las escuelas y la enseñanza en la sociedad de la información

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las escuelas y la enseñanza en la sociedad de la información
Modalidad Libre asistido - Módulo V
Comunicación y educación en la sociedad de la información
Nuevos Lenguajes y conciencia crítica
CAPÍTULO 1
LAS ESCUELAS Y LA ENSEÑANZA EN LA
SOCIEDAD DE LA INFORMACIÓN
José Manuel Pérez Tornero
El final del siglo XX situó las escuelas, y la enseñanza en general, ante
un nuevo escenario tecnológico: repleto de satélites de comunicación, de fibra
óptica, de información digitalizada, de ordenadores personales cada vez más
potentes, de realidad virtual, en resumen, en medio de una gran explosión de la
comunicación audiovisual. Pero también delante de un nuevo escenario social:
globalización financiera, desarrollo del comercio internacional, presión de corte
neoliberal sobre el Estado del bienestar, la deslocalización de la producción y el
imaginario consumista de una sociedad en que la tecnología se ha convertido
en el fetiche máximo. En conjunto, un brusco y profundo cambio de
circunstancias.
Los centros de enseñanza han soportado la presión del cambio con
crisis y contradicciones: reformas, malestar docente, insuficiencia de recursos,
desmotivación de los estudiantes, desorientación, incertidumbre... Considerada
desde una perspectiva global, la tecnología ha influido en esta situación más
por los efectos que ha generado en el contexto general que por su propia
incidencia en el interior de los centros educativos. De hecho, en términos
generales la renovación tecnológica en la educación es pobre y lenta en los
países desarrollados y escasísima, en los no desarrollados. Esto explica que la
presión y la necesidad del cambio en los centros educativos, se vivan, sobre
todo, como un clima de opinión, con independencia de que estos centros se
hayan actualizado desde el punto de vista técnico. La presión del discurso de la
modernidad tecnológica ha influido, directa o indirectamente, en muchas de las
reacciones que se registran en el ámbito educativo: desasosiego del
profesorado, seguidismo tecnológico por parte de los políticos, desconcierto de
los estudiantes, etc.
De hecho, las escuelas tal vez no utilicen todavía cotidianamente ni la
televisión, ni el vídeo, ni los ordenadores, ni Internet, ni otros muchos sistemas
técnicos —su historia está plena de avances tecnológicos que con enormes
dificultades se incorporan a su evolución, y, cuando lo hacen, su influencia es
apenas superficial— Pero los niños y niñas, y los jóvenes que asisten a ella —
sobre todo en los países desarrollados—, tienen en sus hogares cada vez más
cadenas de televisión, más vídeos, más videojuegos, más ordenadores, correo
electrónico y acceso a Internet. Y lo mismo sucede en las empresas,
comercios, instituciones y ciudades. Si la escuela tiende a ser refractaria a la
incorporación de nuevas tecnologías y suele cerrarle sus puertas, éstas acaban
entrando indirectamente por la ventana: quienes asisten a ella viven en un
entorno cada vez más determinado por estas nuevas tecnologías.
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Sea más o menos lúcida la conciencia de los diferentes actores que
participan en el sistema de enseñanza sobre este proceso, en el ambiente está
la idea de que algo sustancial está cambiando. La enseñanza parece haber
perdido parte de la autonomía y capacidad de acción que tuvo en otros
tiempos. Su valoración social ya no es la misma. Su tradición ya no ayuda a
reconocer el porvenir y a orientar la acción. Todo sucede como si estuviésemos
entrando en una nueva era de la que, todavía, no tuviésemos una buena carta
de navegación.
En este texto, pretendemos sencillamente trazar un primer mapa de los
grandes problemas con que nos encontramos y, en particular, aquellos que
tiene que ver con el cambio mediático y comunicativo. Para ello, en una
brevísima y arriesgada —por lo abrupta— síntesis, repasaremos la génesis de
la institución escolar con el objeto de reconocer las tendencias al cambio —y
sus contradicciones— que estamos viviendo en la actualidad. Agradecemos de
antemano al lector/a su comprensión ante una propuesta que utiliza la historia,
posiblemente con apresuramiento, para señalar, esquemática y gráficamente,
un problema conceptual.
Los orígenes de la institución escolar
La escuela y los centros de enseñanza fueron durante siglos instituciones que gozaban de la hegemonía —cuando no el monopolio— de la
instrucción y del saber en la comunidad. Muchos de ellos derivaban de
instituciones sagradas —iglesias o corporaciones de sacerdotes— y, a veces
en virtud de su origen, poseían los textos sagrados que administraban y
organizaban con vistas a su función educativa y adoctrinadora. Algunos de
ellos eran efectivamente sagrados: el Corán, la Biblia, etc. Otros estaban
auténticamente sacralizados (Hornero, Aristóteles, etc.). Finalmente, otros,
aunque de índole técnica, no dejaban de emparentarse estrechamente con los
textos matrices fundamentales. En cualquier caso, en todos ellos residía el
conocimiento que el cuerpo de profesores —en algunos casos incluso de
sacerdotes o religiosos— administraban a los estudiantes que aceptaban sus
reglas. Al margen de estos textos, y fuera de las escuelas, la producción y
circulación del saber eran muy escasas y, en todo caso, cuando representaban
una ligerísima competencia a la escuela oficial, tendían a ser sofocadas.
Este monopolio de la instrucción —que obviamente tenía que ver con la
estructura de poder de una sociedad dada— se articulaba en una práctica
expresivo-comunicativa: las técnicas de lectoescritura y de interpretación
textual.
De este modo, en general encontraremos que la iniciación a la escritura
y a la lectura se fue configurando como una especie de ritual iniciático o
sistema de paso. El letrado o alfabetizado forma parte ya de un cuerpo superior
al que se le confía la gestión del conocimiento de una sociedad. La escuela,
por tanto, se especializa en esa compleja tarea que consiste en enseñar a leer
y a escribir. Y ninguna otra institución resulta más eficaz a este propósito. Se
da así, de hecho, una relación intrínseca y significativa entre la enseñanza, la
escuela y el sistema de escritura y lectura. No es casual, pues, que
históricamente el modelo de escuela que hoy conocemos se empezase a
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configurar en Mesopotamia con la civilización Sumeria (3.100 a.C), que fue una
de las primeras que logró descubrir y desarrollar un estilo singular de escritura,
la cuneiforme. Y, tal vez por ello, la civilización mesopotámica pudo legar a
civilizaciones posteriores la conformación general del modelo escolar que tenía
y tuvo en la escritura —y en las condiciones mediáticas, ambientales y técnicas
que ésta necesita— un principio organizador: «La distribución rectangular de
las habitaciones; su tamaño, acomodando a treinta o cuarenta estudiantes; su
estructura, con filas de bancos encaradas hacia el profesor, mantiene una
innegable semejanza con nuestras modernas aulas, en las que, básicamente,
se enseñan los mismos temas que se enseñaban en Mesopotamia» (Logan,
1995, pág. 142; véase también Kramer, 1956).
