fundamentales; donde se asienta su origen. Entiendo que, en Carece de causa, hay una vuelta que es también una forma de cerrar perfectamente el círculo sagrado de esa ceremonia a la que venimos aludiendo: las diferentes partes del libro señalan un itinerario inexorable y llevan al autor a desembocar en ese principio hasta ahora oculto — o latente — en su obra. No sé si arriesgo demasiado en mis apreciaciones, pero el orden estricto, litúrgico, al que me refería creo que se mantiene y corrobora gracias a esta sucesión que, con el añadido de la pausa reflexiva y personal que contiene el “Graduale”, llega — justamente en la “Communio” — a la indagación sobre la insularidad, tan significativa para la trayectoria del escritor y tan importante — y oportuna — en el itinerario interno seguido por los poemas del libro. Carece de causa no se compone sólo de poemas celebratorios de la cotidianidad familiar; tampoco se limitan a ser retratos, más o menos emotivos, de personajes próximos y queridos. Configura una galería de espejos cuya inquietante Coleção de Areia - 210 frontera el poeta se atreve a traspasar en una ansiosa (y hasta desesperada, a veces) búsqueda de pertenencia, de arraigo; y de ahí que planee sobre todas aquellas escenas la sombra de la muerte (hasta — como ya dije — en la evidente consumación y consumición de la palabra). Las figuras del padre o del abuelo, los rincones de la casa habitados por la mujer, aparecen en una distancia hasta ahora inédita en la poesía de José Kozer: se hallan separados del individuo que los mira, en el espacio y en el tiempo; pero, al no aplicar una mirada irónica y superior (la derivada de la suficiencia orgullosa que concede la edad joven) sino una inquietante indagación subjetiva, aquel espacio-tiempo distante se confunde y amalgama con el presente inaugurado al verse el yo — también — viviendo, actualizado, en la memoria (“Un revuelo de excrementos un zurrear de vihuelas, las palomas: y mi casa, hoy; allá al fondo, aureolada al amanecer por tres mujeres que se desperezan en la cocina, hablan de aromas: me señalan las azadas contra la jamba en la puerta de entrada me señalan el trillo que lleva al mar de la vieja ciudad de los malecones con su pretil sus muros de piedra enferma; y veo desde la mesa a la entrada de la casa, el canasto de los peces”). Ya he aludido a la filiación vallejiana de la poesía de José Kozer (y la he explicado, en otras ocasiones). De nuevo debo referirme a ella, por cuanto este proceso de anulación de la distancia irónica, por culpa de una proximidad incluso sensual, que hace mucho más dramática la relación existencial del poeta con su memoria, y más dolorosa la fraternidad descubierta, puesto que lleva en sí la semilla de la vejez y de la muerte, es un procedimiento que en César Vallejo se origina y que ahora — creo — Kozer desarrolla y completa de modo muy eficaz. Porque aquí la memoria es sobre todo espacio; un espacio sagrado que contiene la palabra y que da sentido a la imagen (“ágiles los afluentes de tantas aguas, en su claustro: la memoria, un intervalo; un intervalo los puños en los bolsillos, de pie entre las gentes”); espacio donde la presencia del yo se convierte en un espejear constante, en sucesivos encuentros que son reflejos (“Sólo entonces oigo que se acaba de abrir una ventana reconozco a ciencia cierta la voz que de perfil me llama casi como si llamara mi nombre que contiene el nombre vaciado en bronce de unos animales corrientes que han desaparecido”) Coleção de Areia - 211 que contienen aquella revelación — efímera — tan ansiada. El poeta ha ido, con la desnudez de la humildad, hasta ese principio que ya había reconocido en etapas anteriores de su obra, pero que no se había atrevido a habitar, nunca sabremos si por respeto o por temor, o sencillamente porque aún no se había cumplido el tiempo para ello (ahora si “está a punto la mies”). Lo cierto es que, en este momento, se muestra en disposición de ingresar en tan inquietante territorio, donde ya sabe — además — qué le aguarda. Y no opone resistencia a que tal encuentro se produzca. Esa sabiduría previa dará un tono especial a la epifanía de la palabra, que ya no puede ser ingenuamente gozosa, sino densamente reflexiva. Los poemas de José Kozer, desarrollo hasta ahora de una mirada individual y distante, adquieren — a partir de este libro — un especial sentido solidario: quien mira, quien reflexiona o goza con su mirar, descubre que también forma parte de lo mirado; que es acogido como un oficiante más de la ceremonia que ha de cumplirse en el nuevo espacio donde el poeta ha querido ingresar, con todas sus consecuencias. Sus miradas y sus movimientos, sus acciones y gestos, se acompasan perfectamente al de aquellas otras figuras en las cuales se contempla y entre las cuales se reconoce, y por medio de las cuales alcanzará la revelación que hasta allí lo ha conducido. Un sentido coral — en este aspecto sí lo es — que desemboca como adelanté, en la “Communio”, una interesantísima reflexión sobre la insularidad, en sus tres aspectos existenciales básicos: la isla como territorio culturalmente híbrido y plural, como espacio de acogida (y fusión) de corrientes diversas y superpuestas, donde la acumulación y el desbordamiento (y hasta el sinsentido que tal confluencia genera) no son nada extraños, sino consustanciales a su peculiar identidad. En segundo lugar, la isla como punto focal de una doble tensión, centrípeta y centrífuga al mismo tiempo (“la forma de una isla es de configuración tautológica como el que dice aquí nací aquí sobre el lomo de alguna palabra como yagua manjuarí vengo del norte me disperso regreso a morir con o sin norte pues poseo la prerrogativa del aire en ausencia de cualquier tipo de movimiento”), que establece en el insular una dinámica Coleção de Areia - 212 conceptual basada en una emotividad radical que es, al propio tiempo, irónica distancia: fuerzas que se hallan en permanente tensión dramática o contradictoria. De ahí, el tercer aspecto de la poética de la insularidad: la particular manera de alcanzar la revelación íntima de ese origen y sentido cultural no es a través de una evidencia directa de las cosas, sino después de vivir esa confluencia mestiza de orígenes y actitudes. Sólo en lo confuso y en lo oblicuo, en la doblez de sentido y en sus posibles sucesivas sugerencias se ha de encontrar el conocimiento último que toda poesía desea. Conocimiento que, de esa manera, en lugar de un punto de llegada es — siempre — repetido comienzo. La interrogante final, abierta tras el recorrido que el poeta cumple en Carece de causa, resulta paradigmática de cuanto decimos: ¿Regresas? De algún vuelo nupcial (es la ley) tienes que estar compuesto o se acaba la semilla: arriba, un soplo un mugido (no desistir): desciende. El movimiento giratorio del gallo pertenece a la veleta la divergente potestad de tus manos ( a sus cosas). Por cuanto nos restituye al punto central y neurálgico que há originado este espacio circular y perfecto donde la trayectoria existencial del poeta adquiere su preciso cumplimiento. En algún momento he hablado del posible hermetismo que un lector poco avisado podría señalar como obstáculo para alcanzar el lado moridor de este poemario. Y tal vez deba acabar con una advertencia al respecto. Porque estamos acostumbrados — por más que ya hace casi un siglo que se discute este particular — a que el lector siga siendo un sujeto pasivo y receptivo de la literatura, en lugar de partícipe activo del proceso que en el libro concluye y se consuma. Nos hallamos, casi siempre, frente a lectores resistentes, que exigen ser capaces de interpretar, sin asomo de duda, los signos de la escritura; nunca lectores que se atrevan a interrogarse desde el lado de la lectura (prefieren la presunta estabilidad de la lógica Coleção de Areia - 213 que rige la existencia meridiana en la que creen estar sólidamente instalados). En la lectura de Carece de causa la dificultad estriba, precisamente, en que el lector no tuviera esta disponibilidad. Aquí no se trata de interpretar, sino de comulgar. Y si — como he explicado — estamos en un lugar sagrado, al lector sólo le cumple entregarse a la palabra y dejarse llevar por ella, por la particular respiración del poema que, en lugar de desarrollarlo de forma sucesiva, lo quiebra en fragmentos, en giros inesperados; se resiste a la prosodia habitual, para vivir en las pausas y silencios de la reflexión o de la manipulación lúdica del texto, con repetidas e intencionadas aliteraciones. Escritura que adquiere así un notorio dinamismo, gracias a su tendencia a la disyunción y a la pluralidad simultánea, donde los paréntesis subrayan aquella condición espejeante que decíamos, o abren espacios de perplejidad, o — en muchos casos nos previenen de un sutil cambio del tono con el que la palabra ha querido ser dicha. A este ritmo peculiar debe acomodarse el lector: no la linealidad de la escritura sino un continuo trasiego, un repetido vaivén que nos acerca y nos aleja del objetivo, sustrayéndonos siempre a lo que inicialmente esperaríamos. Ese es el sentido de las quiebras en los enlaces sintácticos (síncopas o anacolutos); una puntuación que se ajusta al ritmo generado por la propia escritura, nunca a la ordenación gramatical establecida en la norma, reflejará un dinamismo del pensamiento y de la imaginación, que va siempre mucho más rápido que la propia escritura, y que por ello determina esa tensa (e intensa) bipolaridad que los poemas tratan de explorar. Tampoco me parece exacto hablar de una escritura artificial o rebuscada. La de Kozer se apoya siempre en un lenguaje y en un acento coloquiales; hasta se aprovecha — comúnmente — de los giros más usados en la conversación (heredero, también en esto, de Vallejo), los menos literarios y los más antipoéticos desde el punto de vista de las preceptivas. Se trata, pues, de una escritura cargada de afectividad y, por ello, resistente al orden establecido, o que lo viola constantemente, o que lo burla con no disimulada satisfacción. Y desde lo coloquial a lo afectivo sólo Coleção de Areia - 214 existe un corto trecho que José Kozer cruza una y otra vez obligándonos a seguirlo, en íntima proximidad con respecto a él y a las criaturas que pueblan su mundo, adonde sólo se podrá acceder con el sobresalto producido en el encuentro y reconocimiento que sólo una palabra como ésta, cargada de ternura y de emoción, de dolor y de perplejidad — ello es, de sabiduría — puede proporcionarnos. Coleção de Areia - 215 III | LA ENCARNACIÓN RADIANTE (algunas tentativas) Coleção de Areia - 216 Alfonso Reyes y el Madrid posible Entre 1914 y 1924, discurren los años españoles — en lo esencial, madrileños; en lo coyuntural, asomados al Cantábrido, en la costa vasca — del mexicano Alfonso Reyes (1889-1959). Una (otra) década prodigiosa, aunque en este caso los prodigios procedan de aquella conmoción (vértigo) de la tragedia europea, de la locura europea… Años en los que España, apenas repuesta del desastre colonial, afrontaba las difíciles articulaciones que habrían de conducirla a ese periodo — brillante, pero conflictivo — de su primera afirmación contemporánea. En cualquier caso, una encrucijada decisiva para aquel joven (apenas veinticinco años) diplomático mexicano, hijo de las convulsiones históricas y culturales (afirmación de una difícil identidad) que vivía entonces en su país, y desposeído de su cargo — de la noche a la mañana — en un París sobre el cual se cernía la amenaza de la guerra inminente. ¿Qué otro camino quedaba que el del Sur; el del aliento cálido de la lengua, principio de la identidad? Alfonso Reyes (gusto por el mundo clásico) se compara al invasor antiguo, atraído por la riqueza meridional. Pero Alfonso Reyes no invadía; era invadido (a medias necesidad, a medias deseo) por su propia voz rebotada en las paredes y rincones del pasillo (la casa grande familiar) de la historia. Sólo así se entiende que él mismo reconozca esos dos lustros españoles como “años fecundos para mí en todos los sentidos”. Fecundos por abundantes y fértiles; pero también por productivos, porque se reproducen naturalmente, como quiere el Diccionario. No hay sorpresa alguna, ni deslumbramiento; el joven escritor adquiere poco a poco — en el centro radiante de su tradición — la madurez literaria. Como dice bien Fernando Coleção de Areia - 217 Curiel, “más que en México o en París, Reyes se hizo Reyes en Madrid”. Puede sonar a exceso de entusiasmo; pero ¿qué otra cosa que el contraste, el enfrentamiento dialógico, acaba por hacernos quienes en realidad somos a los herederos de esa doble tradición que nace con la edad moderna, en la encrucijada mayor y definitiva que es el mundo atlántico? Acerquémonos, si no, a los años madrileños de Alfonso Reyes; enfoquemos nuestra mirada y tratemos de comprender. Dejo a un lado — por sobradamente conocida — la peripecia vital del escritor, menudencias de la anécdota: prefiero rastrear sus posiciones y proposiciones, reconocer su legado y reflexionar sobre él, desde la distancia del tiempo transcurrido — venturosamente — en este año de 1992 de tanto fervor hispanoamericanicista. Nos propusimos eludir toda retórica caduca, toda palabrería vana, y — a la vista está — seguimos contribuyendo, con cierta histeria descontrolada, a la ceremonia de la confusión. Dando tumbos — primero — por tertulias literarias y redacciones de periódicos (acogido, también, en diversas revistas literarias), escribe, quizá más por una necesidad que por convicción personal (“las verdaderas malas, las que verdaderamente malas [sic], proceden de mi trabajo forzado en El Sol o por ahí, para ganarme la vida”, en carta a Pedro Henríquez Ureña). Sumándose pronto (su rigor de erudito) a la pléyade de sabios que, desde el Centro de Estudios Históricos, se aplicaban a la investigación filológica y literaria, base de una venturosa escuela al margen del acartonamiento académico que luego se ha querido justificar con aquella referencia. Investigación que Alfonso Reyes hizo suya para dar solidez a la peculiar perspectiva de su critica literaria. Dejando, en fin, la literatura militante, cuando México lo recobra para el servicio diplomático, en sus últimos años españoles (funcionario, entonces; orador, hombre de letras ya; un voluntario de Madrid). Intensa y enriquecedora experiencia que hubo de conducirlo, casi en volandas, desde “mis alegres pobrezas” a la estabilidad final, a punto de abandonar Madrid, como si nada reclamase ya su bullidora presencia, su aguda mirada (tan galdosiana) por aquellas calles y plazuelas y cafés. Y en el ínterin (1917), una declaración personal muy significativa. Carta a Coleção de Areia - 218 Martín Luis Guzmán, el novelista amigo: “Si tiene usted medio, diga que soy el primer escritor del mundo; porque ya hay mucho ruido y la crítica delicada no llega a los oídos de los hombres. Todo se hace a puñetazos, y yo tendré que cambiar de táctica”. Ese cambio de táctica, ¿supuso, acaso, encumbramiento alguno, o claudicación, por parte del escritor? En cierto modo, atenuó la bohemia inicial (apenas influencia en lo anecdótico) que lo acogiera en el Madrid de 1914, pero no ha perturbado, en modo alguno, su trayectoria hacia la madurez fecunda que decíamos, y que la obra — tan singular — de aquel período habrá de certificarnos. Apelemos, pues, a su clarividencia. Lo primero, ver Madrid, observar a los madrileños. Una aproximación quizá, en apariencia, trivial: crónicas volanderas o estampas breves, escenas características de una ciudad y de unas gentes (de una Corte) que empezaba a desperezarse tras la siesta decimonónica que de nuevo se agitaba, superado ya el hondo pesimismo finisecular. A veces, hasta los tópicos: imagen española de los viajeros románticos europeos, feísmo esperpéntico, que en Reyes es vitalidad, proliferación sugestiva. Pero la mirada del huésped mexicano no se detiene en esa consabida superficie; da en penetración juiciosa — a partir siempre del asombro — que trasciende la circunstancia: “el Madrid posible”, entrevisto desde el Balcón (frontera) de la Armeria, perdiéndose hacia poniente. ¿Sólo una feliz coincidencia esa dirección de la mirada? No es ese el itinerario del descubrimiento, de la aventura; del encuentro — además — con nuestro otro lado? Mirada que capta atmósferas, de estirpe velazqueña. Y no sólo por su agudo trazo visual; también por la intensa indagación humana: Entonces, ¿por qué hay almas rudas y voces roncas? ¿Por qué hay chiste insulso y carcajada procaz? ¿Por qué hay subrepticia, sorda, inequívoca, una corriente de odio a la belleza? ¿Por qué una gran parte de la gente tiene siempre “el aire de estar de vuelta”? ¿Por qué el provocar en ellos una nueva curiosidad — gusto de la vida — es incomodarlos, “darles la lata”? Coleção de Areia - 219 Penetrar, pues; no contenerse con el interés o la conveniencia inmediatas: en eso queda el utilitarismo europeo . Abrir las puertas a lo cerrado, airear la imagen desde la diferencia: el riesgo que afronta el americano, para integrar así aquella visión inmediata en su contexto universal. Visión que es intuición superadora de los límites habituales; ahondando no en los significados, en sus sentidos posibles. Resistencia paralela en la erudición. Quien venía, como Reyes, de una sólida y entusiasta formación clásica, quien se entregó, apenas llegar a Madrid, al trabajo erudito de investigación filológica en torno a Menéndez Pidal, Navarro Tomás o Américo Castro, eludió — convencido — toda especialización por reductora. Pensar de acuerdo con un sistema — decía — obliga a dejar de pensar “en la parte del mundo que no tiene cabida en él”; un dispendio que su condición de americano no le permitía. Por eso, sus aproximaciones a la historia y a la literatura españolas no se sustentan en la seguridad de lo sabido, promueven una discusión desde el punto y hora en que Alfonso Reyes se enfrenta a tales propuestas: mirada siempre doble, la suya; de ida y vuelta (reflexiva), que en lugar de complacerse en la retórica, la deja en evidencia. Nuestro escritor había apostado ya por la ruptura (por el siglo XX) en su etapa mexicana del Ateneo de la Juventud; pero lo había hecho desde la sensatez del pensamiento, nunca desde el desgarro de la pasión. Su voz, proyectada así hacia la que iba a ser la nueva estética, hacia nuevas convicciones existenciales, se introdujo en la coyuntura cultural española que le tocó vivir, y no vaciló en señalar las contradicciones subyacentes que encontraba a cada paso: No sé bien si es [la Institución Libre de Enseñanza] una orden monástica, pero me parece que es una orden de caballería (…) de aquí proceden los nuevos caballeros de España. Los hombres del 98 — pléyade improvisada e callejera, hija de su propia desesperación — acaban por coincidir más o menos con él [Giner de Ríos] que representa lo orgánico, lo institucional (…). Y en otra ocasión: Coleção de Areia - 220 España ha salido tan escéptica del 98, que no hay manera de que confíe en sí misma (…). La redentora revisión que data del 98, aunque combatía un mal de ensimismamiento, ha traído al fin otro mal del mismo linaje. Tanta introspección acusadora ha acabado por crear una atmósfera sofocante de cuarto cerrado. No vendría mal abrir las ventanas (…) pensar en América. Esa necesidad de superar el egocentrismo castrador, sin abandonar la obsesión castiza, marca (y lastre) indiscutible de los noventayochistas, no habría de ser digerida por la crítica (tan preservadora y reverente que acogió — error — al 98 como nuestro primer movimiento contemporáneo) hasta varias décadas después19. Y en aquella atención hacia el otro, en aquella corriente dialógica que podía haberlos oxigenado, y que muchos — temerosos — dejaron pasar, o recibieron con toda suerte de reparos, está la clave que tanto costó dilucidar. Se ha dicho que Alfonso Reyes es, en cierto modo, un noventayochista. ¿Noventayochista quien reclama la superación del ensimismamiento, la urgente necesidad de reconocerse en un diálogo con el doble americano, para superar precisamente aquellas limitaciones? Nótese algo importante: esas ventanas que Reyes se propone abrir no dan a un paisaje enajenador, exigen una acción (reflexión) intelectual sobre el principio de la modernidad que América representa, con sus arduos conflictos, por supuesto, pero también con una voluntad cosmopolita, en aquel momento de la apuesta decisiva por su identidad. Alfonso Reyes conoció y trabó amistad con escritores de aquella generación. Cierto. Se acercó, comprensivo, al espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. Sin duda. Pero él venía de 19Ya en 1921, Luis Araquistáin, en su farsa novelesca Las columnas de Hércules, censuraba la huida crítica de los escritores que, en la España de fin de siglo, habían removido esperanzadamente el panorama intelectual del país. Y en 1923, Manuel Azaña, desde las páginas del semanario España, cuestiona la presunta modernidad del 98. En ambos casos, una crítica más ideológica que literaria. Coleção de Areia - 221 Mallarmé, y no dudó en establecer (año 1920) su paralelo con Góngora, por ejemplo. Reyes comulgó con la experiencia poética juanramoniana (fundación de Índice, 1921, con Díez-Canedo y Bergamín), cuando “ya el sobrerrealismo — recuerda Juan Ramón — se iba formando, con más elementos interiores que el ultraísmo, porque era y es un movimiento neorromántico”. También con Díez-Canedo y Moreno Villa acometió la publicación de Cuadernos Literarios. Atrevida invención suya (como dijo) fue la crítica cinematográfica que prodigó entonces (páginas de El Imparcial)… Familiar, por tanto, del 27. Su curiosidad intelectual se derramaba en lo diverso, aceptaba otras voces, abierta (y dispuesta) ya a la perturbación de la irracionalidad que las convulsiones del tiempo anunciaban, y ante las cuales el pensamiento cercado del 98 buscaría refugio en un barroco calderoniano, traumática vivencia religiosa determinante de sus rasgos esenciales. Por ello, su más interesante vislumbre, en este orden de cosas, se hallará en la espléndida visión del cubismo contenida en “El derecho de la locura”. Ahí, el dedo en la llaga. “¿De suerte — dice — que en las tierras de Goya el delirio está prohibido?”. Por ese desgarrón de la estética tradicional, su mirada invertida (la despliega como Goya; antes — recordemos — como Velázquez) se hace mirada fecundante: “malhaya ese realismo prudente que sólo os permite mostrarme la mitad de la cara”. La mitad de la cara: ¿dónde la otra mitad? ¿Cómo se completa el español sino disparándose hacia la locura, hacia la invención? Su plenitud (lo mostró de sobra Cervantes) “en el hemisferio invisible de la Luna”: aceptación del doble americana que, por intermedio de Alfonso Reyes, le habla ahora, y se atreve a descubrirle lo hasta entonces arrumbado en el rincón oscuro — y polvoriento — de su memoria histórica. Hacer luz en tales rincones olvidados es — también — imponer el riesgo de una elección: la normalidad se halla en lo plural y contradictorio, en el peligro de equivocarse. Atrincherados en la tradición sólo perpetuaremos el error. Usémosla, nos dice Reyes. Pongámosla en movimiento. La memoria, para ser fecundante, debe pasar la prueba del contraste, de su negación, sin temer a la irreverencia. Ese margen abrió la mirada madrileña del escritor mexicano: Coleção de Areia - 222 Negar una tradición, o no tiene sentido, o no es más que la primera mitad de la verdadera revolución. Lo que importa es reinterpretar, volver a admirar de otro modo lo que nadie sentía siquiera, a fuerza de figurarse que lo admiraba. Desde la ladera europea (margen español), la mirada vuelta hacia América. En similar coyuntura histórica y espacial, tres novelistas fundadores, desde París: Miguel Ángel Asturias, Arturo Uslar Pietri, Alejo Carpentier, en “aquel cerrado armario de valores” de la vieja Europa, por donde ya asomaba su rostro desquiciado el surrealismo, se aplicaron a mirar “lo ajeno y original del mundo americano”, descubriendo así que “las más ordinarias formas de la vida criolla” acababan alucinándolos a ellos mismos; que la reivindicación de su habla, de su viva voz, les permitía vislumbrar “el misterio de las significaciones” allí contenido. Y expresaron “lo americano con una autenticidad y una fe” que nunca hubieran alcanzado sin la distancia (escape, regreso) desde la cual miraban ahora su propio mundo. Estalló por si solo — madurez flagrante — el realismo mágico. Alfonso Reyes, desde Madrid, desplegando idéntica especulación (“hay que decir — carta a Pedro Henríquez Ureña — que ya pasamos la primera etapa necesaria y utilísima: la creación de una minoría selecta que necesitaba ejercitarse en las técnicas de Europa; y que ahora vamos a la segunda etapa: aplicar a nuestra necesidad el resultado del aprendizaje anterior (…) con el solo ideal y las buenas intenciones (…) no se nace nada”): si no concluyó (contención de la crítica) en aventura novelesca, sí alcanzó — como Carpentier, remontando el Orinoco — el principio donde mito y realidad confluyen en el uno vencedor de la historia. En una sólida convicción poética arraiga la escritura toda de Alfonso Reyes. Visión de Anáhuac, su texto capital de esos años, principio de una exploración, que desea más acabada y compleja, por el “alma nacional”, para “extraer e interpretar la moraleja de nuestra terrible fábula histórica (…) interrogando pertinazmente a todos los fantasmas y las piedras de nuestras tumbas y de nuestros monumentos”. Visión que, proyectada sobre “la región más transparente del aire”, se zafa de la dictadura de la historia, Coleção de Areia - 223 del enredo de las filosofías, de la disciplina de las ideologías: es un texto poético, construcción de un friso verbal (visual), concomitante con ese breve relato titulado “El testigo de Juan Peña”, escrito también en los primeros años españoles, cuando “los recuerdos vienen escoltándome, apresuran conmigo el paso y conmigo cambian de acera. Al subir la calle de Alcalá, ya no era dueño de mis ojos. — Es inútil — exclamó enfrentándose con mis fantasmas -. Os pertenezco” (dicen los párrafos iniciales de esa narración). Y, en tanto que texto poético, Visión de Anáhuac es un palimpsesto: su voz son voces que, superpuestas y fecundándose mutuamente, repercuten hacia su principio original: el canto. Sorpresa, primero, que habla “de una Castilla americana más alta que la de ellos, más armoniosa, menos agria seguramente (…) donde el aire brilla como un espejo y se goza de un otoño peremne”; espacio “por donde los ojos yerran con discernimiento, la mente descifra cada línea y acaricia cada ondulación”, y el hombre — absorto en su contemplación — “oye la voz del ave agorera que le prometía seguro asilo sobre aquellos lagos hospitalarios”; luego, “la envidiable hora del asombro (…) sobre aquel orbe de sonoridad y fulgores”…20. Y así empieza a ser nombrado aquel mundo, por quienes se asoman a él: un mundo que también les habla, les nombra. Y esto resultará decisivo. Voces de Humboldt, de Bernal Díaz del Castillo, de López de Gómara, de Hernán Cortés, viéndose discurrir (su propio ritmo, incluso) sobre la escritura (transparencia) de la palabra de Alfonso Reyes; y en todas, aquellas “conversaciones que se animan sin gritería: finos oídos tiene la raza, y, a veces, se habla en secreto”; todas las miradas, “un marco de los sentidos (…) la emoción de un raro y palpitante caos: las formas se funden entre sí; estallan en cohetes los colores; el apetito despierta al olor picante de las hierbas y las especias (…) de una cuba sale la bestial cabeza del pescado, bigotudo y atónito”. ¿No se superpone este sensual dinamismo, esta abigarrada agitación, contada por el juicioso Reyes, a la desbordada vitalidad del atrevido Lezama Lima, al fijar la imagen de la expresión americana? Pálpito, pues, de la 20Subrayado mío. Coleção de Areia - 224 carnalidad, de la oralidad: no como anónimo unificador, en el estallido de la diversidad (de la diferencia), alcance sucesivo de una verdadera y completa visión. “Sucesión de panoramas cinemáticos”: el paisaje como identidad. Desde el Balcón de la Armería, el Madrid posible emergía hacia poniente; pero la atmósfera iluminadora (conjunción en Velázquez) lleva esa mirada mucho más allá: reflejo y súplica, ahora, desde el balcón (frontera también) que lo enfrenta a su necesidad existencial. Y la lengua, como sonido del sentido, alongándose por esa balaustrada superpuesta a la blanca piedra del Palacio Real de Madrid, coincida con el canto inicial (cantar de Ninoyolnonotza), meditación concentrada y delectación melancólica, “fantaseo largo y voluptuoso donde los sabores del sentido se van trasmutando en aspiración ideal”. Alfonso Reyes escribe en Madrid, desde Madrid, en un momento crucial del largo proceso de renovación que vive México por esos años. Pero ni la dimensión erudita de su trabajo, ni su respetuoso reconocimiento de la tradición clásica y española serán suficientes para desalojar “del fondo de su mentalidad de americano las preocupaciones, y más que las preocupaciones, el instinto definido de miembro de una comunidad que encarna en el Continente un movimiento de inflexiones imprecisas” (A. Guerchunoff). Ni su espacio geográfico se ve confinado a la estrechez del nacionalismo (avizor en las diversas encrucijadas del Continente), ni su territorio espiritual se aísla en torno al hombre mexicano. Reyes proyecta esa identidad hacia Europa, adonde llega pensando en Grecia y en Goethe, en Mallarmé y en Góngora y en Bernard Shaw, y desde aquí vuelve la mirada para pensarse él como parte de ese mundo doble que lo identifica, en la dinámica y recíproca dirección (relación) que descubre al volverse; pero sobre todo en el habla (sonido del sentido), donde se completa el perfil que traza: su reconocimiento. Idéntica trayectoria: el desembarco perturbador en la literatura europea, por esos años también, del bárbaro Ezra Pound. Desde su diferencia (disidencia) periférica, sacudió el marmóreo respecto a la antigüedad clásica, no para deshacerla iconoclasta, para reconocerla viva, y reconocer en esa vitalidad la suya pujante de pionero. Coleção de Areia - 225 Tras el reconocimiento, la respuesta21. En 1923, Alfonso Reyes concluye Ifigenia cruel, un poema dramático donde encarna la doblez de ese destino recién iluminado: si el movimiento anterior (ritmo, sentido) concluía en los orígenes de la palabra (rescate de la oralidad), éste, de 1923, da forma al conflicto surgido de la experiencia de tal reconocimiento. Por eso, drama. Ante su difícil alternativa (memoria recuperada: cumplimiento y orden; mundo ajeno que habita: proyección de libertad), la protagonista opta por esta última como único camino posible para eludir la fatalidad de su raza. Por eso, además, poema trágico; poema de la elección decisiva. Advirtamos, sin embargo, que esa experiencia dramática es transfiguración literaria de un conflicto, personal e íntimo (“intentamos emanciparnos de la angustia que tal experiencia nos dejó, proyectándola sobre el cielo artístico, descargándola en un coloquio de sombras”), desencadenado a partir del impacto que el ánimo de Alfonso Reyes produjera la turbulenta caída del porfiriato y la penosa suerte seguida por su padre22 en los primeros, y confusos, momentos de la revolución. Conflicto personal agravado por el forzoso y doble desarraigo 23 que el 21“Ifigenia cruel (…) es algo como una respuesta a la Visión de Anáhuac (…) en donde el drama del espíritu y la tierra, el cielo y el suelo, la sangre y la palabra, encarnan en un lenguaje sutil y bárbaro a un tiempo y que sorprende doblemente por su arcaísmo y su refinamiento” (Octavio Paz. Las peras del olmo. Barcelona. Seix Barral. 1971. 22Bernardo Reyes, gobernador de Monterrey e impulsor del progreso económico de ese Estado. General y ministro de la guerra, durante el porfiriato. Muerto (1913) en la revuelta contra el presidente Madero, en el asalto al Palacio Nacional, a manos de partidarios del bando de su hijo Alfonso. Su otro hijo, Bernardo, fue activo polemista político y decidido partidario de Porfirio Díaz. Al triunfar la revolución, se vio obligado a huir, refugiándose en España. 23Alfonso Reyes se aparta de la confusión reinante en la primera etapa revolucionaria. Acepta un cargo diplomático en París, pero pronto será destituido — como vástago de una familia porfirista — a la caída de Huerta. Coleção de Areia - 226 propio escritor debe afrontar inmediatamente después, atenuado — en cierta medida — por la fructífera serenidad de su etapa española. Al saberse en el centro de su tradición lingüística, al emparentar (galería de espejos) con una peripecia literaria de la cual se sabe heredero (situación doble también del barroco español), adquiere la distancia reflexiva suficiente para ver (y oír) su propio mundo, y para exorcizar — más tarde — aquellos fantasmas del desgarrón fatal que, tenaces, no cesasen de acosarlo. Esto lo une — como vimos — a los fundadores del realismo mágico; pero también lo divorcia de la experiencia novelesca: la de Alfonso Reyes, en una más arriesgada coyuntura confesional, en una más exigente dimensión intelectual, integrando ese conflicto suyo — que los es también de la identidad americana — en la más amplia — y sólida — tradición clásica de la literatura. El teatro griego había nacido para dar respuesta al destino de una colectividad dividida entre su ser y su deseo de ser. Desde 1908, los estudios clásicos fueron, para Alfonso Reyes, un “alimento del alma”, una ayuda para superar la crisis final de la juventud, en la que — como dice él mismo — “hay que suicidarse o redimirse”; y esa conjunción intrépida entre raciocinio y pasión, que los trágicos griegos harían monumento imperecedero superando las circunstancias histórico-sociales que lo originaran, acudió de nuevo en ayuda de nuestro escritor, en esta otra encrucijada de redención. La muerte de su padre (porfirista, a manos de partidarios de la revolución) y el precipitado exilio europeo (diplomático, primero, en París; escritor, luego, en España, desde donde su hermano Bernardo seguía hostigando a la revolución recién implantada) ni atemperan sus convicciones revolucionarias, ni desembocan en la cómoda opción del rencor: “creo más en las ideas que en las coces, y mucho más en la parte constructiva que en la parte adversativa de las ideas”. Esto lo salvará: su humanismo convencido. Esto y — como decía antes — la equidistancia juiciosa con que se sitúa entre los dos extremos de su identidad (México-España) y entre los dos horizontes españoles donde Ifigenia cruel se hace realidad (la costa cantábrica, “este retiro plácido del verano (…) horas de contemplación junto al mar y el consejo de sus colinas”, y “el Coleção de Areia - 227 otoño de Madrid, consejero inquieto”, que propicia la culminación del proyecto: verano de esplendor sereno ‘maduración inquieta del otoño, otra equidistancia fecunda). Orilla abierta hacia lo posible; interior que nos reclama hacia su centro: los dos rostros de nuestro único rostro, cruce necesario de caminos. Alguien, en una playa, espera conocer y reconocerse; alguien aguarda el anuncio de su fecundación (“me inclino a creer que lo femenino eterno — molde de descendencias — es más alto para este milagro cosmogónico de las depuraciones que no el elemento masculino”): una mujer que — en su incertidumbre — se ofrece al recién llegado “del fondón de los mares”, cumpliendo así su deseo de ser en el temor de ser (“oh vencedor extraño, calla, porque, al fin, no quiero / saber — oh cobarde seno — quién soy yo”). ¿No es este el siglo híbrido, de la identidad americana: seno femenino dispuesto a la fecundación por un poder que sobre él avanza y lo penetra, pero que acaba fecundando a quienes creían poseerlo? Mujer, molde de descendencias, y sacerdotisa; ello es, nuestro guía en el sacrificio después de haber cumplido — ella misma — el papel de víctima: lo activo y lo pasivo en una misma identidad. ¿No es la decisión femenina de seguir siendo mujer negándose a serlo, la que determina el paso sucesivo y arriesgado que configura la personalidad hispanoamericana, desde su principio24. Guía (y vicario), porque antes ha sido víctima. Purificado en ese sacrificio que en sombras encarna, la experiencia de la doblez (y su conflictiva realización) permite a Alfonso Reyes desvelar una reconciliación que no es rendición. 