Más adelante, Platón (la Academia) y Aristóteles (el Liceo) sentaron las
bases de las escuelas de los dos milenios siguientes. Como disponían ya de
una escritura alfabética basada en la fonética, pudieron fundar un sistema de
educación centrado en una metodología racionalista y en una lógica deductiva
que ha inspirado la educación occidental durante mucho tiempo.
A lo largo de muchos años el modelo se mantuvo con pequeñas
variaciones, pero siempre manteniendo la hegemonía de la escritura y de la
lectura, y trasladando las posibilidades, estilos y condicionantes propios de los
documentos escritos y de los libros a la forma de producir, reproducir y
distribuir el saber.
Así, mientras hubo escasez de documentos y de depósitos de conocimiento, los espacios escolares y educativos fueron lugares privilegiados,
casi sagrados, porque guardaban y administraban los pocos textos que
existían, y, en su seno, congregaban a los maestros, sabios y expertos que se
debían mantener cerca de las fuentes de conocimiento. Al mismo tiempo,
siguieron cultivando la práctica de la escritura y de la lectura (y de la
interpretación textual) como el eje de todas sus actividades, a veces con
ignorancia manifiesta de otras posibilidades de producción de conocimiento. Y,
como consecuencia de todo ello, las escuelas y los centros de enseñanza se
fueron consolidando como ámbitos orientados a la racionalidad y organización
sistemática del conocimiento, según pautas que, directa o indirectamente,
tenían que ver con los escritos y con los libros.
Esto fue así durante siglos, pero a medida que la tecnología permitió
aumentar la capacidad de multiplicar textos —recuérdese que con la invención
de la imprenta el libro recibió en los siglos XV y XVI un impulso decisivo— el
papel de la escuela se iba ensanchando y adquiriendo paulatinamente una
función universalizadora.
La llegada de la Revolución industrial y el afianzamiento de los sistemas
sociales modernos operaron de modo ambiguo. Mantuvieron una escuela
tradicional en lo que a currícula y sistema de lectoescritura se refiere, pero
dieron un gran paso en la superación del elitismo —con frecuencia, religioso y
esotérico de la escuela— en la universalización de la escolarización y en su
democratización. De hecho, se requería que en un mundo generalizado de
trabajo industrial —con madres y padres cumpliendo agotadoras jornadas de
trabajo en las nuevas fábricas o centros de trabajo y con una familia cada vez
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más limitada a la pareja y sus hijos— los niños dispusieran de un ambiente en
el que subsistir dentro de condiciones de seguridad, control y disciplina. De
aquí la tendencia creciente a la extensión de la educación y la ampliación del
papel de la escuela. Las necesarias funciones asistenciales se venían a sumar,
en la práctica, a las educativas y a las instructivas que habían fundado la institución.
Progresivamente, en un movimiento continuo —y continuamente
acelerado— que va desde la invención de la imprenta, la aparición del telégrafo
—que dio lugar a la prensa y al periodismo— la radio, el cine, la televisión y la
telemática, hasta Internet —y en el que sistemas de organización tribales
fueron abriendo paso a la consolidación de sistemas capitalistas— las
circunstancias que llevaron a fundar la escuela sufrieron una extraordinaria
mutación. Es el momento en que la tradición escolar empieza a vivir el asedio
de un nuevo mundo y a perder la autonomía relativa que, de un modo u otro,
había mantenido durante mucho tiempo.
Las grandes transformaciones
Con la aparición de la sociedad de la información, las fuentes de saber
—y de acumulación del conocimiento— se multiplican, se expanden y se
difunden. Los libros ya no escasean sino que pueden multiplicarse por cientos
de miles. Los medios audiovisuales difunden la información a la velocidad de la
luz y la hacen crecer exponencialmente —entre otras cosas, porque en ellos
reside en buena parte la capacidad de potenciar el proceso de globalización en
que se ha empeñado el capital financiero internacional—. Los ordenadores y
las bases de datos acumulan, sin dificultades, más información y poseen una
calidad de acceso nunca antes conocida en la historia. Internet, en el inicio del
siglo XXI, está haciendo accesibles a todos, casi sin limitaciones, saberes y
documentos en cualquier lugar del globo. El discurso consumista, impulsado
por la tecnología, potencia la idea de una nueva revalorización del
conocimiento, pero de un conocimiento expandido y global que invade todos
los tiempos y todos los espacios.
En este contexto nadie discute que se ha producido una explosión de
información y conocimiento que ha desbordado a los centros educativos. Las
escuelas y universidades ya no son los únicos centros de la racionalidad y del
progreso científico o social, ni lo únicos que controlan la distribución del saber
social. Su capital-conocimiento tiene que competir con el capital-conocimiento
generado autónomamente por el sistema industrial, financiero y militar —que
ha desarrollado sus propios centros de investigación y de divulgación— y con
el que producen y mantienen los media. Especialmente, estos últimos se han
convertido progresivamente en el nuevo soporte del conocimiento público.
El título de un divulgado artículo de McLuhan, «El aula sin muros»
(véase Carpenter y McLuhan, 1960), expresa gráficamente esta situación. Y
más de cuarenta años después, la tensión entre el conocimiento generado en
la escuela y el generado fuera de ella no ha hecho más que crecer con
beneficio de este último.
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Como consecuencia de este proceso, la sustanciación de los principios
del orden social, que se destilaba —confusa y contradictoriamente— como una
derivación de los saberes y los valores inculcados en la institución escolar —en
todo caso, en estrecha relación con la familia— escapa paulatinamente a su
acción. La escuela está encontrando competidores poderosísimos. Son los
medios de comunicación —y las relaciones con las nuevas fuentes de saber
cada vez más dispersas—, y no las escuelas ni los centros educativos
tradicionales, los que se están convirtiendo en el ámbito privilegiado de la
transmisión del saber actual y en los urdidores de esa nueva racionalidad social
—que bebe, sin duda, de muchas fuentes, pero sobre todo de una: del nuevo
entramado industrial-financiero que impulsa el consumismo.
Los media, su crecimiento continuo y su perenne ocupación del espaciotiempo social, han venido a configurar un nuevo clima cognoscitivo y de
aprendizaje y, sobre todo, un nuevo territorio que la escuela no puede ya acotar
—y que, a veces, parece limitarse a denunciar—. Las generaciones jóvenes se
han educado e instruido en ese presente extendido —que denominamos moda
y actualidad— de los medios de comunicación. Han aprendido sus valores a
través de ellos, y se han forjado niveles de aspiración y modelos de
identificación que tienen que ver, sobre todo, con los que les ofrecen el mundo
del cine, la televisión y el periodismo. La probabilidad de que estos valores y
pautas de comportamiento coincidan con los de la escuela empieza a ser
remota; incluso en algunas ocasiones se presentan evidentes síntomas de una
divergencia profunda.
La capacidad de la escuela de mantener a los niños en un ámbito
controlado de educación y aprendizaje resistente al mundo exterior ha
declinado mucho. La figura del internado —una institución que hacía vivir al
estudiante en la misma escuela— como emblema de las condiciones en que el
centro educativo aseguraba y garantizaba de un modo totalizante la instrucción
y el aprendizaje —que tuvo predicamento durante la primera parte del siglo
XX— ha caído en amplio desuso en este cambio de siglo: un síntoma de que,
desde la escuela, ya no es posible garantizar ambientes controlados para el
aprendizaje. Son, en cambio, los media los que progresivamente se encargan
de proporcionar la argamasa que requiere el tejido social contemporáneo. Y lo
hacen de manera que, en cierto modo, tiende a la totalización.
En paralelo, las familias también han perdido esa posibilidad, antes real,
de controlar los ambientes de aprendizaje. La televisión y otros medios, no sólo
representan puntos de fuga importantísimos, sino que también, en muchas
ocasiones, sirven para poner de relieve que el discurso de los padres y tutores
—muchas veces paternalista— tiene graves fallas y lagunas. Como explica
Martín Barbero (1999, págs. 16-17): «Lo que la televisión está produciendo en
el hogar es desvelar los mecanismos de simulación que sostienen a la
autoridad parental. Pues los padres juegan en la realidad papeles que la
televisión desenmascara. Mientras los adultos se pretenden honestos,
cariñosos, sensatos, la televisión muestra cómo se mienten, se roban, cómo se
emborrachan y maltratan. Y, por otra parte, no se puede culpar al niño por lo
que ve —como sí por lo que lee clandestinamente— pues no fue él quien trajo
subrepticiamente el programa erótico o violento a su casa (...). La televisión no
sólo desordena los linderos que enmascaran las mentiras sobre las cuales los
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adultos inventaban un mundo-para-los-niños, sino que, a la vez, desordena las
secuencias y jerarquías de aprendizaje».
El asedio a la enseñanza tradicional
Acoso, asedio y envolvimiento son palabras que definen la nueva situación de la escuela y la enseñanza con relación a su entorno. Sus muros,
como escribió McLuhan, se están cayendo, pero el proceso puede ir hoy en día
más lejos.
Estamos viviendo una transformación tan seria de la educación que los
pilares que sostenían su autonomía escolar y sobre la cual se fundaba su
influencia social parecen derrumbarse a ojos vista. En cierto sentido —
considérese la expresión una metáfora—, la sociedad se está quedando sin
aulas, es decir, sin esos espacios cerrados, controlados y reservados en los
que el saber fluía verticalmente del maestro a los alumnos. Y es así porque
aunque, en términos globales, el número de éstas puede ir aumentando, su
peso específico en la sociedad no deja de disminuir desde hace décadas. Pero
es así, además, porque las nuevas redes mediáticas —desde la televisión escolar hasta Internet— están penetrando en los centros educativos creando
nuevos ambientes de percepción y construcción del conocimiento.
Insistimos, está surgiendo un nuevo escenario que, dominado por los
media y las comunicaciones, se está encargando de generar la mayoría de los
aprendizajes socialmente relevantes. En este contexto, no podemos dejar de
reconocer la influencia que está teniendo en este proceso la extensión de una
ideología neoliberal que, en forma de pensamiento único, pretende llevar
incluso al terreno del conocimiento, las ideas y la cultura el imperativo exclusivo
del modelo de mercado libérrimo.
Un esquema de la situación
¿Cuáles son las claves del sistema escolar tradicional que se empiezan
a tambalear en la sociedad de la información? Permítasenos esbozar, aunque
sea provisionalmente, un balance esquemático de la situación.
1. La escuela ya no es la depositaria privilegiada del saber, o, al menos,
no lo es del saber socialmente relevante. Según Martín Barbero (1999,
pág. 14): «La sociedad cuenta hoy con dispositivos de almacenamiento,
clasificación, difusión y circulación mucho más versátiles, disponibles e
individualizados que la escuela». Así, esta es ya una fuente mas entre
las demás que compite —a veces contradictoriamente— con otras de
enorme poder: la radio, la televisión, el kiosco de prensa, etc. El traslado
continuo de las tradicionales bibliotecas y museos reales a los ámbitos
virtuales que proporciona el ciberespacio es una buena metáfora de este
cambio que señalamos. De modo que lo que resulta afectado es la
valoración social que recibe una institución cuya función manifiesta
principal es la de transmitir conocimientos.
2. Las escuelas tampoco son los ámbitos privilegiados de transmisión
de la educación. Si la educación tiene que ver con las actitudes, normas
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y valores, es bien cierto que los medios de comunicación, las ciudades,
las modas y el grupo de iguales se convierten en los más poderosos
sistemas educativos del momento. En muchas ocasiones, los diferentes
actores del proceso educativo —sobre todo en condiciones de crisis
económica o depauperación social— sienten cómo escapa de sus
manos la posibilidad de influir en la educación de los estudiantes.
3. La escuela es, tal vez, la institución mas eficaz para la enseñanza de
la lectoescritura —como lo fue antaño—, pero está quedándose atrás
hoy en día en la promoción de la nueva alfabetización de la sociedad de
la información: la del lenguaje audiovisual y de la informática. Los niños
empiezan a asimilar las claves del lenguaje audiovisual y de la
informática lejos de la tutela de la escuela. Lo hacen de modo práctico e
intuitivo, aprovechando su capacidad de exploración y de ensayo,
aumentando sus capacidades de un modo informal autónomo.
4. En este contexto, los profesores ya no son considerados los maestros
que atesoraban todas las habilidades y sabidurías. La reverencia,
devoción y seguimiento, que era una característica de la relación entre
profesores y alumnos, se está poniendo en cuestión; y no sólo como
consecuencia de un cierto relajamiento en el trato y en las formas, sino,
sobre todo, en razón del diverso sistema de distribución del saber que se
va configurando en nuestros tiempos. Los estudiantes disponen de
muchas fuentes con las que contrastar y, a veces, poner en crisis el
saber de sus profesores.
5. Las escuelas ya no disponen, como antaño, de los únicos instrumentos para la producción y sistematización del saber —o los han
perdido en términos relativos—. Sus bibliotecas se han quedado cortas y
a veces ridículas comparadas con la suma de las bibliotecas de las que
disponen los propios estudiantes en sus hogares o la que representa la
World Wide Web. Su tecnología se ha quedado obsoleta si se la
compara con aquella a la que acceden algunos de sus alumnos:
televisión —a veces por cable y vía satélite— ordenadores, vídeos,
cámaras fotográficas, juegos educativos, Internet, etc. Pero, sobre todo,
la escuela no facilita el ambiente de libertad —en algunos casos en lo
físico y temporal— que requiere la exploración del saber disperso en
nuestros días, y, cada vez más, los estudiantes se ven forzados a
explorar este saber autónomamente.
6. La escuela ya no es la fuente de la racionalidad que funda o explica
el orden social. La organización del mundo, los valores escolares no sólo
pueden ser diferentes a los que rigen en el entorno —compárese, por
ejemplo, la educación de valores en la escuela y el consumismo y la
competitividad vigente en el escenario social—, sino que, desde la
escuela, a veces ya no es posible intentar explicar con coherencia el
orden social: ha perdido la noción sobre el mismo sentido de los
cambios. Muestra de ello es la desorientación y confusión con que se
viven los cambios curriculares. Muchas veces, la inercia de la propia
institución y de los cuerpos profesionales que ampara es la que se
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sobrepone a las exigencias del entorno o a las demandas —más o
menos formalizadas, según los casos— de los estudiantes.