24Octavio Paz insinúa, si bien no da una explicación acabada del asunto, que Ifigenia cruel expresa también la “visión de la mujer y la meditación sobre la libertad (…) El enigma de la libertad es también el de la mujer. Artemisa es una divindad pura y carnicera: es la lula y el agua, la diosa del tercer milenio antes de Cristo, la domadora, la cazadora y la hechicera fatal. Ifigenia es apenas una manifestación humana de esa deidad pálida y terrible (…) Artemisa busca y rehúsa, alternativamente, la encarnación, el encuentro con el otro, adversario y complemento de su ser”. (Vid. Puertas al campo. Barcelona. Seix Barral. 1972.) Coleção de Areia - 228 Concordia, ha dicho Octavio Paz; ello es, que no excluye el litigio ni la diferencia: desde el uno y desde la otra, alcanzar la conformidad, la armonía (libertad) de la forma. Saberse hispanoamericano exige el mismo reconocimiento del otro (de los otros) protagonizado por su Ifigenia en el trance decisivo de la elección, libertad fecunda (y fecundante). Hispanoamericano de ventanas abiertas — dije — el defendido por Alfonso Reyes; despojado definitivamente de toda retórica, capaz de ir mucho más allá de tanta faramalla erudita (torpeza estéril, disfrazada tras el rostro de hispanismo), venciendo toda “timidez crítica”. A los caducos métodos de la crítica germánica, opone Reyes el aire nuevo que, desde Italia, barría todo cuanto era “equivocación y fraude: empeño de escamotear los problemas espirituales con medios de trabajo manual”, todo aquel hispanismo de catalogadores que había sustituido “el golpe de luz del romanticismo que todavía nos alumbra”. Reconocerse hispanoamericano supone — de una parte — no cerrar los ojos a la “absorción repentina de nuestro pasado” que abrió “el camino al que pronto habríamos de llegar: el de la vida a sobresaltos, el de las conquistas por la improvisación y hasta la violencia, el de la discontinuidad en suma”; pero supone — de otra parte — romper con toda ingenua credulidad, rectificar “las injustas leyendas” que corren en uno y otro sentido, para — como hiciera Rubén Darío — desatar “las palabras mágicas en que todos habíamos de reconocernos como herederos de igual dolor y caballeros de la misma promesa”: Así como América no descubrirá plenamente el sentido de su vida en tanto que no rehaga, pieza a pieza, su “conciencia española”, así España no tiene mejor empresa en el mundo que reasumir su papel de hermana mayor de las Américas. A manera de ejercicios espirituales, al americano debiera imponérsele la meditación metódica de las cosas de España, y al español la de las cosas de América. Desatar las palabras mágicas: acto voluntario de libertad que nos enfrenta al padecimiento y a la esperanza. De un lado, entrega; de otro, incertidumbre: una proyección en lo posible. Coleção de Areia - 229 Hispanoamérica, encrucijada de mestizajes, frontera hacia una constante renovación. Y, en tal coyuntura, la lengua como aliento vivificador. No su acartonamiento gramatical (rigores de la norma), la viveza de su oralidad (saboreo del sentido). Un filósofo minucioso como Alfonso Reyes, sin reparo alguno a la hora de volverse hacia el instrumento de su trabajo: organismo latente y rebelde a toda petrificación (“canturía gustosa”), al cual no le importa ser sorprendido en “flagrante delito de transformación” (“en mi primera redacción verbal ante los fenómenos de la vida, yo siento que siento en una lengua levemente distinta de la peninsular. En esa levedad de matiz está el conflicto (…). Me ocurre pensar que esta desviación dialectal puede servirnos de índice para ir construyendo una teoría de nuestra sensibilidad diferente, americana, y hasta — en mi caso — mexicana”). Apenas una leve disidencia, pero falla o rasgadura hacia el futuro, que hace de la excentricidad periférica el espacio más sugestivo de nuestra personalidad histórica y cultural común. Una viveza que los es también social; agitación en la que se superponen ambos rostros. La fiesta, explosión de la vida y burla de la muerte; porque también la muerte es protagonista del suceso: una perpetua disidencia burlesca. Bajo la mirada deformante del esperpento (principio aceptado por Reyes, cuando observa la imagen de España), la comunidad vibra, y danza; en su ansiosa vitalidad, hasta los muertos se levantan (o los esqueletos — ostentosa risotada — bailan): hormiguea el pueblo en el danzón cotidiano, en la opulencia sensual de las celebraciones: mercado, templo, palacio (“Van y vienen las túnicas de algodón rojas, doradas, recamadas, negras y blancas, con ruedas de plumas superpuestas o figuras pintadas. Las caras morenas tienen una impavidez sonriente (…). Tiemblan en la oreja o la nariz las arracadas pesadas (…). Sobre los cabellos, negros y lacios, se mecen las plumas al andar (…). En las manos aletea el abigarrado moscador, o se retuerce el bastón en la forma de culebra con dientes y ojos de nácar (…). Las pieles, las piedras y metales, la pluma y el algodón confunden sus tintes en un incesante tornasol”); se llena la ciudad de máscaras y deformidades de carnaval (solanesco amontonamiento), el trajín de calles y plazas confundido con una multitud que Coleção de Areia - 230 hormiguea (orillas del río) en las afueras (“Aquí el grito loco y lírico, la palabra sin contenido racional, tecnicismo de la extravagancia. He oído a un muchacho gritar a otro que lleva una máscara de burro: — Eh, tú, cabeza de ópera (…). Aquí los saltos animales de la risada y las sacudidas y el paleteo; aquí la gracia bronca, el gesto muñeco y la canción del taratachumba”). No hay centro, eje riguroso que determine el compás. Movimiento de la excentricidad, en ambas direcciones: “a diferencia de lo que sucede en las costas del Mediterráneo, aquí el héroe tarda en resucitar, tal vez nunca resucitará. De otro modo hubiera triunfado sobre el dios sanguinario y zurdo de los sacrificios humanos, e impidiendo la dominación del bárbaro azteca habría transformado la historia mexicana”. Cruce y atrevimiento (violación e riesgo) en esos escritores españoles a quienes Alfonso Reyes se aproxima, más como un medio para corroborar su identidad que como objetos de exploración erudita (“Siempre estoy queriendo comunicar y cambiar ideas con los demás”): barroco florido de Góngora o austero expresionismo de Quevedo o Gracián; remontando hasta las estribaciones medievales del arcipreste Juan Ruiz o entrando en polémica teatral con Lope de Vega. Y frente a ellos, recibiendo y reflejando semejante agitación, el dramaturgo contrahecho — ¿mexicano? ¿español? — polariza simpatías y diferencias, en su deseo de establecer un ejercicio sereno de juicioso raciocinio. Como ahora Alfonso Reyes, antaño don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza deambula por un Madrid crepuscular: “Antiguas Platerías (…) Huerta del regidor Juan Fernández (…) Soto del Manzanares (…) calle de la Victoria (…) parroquia de San Sebastián”. Buscándose (y reconociéndose) el uno en el otro. Y si el ancestro mestizo objeto de burlas y desprecios, Reyes víctima de las dificultades económicas; si Ruiz de Alarcón, con su puesto en el Consejo de Indias o con sus negocios, se aparta poco a poco de la vida literaria, de tantos sinsabores, nuestro escritor saldría progresivamente de la bohemia y la precariedad, granjeándose el respeto de sabios profesores, y acaba por recuperar su cargo diplomático. Prudente, sin embargo, no acude a la llamada de Vasconcelos, su amigo y ministro en el México constitucional; prefiere aquella Coleção de Areia - 231 distancia que le ha revelado su perfil mixto, multiplicándolo inmediatamente en las otras direcciones del espacio atlántico. ¿Por qué ambos en similar equidistancia razonable? Porque entendieron la lengua como comunión en la diferencia de las diversas voces que hablaron español; allí donde la frase “encabritada y gallarda” (lo dice Reyes de Quevedo) se resiste por igual al orden escrupuloso de la norma y a la convención literaria del artificio. Habla (y escritura como habla) que se origina en una ponderada desconfianza y que rechaza el apoyo de toda agudeza repentizadora (ironía de Gracián, en sus manuales de agudeza e ingenio: contra la una y el otro su pronunciamiento, si somos capaces de leer desde su doble fondo). “Un gran regocijo verbal”, por completo ajeno a todo color local, que nace del tono “conversable y discreto (…) de psicologismo caviloso” del antepasado contrahecho. Nunca lo vio así — crítica respetuosa de Reyes — Menéndez y Pelayo, y tampoco — más grave — esa crítica española posterior que no se esforzó por entender de otro modo la expresión americana. En suma: para Alfonso Reyes — y toma la palabra a Azorín —, en el barroco español se fragua el sentido irreverente (atractiva puericia lezamiana) que habrá de alimentar la diferencia del español americana; subversión de valores favorecida por una subversión lingüística todavía — entonces — sin el atrevimiento decisivo; comienzo de una pendiente que para ser derrumbadero habría de pasar el trance de la disidencia (elección) primera de sor Juana Inés de la Cruz: una mujer también, como Ifigenia, negándose a sí misma. Ni color local, ni regodeo descriptivo, ni testimonio político, como señas de la nueva identidad. De ahí la torcida interpretación española de lo americano; de ahí también — en buena parte — el error propio que reduce la voluntad creadora de mucha literatura americana a su inmediata utilidad pública o política, que no histórica. Todo lo contrario: una psicología nacional”, con la retórica emergente del reconocimiento de la doblez: viveza de la oralidad, inversión del artificio. Por eso, Alfonso Reyes se resiste a aceptar sin matices la explicación del mexicanismo de Ruiz de Alarcón dada por su admirado Pedro Henríquez Ureña: “más que servir la fórmula (…) para explicar a Alarcón — dice —, la obra de éste servirá (…) para acabar de Coleção de Areia - 232 explicarnos algunos rasgos del mexicanismo”. No es capcioso este volver por pasiva del razonamiento; ni tampoco una salida ingeniosa. Se trata, ni más ni menos, de aplicar la mirada inversa (retorno reflexivo) de Alfonso Reyes, en sus años españoles y tras la exploración que entonces hace por el territorio sugestivo de la literatura peninsular de la encrucijada barroca, espacio y tiempo — simultáneos — de la fundación americana. Y para que la simetría no se quiebre, otra galería de rostros, otra multiplicación de voces (hasta otro recíproco reencuentro), en la nueva (doble) encrucijada de la historia: final de un tiempo (noventayocho español), principio de otro (modernismo americano), en mutua y estrecha interdependencia. Lucidez de región aérea en Azorín “que en Gutiérrez Nájera y en José Martí tiene (…) ese rostro de sí mismo, que desde occidente le habla, no alcanza la intensidad suficiente — explica Reyes con atinada precisión — para fortalecer como era debido “su mismo sentimiento de España”. Abigarrada mezcla de rostros y de cuerpos, de hablas y visiones, en Valle-Inclán. Con él mantendrá Alfonso Reyes su diálogo mayor y más complejo; con él se enzarzará en el saboreo de la viveza de la lengua (ritmo “encabritado y cortado”, agitación sin mesura), en su riquísima oralidad naciente, en su particularísima construcción retórica: plenitud del “regocijo verbal”. En ese encuentro (ese diálogo), lo húmedo cálido, lo fluido fecundante, también: “lo que de América lo enamora es aquella vitalidad patética, aquella cólera, aquella combatividad, aquella inmensa afirmación de dolor, aquel hombrearse con la muerte”. ¿No son esos los puntos cardinales que definían ya el vigor periférico en la mitología gallega de Valle-Inclán? Humedad y fluidez que se resuelven en la peripecia caprichosa y errabunda de sus creaciones (y de sus figuraciones verbales), frente al roquedal mesetario que “recibe las influencias con reverencia ética, con fervor ascético” (por decirlo con Lezama Lima): periferia atlántica en la que Reyes y Valle-Inclán coinciden, a la que ambos pertenecen. Y por donde transcurren. No sólo por el hecho de sus respectivas presencias físicas, acá o allá. “México — confesará nuestro gallego al mexicano huésped — me abrió los ojos y me hizo poeta. Hasta entonces, yo no sabía qué rumbo tomar (…) Coleção de Areia - 233 decidí irme a México, porque México se escribe con x”. No se trata de una simple boutade valleinclanesca, y — en su diálogo fecundo — lo ve Alfonso Reyes: esa minúscula x resulta “inmensa en las direcciones cardinales” que apunta (nueva rosa de los vientos), es “un crucero del destino”. Una y otra apreciación merecen algo más que la leve complacencia ante una frase feliz: pluralidad de direcciones, no convicción autosuficiente de la unidad; principio de lo abierto a la elección y, por ende, al azar de los cuatro vientos. Lo sabe Reyes por su experiencia, por su hallazgo español; lo sabe Valle-Inclán, cuyo encuentro con América facilita, de forma definitiva, el acceso a su escritura de “la sustancia del recuerdo” americano, y — al propio tiempo — le permite utilizar sus procedimientos expresivos españoles para incorporar (dar cuerpo; poner en pie) su visión americana que ya es visión de la doblez atlántica. “Poder sintético (…) desconcertante — concluye Alfonso Reyes — y esa Jalapa, esa Campeche, esa Tlaxcala entrevistas a través del humo de la marihuana, como lindos monstruos de alucinación y recuerdo, no se olvidan jamás”. Subversión funambulesca del irrepetible Ramón, que “no es un escritor: carece de urdimbre y cohesión”, pero cualquiera de cuyas propuestas se mueven desde la agitación radiante del capricho personal hasta el padecimiento verbal (nunca explicación) de sus experiencias o sus ideas. Las palabras no le imponen respeto alguno, y puede así devolver “su confusión a las cosas, no con sa segunda iluminación: caos resplandeciente. Para Reyes, en consecuencia, Ramón españolísimo (“unos nervios de cien mil voltios”); pero también excéntrico, y por ello en la sintonía de la disidencia atlántica, sin importarle — en lo más mínimo — cuál habría de ser la correcta imagen de un escritor. Bárbaro, en tanto que, respeto etimológico — es distinto; porque atropella — además —, con un habla que es siempre balbuceo original, todo respeto timorato ante la lengua y ante los valores que la misma conserva y petrifica. Así, el feraz encuentro entre ambos, en la frontera de las vanguardias, de su pareja doble identidad. Otro viajero por América que sufre “una honda y fecunda crisis”, Ortega y Gasset. Otro de los españoles de la experiencia madrileña de Alfonso Reyes, a través de quien el mexicano Coleção de Areia - 234 puede concluir su simétrica especulación en la identidad hispanoamericana. Lo que enrumba de nuevo la obra de Ortega, tras su estancia deslumbradora en América, lo que “acabó por ensanchar generosamente las fronteras de esta alma (…) [y] la abrió a una comprensión más vasta y plena de la vida”, no era ya — como en el caso de Valle-Inclán — la frescura sensual de la oralidad, la sugestión insinuante de las visiones. El de Ortega es otro viaje: explicación y entendimiento de sí (“la descubrió [América], en efecto, para sí mismo”) que habría de ponerlo, cara a cara, ante la disyuntiva que condiciona, de forma sustancial, su pensamiento todo: frente al crepúsculo europeo, la efervescencia de aquellas sociedades que se hallaban en el momento de dar el paso decisivo para refundar su historia, para asumir la modernidad abortada en los años de formación. No hay temor en ellas ante eso, sino confianza (“nuevas alegrías posibles”), y libertad despreocupada, gracias a la cual les será dado recomenzar superando las viejas equivocaciones; no hay obstáculos para que — también — “la frivolidad y los juegos” se integren en la normalidad de su proyecto existencial. Descubrimiento de Ortega (y asombro) de un español que no niega — torpe — la competencia de todo aquello con su verdadera y completa identidad; que no se sitúa en una posición superior y desdeñosa; que habla desde un juicioso reconocimiento. La etapa madrileña de Alfonso Reyes concluye el 12 de abril de 1924, fecha en que sus más próximos se reúnen en torno a él, en su despedida. Pero su presencia española no ha sido inútil, ni intranscendente: ni quedó en anécdota, ni se redujo a una visión unilateral. Su mirada comprensiva — como hemos visto — fue de ida y vuelta; su apuesta crítica — también — discurre en esa doble dirección atlántica. Por ello, y al margen de las concretas indagaciones que hemos analizado, su voz — en el ponderado equilibrio de la sensatez — se empeñó en atajar la peligrosa epidemia retórica que — desventura de nuestra historia común — no ha sido por completo erradicada. Rememoración de Alfonso Reyes, en este año del quinto centenario: para evocar su peripecia madrileña y para familiarizarnos con su obra crítica capital; pero también para que su afirmación hispanoamericana nos enseñe (a españoles, a americanos) la torpeza de nuestra Coleção de Areia - 235 mutua incomprensión. La lucidez del escritor mexicano no admite — en este orden de cosas — reticencia alguna; sus palabras, ante nuestra persistencia en el error y ante tantos ríos de tinta inútil como han corrido para justificar una fe hispanoamericana que sólo se renueva de centenario en centenario, para disimular cierta mala conciencia, para aprovechar — ladino oportunismo — la coyuntura, merecen ser leídas con respeto, y — sobre todo — meditadas con atención. Y sin prejuicios. “Nada hay más desacreditado aquí que las prédicas de hispanoamericanismo, que las campañas para “estrechar los lazos” intercontinentales, que las fiestas de la Raza, que el intercambio de serpentinas retóricas de uno a otro lado del Atlántico”. ¿Podemos volver a nuestro oficio de exploradores en esa compleja trama de relaciones, sabiéndonos libres de ese pecado? Pero sigue nuestro escritor: “El descrédito americano en España se debe a (…) la ignorancia de los emisarios de América, y a la ignorancia de los americanistas oficiales encargados de recibirlos”. Ignorancia que no es, naturalmente, desconocimiento de la materia, sino dificultad (o blandura timorata, o incapacidad humana) para bajar desde las alturas de la vacuidad del discurso político (en todos los sentidos del término) a la viveza de la oralidad y al fervor de una palabra resistente al secuestro del significado y dispuesta a la fecundación de los sentidos; para dejar que esa misma fuerza cálida y húmeda invada los laboratorios esterilizados del rigor científico. Y Alfonso Reyes se atreve a concluir: “no se ha dicho (…) lo único que había que decir: que América es muy distinta de España, pero que es, en la tierra, lo que más se parece a España (…) que la fraternidad es cosa natural, y que hasta puede llegar a ser muy molesta, pero que es inevitable (…) [que] la verdadera fraternidad excluye las continuas protestas de mutuo amor, y así como podemos decir que América no era independiente mientras sentía la necesidad de acunar a España (…) América no será verdadera hermana de España mientras una y otra se crean obligadas a jurarse fraternidad”. Hagamos abstracción del idealismo subyacente en estas líneas; vengamos a lo que creo importante: la afirmación de la diferencia. La imagen de la Coleção de Areia - 236 fraternidad aquí trazada por Alfonso Reyes, además de inteligente, es capital para alcanzar nuestro objetivo. Diferencia de la hermandad que es molesta y conflictiva y hasta difícil de aceptar, si la recibimos desde la autosuficiencia. Pero que es inevitable. Sin ella, imposible saber quiénes, de verdad, somos. Porque, o falseamos el rostro en la hipocresía del mutuo amor, o borramos aquella otra presencia que nos inquieta, porque — en gran medida — es también la nuestra. Nada de juramentos de amor eterno (como en los boleros) para escamotear las diferencias; diálogo y discusión, si es preciso, entre ambas mitades de la identidad, entre las diversas diferencias que concurren en la misma voz. Nos entendemos. ¿Llegaremos — sin embargo — a la concordia que decía Octavio Paz, que estableció, en su obra fundacional, el maestro Reyes, tras su juvenil y transformadora experiencia española, madrileña? Aquí Reyes vivió; aquí despertó su conciencia de ser parte en la abigarrada diversidad de la capital; no habló nunca de memoria, ni se resistió a la polémica, a la disyunción imprescindible. Por eso, aquí Reyes se hizo Reyes. Coleção de Areia - 237 Todo viaje es a la ventura (Siguiendo a Maqroll) Todo viaje de verdad es a la ventura: salir como perderse, como abandonarse a cuanto pueda venir, a lo desconocido. Por eso, el viaje es la metáfora literaria por excelencia: lo es, sin duda, de la novela; pero — y no en menor grado — también de la poesía, ahí la pérdida resulta más inquietante (y peligrosa): lo encontrado no tiene rostro, es lo invisible. Perguntémoslo, si no, a Dante o a los místicos. Preguntemos, por ejemplo, a Mallarmé. Una aventura cuyo espacio presupone esa misma inseguridad: llámese mar, río o aire, llámese selva o desierto, sueño o noche, el elemento que ha de acogerla sustrae la firmeza al asentamiento humano (seno materno terrenal) y provoca el hundimiento, el anonadamiento del protagonista del viaje, de la vida que se juega siempre en ese viaje, esa aventura. Con un viaje decisivo comienza la literatura, y se determinan sus cruciales articulaciones: Ulises, Dante, don Quijote… Los dos primeros son viajes interiores: el héroe homérico regresa a su reino por una ruta de sobra conocida, la sorpresa es la invención mitológica a la que habrá de enfrentarse; Dante ingresa en ese otro lado que es un espacio intelectual alegórico: mundo del conocimiento de sí mismo, y de su lado moridor, que dijera Sebastián Salazar Bondy. ¿Por qué don Quijote viaja hacia fuera de sí, hacia el peligro de su locura, incuestionable realidad con la que se ve forzado a dialogar, a discutir? Porque todo ha cambiado con la aventura atlántica. El viaje hacia occidente altera la faz del mundo porque se cumple hacia lo nunca antes visto; no es un viaje del que se piensa regresar; es más, quizá no se regrese nunca. Pero además (y ahí reside el prodigio), en ese inédito horizonte lo desconocido se materializa: no es necesaria la construcción Coleção de Areia - 238 intelectual del mito para dar cuenta de tal aventura; lo soñado y lo verdadero son la misma cosa; mejor, lo soñado encarna allí, toma cuerpo, exige un mirar absorto y un urgente e inquietante intercambio sensorial; deriva en un diálogo cuya fertilidad inagotable llega hasta nosotros. Sucedió con la presunta locura del descubrimiento y la conquista: no podía ser de otra manera (preguntemos a Lope de Aguirre, por ejemplo). Pero los viajeros atlánticos del XVIII, movidos por su rigor científico o por intereses menos confesables, también entregan, consumen la vida en su singladura. Preguntemos, si no, a Humboldt. Y las tristes oleadas de la emigración — tan próximas, tan nuestras — ¿qué fueron sino alimento de la misma aventura? Ninguno regresará siendo el mismo: los unos y los otros, duplicados definitivamente en la nueva identidad. Desde Europa (brumas septentrionales), donde cumpliera su período de formación, donde quizá apuntaron sus exigentes convicciones culturales, Alvaro Mutis — un buen día, en esa edad crítica para un muchacho — viaja también, hacia América (hervor del trópico), hasta la finca cafetalera de Coello, a 12 kilómetros de Ibagué, camino a Armenia, hasta su Colombia de origen. Ese joven, desplazado a otro mundo que es el suyo desconocido, pretende evadirse de aquellas nuevas e insultantes presencias con la disciplina de sus lecturas históricas, la pasión primera. Pero lee suspendido en la blandura de una hamaca, rodeado de “los maravillosos olores de tierra caliente, el trapiche moliendo la caña (…) Ese olor agrio, intensamente vegetal, invasor, absoluto y total de los cafetales”; olor “a barro fresco, a vegetales macerados, a savia en descomposición”, en las crecidas del río Coello; rumor persistente del entorno; ecos de sus propios deseos, de sus maldiciones obscenas, rebotando en “los abandonados socavones de las minas (…) en el afelpado muro de las profundidades”: inquietante o sugestiva sensualidad penetrando — sutil o turbulenta — en el espacio de aquella otra memoria ordenada en los libros. Pero ésta no será barrida (borrada) por aquélla. Ambas, más bien, se miran y reconocen con mimosa complacencia; se diría que hasta copulan. En tal encrucijada — de tal unión — nacerá Maqroll el Gaviero. Es y no es trasunto del autor: objetiva la historia, sí, Coleção de Areia - 239 como protagonista de tantas peregrinas singladuras; pero es doble (sombra) del propio Mutis, persistencia de su memoria, imágenes de su deseo. Una acción y una pasión. Con Maqroll comenzará el viaje verdadero, el viaje fabuloso. No antes. Sólo cuando a Mutis le ha sido revelada aquella doblez sustantiva y sugeridora, Maqroll — marginal y apátrida: es todos los que va siendo, pero no consigue ser nadie — sabe lo que le espera y sabrá esperarlo. Gaviero al fin, avizora siempre lo por venir, se le revela lo oculto, y de ahí su prodigio poético. Maqroll acepta su destino y va, discurre, derrota por un espacio siempre diverso pero siempre fluyente o deleznable (mar o río o cordillera o esteros), se refugia en lugares de paso, que apenas da cobijo (hoteles y hospitales, una choza improvisada a la orilla del mar, un maltrecho coche de segunda junto a precipicios de silencio y muerte). Sin embargo, el final de su viaje, de su derrota, será siempre la humedad caliente de los últimos tramos del río, de las desembocaduras. Para Maqroll (para Mutis) los ríos son el morir: en el discurrir de su aventura (de su pensamiento) se deja la vida, consume su tiempo, “usándose para la muerte, gastando sus fuerzas y bienes para llegar a la tumba”, en la exuberancia proliferante de una pasión: el deseo desbordándose en cada trecho; en la llegada, “una apacible tersura que esconde la densa energía de la corriente, libre ya de todo obstáculo”, un imperceptible y ronco macareo: refracción o contención de la sabiduría (“un cierto hilo de claridad”) en esa proyección ulterior, sólo visible para el experto Gaviero cuya memoria ha quedado purificada por la degradación, la enfermedad, la muerte (“sus ojos, muy abiertos, quedaron fijos en esa nada, inmediata y anónima, en donde hallan los muertos el sosiego que les fuera negado durante su errancia cuando vivos”). Su destino, ser no siendo; el mismo de su inconclusa América. ¿Reconocimiento de la ausencia de trascendencia, como se ha dicho? Maqroll regresa siempre. Incluso después de morir, Maqroll vuelve siempre, vive siempre, para contarlo. Aquel calor húmedo (agua y fuego) del detritus fluvial le otorga la vida de una forma natural, espontánea y violentamente: navegando por la fiebre y el sueño — momento álgido de la enfermedad — se siente transportado “al fondo del mar, por entre las mareas Coleção de Areia - 240 crecientes (…) allí, bestias sabias curaban nuestros males y nuestro cuerpo se endurecía para siempre como un lustroso coral en la primavera de las profundidades”. Para Mutis — para Maqroll — el mar es el vivir. Nuevo Anteo, el Gaviero no renace al contacto con lo sólido terrenal, sino en la delicuescencia de “un mar sereno y tibio del que se desprende una tenue neblina que aumenta la lejanía y expande el horizonte en una extensión sin término”. Lo importante de cualquier viaje — con serlo, y mucho, esa entrega a lo insospechado — es volver/vivir para contarlo. Y contarlo exige la imago lezamiana: fundar inventando; y reclama, además, nuestra complicidad: aceptar la palabra, abandonándonos a su encantamiento, aun a sabiendas de su mentirosa provocación. A partir de entonces, un nuevo movimiento — inverso y complementario — en el viaje de Maqroll, en la escritura de Alvaro Mutis. La horizontalidad sucesiva del discurso recuperador de la memoria, quebrada por el estallido vertical de la revelación: no el tiempo, ni su huella dolorosa, el hondo manar de la sensualidad (“una verdad de sustancia especial y sobre la que el tiempo no tiene ascendiente alguno”). Lo horizontal está caliente, se despereza con lentitud, sin aparente movimiento y sin ruido casi: ronroneo continuo, balbuceo o murmullo, voz que viene en perdurable discurrir; lo vertical hierve, salta o se encrespa, hasta superar toda dimensión durativa. Una suerte de armonía, esa coyuntura: unión de los dos mundos (el de la forma, el de la conciencia). La palabra — en su abundancia — como conjuro de esta iluminación (escritura) ulterior. Lo horizontal, en el oído; en la mirada, lo vertical: ritmos convergentes ahora. Maqroll regresa sin la carga del tiempo, olvidado el desgaste de la anécdota. Hasta entonces, la palabra del Gaviero — secuencia de las jornadas de su viaje — comunicaba la historia de una inmolación, era un rastro de escritura (sentencias, letanía, oración) que Alvaro Mutis podía transcribir desde una cierta arqueológica distancia. En el regreso, Maqroll habla; su voz, un “monólogo, descosido y sin aparente propósito”: todo se mezcla en la intensidad de su delirio. En ambos casos, lo poético depende del ritmo, de la modulación propia de cada prosodia. Coleção de Areia - 241 Reseñas, ciertas visiones, algunas experiencias (fragmentos) resumían su constante metamorfosis, justificaban la multiplicación de sus máscaras, daban certeza a sus invenciones. Pero “la palabra, ya en sí, es un engaño, una trampa que encubre, disfraza y sepulta el edificio de nuestros sueños y verdades, todos señalados por el signo de lo incomunicable”, como descubrirá el Gaviero asaltado por la sabiduría en la diluida frontera de niebla que corona las montañas, de espesa calima que cubre el delta fluvial, de humedad que preña el laberinto de las minas. Narrar supone conocer previamente, y manipular lo conocido para alcanzar un destino, un reconocimiento; no es ésa la función del Gaviero — de Mutis — cuya certeza es haber visto lo invisible (alcanzado lo imposible) venciendo, o contradiciendo, a la memoria: “lo que creemos recordar — dirá en su obsesivo monólogo — es por completo ajeno y diferente a lo que en verdad sucedió”. Recuperación (redención) del sonido del sentido — es su oficio mayor. En la ausencia de tiempo, en la carencia de lugar, algo se ilumina siempre, se opone siempre — en su complejidad — a la petrificación de los significados; dejando — esto sí — “el amargo sabor a fracaso que es la moneda con que se paga tan vano intento”. Recuperación (redención) de una palabra libre de anécdota, de cualquier servidumbre rítmica o métrica, capaz de “perpetuar lo inasible”. Lo dice Juan Gustavo Cobo Borda: “la escritura de Mutis no ve del poema en prosa a la ficción narrativa, sino de ésta al lenguaje abiertamente poético”. La prosa de ese imparable monólogo del Gaviero tras su regreso (en su permanente recurrencia) no se materializa en la fuerza expansiva del análisis, se aprieta en la contención del hallazgo del deslumbramiento: verdadera síntesis poética, crece como multiplicada respuesta del espejo verbal a los fragmentos de experiencia que habían sido los poemas. Palabra como confesión, como fundación, en un espacio y un tiempo primordiales. Allí la voz (“llamada intensa, insistente, imposible de precisar en palabras y ni siquiera en pensamiento”) nos invita a comulgar con el origen, dinámica oralidad superadora de tanta retórica impuesta por la literatura. Coleção de Areia - 242 El viaje de Maqroll — espacio del discurso, tiempo del vencimiento — acaba con su vida, pero acepta el riesgo del regreso: recuperación (reproducción) del viaje verdadero en el delirio de una palabra excéntrica, en la frágil sensualidad de “ultramarinas pulpas azucaradas y pomposas”, preservando así el lenguaje (la vida) de lo conceptual sentencioso de “aquel barroco quevediano, apretado como humor de zarzamoras”, como — con incontenible regocijo — observara Lezama Lima el doble rostro de nuestra lengua. Yo, sin duda, con Maqroll. Hasta la muerte. Digo, hasta la vida. Para contarlo. Coleção de Areia - 243 La palabra dada El poeta se ha detenido (y yo, en su lectura) “bajo el gran paladar de este cielo estrellado”; observa con asombro la línea del mar en la playa, su frontera: “oscura lengua que se toma reposo”. ¿Por qué se ha detenido el poeta, por qué la palabra constante del mar, después de fluir generosa, ha enmudecido de repente? Porque no hay palabras: triunfo y derrota de la escritura poética, inocencia fundamental. Porque el poeta deriva por el conocimiento hasta el umbral preciso de la sabiduría (nunca se instala en ella; se alza contra ella), y en ese punto (instante, su tiempo) toda imagen se borra en lo negro; las palabras se desvanecen. Queda siempre — eso sí la palabra dada: herencia o testigo — imagen también — para comenzar este (otro) discurso ¿paralelo, sucesivo? ¿Acaso escribo yo ahora un texto contradictorio del que leo, siguiéndolo como reflejo pero sin encontrarlo jamás? ¿O reiteraré simplemente lo ya dicho — grisura del súbdito —, con otras palabras más torpes, que igualmente acabarán extinguiéndose en sus ecos? Si 1a lectura (pesquisa visual, recorrido indagador) del poeta concluye en puro decir, palabra sin apoyo ni protección: riesgo de la escritura (forma) inaugural que es el poema; este discurso mío se establece como principio invertido de aquel viaje, de aquella mirada: reflejo (lectura) cómp1ice de su permanente comenzar, de su indudable disposición a comenzar. En esta inminencia, mi confianza, mi comunión con él. No hablo de un poeta, ni de un texto; hablo con ellos. Mejor, gracias a la palabra que por ellos me ha sido dada, puedo hablar. Llegamos (poeta, lector) a la orilla, boca de la noche, borde del abismo; y al llegar, en ese final, ¿qué vemos? Una imagen inicial (iniciática) aguarda (aquí, el gran paladar del Coleção de Areia - 244 cielo). Acabada toda seguridad, allí principia el reino de lo desconocido, y sólo al poeta le ha sido dado arribar a tan extremas estribaciones; sólo él tendrá la potestad de dar nombre a lo inexistente, a lo todavía no sido. Pero en tan decisiva operación, algún temblor lo hace titubear, tartamudear, si no enmudecer. Es la misma orilla recurrente de las cantigas o del romance, de la solemne peregrinación del héroe en la epopeya. Y un bajel que, a escasa distancia siempre (¿va, viene?), guarda una palabra o una imagen, promesas de nueva aventura, o continuación insólita de la misma, más allá del límite de este lado (“cuando, de improviso, hacia sí ve venir un barco, / en cuya popa viaja sentada una doncella / que de querer acercarse a él da señas: / mas, aunque parece llegar, nunca el barco arriba a tierra”, Ariosto); bajel o cuenco marino que “de mí no se separa, es mi sombra interior”. En la revelación, el asombro: “la llegada al final no me resulta grata, me produce una sensación de mutilación, de vacío”. ¿Se habla ahí de vencimiento del tiempo, de su precipitación hacia el ocaso, otoño vespertino? ¿No será, más bien, este final, el principio? Experiencia del poema, experiencia del amor: en la plenitud, la nada; retorno instantáneo al diminuto principio que somos, brevísima afirmación de una voluntad de ser total. El poeta (el lector), perdiéndose en el hallazgo, penetra la noche (el mar, el abismo), ámbito cerrado y vacío pero total e insondable, iluminándolo ahora con su antorcha seminal, explosión láctea de palabras en el ciclorama negro del otro lado. Porque las palabras no están aquí, en el espacio blanco de una página, estallan allá, en el principio u origen, claustro materno que las acoge pero que las devora. Su fuerza líquida, sin embargo, irradia una luz de humedad fecundante, libera y abre (estrellándola) aquella noche cerrada; y es posible entonces “reemplazar el escudo de Aquiles por la copa de vino sin vino, este árbol por aquella hoguera. El árbol como sombra de la hoguera petrificada; la hoguera, discutiendo con el viento mueve los brazos como hojas. Igualado el árbol con la hoguera, el éste con el aquél, desciende la metáfora, para lograr el nuevo reconocible” (Lezama Lima). Perdido ahí — decía — el poeta; pero no desaparecido. Pasivo y activo a la vez, será fecundado por la noche, lamido por el mar, obsedido por el abismo; simula Coleção de Areia - 245 la quietud del éxtasis pero continúa su operación poética, que es erótica: violencia inseminadora del cuerpo de la realidad, del tejido del lenguaje: entrega que es conversión (muere que es vida, en la paradoja impar de los místicos). Tradición (transgresión) sofocada o desenfocada con extraña premura, voluntariamente olvidada (o tergiversada) con recurrencia tenaz: dar forma a lo invisible, a lo inquietante y misterioso, ¿irse por las ramas?, ¿volver la espalda a la realidad? Abandonarse a la fruición del decir, a la libertad extrema de una palabra sin tiempo ya. Superada la mentira (máscara) de los significados, hallar el destino cierto del alumbramiento poético, dispersión (disgregación) de los sentidos: “lo fruitivo entre los griegos conducía a la inmortalidad, repitiendo el menú de los dioses, el hombre llegaba a ser Dios” (Lezama Lima). Radicalidad del oficio poético; que no tolera contaminaciones; fundación permanente, nunca el torpe desgaste de la utilidad. Porque el poema no dice luz, ilumina el espacio con palabras, introduce el logos (definición, delimitación) en la extensión insólita de lo indecible, abierta ante el poeta la frontera última “donde confluyen lo interior y lo exterior: la zona del lenguaje” (Octavio Paz). No palabra en el tiempo, por tanto; palabra que se resiste a la sucesión de un discurso temporal, a1 orden y a la quietud de un tiempo pensado, para vivir sólo en la errancia del tiempo padecido, del ser existiendo (anacrónica contradicción) en el abismo (o noche o mar) donde, “como es indecible, se resolverá en música. Y en la forma más musical de la palabra: poesía” (María Zambrano). Tiempo que es espacio. Por más que los signos existan, se manifiesten sucesivos, la forma verdadera es ese lapsus (aire poblado de armonías) entre el padecimiento de la experiencia y su materialización visual; allí, la unidad del significado (que poseemos) se hace pluralidad de sentidos (que buscamos, que deseamos): revés del mundo, revés del lenguaje; pero nunca su negación: “Entre el ascendit, la verticalidad anclada en Dios (…) hasta el descendit del ritmo, de las órficas evocaciones infernales, queda el vacío extensionable, dotado de una vasta posibilidad irradiante” (Lezama Lima). Así, el debate inicial de este discurso, entre palabra y silencio. Puesto que se ha de nombrar lo inefable, ¿será el Coleção de Areia - 246 silencio el único espacio (forma) posible para la poesía? Trampa (o falacia) de la concepción temporal, sucesiva, de la escritura poética desembocando en simple experimento visual: llenar (mover apenas) el espacio blanco de la página con una rotación de palabras y de vacío de palabras para acabar en el silencio, porque nada dicen. Se hurta así toda posibilidad para el alumbramiento de la forma; habría que decir nada, y se repite tan sólo un (el mismo) gesto: el poeta (el lector) en el estadio (instante) previo, contenido por el asombro, retraído ante el riesgo que la palabra reclama, que él no se atreve a dejarle correr. Prendimiento antes que desprendimiento; no entrega, y comunión generosa (lo requerido para penetrar y fecundar ese nuevo ámbito), uso egoísta (doliente) o secuestro (sabiduría, no inocencia) del significado. Si el silencio existe es porque, antes, sonó (se vio) la palabra, y porque después — si esa palabra es palabra dada: promesa — permanece, se proyecta — no sucesiva, irradiante — en el nuevo ámbito sin final. Porque lo negado por el silencio es un espacio corporal; mejor, la incorporación de un nuevo espacio sin medida, ejercicio por donde la experiencia del pensamiento se transforma en otra — inédita, iniciática — de reflejos verbales y visuales, multiplicación de ecos, proliferación de iluminaciones: un vacío lleno, cuerpo ausente que en palabra (ritmo) se hace presencia instantánea, y luminosa. Porque sólo se comulga si asumimos la forma, si consumimos un cuerpo. O su hueco, su lado cóncavo. La escritura, encarnación de lo abstracto universal en lo personal individual, de tal modo que lo conseguido sea la forma del misterio — principio, fin — de la existencia; y esa forma, la experiencia misma: lenguaje, cuerpo del alma. Forma del misterio, cuerpo del alma: la palabra dada. Y, por tanto, única. Aquella que no necesita escritura pues encarna — ella misma — todo el saber, y se ofrece a una comunión total: para interiorizar sus sentidos, hemos de asumir orgánicamente su forma (articularla, entornarla, seguir su ritmo), y quien aprende es el cuerpo que participa activamente del ejercicio, de la disciplina que — al propio tiempo — es un placer físico (música, danza, éxtasis). Una palabra religiosa y sagrada (secreta) pero no por ello ajena, ni distante: el ejercicio de tal comunión la integra con toda normalidad en la experiencia. Coleção de Areia - 247 Palabra en estado original (inicial), en el umbral de lo verdaderamente poético. Y tanto nos importa, tanto nos implica, que, deseando hacerla nuestra para siempre, la fijamos en escritura. En ese momento, introducimos el tiempo mortal en su perdurabilidad originaria, indiscutible; imponemos a la palabra dicha (canto) las leyes de la palabra escrita (cuento): limitación del significado, linealidad única de su disposición sintáctica. Todo cuanto conocimos (poseímos, penetramos orgánicamente, fecundamos con placer) se acumula así, cuantitativamente como ajeno, a la espera del ser aprendido; es decir, a la espera de no ser vivido, pues sólo se trata de un objeto aparte que — trasladado al discurso — trasmite, por intermedio de éste, su parcial utilidad uniformadora (religión, ley, moral): operación transitiva y no reflexiva. Se puede volver sobre lo escrito, sin duda; pero el motor de esa vuelta es intelectual, no orgánico: exigiendo explicaciones, no placer. La radicalidad del ejercicio poético (lectura que es escritura) consiste, precisamente, en establecerse como forma (cuerpo de signos) pero negándola al unísono con su primordial oralidad. Por eso, pisa siempre una zona final de la experiencia y prepara el paso (salto) hacia un principio inédito que es deseo, impulso posesivo y disgregador. La palabra dicha, la palabra dada, es una forma la más auténtica de disidencia; se margina del orden, contradice la ley, apenas se escribe en el aire (Rabelais), pero resulta, por ello mismo, la única inquebrantable. Cuando no se dan estas condiciones, y el poeta se aviene a aquel utilitarismo transitivo, su palabra — si no falsa — se limita a la uniformidad del significado, y el poema reproduce apenas el objeto aprendido, aprehendido; todo acaba (se apaga) en la escritura; y un discurso como este mío resultará — entonces sí — redundante y gris, interesado; sólo justificación (salvación) del primero. Pues si la palabra poética es de verdad palabra original, no es cuento, ni cuenta; se establece en un espacio que es concentración dinámica del tiempo y explosión seminal del conocimiento: en un instante se resuelve su ser y su proyección hacia la totalidad; niega su carácter sucesivo y se afirma como manifestación, como epifanía: “la duración sólo se aglomera de una manera ficticia, en una atmósfera de convenciones e definiciones previas (…) por el contrario, el Coleção de Areia - 248 instante se revela susceptible de precisión y de objetividad; sentimos en él la marca de la fijeza y de lo absoluto” (Gaston Bachelard). Necesita de la escritura, sí, pero se resiste a que la presencia que por intermedio alcanza, acabe extinguiéndose una vez alumbrada. Y la contradice constantemente. Ante la prosa, que se orienta en una sola y progresiva dirección (idea, moral, experiencia), la poesía discurre en sentirlo inverso, volviendo siempre y en diversas direcciones; se desarrolla “en la indirita via, en el flechazo oblicuo, en el espeso cristal que prepara las angulosidades de la refracción, la cauda de los colores siguiendo la suerte de la luz teologal” (Lezama Lima). Y como Lezama, José Bergamín: “porque si la novela es mundo humano, la poesía es mundo divino. La poesía está siempre del lado de allá. El mundo de la novela acaba donde empieza el mundo de la poesía. E1 fin del mundo de la novela — su revelación — es el principio del mundo de la poesía”. Sustituyamos términos iguales: concluido el cuento, y su lógico, sucesivo amontonamiento de sabiduría (el narrador, el sabedor, el novelero por naturaleza; no hay opción para la inocencia en su oficio), llega el momento de comenzar el canto con su desprendimiento y desnudez (desnudez desprendida, generosa), con su imprescindible ingenuidad pero con la fogosa agitación que el deseo instaura en el centro de tal experiencia. El discurso sabio de la ética (que da lecciones, que nos obliga) culmina en la revelación instantánea de una forma, de un principio estético (que pide ser indagado, que es doble y nos proyecta siempre hacia un horizonte posible). En ese límite, la voz de desde dentro promete: “subiré con hervor tu hastío, / daré a tu duda espuma” (Juan Ramón Jiménez); forma efímera que se alza vertical irrumpiendo en la monotonía sucesiva del tiempo, frente a su orden horizontal y quieto. Y Gaston Bachelard, en perfecta sintonía: “la poesía, más finamente conmovedora que la moral, la poesía, más finamente perspicaz que la inteligencia, más intuitiva, nos lleva al punto medular en que, intercambiando su valor dinámico, la pesadez y el hastío ponen al ser en vibración”. Frente al hábito repetido, frente ál cumplimiento respetuoso de la norma, sus tres principios motores (excitación afectiva, agudeza visual, percepción instantánea) la sustraen al tiempo y a su caducidad, para Coleção de Areia - 249 perpetuar una revelación que, nacida en el fondo orgánico de la experiencia, se eleva y difunde como impulso único y luminoso: “Rompió mi alma con oro. / Y como mágica palmera / reclinada en su luz, / me acarició, mirándome / desde dentro, los ojos”: nuevo reflejo, en Juan Ramón Jiménez. Pero, ¿es que el ser de la poesía huye de la experiencia, de la verdad? Como con ignorancia se afirma, ¿es la poesía algo ajeno a la vida? Bien al contrario, al situarse en ese ámbito fronterizo — que es interior y exterior a la vez — la palabra descubre la mentira del significado, su simple, unilateral convención (no convicción), apenas uso y desgaste: sólo máscara que oculta (ahoga) su vigorosa diversidad. La experiencia poética no lo es de lo trivial, sino de lo complejo; no quiere el uso interesado, rechaza el poder; es una abierta disponibilidad, experiencia de una palabra en permanente conflicto, el mismo que implica (explica) la existencia: ¿aceptamos el significado (la vida) o anhelamos la pulsión de los sentidos (el deseo)? “Ahora siento la pureza de los límites y mi pasión no existiría si dijese su nombre”, escribe Antonio Gamoneda. Nada que no sea esa tensión (evidente aquí) entre la certidumbre (hasta cierto punto, pues de una sensación se trata) y la remota posibilidad de romper las ataduras de la existencia, si se poseyera — por un momento — la palabra precisa, el nombre. ¿Qué mayor riesgo existencial? ¿Qué mayor evidencia de verdad? Naturalmente, la lengua poética no ha de usarse (ni entenderse) como instrumento; ha de reconocerse como organismo cuyas alteraciones no dependen de las leyes establecidas por la gramática, ni de los usos del léxico, sino de sus propios cambios de estado físico o afectivo. Y de uno, por encima de todos: aquel que se produce entre presencia objetiva de una señal (signo), que obliga al asentimiento, a una aprobación a posteriori, y experiencia inmediata (sentido), que nace del contacto con ese cuerpo para proyectarse hacia el barrunto de lo que ha de venir. Reflexión sobre la forma; y ello implica una distancia, y no tener miedo a la diferencia. Todo lenguaje empeñado en la igualdad niega la poesía; por eso, el movimiento que de esta última genera se desplaza desde el Coleção de Areia - 250 centro hacia la periferia, su lugar natural; pero no para aislarse allí, para ser allí extremo de un diálogo con aquel centro del cual se ha exiliado: excentricidad también, por tanto, el rasgo primordial del discurso poético, sin que para ello tenga que estar, por fuerza, en otra parte: no se habla de ubicación geográfica o de localización histórica, se alude al movimiento orgánico sustancial que lo caracteriza. La poesía siempre establece una diferencia, puesto que es la única forma de escritura que se atreve a negarse, a borrarse, a medida que se produce. En otras palabras, a preguntarse por su significado a través de los sucesivos sentidos que en ella misma se engendran; a perseguir la certeza, siempre dolorosa, de que “escribir significa caer en los abismos del desconocimiento absoluto” (Dionisio Cañas). Pero no en el silencio. Celebración y drama: fragilidad siempre abocada a la ruptura (nuevo nacimiento), donde habita la poesía de Juan Ramón Jiménez; atrevimiento rítmico y desbordamiento sensorial (de palabras, de imágenes) con que Lezama Lima despliega la selva selvaggia de su escritura; vibración, pero no canto, susurro insinuante o amago temeroso de que, una vez realizada verbalmente, la visión se deshace en aire, en eco, en silencio: así da fe de su hallazgo el peruano Emilio A. Westphalen; elevación vertical de la visión y detenimiento en su transparencia, la operación singular de José Gorostiza. Todos ellos, ante el abismo, después de haber llevado su palabra hasta esa última orilla, primer horizonte, puerta de la noche. Escriben en el espacio, hueco, entre voz y silencio, entre conocimiento (búsqueda del deseo) y belleza (hallazgo, plenitud de la forma): delgada frontera que es muerte sin fin. Poeta, el solitario a ambos lados de esa línea última y primera. Ve la sucesión horizontal de su existencia cortada de improviso por la verticalidad rotunda de la experiencia verbal. Y si bien hace causa con el mundo (miembro solidario es de ese cuerpo), no podrá sustraerse nunca a su revés iluminado, revelado; y acabará reconociéndose, desprendido, en el espacio sin tiempo que ante su mirada (su deseo) se extiende. Isla en el mar; aire, luz en la tierra: el poeta es siempre el lleno, el sobrado; aquel desprendimiento le concede esta sobreabundancia de un orden exterior revelado: conjunción de Coleção de Areia - 251 variedad y unidad, de tiempo en espacio contenido. A su existencia conflictiva no opuso Fray Luis de León el orden de una moral salvadora, ni se refugió — ciego — en la fe. Quiso mirar. Y su mirada se tradujo en ansia ardiente de salir, de realizarse en una forma que es aire, que es luz: proliferación del conocimiento para alcanzar la “eternización instantánea de lo momentáneo y pasajero”. Imágenes que los sentidos desdoblan y desquician, signos cuya trama se disgrega en sorprendente tejido corporal: Lezama Lima deja que su palabra respire, acompasada no a la armonía cósmica, a esa insólita multiplicación de la materia del mundo en un “espacio gnóstico, abierto”, donde se producirá “una manera de fecundación vegetativa”. En uno y otro caso, el motor de la escritura es deseo de posesión fecundante; con él identifican ambos poetas su oficio. Ejemplo mayor — una vez más — Juan Ramón Jiménez y su última construcción poética: horizonte que se prolonga, sin interrupción alguna, como un solo cuerpo, una sola forma; pero cuerpo (y horizonte) de agua (visajes, reflejos, transparencias, reverberaciones: una sugestiva incertidumbre), única línea de escritura alzada como canto y como cuerpo, como ritmo y como forma que está y no está. Nunca el que sabe; el poeta, un iniciado, un converso, en estado de perplejidad inocente vive la escritura, no la sirve. Se instala en su centro: “la poesía afirma al sujeto, no al súbdito”. Confesión y testimonio obturan el discurso poético, porque acaban en sí mismos, porque se saben. Apenas configuran un discurso de lo neutro, de lo útil; pero nunca de lo creado. La poesía es sustantivamente inútil porque se resiste a ser la representación de cada momento y busca siempre dar forma (dimensión) a la experiencia, abriéndola a1 misterio de la vida y de la muerte: el amor, vértice donde la una y la otra confluyen y se confunden. Asentado en la certeza, el narrador cuenta lo que ha visto, siempre existe un antes que le sirve de coartada, de cotejo imprescindible; un poeta, sin embargo, ve lo que se cuenta, con él empieza lo que habrá después: visionario o profeta, arriesga lo que está por venir; su mirada es inaugural, creadora. La tradición de nuestra poesía se halla — por el contrario — sujeta a la servidumbre (certidumbre) del Coleção de Areia - 252 trascendentalismo: se impone la adecuación a la serenidad de un orden, al cumplimiento de un mandato (religioso, ideológico, artístico), y la resistencia a la tentación de toda doblez irónica, al atrevimiento de la irreverencia: eso, en el pensamiento heterodoxo o en la rebeldía verbal del conceptismo… Y aun, en tales casos, teñida de un carácter agónico; doblez sesgada por el sentimiento de culpa, por el temor a la muerte. Incluso nuestro humor (el humor no cervantino; que éste sí subvierte su propio discurso para asomarse al vértigo de la imaginación poética) se reviste con el color del luto: no una alteración lúdica, una mueca última, desesperada, que se repetirá desde Quevedo a Goya, a Valle-Inclán, a Gutiérrez