7. La escuela se ha tornado, además, un elemento poco práctico.
Conecta difícilmente con la acción social. Situada entre el mantenimiento
de un currículo tradicional y las dudas sobre la aceptación de uno nuevo
adecuado a las exigencias de la nueva sociedad encuentra serios
problemas para convertir las enseñanzas en algo utilizable
prácticamente por los estudiantes fuera de las aulas. En un doble
sentido, siente que pierde cada vez más influencia en el entorno social
porque sus valores y sus enseñanzas no encuentran eco ni respaldo externo; pero también porque, por otro lado, el creciente desempleo que
afecta a los jóvenes en casi todas las partes del mundo favorece cada
vez más al distanciamiento entre educación y trabajo, entre teoría y
práctica.
8. La escuela está perdiendo a marchas forzadas el poder que le había
conferido el sistema social tradicional. La pérdida de poder práctico y de
legitimación de la escuela es producto, finalmente, del valor escaso que
le atribuyen los poderes sociales.
En resumen, nos encontramos con una escuela descentrada de sus
funciones tradicionales que difícilmente encuentra su lugar en el mundo
moderno del saber.
Logan (1995, págs. 7-8) ha sintetizado las razones por las que la
escuela parece estar fuera del contexto de los cambios sociales que la rodean
y, en definitiva, parece no funcionar:
a) «Millones de escolares aprenden el mismo contenido en el mismo
orden lineal guiados por un currículo uniforme dictado por una burocracia
centralizada (...) de educación».
b)
«Los profesores continúan usando el viejo estilo de aprendizaje
libresco que no toma en cuenta la naturaleza de la economía en la era
de la información, ni siquiera las necesidades de la vida cotidiana.»
c)
«Los estudiantes no encuentran elementos suficientemente
relevantes en su escolarización, lo que explica su porcentaje de
fracaso.»
Hay, pues, un desfase entre lo que demanda el entorno social y lo que
los centros educativos están en condiciones de ofrecer. Lo cual está haciendo
avanzar una conciencia generalizada de crisis.
Las claves de una crisis
Tanto cambio, acumulado en poco tiempo, ha conducido a una crisis
múltiple que la escuela y la enseñanza está viviendo intensamente en este
principio de siglo. Resumamos los hitos de esta crisis.
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Hay crisis en los curricula escolares. La producción de saber es tan
intensa y circula tan rápidamente por todos los medios, especialmente los
electrónicos, que no se sabe cuál es el modo más práctico y seguro de fijar los
ítem, que compondrán la práctica docente. La adaptación a los cambios parece
a veces oportunismo o diletantismo; y el conservadurismo, pura nostalgia. De
hecho, la incertidumbre, la dubitación y la inseguridad componen el núcleo
central de un problema de difícil consenso. Hay crisis en el rol del profesorado.
De tradicionales instructores del saber, en medio de un mundo que genera
nuevos saberes fuera de las aulas, los profesores y las profesoras ven cómo
van perdiendo la función con la que se formaron y empiezan a verse sometidos
a nuevas exigencias y requerimientos que, muchas veces, no comprenden o no
desean asumir.
Hay crisis también en el lenguaje que funda la escuela: «Se niega a
aceptar el descentramiento cultural que atraviesa el que ha sido hasta ahora su
eje intelectual y pedagógico: el libro» (Martín Barbero, 1999, pág. 14). Su
escriturocentrismo tradicional resiste con poca convicción la preponderancia de
los nuevos lenguajes del audiovisual y la informática. El privilegio que en los
centros educativos se concede a la gramática frente a la semiología general, al
libro frente a los medios audiovisuales y a la escritura textual frente a la producción multimedia refleja buena parte del conflicto y tiende a alejar la
enseñanza de una sociedad que ha potenciado enormemente el lenguaje
audiovisual.
Crisis, además, de recursos técnicos. Comparadas con el entorno
inmediato, las escuelas se han quedado —incluso en el mundo industrial más
avanzado— desfasadas en su tecnología. Mientras la dotación técnica de los
hogares de los países avanzados ha ido creciendo, la de las escuelas se ha
congelado o ha ido decreciendo en proporción. En consecuencia, alejamiento
del espíritu de la época, y pérdida latente de credibilidad y de solvencia ante los
alumnos y estudiantes.
Crisis de modelo de valores y de sistema de socialidad. Una escuela
como la que ha llegado a finales de siglo, fundada en la pura tradición de la
escuela burguesa de principios de siglo, es decir, centralizada, generalmente
nacionalista, asistencial y fabril, en el sentido que mas adelante describiremos,
se encuentra abocada a sobrevivir en una sociedad post industrial, globalizada,
multicultural y en la que la racionalidad del empleo está perdiendo peso.
Finalmente, crisis de gestión, que no es la menos importante. Se están
quedando obsoletos los modelos de organización y gobierno basados en el
control estricto del aprendizaje y en su dirección lineal, en la comunicación
jerárquica, en la evaluación ajustada a criterios de repetición, y, en general, en
la burocratización, ocupada más de la reproducción de lo existente que en la
adaptación a los cambios, en la innovación o creación.
Las actitudes ante los cambios
De muchos de los procesos señalados aquí se nos escapan no sólo las
posibles consecuencias, sino también su valoración. De hecho, se pueden dar,
y se dan, valoraciones contradictorias.
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Por un lado, podemos pensar (reformismo optimista) que la pérdida de
privilegios del sistema educativo, la aparición de nuevas fuentes accesibles de
conocimiento y hasta la presencia de nuevas fuentes éticas —en principio y, al
menos en apariencia, menos controladas y rígidas que las anteriores—
constituyen elementos que trabajan por una democratización de la sociedad y a
favor del acceso a un mayor grado de libertad de expresión y de acción. De
aquí, por ejemplo, la idea, que sustenta muchas reformas educativas, de que
una democratización y modernización de la escuela no sólo es condición
indispensable de una democratización de la sociedad, sino que es también un
instrumento para alcanzar esa meta.
Pero las explicaciones y las hipótesis pueden ser más complejas.
Algunos reconocen (reformismo pesimista) el progreso que representa la
modernización de las escuelas y su democratización, pero, a la vista del rumbo
general del sistema, consideran que estos procesos operan, apenas, como
espejismos y coartadas de un sistema que camina progresivamente hacia la
concentración del poder y no hacia un avance democrático.
Por otro lado, todos estos cambios se pueden vivir {tradicionalismo
pesimista) como una pérdida irreparable y como un salto al vacío. Hay quienes
ven que la competencia de fuentes del saber, la pérdida de regulación y de
control de los procesos por parte de profesores y tutores, y la omnipresencia
del mercado —tanto en la cultura como en la tecnología— acaba por
desbaratar el frágil tejido de humanidad que sostenía los sistemas tradicionales
de educación, lo cual conducirá a un fracaso social y cultural considerable. En
un sentido parecido, el progreso tecnológico parecer verse —por parte de
algunos— no como la aparición de nuevas oportunidades, sino como una
vuelta de tuerca más hacia la dependencia de unos pocos poderes universales
que gobiernan en la tecnología y la tienden a imponer de un modo poco
democrático.