Solana, a Cela… Estética sistemáticamente deformada, en extremo insolidaria y desdeñosa para la vida. ¿Acaso la disidencia de los escritores nombrados les hace apostar por la alegría de vivir, por la discontinuidad del nacimiento? A1 contrario, insisten en la continuidad de esa vida. Un discurso moral, que no quiebra el tiempo sino que lo confirma como devenir sucesivo, sólo delimita la existencia como destino imperativo, sabido. Por eso apunta a las potencias de un alma despojada de cuerpo, a una perpetuidad que se resiste a lo transitorio y azaroso; por eso se sustrae a la alegría verdadera del conocimiento (gozo) del cuerpo, a ese relámpago revelador que (afirmación y negación instantáneas) sólo se alcanza en la culminación del amor. En la verticalidad que cruza el tiempo, “la verdadera potencia del ser (…) la vuelta a la libertad de lo posible, a sus múltiples resonancias nacidas de la soledad del ser” (Gaston Bachelard). La lengua, cuerpo del alma, imagen de una vida nueva, manifestación sensorial que revela una diversidad constante y recíprocamente afrontada: en vez de convulsión y drama (esa tristeza), en lugar de una construcción ingeniosa (esa máscara), la palabra (instante, resplandor) traduciendo el atrevimiento visual de la ironía (esta transparencia), de una visión que irrumpe (interrumpe) la sucesión del tiempo. Y ello sólo es posible cuando lo visto (cuerpo) es otra presencia capaz de desencadenar una pluralidad de apariencias que, encarnadas en lenguaje, faciliten su posesión, su comunión. Valga el ejemplo de Alighiero: su deslumbradora (decisiva) visión de la Portinari Coleção de Areia - 253 desencadena un sueño, proliferación de formas donde, al reiniciarse sucesivamente la vida, se pone en duda la uniformidad de la verdad: todo se tambalea en la mente del juicioso escritor, en la última linde de un tiempo que ya es otro, de una cultura ante la cual se interroga perplejo. Para el orden moral, sin embargo, la diversidad es peligrosa; y la oculta, como oculta los cuerpos. Temor al cuerpo, miedo al amor (analogía, ironía), en la religión laica (fe, razón imposibles) instaurada por los noventayochistas en nuestra literatura contemporánea; defensa, distancia (y negación) de la atrevida sensualidad del modernismo americano. Antonio Machado evocará a Berceo y a Garcilaso, pero teme a Góngora y a Darío: perturban su templada equidistancia entre clasicismo y romanticismo. Y cuando celebra a Jorge Manrique, no parece entender que la palabra de éste no habita el tiempo, se empeña en abolirlo: la estrofa manriqueña aúna, en diálogo colisivo, irónico (se afirman y niegan recíprocamente), el sermón moral del arte mayor y la viveza sintáctica de la poesía cortesiana, nacida en el goce de los sentidos, en la afirmación de la lozanía corporal. Diálogo irónico, síntesis ambigua, para dejar frente a frente — asombro interrogante — el sentimiento de finitud temporal y su negación poética. Retomemos, para concluir, la imagen juanramoniana de Espacio. Se desplaza, se desliza, y cae — también — en la cruz del abismo, como el mulo del poema lezamiano. No tiempo, inauguración de la totalidad; no memoria, relámpago de una mirada; no anécdota, instauración de la imagen. Entre lo intelectual y lo sensorial, el conocimiento poético establece una distancia (objetivación) diferente: el ojo viendo lo invisible, la mano tocando lo intangible; pero de cuanto ve, de cuanto toca, surge un trazo (movimiento y sentido, más que signo y representación) que, al introducir el desorden (dispersión) en la linealidad del discurso, abre huecos de luz en su lado oculto y permite alcanzar simultáneamente su revés. Fue lo asombroso del modernismo (y lo visto con recelo, por arriesgado, por los poetas españoles): no un simple experimento sensorial (forma, línea, color…), penetración fecundante de los sentidos en el orden estricto del significado: que éste deje de representar y Coleção de Areia - 254 adopte su propia identidad, separada de lo que representa, como hace la pintura; que la palabra que lo contiene se una a otras, no por la proximidad de su contenido (precipitación del tiempo), por su relación espacial (corporal) como constelación de sonidos (síntesis de la forma, ausencia de la forma), lo que hace la música; que el lenguaje alcance a ser visto, además de leído, en un doble movimiento complementario y simultáneo, como la escultura o la danza sitúan las formas en un espacio con el cual deben dialogar para que (las unas y el otro) adquieran movimiento , nazcan a la vida. En la poesía se dilucidan siempre, necesariamente, los dos lados del lenguaje, el que dice y el que calla, el que lo cierra en vulgar opacidad y el que lo abre en espléndida transparencia. Por eso, su tiempo es el instante, no la duración: espacio iluminado por la palabra, principio augural, anterior a la historia y a la sabiduría, ofrecido siempre a un conocimiento que, poco a poco, se va consiguiendo en esta experiencia verbal que es exploración constante de la forma del lenguaje: “no es el ser el que es nuevo en un tiempo uniforme, sino el instante que, renovándose, devuelve al ser a la libertad, a la suerte inicial del devenir” (Gaston Bachelard). Coleção de Areia - 255 El barco de la luna (fragmentos) No la poesía femenina; me interesa la poesía escrita por mujeres. Y no porque pretenda afirmar, negar o explicar que es diferente a la escrita por hombres (esto merece alguna mayor — y mejor — matización que la por mí intentada en páginas anteriores), sino porque cierta poesía escrita por mujeres (la que se produce en Hispanoamérica) en un determinado proceso histórico (las articulaciones de la modernidad), adquiere un sentido gravitatorio (lo afirma Octavio Paz, pero no se atreve a asumir la diferencia) que explica muy bien el signo de identidad fundamental de toda la poesía moderna en aquel continente. Lo habitual ha sido dar a esa poesía rostro masculino. Centros irradiantes de un sistema solar prodigioso (sol que nace en occidente) son Rubén Darío o César Vallejo o Pablo Neruda; referencias que concitan — en cualquier historia, en cualquier aproximación crítica — la atención fundadora de tal proceso. Observará el lector que silencio nombres capitales: digamos Borges, digamos Huidobro, digamos Lezama Lima… Lo hago intencionadamente: con ellos hace su aparición un rasgo colisivo que me obliga a pensar en un sentido del todo diferente para aquella anunciación; sentido que se aclara a medida que volvemos sobre la obra que — de modo sistemáticamente regular — escriben, en el total de su historia, las poetas hispanoamericanas. Más aun, cuando no se puede eludir un hecho incontestable: esa poesía habla por primera vez con voz de mujer: sor Juana Inés de la Cruz. ¿A qué rasgo colisivo aludo? Poetas como Borges, Huidobro o Lezama (y también Vallejo, aunque éste secuestrado por una lectura utilitaria, sistemáticamente equivocada) nos habla desde Coleção de Areia - 256 una visión del mundo y con una palabra que, por su condición fabulosa, nos saca del espacio de las seguridades y nos arroja al territorio de las incertidumbres; niega la luminosidad de la lógica conceptual y prefiere apostar por una vertiginosa lucidez: el mundo poético de estos últimos (y el narrativo también — por poético — en el caso de Borges) es nocturno y lunar; su palabra se sustrae al dominio del discurso, al dictado del orden gramatical que es orden numérico computable. Ni mirada ni luz, conocimiento intuitivo, a medida que se palpa un espacio, que se poseen cuerpos (seres, objetos) radicalmente vivos y, como tales, cambiantes. Ni conocimiento ni pensamiento (la idea viene después, no es obstáculo para la imantación poética), convivencia y comunión: diluidas las fronteras que separaban lo exterior de lo interior (hemisferios de la existencia), nos hallamos en el espacio y el tiempo en que ambos territorios se confunden: noche primordial del origen. Esa noche del sueño de sor Juana; ese trauma primario de lo natural que anima la palabra de Gabriela Mistral: “magma primordial en su más rudimentaria uniformidad desde donde el visionario dice el balbuceo (…) como si desde allí buscara forma lentamente y desde lo oscuro, la materia original”— por decirlo como Gonzalo Rojas. La inauguración americana no es suplantación de una personalidad cultural por otra; tampoco — en consecuencia — lo que vendrá después, extinto ya el proceso de la conquista. Es algo mucho más complejo, y más singular: doblez y mestizaje desde un principio y, por ello, ambigüedad y síntesis, y por ello sugerencia de lo otro al tiempo que evidencia de lo uno, y por ello — en suma — impureza, como explica meridianamente Alfonso Reyes, y con él — luego — Uslar Pietri, Octavio Paz y otros. Desde Europa, las ideas se habían desplazado por el Atlántico, parapetadas tras el empuje del poder, con la ambición de fecundar una tierra (un cuerpo) virgen. Aquéllas, sin embargo, acabaron siendo fecundadas por ésta (éste): imaginación, aventura, noche giran en el centro de la nueva órbita cultural y ponen en movimiento una centrífuga excentricidad. Primera encarnación de tal fecundación, una mujer: Rosa de Lima. Su santidad, su misticismo, conjunción de Coleção de Areia - 257 los dos polos de la sensibilidad espiritual del mestizaje, comienzo de conciencia ya — en aquel final de siglo — de una identidad nueva: uno, vinculación a la tierra, fuerza gestante, potencia inaugural (nunca abolición) que anima el panteísmo indígena; otro, presencia de luz, principio pero también salvación (destino, fin) que sostiene la tensión espiritualintelectual de la mística española. Su personalidad, convencimiento de ser el punto de confluencia donde la naturaleza se hace historia: la síntesis (diferencia) americana. Sus propuestas — en fin — o diálogo místico (conversaciones con el toledano Dr. Juan del Castillo, en las que declara — aclara — su vida espiritual) u oralidad expansiva del canto (“Sarnoso y mala gata, le llama al diablo nuestra santa Rosa de Lima, como queriendo definir, sino irritar, pellizcar cuando está dormido”, escribe Lezama Lima), o construcción espacial de alegorías corporales (acertijos místicos más que dibujados, recortados: corazones alados o heridos, cruces o lanzas) o manifestación de fenómenos y prodigios: palabra dada y conocimiento inmediato. Su símbolo, el huracán (y la lluvia torrencial en que culmina); una fuerza doble (rotación vertiginosa, traslación impetuosa), expansión totalizadora desde el centro a la periferia, que la ocupa y la cambia. Movimiento desde dentro, desde el seno oscuro corporal (jardín, por artificio y por cerrado, la metáfora querida del Barroco) hacia la luz exterior, y más: hacia la totalidad cósmica. Paralelo itinerario, el de sor Juana Inés de la Cruz por el conocimiento, para atravesar el oscuro espacio cerrado del sueño (cuerpo físico e intelectual) hacia la luz judiciosa de su despertar. El proceso histórico se invirtió definitivamente; la confiada seguridad del saber (del ser) hubo de convivir con la evidencia vertiginosa de lo posible. Identidad sincrética, y dinámica, de la expresión americana: la falta de ser genera la necesidad de ser completo; pero no en la paridad acomodad de un orden exterior y solar, en la impar realización trágica de la incertidumbre interior y lunar. Una bipolaridad que, desde el instante mismo en que existe conciencia del mestizaje y de su impureza, establece una contradicción nacida del deseo (principio liberador pero Coleção de Areia - 258 arriesgado): huir hacia la noche de lo desconocido no conduce, necesariamente, a la sabiduría; reconocer la evidencia del día como resignación a tal limitación. Pero se viene de la huida, y el despertar resulta así una mirada rebelde, crítica. Si la primera decisión, movida por el impulso imaginario y utópico; la segunda, manifestación de la orfandad, de la no pertenencia, de la desposesión. Debate de la identidad americana: batalla social (por ser, por determinar un protagonismo histórico difícil), batalla semiótica y semántica (asombro la expresión polifónica, simbólica, imaginaria que la dice); construir lo que falta para ser sin renunciar a lo que ya se es: síntesis de la excentricidad. Paso decisivo, pero no excluyente, ni conciliador: dialogante. Irrupción “en el área pública intentando abrir nuevos espacios dentro de las coordenadas” dominantes; relatividad consecuente del lenguaje: no sólo lo que dice, también su revés (pero no silencio); no sólo manifestación de lo consciente, exploración (explosión) de lo inconsciente; y lo extralingüístico actuando de manera decisiva en la fundación de su expresión. Un riesgo mayor: conjunción, y comunión, de lo evidente y de lo oculto, de la vida y de la muerte. Línea medular de toda la poesía hispanoamericana; cauce dentro del cual transcurre su vigorosa corriente, hasta esa unidad primordial que no es resultado de una especulación intelectual sino cumplimiento de una experiencia: conflicto esencial entre la limitación del individuo y la ambición de su totalidad cósmica: conflicto cuantitativo en la dimensión (espacio, tiempo), contradicción necesaria para salir de sí; cualitativo en la forma (cuerpo, afectos), conciliación lúcida para volver en sí. ¿Qué otra cosa es, si no, la tenaz construcción de una identidad de la orfandad, tras los pseudónimos (¿o existencias legendarias?) de “Clorinda” (1608) o “Amarilis” (1615), en el denso silencio colonial, distancia insalvable; ni orgullo de linaje, ni halagos de la sabiduría, ni serenidad de la profesión religiosa, la soledad que la quimera del deseo incuba, la ilusión del fantasma literario que encarna y se disuelve en un solo trazo — trecho — de palabras. Palabras — esto sí — que son cuerpo más que conceptos; que en la opulencia (o sonoridad o flexibilidad) de sus formas hacen doblemente eficaz el peso (presencia) del Coleção de Areia - 259 sentido. Voces que se quieren diálogo y solicitan respuesta, con el oscuro fraile sevillana fr. Diego Mejías y el laureado Fénix de los “conceptos bellos”, de “dulzura y estilo milagroso”, respectivamente. Discurso — una — para celebrar la poesía y la condición femenina del yo poético (“pongo un monte, mayor que Etna el nombrado, / en hombros de mujer, que son de araña”); epístola — otra — del amor secreto, confesión en la que “no puedo reportarme / de descubrirme a ti, y de dañarme. / Mas, qué daño podrá nadie hacerme / que tu valer no pueda defenderme”. No canto, pero sí verso; poemas, pero cuya forma otra los deja en evidencia. ¿Qué otra cosa es, si no, la renuncia al brillo deslumbrante de cortesanos y virreyes por parte de Juana de Asbaje y su toma de hábitos como sor Juana Inés de la Cruz? Entre el suelo y el cielo infantiles de San Miguel de Nepantla, su espacio para el asombro: altura, profundidad inalcanzable, fantasmagorías de luna llena; entre los afanes domésticos de madre y hermana, llamada irresistible de latines y lecturas españolas (atrevidas agudezas del arte de ingenio); en medio de la sorpresa y el examen de los doctos (¿mujer hermosa y sabia?), la decisión: independencia de la sabiduría que es dependencia de sí misma, su drama hasta el final: “Pensé yo que huía de mí misma, pero, ¡miserable de mí!, trájeme a mí conmigo, y traje mi mayor contrario en esta inclinación al saber, que, no sé si por castigo o por premio me ha dado el cielo: si ella se embarazaba o apagaba con las repetidas prácticas que mi orden religiosa tiene, reventaba luego con pólvora, y se verificaba en mí el privatio est causa appetitus”. En la doblez personal de la escritora mexicana (universitaria aunque para ello deba vestirse de hombre; intelectual aunque para ello deba tomar los hábitos) se cumple la doblez histórica hispanoamericana que — precisamente en el tiempo fronterizo por ella vivido — se perfila como verdadera identidad cultural del Nuevo Mundo. En los últimos plazos de la Conquista, la descomposición de Nueva España: motines, incendios, revueltas indígenas acaban con una ficción, sueño del reflejo del orden metropolitano. Dejar de ser para ser, pero sin conseguirlo del todo: largo paréntesis Coleção de Areia - 260 colonial hasta la realización de la Independencia. En significativa simetría, Juana de Asbaje sustrae su identidad femenina al orden social que habita, para ser ella misma (intelectual y mujer) sin lograrlo del todo: largo trecho de silencio hasta las estribaciones de la modernidad. Pero la monja Juan Inés de la Cruz (violada la soledad sonora de su celda por el mundo que había dejado; interrumpido su estudio por la impertinencia de la regla conventual) no renuncia a la consecución de su deseo. Al contrario, ingresa — paradoja fundacional — en el espacio masculino del conocimiento, sin dimitir para ello de su condición de mujer: quiere conocer (y conocerse) mediante el estudio; quiere expresar lo conocido con el vigor fecundante de una palabra visionaria, sugestiva ambigüedad de la poesía. El convento, no clausura, principio de libertad (de afirmación). Como en el caso de Teresa de Avila, fundadora activa (y apasionada) de su reforma. Andante, la española: vínculos de un vivir que es conquista, triunfo sobre la gentilidad (santos que modelaron Europa, los ejemplos; o sus héroes, cierto olor de santidad laica). El asombro fue hastío del final: saber heroico que niega el mundo. La vida, un sueño. Lezama Lima vio aquel roquedal castellano, ajeno a influencias caprichosas: “con reverencia ética, con fervor ascético” — dice — la recepción de cuanto la historia refrenda y justifica. Centrada (y pensadora), la mexicana. Su fundación, dispersión intelectual: vivir no es emular herencia heroica alguna, afirmar su ser en la dubitativa incertidumbre donde arraiga. “Espacio gnóstico y abierto”, explica el cubano, donde “habitan las formas de un conocimiento que agoniza, teniendo que justificarse, paradojalmente, con un espíritu que comienza” (La expresión americana). Asombro, el conocimiento; una situación inaugural, poética: saber como