Otros (antirreformistas apocalípticos) consideran que todos estos
cambios operan en el sentido de una invasión programada del sistema
capitalista por ocupar y regir el espacio —más o menos público, más o menos
humanista— de la educación.
En conjunto, lo que esta diversidad de juicios y actitudes está poniendo
de relieve es que la mayoría de las opciones parecen aún posibles y que el
sistema todavía tiene muchos desarrollos abiertos cuya resolución no se halla
todavía decidida.
Apuesta por la renovación
Muchas de estas crisis, no por presentidas o sentidas, a veces angustiosamente, dejan de ser auténticamente novedosas. Los últimos cinco años
del siglo XX consiguieron plantear las cuestiones de un modo cualitativamente
distinto. El documento de la UNESCO titulado La educación encierra un tesoro
(1996) simboliza una toma de conciencia (¿generalizada?) sobre la necesidad
de reorientar la educación en la sociedad. En general, casi todos los países
avanzados —y algunos en vías de desarrollo— intentan reformar sus sistemas
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educativos en nuevas direcciones más acordes con nuestros tiempos —expresión de ello es la política educativa de la Unión Europea o la Agenda 2000
de EE.UU. para el cambio en las escuelas—. Hoy día, los retos de la educación
se presentan casi universalmente, aunque con distintas matizaciones
económicas, geográficas y culturales, a saber:
1. La apertura sistemática de las escuelas a nuevas fuentes de saber. Si
la producción del saber no es privilegio de las escuelas, éstas se deben
abrir hoy en día a nuevas fuentes de conocimiento. Sean éstas
convergentes o divergentes con el espíritu y los valores de la educación,
porque la educación debe ser en todo momento crítica y no seguir
estrategias de censura y, además, porque, en cualquier caso, los
estudiantes están confrontados a ellas y necesitan o bien aprovecharlas
en su valor o bien discutirlas con conciencia crítica y lucidez.
2. La conversión de las escuelas en espacios de exploración, de descubrimiento y de invención. El desarrollo de la robótica y de la
informática está condenando los procesos repetitivos en el mundo del
trabajo y potenciando, por el contrario, los creativos e imaginativos. Es a
éstos a los que se debe dedicar una escuela que apueste por el futuro. Y
esto sin referirnos a las ventajas pedagógicas que un cambio de este
estilo plantea. No se trata ya de asumir las escuelas como puros centros
de transmisión vertical del saber, sino de convertirlas en productoras
activas de conocimiento y en escenarios de descubrimiento. Sólo así se
podrá responder efectivamente al entorno cambiante y al crecimiento de
la cantidad de información que circula socialmente.
3. La participación de la comunidad entera en la educación. Las
funciones y el alcance de la educación son tan amplios que los centros
educativos no pueden ser ya su única garantía; es necesaria la
participación de muchos otros agentes. La educación es un compromiso
social general que no sólo afecta ya a los educadores y a las
instituciones educativas. La educación se ha convertido en una
dimensión de la convivencia y de la socialidad y todos están obligados a
participar. Se habla con insistencia y con razón de ciudades educadoras,
de comunidades educativas, de climas y ambientes propicios a la
educación. Nunca, como hoy, éstos han sido tan necesarios.
4. La aceptación de la necesidad de potenciar el tipo de alfabetización
propio de la sociedad de la información. Sin negar la importancia vital de
la alfabetización y de la lectoescritura, hay que reconocer que ésta no
basta ya para capacitar a los jóvenes a la hora de participar en el mundo
laboral y social. Es necesario introducir el uso de los lenguajes
audiovisuales, de la informática, de los ordenadores y de los nuevos medios. Una escuela consciente, y que responda a las exigencias de
nuestro tiempo, no puede renunciar a esta tarea.
5. La creación de nuevas comunidades educativas a partir de las
escuelas actuales. El ciberespacio, las telecomunicaciones, Internet,
etc., están procurando la aparición de nuevas comunidades virtuales. La
escuela debe contribuir a la consolidación de nuevas comunidades
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educativas que, trascendiendo espacios y limitaciones, potencie nuevos
valores de convivencia y nuevos ámbitos de producción y discusión del
saber. Esto obligará a replantear los pilares en que tradicionalmente se
han fundado los curricula y a ensayar una suerte de educación
multicultural e internacional.
6. La superación del modelo fabril. Las proporciones actuales de
profesorado-estudiantes, aún muy descompensadas en muchos países,
el sistema de aularios —la tendencia a pensar la educación como
contenible siempre en los espacios definidos como aulas—, la
organización misma de los horarios en la escuela actual y la clasificación
de los estudiantes en series lineales basadas en la edad proceden mas
de obsesiones de tipo industrial que del respeto al proceso de
aprendizaje o de comunicación educativa. Forman parte de un modelo
de escuela asistencial, propia del siglo XIX, que del que correspondería
auténticamente a la sociedad actual. Por esta razón, sin su superación
será difícil adaptarse a las nuevas exigencias.
7. La renovación tecnológica de la escuela. Es muy grave condenar a
las escuelas a ser guetos tecnológicos anticuados en relación con su
entorno. Es grave e improductivo. En una sociedad en que el capital
humano es, sin duda, el motor decisivo de la economía, una escuela
atrasada es la garantía del establecimiento de sociedades dependientes,
sin autonomía. Cuidar la dotación tecnológica de las escuelas tiene que
pasar a ser una prioridad en cualquier renovación educativa.
8. La redefinición del rol del profesorado. De ser los dispensadores del
saber, deben encarar un nuevo papel: entrenadores y tutores en los
procesos de autoaprendizaje de los alumnos, incitadores y promotores
de los nuevos grupos y comunidades educativas que se generen,
creadores de nuevos entornos educativos y de instrumentos
pedagógicos, mediadores de conflictos, y educadores.
9. La redefinición del rol del Estado en la educación. Éste tendrá que
abandonar su papel paternalista y censor. Deberá ceder autonomía
curricular, de gestión y de organización a las escuelas y a su entorno,
pero deberá, también, al mismo tiempo, dedicar sus mejores esfuerzos a
la mejora constante de la inversión en educación y de lucha contra la
segregación.
10. La aceptación del principio de la educación a lo largo de la vida. Si
se acepta que el período educativo no acaba nunca, que la inserción
profesional y hasta el estatuto de ciudadanía necesitan un esfuerzo de
aprendizaje continuo, la mitificación de los títulos, el aumento de la
tensión sobre las escuelas, los profesores y los estudiantes, y la
competitividad innecesaria dentro del sistema se debilitarán. Nacerá un
sistema educativo flexible, con múltiples alternativas y ajustado a las
necesidades del usuario. Un sistema con diversos itinerarios y tiempos,
más flexible y más centrado en las demandas del usuario que en las
exigencias de la institución.
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11. La implicación de las escuelas en el mundo práctico. En sentido
amplio, un centro educativo debe procurar ser directamente útil a la
comunidad a la que sirve, a los estudiantes, a los padres y madres, etc.
Esto obligará a plantearse la participación de las escuelas en la vida de
su entorno, a procurar una relación más directa con el mundo económico
y a que, en definitiva, los problemas del entorno sean los de la escuela y
ésta decida participar en su resolución.
El horizonte de la educación global
El conjunto de apuestas por la renovación, señaladas en el apartado
anterior, configuran la agenda de trabajo para los próximos años. La
enseñanza y la educación se tienen que transformar en una doble dimensión:
intelectual y práctica. En la primera, le corresponde una renovación de los
principios que la inspiran, de su filosofía y de los lenguajes con los que trabaja.
En la segunda, se debe implicar en una transformación profunda de
infraestructuras, instrumentos, reglas y normas.
Se puede decir que ambas tareas se resumen en un cambio profundo de
su ecosistema comunicativo. Hasta hace poco las escuelas se pensaban como
un universo cerrado en sí mismo que había de propiciar la comunicación entre
profesores y estudiantes. Y esto, con saberes y lenguajes que estaban fijados
ya de antemano. El nuevo siglo requiere un enfoque radicalmente diferente.
Las escuelas —y los grupos que se configuren dentro de ellas— tienen que
establecer sistemas de comunicación con su entorno y procesar la información
del contexto de un modo útil a sus fines y, al mismo tiempo, proyectar sus
mensajes hacia fuera. Esto requerirá, por descontado, un esfuerzo organizativo
que tendrá que transformar las categorías y conceptos propios de los sistemas
cerrados sobre sí mismos —tiempos y espacios limitados, estructuras rígidas,
uniformidad etc.— hacia categorías más flexibles y dúctiles, más personalizadas y capaces de reaccionar ante los cambios del ambiente. De hecho, esto
significará un ensanchamiento del espacio educativo.
Es posible que en los sistemas educativos de mayor éxito, se avance
hacia la integración de las tareas de enseñanza y educación (y, probablemente,
culturales) dispersas por el conjunto de la sociedad en proyectos de educación
integrados. Una nueva filosofía educativa, un nuevo estilo, de hecho, una
nueva inteligencia del sistema se puede derivar del aprovechamiento de los
nuevos instrumentos mediáticos e informáticos. La educación en red —vía
Internet, televisión, etc.—, la generación de nuevas comunidades de
aprendizaje —dispersas en el espacio—, la creación de enormes bases de
materiales didácticos disponibles en cualquier tiempo y lugar, la integración de
comunidades docentes —claustros virtuales— y la superación de barreras que
impedían la colaboración son, de hecho, vías de avance hacia un proyecto de
educación más integral.
Como siempre, no basta que esta eventualidad sea técnicamente
posible; tiene que ser, además, social y políticamente factible. Y éste es el gran
problema. ¿Cómo hacer compatible un sistema de transformación educativa de
la sociedad dentro de un sistema económico dominado por el productivismo y
el mercantilismo a escala global? ¿Cómo avanzar hacia la integración de
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recursos —en este caso, educativos— en un mundo que en los últimos años
parece haber avanzado hacia la dualización social, marginando del desarrollo a
buena parte de la humanidad? ¿Cómo conseguir distribuir socialmente
educación y, por tanto, capital intelectual, en momentos en que este capital es
quizá, el decisivo en la competitividad económica?
No son, realmente, problemas nuevos. Pero se plantean con una
rotundidad mayor que en otras épocas. Probablemente porque la capacidad
transformadora de la educación —aunque sólo sea por la potencialidad de
difusión de los nuevos medios— es hoy mayor que nunca. Estamos, pues, ante
retos específicos de la sociedad de la información que se conectan con los
desafíos de la humanidad de siempre. Sólo que en la primera parte del siglo
XXI, el tema de la educación será la gran cuestión, la que nos puede conducir a
un mundo apacible en el que el progreso científico y tecnológico rinda sus
frutos a la humanidad o —si nos falta la lucidez necesaria— a una nueva selva
en la que a la maraña de dificultades de siempre añadamos las propias de un
ecosistema artificial más complejo y temible. La cuestión se halla realmente
abierta.
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CAPÍTULO 4
LA NUEVA COMPETENCIA
COMUNICATIVA EN UN CONTEXTO
MEDIÁTICO
José Manuel Pérez Tornero
La idea de competencia comunicativa referida únicamente al lenguaje
verbal se esta volviendo insuficiente para explicar la comunicación y el lenguaje
de una sociedad de la información dominada por los nuevos medios. De ahí
que muchas de las practicas académicas tradicionales se estén quedando
obsoletas, no sólo porque no evolucionan en relación con el entorno, sino
porque viven de la inercia de teorías de otros contextos históricos.
Necesitamos dar un paso profundo y sistemático desde la noción de
competencia lingüística hacia la de competencia semiológica en sentido amplio.
Comprenderemos mejor, de este modo, la generación de sentido en una
sociedad mediática.
La inteligencia y los lenguajes
La inteligencia del ser humano tiene que ver, sobre todo, con su capacidad, cualitativa y cuantitativa, para generar, analizar y procesar
información. En definitiva, tiene que ver con el uso de lenguajes. Esta
inteligencia, en realidad, tiene dos dimensiones. Una interna, biológica e
individual, que se asienta en un proceso evolutivo que, a través de millones de
años, llegó a fraguar un cerebro de una enorme capacidad. Y otra, externa,
cultural y colectiva, que se complementa y, a veces, se sobrepone a la primera
y se basa en instrumentos, códigos, tecnologías, lenguajes…
No comprendemos todavía demasiado bien la relación entre un tipo de
inteligencia y otro, pero nos equivocaríamos si pensáramos que una es
independiente de la otra. La forma, los modelos y los sistemas de la inteligencia
externa acaban transformando la interna, del mismo modo que éstos proceden
históricamente de la inteligencia biológica. Nuestra facultad de percepción, por
ejemplo, no sólo depende de la retina y del ojo en su conjunto, sino también del
anteojo que ocasionalmente colocamos delante del iris. Así como, por poner
otro ejemplo, las imágenes internas de nuestro lenguaje dependen de la
articulación de nuestros sonidos: nuestro cerebro registra las huellas de los
sonidos. En ambos procesos las facultades humanas se amplifican —pero
también se modifican— al combinarse con los instrumentos que componen la
inteligencia externa: lenguajes o instrumentos... El mundo, en palabras de
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Vygostky se representa en nuestra mente, pero pasa por el filtro de esas
prótesis de los sentidos que son los medios y los lenguajes.
Inteligencia interna y externa intervienen, en consecuencia, en el mismo
proceso y permiten la supervivencia del individuo y de la especie, pero, de
hecho, tienen formas y ritmos autónomos. La inteligencia biológica se
transforma lentamente con la evolución; pero la externa cultural se agita
aceleradamente como la superficie de un mar convulsionado ante los cambios
de la historia. Tiene, pues, ritmos de transformación y de evolución
incomparablemente más bruscos.