conflicto; el mundo es problema que resolver. El sueño, la única vida. Entrar, pues, para salir; la extraña paradoja de Teresa o de Juana, movidas por diferente ilusión: religiosas convencidas o no, una conversión se produce, y las hace ser quienes quieren ser; en el convento, el servicio es acción, la experiencia es intelectual: los dos mundos a las mujeres vedados. Acción e intelecto unidos — además — como pasión (padecimiento) Coleção de Areia - 261 donde el cuerpo jugará un papel decisivo. Protegido de la otra regla más rigurosa del exterior, el convento es espacio propicio y fecundante: cerrado y oscuro para ambas; pelo de intensidad tanta que acaba por abrirse (iluminarse) con la visión, imagen — cuerpo — deseada; porque lo ofrecido (y explorado) “son cielos muy íntimos: son deseos, esperanzas y orgullos (…) [y ellas son] el centro de [esa] experiencia onírica” (G. Bachelard. El derecho de soñar). Itinerarios divergentes: la noche oscura del alma, para perderse en el recogimiento, en la prescindencia de lo exterior (vacío, luz, espacio abierto); para encontrar la figura del Amado, y hacer del alma el espacio secreto de una unión pasional, de una entrega destructora de la individualidad. Noche figurada; oscuro que se hace en el alma para disponer la llegada, aguardar la invasión, de quién se espera: quietud pero desasosegada, silencio pero en tensión; todo es espíritu, hasta el cuerpo. La noche real y exterior (sueño objetivado donde “el ser humano [se revela] a sí mismo y [busca] un lugar en el universo”) para perderse en la salida, en la necesidad de encuentro con aquello que precisa ser conocido, indagado, explorado (lleno, oscuridad de noche cerrada, espacio poblado de seres y objetos que no se ven), para encontrarse en lo otro y unirse a ello por el conocimiento. No se hace oscuro en el alma; se ilumina — luz del saber, del deseo, de la imaginación — el espacio oscuro de fuera. Se invade ese mundo, se peregrina por él; se penetra, posee y fecunda: inquietud y movimiento y multiplicación sensorial; ver más que pensar o sentir (“que yo, más cuerda en la fortuna mía, / tengo entre ambas manos ambos ojos / y solamente lo que toco veo”). Todo ha de ser corroborado por su forma, hasta el conocimiento: lo otro encarna, es cuerpo. Apuesta agónica la de sor Juana Inés de la Cruz, por americana, por mujer. Mujer y libertad, una ecuación imposible en el seno de la historia (allí, sólo funciones ancilares, subsidiarias): “no puede salir del círculo mágico en que está [apresada] (…) por estar [ella misma fijada] en un instante como víctima de sacrificio que es” (María Zambrano. El sueño creador). Si constitutivamente sujeto de tragedia, porque “el protagonista de la novela es alguien que se ha ido, que se está Coleção de Areia - 262 yendo siempre”, ¿no fue su inclinación a la imaginación lo que hizo de la mujer el mayor (y mejor) habitante de los mundos de novela? Para la casta de letrados, quienes gustaban de aquellas lecturas eran “espíritus femeninos”. En el sueño de la caballería cabalgó la joven — casi niña — Teresa de Avila, movida por su madre y “teniendo aviso” siempre para no ser sorprendidas por el padre. La novela (sueño de la novelería) vendría a perturbarlo todo, muy poco después, con la prodigiosa inversión irónica de Cervantes: si en la novela la mujer había hecho salir al héroe, al tiempo que lo reclamaba como solución liberadora de aquel círculo donde ella es prisionera, ¡qué posición de superioridad, qué manifiesto desdén, el de las sucesivas mujeres hacia el héroe que las pretende honrar o amar o liberar, en el itinerario novelesco de don Quijote! Acción y pasión — dijimos — en un solo acto, en una sola elección: sor Juana viaja por el espacio encontrado (noche del conocimiento) como sujeto responsable de tal apuesta. Por eso, no actúa desde la superioridad convencional de quien cree saber; cansancio (incluso físico) y desasosiego (y pérdida y confusión) el vuelo nocturno de su Sueño (“Estos, pues, grados discurrir quería / unas veces. Pero otras, disentía, / excesivo juzgando atrevimiento / el discurrido todo, / quien aun la más pequeña / aun la más fácil parte no entendía / de los más manuales / efectos naturales”); no hay guía benigno y amparador que la conduzca (como encontró Dante) en esa selva (boche, silva) enmarañada; ni concluye todo en la revelación del principio. El destino, sólo revelación de la decepción, “luz piadosa / de orden distributivo, repartiendo / a las cosas visibles sus colores / iba, y restituyendo / entera a los sentidos exteriores / su operación, quedando a luz más cierta / el Mundo Iluminado, y yo despierta”. “Sueño del sueño vital fracasado” (José Gaos); esfuerzo intelectual que descarta la enajenación. Pero aunque se vean cuerpos (significados, nombres), ¿cómo alcanzar el sentido, esa totalidad deseada? Son visiones, resultado de un mirar atónito, dificultad para la comprensión; el recorrido es “diálogo entre la persona y el sueño que la visita” (María Zambrano); y poema, síntesis de ambos órdenes, de su discordancia o desacuerdo. Coleção de Areia - 263 En esta encrucijada, la mujer intelectual, la monja escritora. Su respuesta no puede ser sino poética, conformada en la vigilia, en ese despertar que “pertenece tanto a la luz que comienza como a la sombra que retrocede y cuyo retroceso — hueco, vaina, vacío — es la matriz de todo lo que en la luz se constituye”, intensidad prodigiosa “de lo que preaparece, de lo que es pura y absoluta intensidad de la manifestación antes de entrar en el orden de las significaciones” (José A. Valente. La piedra y el centro). En esa inminencia o frontera, la palabra poética; en esa delgada línea, los dos rostros que se miran e interrogan. Una doblez que es también verbal, despertar “al reino de la libertad y del tiempo”, con su riesgo: viaje de sor Juana por el pensamiento, viaje de sor Juana por la palabra (pasión del pensamiento); ésta será la que siempre duda en la ciencia, instaure el desorden en el logos, reconozca el silencio posterior a todo lenguaje. Que sean ese Barroco culterano, esa estrofa compleja y confundidora (palabra y ritmo afirmándose y negándose) de la silva, esa imaginería poética (híbrido de ciencia y mito, de religión y filosofía), los recursos formales de su escritura, no es consecuencia de un simple uso de los materiales heredados del Barroco español (discutible la vieja posición crítica de un remedo gongorino por parte de la poeta mexicana), sino la variedad y el desorden, lo propio de la selva: mundo de lo oscuro y ambiguo, no de lo claro y patente, sentido de lo femenino y su margen poético. Es una propuesta para que la experiencia confundidora de esa existencia nueva que sor Juana encarna sea cuerpo verbal sacudido por idéntico seísmo, “entorpecida [la comprensión] con la sobra de objetos y excedida / de la grandeza de ellos su potencia”. Contradicción aparente, de una estrofa como la silva para trazar el giro del conocimiento, su presunta exactitud (riesgo e irreverencia ya americanos); lo había experimentado el Barroco español con el soneto y su matemática simetría, pero ahora — para la mexicana — un reto el conocimiento, acceder a un mundo tan ajeno y complejo. Sólo a través del sueño, del viaje por lo intrincado de la mente, en donde las visiones se complican: único territorio, por otra parte, donde ella (mujer, Coleção de Areia - 264 monja) podía ser protagonista; en la reserva y el ocultamiento. Subir con el conocimiento, salir de sí misma hasta otra región, otra luz (“pues su ambicioso anhelo, / haciendo cumbre de su propio vuelo, / en la más eminente / la encumbró parte de su propia mente, / de sí tan remontada, que creía / que a otra nueva región de sí salía”), sólo decible por el asombro que causa, por una palabra padecida y ambicioso de absoluto. Esa experiencia verbal (poética) será la que ilumine, e inaugure y trace, aquella otra existencial: la de un alma solitaria precipitándose en la trama confusa, irracional, de un más allá poseído como cuerpo (muerte que es amor que es muerte); la de un alma solitaria (ya romántica) y su despertar. ¿Culterana, como muchos — siempre — dijeron, o como nadie parece haber dicho — todo lo más, mística — conceptista? Entre conocimiento y sentimiento, el debate; entre el desorden pasional (ofuscación la vida y la muerte, enajenación el amor) y los motivos (movimientos acordados) de la razón. Si en los excesos de la forma (y en su complejidad) se construye su imaginario poético, en la sutileza de sus reflexiones (intrincada precisión) se despliega el discurso verbal que ha de darle cuerpo. Bipolaridad mantenida antes que liviana exclusión de uno de los extremos; doblez constitutiva que resulta — asimismo — espacio de reflexión: el singular conceptismo de sor Juana, centro de su pensamiento y de su propuesta expresiva; raíz de su novedad. Esta voluntariosa mujer tiende a la sabiduría “sólo por ver si con el estudio ignoro menos”; tenacidad consciente de quien desea reconocerse (y afirmarse) en el saber, porque éste se abre como territorio de exploración antes que conducir a una simple certidumbre, a una rotunda negación. No es claridad satisfecha el pensamiento; la escritora se pierde en su complejidad, se mantiene alerta ante la dubitativa condición de la verdad, se obliga a la difícil experiencia de fijarlo en forma verbal. Tampoco es un juez válido, como no es de fiar la vista (¡y tan cierta que parecía!): escritura como pintura (o sobre pintura); retrato o espejo, transparencia siempre, el motivo de sor Juana. La vista engaña si aceptamos lo que se ve; reflexionemos, pues, sobre cómo se ve. Tensión entre objetividad y subjetividad que no se soluciona optando por la carencia sino que se perpetúa Coleção de Areia - 265 manteniendo la discusión (diálogo) entre ambas perspectivas. Y así, la suya es otra, sincrética aunque oscura: esta elección, una forma de entrega, ya no como víctima resignada, ejemplaridad que no respeta (repite) modelo alguno: “Si es mío el entendimiento / ¿por qué siempre he de encontrarlo / tan torpe para el alivio / tan agudo para el daño? / El discurso es un acero / que sirve por ambos cabos: / de dar muerte, por la punta; / por el pomo, de resguardo”. ¡Tan próximo el puñal (verso) de José Martí! Inclinación hacia el discurso dialógico — epístola o poema —, hacia un texto que precisa destinatario porque espera respuesta: espacio — y materia — para la discusión. Escritura, por tanto, en la ausencia; para llenar ese vacío con una forma creada que, si se prolonga en desmesura cósmica — vértigo del ser —, procura el confín celeste; y no sólo con el entendimiento (en Primero sueño se alza el alma; pero participa en ello algo el cuerpo, y aun mucho, como dijera santa Teresa de su experiencia), ni acomodada a la enseñanza hiperbólica del Barroco; todo lo entendió certeza con su estudio tenaz y atrevido, por eso vértigo de pertenecer ya a otra dimensión del mundo, a otra razón histórica. Habla Roberto Echavarren del romance epistolar a don Diego de Valverde, pero desvela la posición existencial de sor Juana, su compromiso literario: “Nombrar lo mío es nombrar un objeto carente, que obra a distancia (una medida cósmica) para activar al mío o al amor de su pecho, y al obrar así, superar o suspender la distancia (…) el puerto de el mío, el poema, designa o refiere una carencia (…) el mío tiene puerto (el discurso en el sentido diacrónico de la enunciación y en el sentido sincrónico del enunciado) y a la vez carece de puerto (ya que está desubicado en relación a su correlato objetivo distante o ausente)” (Transposiciones: un romance epistolar de sor Juana). Su lugar, la carencia o ausencia, la manquedad; una deficiencia su diferencia, que sólo podrá paliarse con un objeto nombrado que active el mío, que cubra la distancia. Asunto de espacio — dije — el poema: lugar lleno y a la vez vacío, como lo es la escritora y la mujer. Tiene su sitio como intelectual Coleção de Areia - 266 (colmada en el retiro de su celda, separada y ausente), pero carece de sitio, como persona, en su tiempo (¿cómo ubicarse en una historia que le es ajena, donde apenas alcanzan a ponderarla como rareza?). Asunto, también, de diálogo, de “un discurso suspendido de su destinatario; queda pendiente, diálogo trunco, de una respuesta” (R. Echavarren). Discurso incompleto, y menesteroso, el de sor Juana: ella da su voz; el problema, siempre, reside en la respuesta, ¿confirma el “gozo aludido o sobreentendido” que aguarda o, por el contrario, es censura y negación de su palabra, y ella misma habría de encontrar enlace en una doble dirección, que habla desde la escritora al otro de su retrato, que desde él — mudo — se dirige a quien concibe como objeto de amor, en la ironía — sabia — de su carencia? El vacío, siempre, abierto a sus pies. Conflicto permanente con la sabiduría y con la expresión, que lo es también consigo misma, con quien ella es en realidad, a la hora de definir el estado de su opción última: integrarse como mujer — como escritora — en el espacio hostil de intelectuales y letrados, sin excluirse por incapaz ni desmayar por retraída. Para hacerlo, no duda en volverse sobre la imagen que se le asigna, con la cual se le acepta; no para borrarla, para acomodarla a la necesaria doblez (“no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que era el más apetecible adorno”) en que se adentra su singularidad, por ser mujer y por ser — primera consciencia de tal condición — hispanoamericana. O tal vez por ser mujer alcanzó, sin esfuerzo, tal consciencia: uno y otro estado, síntesis difícil de una realidad, de una lengua, nuevas. Una identidad compleja, una doblez que — si resuelta — traiciona a la primera. Supondría contradecirse, prescindir de su ser. La desconfianza de sor Juana en sí misma no es renuncia (“de mí misma soy verdugo / y soy cárcel de mí misma. / ¿Quién vio que pena y penante / una propia cosa sean? / Hago disgusto a lo mismo / que más agradar quisiera; / y del disgusto que doy, / en mí resulta la peña”), mayor interés — si cabe — por conocerse, mayor riesgo en la entrega (ÿ sólo sé que mi cuerpo, / sin que a uno u otro se incline, / es neutro, o abstracto, cuando / sólo el Alma deposite”). Negación mayor, por radical: no hay, siquiera, Coleção de Areia - 267 cuerpo tras esta sabiduría. En la tradición hermética hurgó con apasionada curiosidad, persiguiendo la difícil, armónica totalidad, perfecta unidad de su reconocimiento: número dos de la tiniebla y de la bisexualidad y de la objetivación del intelecto, estado ideal para Juana de Asbaje; no por el simple devaneo de la erudición, por la comprensión de la propia naturaleza del mundo y de su propia problemática naturaleza, el interrogante insuperable. Quienes alaban, lisonjean; sólo ven exotismo y curiosidad. Su criterio uniformador y excluyente los ciega ante dobleces y segundas intenciones; inquieren únicamente por el lucro intelectual de aquella lisonja derivado (“¡Qué dieran los saltimbancos, / a poder, por agarrarme / y llevarme, como Monstruo, / por esos andurriales / de Italia y Francia, que son / amigas de novedades / y que pagan por ver / la Cabeza del Gigante, / diciendo: Quien ver al Fénix / quisiere, dos cuartos pague, / que lo muestra Maese Pedro / en la posada de Jacques”. Monstruo, Fénix, Gigante, hipérboles para solaz de una Europa (andurriales, desde aquella perspectiva) complacida en su expansión colonial; pero reclamos, también, con que picar la vanagloria de aquella mujer, haciéndola par de los modelos masculinos. Que la voz disidente volviese al canto acordad, ésa era la intención. Pero aceptarlo así sería volver a la manquedad de la que huye. Ante los halagos, constante y cuidadosa reserva; frente a los aduladores, el desdén irónico, una posición de superioridad porque implica asunción, reconocimiento, de la doblez: aduce ejemplos de reconocida prosapia historia (corroboración que los otros necesitan para sentirse seguros), pero son tantos, y tan incontestables, que los deja sin habla. A sus villancicos nocturnos, sor Juana trae la figura de Catalina de Alejandría “que con ciencia divina / a los sabios ha convencido, / y victoriosa ha salido / — con su ciencia soberana — / de la arrogancia profana / que a convencerla ha venido”. ¿Tan sólo referencia anecdótica? ¿No asumirá la experiencia histórica (o legendaria) como suya, dado que la usa como “prueba de que el sexo / no es esencia en lo entendido”? Coleção de Areia - 268 Pero hay algo más, y no menos decisivo. Más arriesgado, sin duda: descubrirse, no tanto a los otros como a sí misma, que “no soy una mujer que a alguno / de mujer pueda servirle, / y sólo sé que mi cuerpo, / sin que a uno u otro se incline, / es neutro o abstracto, cuando / sólo el Alma deposite”. Descubrimiento en la negación, en el convencimiento de su identidad singular: borrada toda limitación histórica, toda parcelación impuesta, el Alma (centro activo de la memoria, del entendimiento, de la voluntad) es la única seña de identidad, de la nueva identidad conquistada. Dice “neutro o abstracto”: la dramática evidencia no deja de sacudir — algo más que pasajero escalofrío — su condición humana e intelectual; pero es, también, necesario despojamiento: tras tan atrevido salto, afirmación en la plenitud, perfecta unidad donde se objetiva el intelecto. Leyó, febril, las páginas de abismal armonía escritas por el padre A. Kircher. Y no sólo se sumaron a su saber; por ellas reconocería que sólo se cumple el deseo de totalidad involucrándose en la vida personal como problema constante e insuperable: figuración hermética del doble como lo tenebroso, espacio de su aventura de realización, de reconocimiento. Pero habría de ser sor Philotea de la Cruz (juego hipócrita de su máscara) el recipiendario más directo: sor Juana que (fiel a la norma no escrita) se reconoce — irónicamente — incapaz de hablar ante tal reverencia y sabiduría, acabará dejando sin palabras al destinatario de su Respuesta, que — sintomática elección — ha querido ocultar, como si la eliminara, su condición masculina; no se atreve (pudor de los intereses en juego) a abordar la polémica desde su verdadera condición: con la mujer, como mujer. Y calla. No tiene otra salida ante la contundencia de los argumentos de la escritora que, en su terreno, confiada en que su identidad verdadera es su palabra, advierte que el silencio es sólo para quien no sabe: hable, pues, el hombre también, si es que sabe. Y el hombre calla. Sus intrigas en el poder, la presunción de su sabiduría, el lenguaje secuestrado por la posición que ostenta, no facilitaron las cosas: enmudeció, mientras la monja — en la apuesta de su última entrega — deja que su palabra vigorosa lo llena todo. Callará después; cuando se sepa despierta. Coleção de Areia - 269 Hombres en la obra, en la vida de sor Juana: ausencia del padre o desdén presuntuoso de adamados cortesanos (sombras difusas de una íntima inquietud), o sabios que — envidiosos — fingen mirarla con paternal curiosidad: nunca el otro polo de una dialéctica amorosa o intelectual. Para Ludwig Pfandl, la ausencia del padre una obsesión en sor Juana, neurosis manifiesta en tendencias masculinas; y disimulo de todo el ingreso en el convento, su obra literaria… Insiste, desconfiado, en el carácter inmoral de un discurso así. Falta del padre — raíz o protección o sustento —, necesidad de afrontar la existencia en soledad — voluntariedad y riesgo — pero también desconfianza ante el varón: prefiere sor Juana afirmar su propia responsabilidad intelectual, en medio de una sociedad masculina que niega o desdeña la activa independencia de la mujer. Asumido por ella misma en su estudiosa inclinación (y en su atrevimiento poético), el yo masculino termina volviéndose contra el orden aquel por ella misma negado, en el último gesto (contestación irónica al poder: última forma del hombre) que la monja compone antes de callar para siempre (“pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas [observe el diminutivo]: Si Aristóteles hubiese guisado, mucho más hubiera escrito”; “no será tan desatenta que ponga tan indecentes objetos a la pureza de vuestros ojos, pues basta que los ofenda con mis ignorancias, sin que los remita a ajenos atrevimientos”). Conocimiento y amor: conocimiento que es experiencia (y posesión) del cuerpo por el sueño: pasión consumada en la imaginación. No experiencia objetivable en anécdotas, experiencia única que revierte sobre la existencia (reflejo especular, reflexión especulativa) y adopta la forma primera del debate central (síntesis) de la vida: el amor. Más que topos literario, sujeto (sustancia) que anima la vida en su exaltación y en sus desmayos, en la perturbadora refriega de sentimientos encontrados. ¿Cómo amor sin la muerte? Preferible la intrincada razón de morir de amor, por más que no alcance a ser dilucidada, al patetismo de los ejemplos en su Coleção de Areia - 270 violencia. ¿Cómo sin celos el amor, sin desorden, sin locura? Única senda para alcanzar su verdad que es desprendimiento y libertad: con esta última se aviene para ser uno los dos (“Sólo los celos ignoran / fábrica de fingimientos, / que, como son locos, / tienen propiedad de verdaderos (…) Como de razón carecen, / carecen del instrumento / de fingir, que aquesto sólo / es en lo irracional bueno”. En el teatro, su total manifestación. Juego de la doblez (teatro en el teatro) que ya probara el Siglo de Oro español; ahora un paso más: la cuarta pared cae y la escena puede ser la vida o viceversa. Ella misma, entre las intrigas galantes, encuentros y escapatorias en la oscuridad de salones, en la umbría de un jardín, dilucidando los empeños de una casa; o haciendo más laberinto del amor cuando el doble mitológico de sus damas tapadas o sus galanes ofuscados por el deseo se adueña de la ficción dramática. Ni a pasión ni a razón se inclina la escritora: alerta siempre (reconvención y advertencia sus parlamentos) frente al “astuto tirano” que “mientras me suspendió los ojos / me saltó los oídos” y “dio al entendimiento muerte / que era el rey de las potencias”. Sustancia, también, de la ambición teológica y de su impulsivo viaje hacia el misterio. La presunta condición mística de sor Juana, tampoco es tal; no la conduce hacia la divinidad pasión alguna de perderse en la unión, sino — una vez más — voluntarioso deseo de alcanzar allí, por el conocimiento, la síntesis perfecta de un cuerpo inasible en su plenitud, de un alma en la que pugnan razón y pasión. Sólo medios naturales elevan el conocimiento hacia los misterios divinos. Ciencia suma (que es de amor) a la que se llega tras agotar las escalas sucesivas del orden numérico y de su combinatoria, custodia del secreto de aquel otro, perfecto porque contiene también el confuso magma del principio. Ciencia (estado y razón) pero también sueño (libertad y desembarazada inventiva): más claridad que en el día, más agudeza que despierta. A unos pasos todavía de la locura última (romanticismo, surrealismo), como lo viera Lezama Lima: “no se trata de buscar otra mágica casualidad, sino con visible reminiscencia cartesiana, el sueño aparece como forma de dominio por la superconsciencia. Hay una sabiduría (…) pero Coleção de Areia - 271 trabajada sobre la materia de la inmediata realidad”. A unos pasos todavía, pero asomada ya a su vértigo: en la cima de lo andado, conocimiento que se alonga a la visión; conocimiento extremo (o del revés); un hallazgo poético. Dijimos doblez, sin embargo; dijimos tensión dialógica. Una opción más atrevida, la de sor Juana: de la poesía (que podría adormecerla; o tenerla, entre aquellos, por Fénix reconocido) se precipitó a la teología, un terreno — este sí — absolutamente prohibido. Palestra de las impugnaciones dogmáticas o doctrinales, de las sutilezas de la razón, bullendo en laberínticas disquisiciones, empeños vanos de hacer claro el misterio. Cayó sor Juana Inés en la celada de sabios y prelados, aquella casta pétrea implacable. Pero pensó por su cuenta de mujer, de poeta, aun con sus contradicciones: como lo hiciera en su poesía, incorporó a la polémica sobre las finezas (el pretexto) la condición doble de la naturaleza de Cristo, porque desde otra doblez lo observa (lo piensa) todo. ¿Cómo iba ella a entender los dones de la gracia sólo como amor? Demostración pedía, con acciones, de ese amor: una presencia (incorporación) que los hiciera incuestionables. Demostraciones dio, en su propia torpeza: a los sofismas e ingeniosidades del padre Vieira opuso método y razón, hasta asomarse con peligro a las estribaciones del libre albedrío, Crisis sobre un sermón: la mayor fineza de Cristo, no dar su gracia al hombre, violentarse con esa negativa “para que el hombre no se quedara con una penosa deuda que nunca pudiera pagar” (Elías L. Rivers. “El ambiguo sueño de sor Juana”). Los villancicos habían aportado concurrencia de personas y voces (hablas) para un reconocimiento así; los autos sacramentales (pompa alegórica del tiempo) darían cuerpo a la disputa: figuras que son ideas, hablan y viven (padecen) el drama de su propia doble identidad. Debaten las finezas dos estudiantes y tercia otro — la autora en apariencia de estudiante: su vieja ilusión universitaria — para solucionar el dilema entre la gracia de la redención y la recompensa de la Eucaristía. Opta por esta última, síntesis de la ausencia y la presencia del Redentor (El mártir del Sacramento). En dos planos, la historia bíblica de José: la acción y su comentario. Este último movido por Lucero y la Inteligencia y la Ciencia y la Coleção de Areia - 272 Envidia (El cetro de José). Religión y mitología (extremos de la identidad mestiza de América; tribulaciones de esa identidad y su destino: ¿quién soy? ¿cuál es mi misión?), en el Narciso enamorado de su imagen que es Cristo enamorado de su criatura — su naturaleza — humana (reflejo también). Si el personaje mitológico, víctima de la desesperación, al Narciso de sor Juana le asiste el convencimiento de quien, enamorado de sí, lo está de quien no es Él, pero tampoco deja de serlo (El divino Narciso). En Lezama Lima, la muerte culterana de este Narciso conceptista; una muerte que certifica la vida, su prolongación y proyección espacial. En cierto modo, aquella muerte será este sueño; la forma corporal, dolorosamente sensualizada, del mundo ambiguo del conocimiento humano. Conjunción entre verdad (fe, naturaleza divina) y dramática personificación (ciencia, naturaleza humana) que anima su obra toda. Lo visto y oído por en cima de lo leído. No necesitó libros para saber más, “sirviéndose (…) de libro toda esta máquina universal. Nada veía sin reflejar; nada oía sin consideración, aun en las cosas más menudas y materiales”. Una representación que duplica la vida y su sentido, su origen y su fin. En la disputa teológica, la ausencia (muerte redentora) y la presencia inextinguible (promesa de la Eucaristía): lúcida síntesis que desata el nudo. Amante que no exige correspondencia para sí, que la desea beneficio para otros; amante heroico, amante pleno. ¿No ronda, entre tales sutilezas, algo más que los resabios de una polémica del tiempo, años después — además — de su momento álgido, y para satisfacer “el juicio de quien me lo insinuó” aunque luego no se mostrara fiel a su palabra? Si sor Philotea de la Cruz la recrimina es porque sor Juana no se limitó a cumplir lo previsto; se preocupó — una vez más — de saber y de introducir la particular dialéctica de su perspectiva en el lenguaje (orden) inatacable de la doctrina. La Carta Atenagórica, en su origen pacto secreto con el obispo de Puebla, resultó mucho más problemática — y decisiva — de lo esperado, al constituirse en visión (y análisis) de una mujer y escritora y religiosa y americana. Porque da la cara, toma su palabra y se da cuenta — tarde quizá — de la encerrona. Cuando reconoce su Coleção de Areia - 273 derrota, decida callar; no sin antes decirlo todo (decirse del todo) por última vez: respuesta. Para decir tal conjunción de contrarios, la poesía el único lenguaje. Una poesía, también, de doble condición, o bien híbrido de poema e discurso (los metros resistiéndose, con su vigoroso ritmo, a la ponderada sucesión de las ideas, pero ajustándose a ellas: doble lectura que tiene que ver con la certidumbre reconocida y con la substantiva condición de su experiencia), o — al adoptar la forma cierta de poema — desplegarse entre imágenes y construcciones que, en el ámbito de la ciencia, negaban — según el orden convencional — el vigor sensual y sentimental de la poesía. Híbrido este de ciencia conocida y sueño, en donde realizar la perfección última (secreto) que la ciencia custodia. Pero también riesgo de la silva y de su compleja libertad constructiva: ritmo y formas cruzándose y cortándose constantemente, imágenes que surgen y se ocultan en un juego de múltiples proyecciones. Oscuridad y claridad de la poesía en un solo (único) momento donde saber y existir coinciden. Sabiduría y vida completas en la frontera, tan sugestiva como peligrosa, que nos alcanza la muerte sin que acabemos la vida. Pero también la música, conjunción de contrarios que tiene que ver con la presencia y la ausencia, con lo que — al unísono — es dicho y no se dice (o no se consigue decir), con la voz y con el silencio. De música, un Tratado “para ver se reducía / a mayor facilidad / las reglas que andan escritas. / En él, si mal no me acuerdo, / me parece que decía / que es una línea espiral, / no un círculo, la Armonía; / y por razón de su forma / revuelta sobre sí misma, / lo intitulé Caracol, / porque esa revuelta hacía”. Recelo contra la norma escrita y voluntad de libertad; hasta cierto punto, de juego: espiral y no círculo, la Armonía. A los números concordes, la aceleración de una forma que da peculiar movilidad (descreimiento) a la fijeza (certeza de su matemática, a la cual someterse). Miremos con atención la espiral, comenzará a girar (“éxtasis de su expresión”); quiere salir pero queda en sus límites prisionera: ilusión óptica de una dimensión que se duplica, de una forma que se multiplica. Y Coleção de Areia - 274 además, caracol. Con él, otro ingrediente para esta irrupción (interrupción) de la Armonía. ¿De dónde el origen de esta forma? Centro que en ecos se continúa; laberinto que asciende desde lo oscuro y a lo oscuro regresa (evasión del desengaño). Más: se sabe que su recinto cóncavo, cerrado, está vacío; lo contenido allí, sin embargo, surte de su seno, por sus formas aflora, constituido en “sombra de los fantasmas” (Lezama Lima). Engaño a los oídos (como antes, la espiral, a los ojos), y certeza de su realidad, materia proliferante. ¿No es ésta la forma — central, decisiva — de ironía; no es su más sugestiva encarnación? Bisel del silencio y el sonido: lo que se oye no está, pero su cuerpo — su medida — es incuestionable. Escribir, por tanto, no resulta una actividad tan fiable, ni tan segura. Sus acordes establecidos, apenas cauce para disciplinantes; a más sabiduría literaria, mayor complicación de la naturalidad con aquel artificio. Ponerlo en evidencia puede ser una saludable operación; pero sin prescindir del estorbo, de la máscara: que se vea el engaño. El delirio del barroco — parece decir — es oro; y tiene que ver con una abierta intervención en su repulido edificio de imágenes: “Digo, pues, que el coral entre mis labios / se estaba con la grana aún en los labios; / y las perlas, con nítidos orientes, / andaban enseñándose a ser dientes; / y alegaba la concha, no muy loca, / que si ellas dientes son, ella es la boca; / y así entontes, no hay duda, / empezó la belleza a ser conchuda”. Y la misma escritura poética, como antes el teatro, empezó a ser dúplica de sí misma. No es extraño que sor Juana elija, para tal operación, estrofas cuya abierta flexibilidad favorece alternativas y combinaciones de ritmo y rima, rebeldes al orden cerrado y armónico: no discurso, laberinto intencionado. No puede sorprender la inclinación satírica o jocosa de la mexicana que, esquivando circunstancias o personajes concretos, prefiere actuar sobre la propia escritura y dejar en evidencia la estrechez de determinadas combinaciones, la presunta significación de ciertos lugares comunes, el vacío de sobados tópicos literarios… Alegoría de una experiencia inédita, la obra toda de sor Juana Inés de la Cruz (su poesía, sus dramas, su prosa final): lo femenino penetra lo masculino, fecundándolo con el Coleção de Areia - 275 desasosiego que su palabra genera; invierte así un orden social que, con la presencia del otro atlántico frente a Occidente (que ahora es Oriente), se había subvertido para siempre. Pero hacer esto comporta un riesgo grande: el paso ha de darse (y sor Juana lo da) hacia lo desconocido. Su opción de escritora, de hispanoamericana, de mujer, asumida con todas sus consecuencias (una elección poética, única forma de lo absoluto), la impulsa hacia ese más allá que alcanza pero que no logra descifrar. Paso primero hacia la modernidad; pero sólo en el umbral. No puede la escritora dar cima a tan atrevida aventura: la salvación por la sabiduría; tampoco despeñarse por las laderas del sinsentido. Este destino no puede cumplirse aún de modo definitivo. Si en el espacio sobrante confinada (voluntad: única elección posible), si de los extremos su experiencia, allí también su palabra. Pero haciendo vida de ellos, puesto que es palabra visionaria, original. En la obra que es la vida sólo ese más allá tendrá sentido: el espacio que le queda. La experiencia poética avanza desde el conocimiento astronómico al pensamiento filosófico y, por su intermedio, hasta el reconocimiento existencial; sólo el otro lado (la otra vida) es el suyo: el aire, la materia de ese espacio, ausencia y presencia, contundencia sensual y transparencia intelectual. Atravesarlo, el sucesivo, interminable viaje por el reino de las sombras, para acabar despierta, y sin palabras; agotadas todas las palabras. Una forma de morir (muerte antes de la muerte) que es construcción intelectual; su triunfo, un silencio que es eco de la ironía: “Casi me ha determinado a dejarlo al silencio; pero como éste es cosa negativa, aunque explica mucho con el énfasis de no explicar, es necesario ponerle algún breve rótulo para que se entienda lo que se pretende que el silencio diga; y si no, dirá nada el silencio, porque ése es su propio oficio: decir nada”. Coleção de Areia - 276 Dados bibliográficos de Jorge Rodríguez Padrón (Islas Canárias, 1943) OBRA CRÍTICA Domingo Rivera, poeta del cuerpo. Prensa Española. Madrid. 1967. Trés poetas contemporáneos: Valéry, Pavese, Paz. El Museo Canario. Las Palmas. 1973. Octavio Paz. Ediciones Júcar. Madridd. 1975. Antología de la poesía hispanoamericana (1915-1980). Editorial Espasa-Calpe. Madrid. 1984. Una aproximación a la nueva narrativa en Canarias. Aula de Cultura. Tenerife. 1985. Tentativas borgeanas. Editora Regional de Extremadura. Mérida. 1989. Del ocio sagrado (Algunos poetas hispanoamericanos). Libertarias/Prodhufi. Madrid. 1991. El pájaro parado (Leyendo a Emilio Adolfo Westphalen). Ediciones del Tapir. Madrid. 1992. La palabra dada. Colección Pasos sobre el mar. Las Palmas. 1993. Paso sobre paso/1 y 2. Cuadernos de Calandrajas. Toledo. 1993. Coleção de Areia - 277 El sueño proliferante y otros ensayos. Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Las Palmas. 1993. PREPARACIÓN DE EDICIONES La que no tiene nombre, de Jesús Fernández Santos. EspasaCalpe. Madrid. s/d. El paraíso de los nudos, de Agustín Millares Sall. Edirca. Las Palmas. 1980. Guad, de Alfonso García Ramos. Interinsular. Tenerife. 1983. Fetasa, de Isaac de Vega. Interinsular. Tenerife. 1984. El tamaño del infierno, de Arturo Azuela. Editorial Cátedra. Madrid. 1985. No menor que el vacío, de Luis Feria. Biblioteca Básica Canaria. Islas Canarias. 1988. Teoría de una experiencia, de Eugenio Padorno. Biblioteca Básica Canaria. Islas Canarias. 1989. Coleção de Areia - 278
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