Los últimos cincuenta años del siglo XX nos han servido para
comprobar, a veces de un modo dramático, este cambio acelerado. En un
fenómeno sin precedentes históricos, asistimos a mutaciones profundísimas en
la organización, estructura y funcionamiento de los diversos sistemas
lingüísticos y comunicativos que componen la esfera de la inteligencia
colectiva. Sin ninguna concesión a la retórica, nos hallamos ante una auténtica
revolución en los sistemas de inteligencia cultural y lingüística.
En poquísimos años han crecido y cambiado espectacularmente todas y
cada una de las capacidades relacionadas con el sistema de inteligencia
externo y colectivo:
1. la memoria social ha aumentado espectacularmente la utilización de
los sistemas de almacenamiento digital y los soportes informáticos;
2. ha progresado notablemente la posibilidad de recolectar, transmitir y
procesar información a distancia a través de la convergencia de las
telecomunicaciones y la informática;
3. ha crecido, también, la capacidad de solucionar problemas complejos
en función de la automatización y la robótica.
Es, obviamente, un cambio de la inteligencia externa, pero ésta —muy
probablemente— está influyendo en la otra inteligencia, es decir, en las
facultades lingüísticas y comunicativas individuales, al menos, se puede decir
en estos momentos, en las más superficiales.
Y todo esto se ha producido a una velocidad tan vertiginosa que, muy
probablemente, la distancia que, en algunos aspectos, separará en el siglo XXI
a dos generaciones contiguas de seres humanos será mayor que la que en
siglos anteriores reparó a otras diez.
Estamos asistiendo, y hay que insistir en ello, a un cambio cualitativo en
las condiciones lingüísticas y semiológicas de la especie humana.
Hoy nos encontramos en una situación psicológica y lingüística
particular: un cerebro filogenéticamente estructurado a un ritmo de cambio
pausado y progresivo se encuentra, a finales del siglo XX, sometido a una
tensión de cambio inaudita. En su entorno, están alterándose bruscamente las
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condiciones sensoriales y perceptivas, los sistemas sígnicos y simbólicos, las
condiciones de comunicación y los sistemas de interpretación del mundo.
Los cambios
A grandes rasgos, las transformaciones afectan a la naturaleza de las
semióticas utilizadas y a los contextos de comunicación dominantes. La
humanidad ha pasado en muy pocos años a disponer de sistemas simbólicoicónicos relativamente escasos y limitados a centuplicar la posibilidad abstracta
y formal de cuantos códigos utiliza. Ha pasado también de desenvolverse
habitualmente en relaciones personales directas, a volcar un elevado tanto por
ciento de sus procesos comunicativos en contactos a distancia. Los sociólogos
han denominado a este fenómeno deslocalización: una caída brusca del peso
de la situación de comunicación local en las formas de comunicación. Pero hay
que reconocer que, en paralelo, está teniendo lugar otro proceso semejante de
destemporalización, es decir, de caída brusca del presente físico tradicional en
una situación de comunicación. Tiempo y espacio, condiciones relativamente
estables en las situaciones de comunicación tradicionales y que dieron lugar a
los tiempos de la enunciación lingüística han encontrado nuevas declinaciones:
tiempo real, espacios virtuales, paradojas temporales que complican y tejen
simulaciones presenciales de escenarios futuros, o actualizan pasados con
potencialidad de presentes...
Escasez de conciencia
Son muchas las novedades y, sin embargo, escasa la toma de conciencia sobre estos cambios. Incluso se diría que el grado de conciencia sobre
la actualidad es, en ciertos ámbitos, espectacularmente ridículo. Afecta a
muchos niveles. Los sistemas de docencia no son ajenos a este escasísimo
discernimiento. Cuando diseñamos las instituciones y los métodos que se han
de relacionar con el cultivo de la inteligencia humana —especialmente los
sistemas de enseñanza— lo seguimos haciendo en términos de unas
tradiciones comunicativas que estaban centradas abrumadoramente en una
sola dimensión de la capacidad lingüística: la relacionada con el lenguaje
verbal, denominado muchas veces «lenguaje natural». Sobre esta base se han
desarrollado frecuentemente los curricula escolares en sus diferentes niveles,
instructivos y educativos. Sobre esta misma base siguen operando, manifiesta
o implícitamente, los procesos de jerarquización social. Como siguen
fundándose en ella los sistemas de planificación de los procesos de producción
y una buena parte de la lógica rige la vida social.
Pero los hechos son tozudos y el desfase flagrante. El contexto en que
se ejercía la capacidad lingüística y comunicativa de una buena parte de la
historia de la humanidad, y que se correspondía con los saberes propios de la
retórica y la gramática clásica, dista mucho del actual. El peso sociocultural y el
impacto que sobre la inteligencia interna e individual tiene hoy día el lenguaje
verbo-escritural (es decir, un lenguaje que se articulado en una forma de
escritura fonética), dentro de un sistema social mediatizado por la televisión y
las grandes redes telemáticas, no es ni mucho menos el que tenía hace
apenas sesenta años.
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No podía ocurrir de otra forma, cuando el entorno cultural y cerebral se
ha superpoblado de grafismos e imágenes.
No sólo ha cambiado el sistema de rección de unos lenguajes sobre
otros, sino que, con toda probabilidad, hemos entrado en un proceso en el cual
el nuevo peso de los lenguajes de componente icónico-gráfico ha empezado a
transformar profundamente la misma sustancia del lenguaje natural —al menos
en su dimensión más pragmática—. ¿Tendrá, acaso, la misma funcionalidad —
psicológica, social y humana— un lenguaje natural que antes se actualizaba de
un modo eminentemente oral y personal y que, en cambio, hoy fluye mediante
técnicas hertzianas y se trasmite digitalizado por el contexto social? ¿Seguirá
siendo el mismo un lenguaje que poseía casi en exclusiva el privilegio de la
memoria y la abstracción cuando, hoy en día, compite con otros —
especialmente el informático— más poderosos más seguros y más eficaces
que él en esa misma función? ¿Tendrá el mismo valor un lenguaje que antaño
arbitraba hegemónicamente la transmisión de la herencia cultural de la
humanidad y que hoy, sin embargo, se halla asediado en esta misma función
por infinidad de otras formas de registrar la experiencia humana? ¿Tendrá el
mismo peso socioestructural un lenguaje, el verbo-escritural, que antaño dominaba todas las relaciones sociales y que hoy reparte su influencia con toda
suerte de lenguajes?
Nuestro lenguaje, el lenguaje natural, aquel que sacralizan nuestras
tradiciones académicas, nuestras costumbres artísticas y nuestros libros de
texto no es, ni mucho menos lo que era. Su funcionalidad empieza a cambiar.
La relación con otros lenguajes ha potenciado su dimensión deíctica y sus
facetas más conativas. Lo que fue en la esfera pública, y sigue siendo todavía
en algunos ámbitos, el recipiente informativo de mayor capacidad y atractivo,
hoy se está convirtiendo en murmullo y una especie de susurro, mientras la articulación de la información dominante parece fluir por las vías de la imagen.
Por otro lado, la asunción de nuevos lenguajes o la potenciación de
algunos que han permanecido oscurecidos y silenciados durante mucho tiempo
es general. Los seres humanos nos comunicamos cada vez más con sistemas
que no sólo han descentralizado a la palabra —como en su día hizo, aunque en
un sentido expansivo, la escritura— sino que también se han mostrado más
pertinentes y eficaces en muchas de las funciones que antes
encomendábamos al lenguaje oral. Lenguajes basados en la imagen digital,
simbologías icónicas, desarrollos de sistemas gráficos, complejos de realidad
virtual, variados sistemas de representación y de modelización, etc.
No es mi propósito, con lo que digo, suscitar ningún debate, ni nostálgico
ni futurista, pero tampoco, por contra, hacer concesiones a un cierto
tecnologicismo al uso. Creo estar señalando, por el contrario, uno de los
fenómenos que caracterizan la innovación específica de nuestra época y que
podríamos describir apelando a un cuádruple cambio:
a) Multiplicación y complicación creciente de los usos lingüísticos más
variados.
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b) Convergencia e hibridación constante de unos lenguajes con otros
hasta crear nuevas semióticas de tipo sincrético.
c)
Ampliación y multiplicación de los sistemas de codificación,
procesamiento y tratamiento de la información lingüística que hasta hace
relativamente poco operaban exclusivamente con los recursos
autónomos del cerebro interno biológico.
d) Transformación radical de las condiciones de enunciación lingüística
y semiológica que han alterado de modo sustancial los entornos
comunicativos y han cambiado las condiciones en que se produce el
sentido.
Estos cambios se han querido explicar, a veces, con simplificaciones
apresuradas. Así, se ha hablado de civilización de la imagen, de decadencia de
la lectura o de la escritura, o se ha proclamado, en -sentido contrario, tal y
como hacía McLuhan, el regreso de la oralidad. Pero el tema es muchos más
complejo, paradójico y polémico de lo que aparenta.
Si vivimos, de hecho, asediados por el asalto constante de lo icónico, no se
trata ya de la resurrección de una imagen de tipo tradicional, sino de la
aparición de otro espécimen de imágenes y de sistemas icónicos que están
cobrando vida a nuestro alrededor y transforman nuestras percepciones.
Sí algunos se quejan amargamente de la decadencia de la escritura, no
vislumbran que estamos, de hecho, en épocas históricas de mayor desarrollo
del grado de alfabetización de las sociedades, pese a que en el mundo sigan
existiendo 900 millones de personas sin alfabetizar. Y no se dan cuenta de que
estamos asistiendo a una multiplicación tecnológica de la escritura. Tampoco
aprecian que con los ordenadores y con las redes telemáticas como Internet, al
menos en su estadio actual, la escritura y lo textual —aunque apoyado en
sistemas digitales— cobran un nuevo impulso, un cambio de escala.
Estamos, sí, ante cambios traumáticos y bruscos. Pero, en ningún caso
éstos se explican mediante teorías de la regresión histórica o de un
maniqueísmo desfasado. Tampoco son cambios lineales en los que las
secuencias de aparición de nuevos medios y sistemas comunicativos supongan
inevitablemente la decadencia de los anteriores. Estamos, más bien, ante un
fenómeno de complejidad creciente que procede ascendiendo en una
estructura espiral sin anular los niveles inferiores pero dándoles una nueva
escala que teje, de vez en cuando, estructuras laberínticas y que, en todo
momento funda sistemas holísticos con una autonomía y especificidad propias.
En resumen, nos encontramos ante un cambio global de sistemas lingüísticos y
comunicativos que merece atención especial.
La reducción del objeto
Sin embargo, en esta situación lo que extraña realmente es la inusitada
inercia de los sistemas intelectuales que amparan parte de nuestra enseñanza
y de nuestros saberes académicos.
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Esos saberes reflexivos sobre el lenguaje natural, esa tradición que arranca en
la retórica, se prolonga en la gramática y se expande en la actual lingüística —y
que, por consiguiente, se destila en las clases de lengua y literatura— han
practicado habitualmente un proceso progresivo de reducción de su objeto,
siempre en nombre de una reclamación de pertinencia. Así, a partir del análisis
de un proceso tan factual como la conversación —situación básica de generación del lenguaje natural— se fueron descartando, desde el punto de vista
académico, niveles y dimensiones hasta encontrar una materia de trabajo más
simple y más reducida. Así, del diálogo o de la polifonía empíricos, se pasó al
estudio del monólogo más artificial, con lo se despreciaban la situaciones de
interlocución propias de la vida cotidiana, con su especificidad y su
complejidad. De este modo, una vez tomado como objeto de estudio el
monólogo, se descartaron de él todos los elementos denominados
paralingüísticos y situacionales para estudiar sólo el texto escrito, es decir, un
objeto lingüístico reducido por la mediación de la escritura. Seleccionar este
objeto significaba y sigue significando, de hecho, proponer una abstracción de
enormes consecuencias; nos estábamos apartando, así, del peso específico
del cuerpo en el lenguaje, y como corolario, del impacto comunicativo de los
factores físicos situacionales y, en general, de todo aquello que hacía de la
comunicación un fenómeno sistémico y holístico complejo para dejarla reducida
a un fenómeno predominantemente lineal dominado por la sintaxis. La
separación entre una competencia lingüística —que tenía que ver con las
estructuras sintácticas del lenguaje— y de otra comunicativa que, de alguna
manera, involucraba la situación de comunicación sirvió, de hecho, no para
potenciar el análisis pragmático, sino, precisamente, para legitimar la
oportunidad y conveniencia del análisis sintáctico. Durante mucho tiempo ha
sido, por tanto, la sintaxis oracional —ni siquiera la discursiva o textual aún en
el sistema académico tradicional— la que ha dominado los curricula escolares.
Pero esta reducción se puede considerar microscópica con relación a
una mayor que se estaba operando simultáneamente y que acabaría
consagrando un sólido escriturocentrismo que habría de dominar todo el
sistema escolar clásico. Era el establecimiento casi axiomático de una ecuación
muy poca discutida, debida en gran parte a la vulgarización del pensamiento
del binomio Sapir-Whorf: lenguaje verbal = pensamiento.
Del hecho indiscutible de que el lenguaje verbal, las palabras y su
procesamiento organizaban el conocimiento del entorno y permitían generar
una información sustancial para su procesamiento cerebral de la información,
se derivaba hacia una aserción más cuestionable: que el pensamiento se
desarrollaba a través del lenguaje verbal. De aquí que pensar equivaliese a una
especie de soliloquio verbal con uno mismo y que la inteligencia se asociara a
la capacidad de hablar y expresarse.
La reducción macroscópica a la que hemos asistido y de la que aún no
se ha recuperado nuestro sistema académico era la siguiente: de entre el
conjunto de símbolos, imágenes y señales que pueden poblar nuestro cerebro,
se seleccionaban sólo las palabras como recipiendarias del pensamiento. De
los procesos asociados a los diferentes lenguajes, símbolos e imágenes
cerebrales, se valoraban los exclusivamente relacionados con el verbal. De
modo que racionalidad viene a ser sinónimo de verbal. Y, finalmente, en una
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enumeración de consecuencias que, sin duda, se puede alargar, se pasó a
prestar importancia casi exclusiva a las situaciones de comunicación relacionadas con los procesos escritos.
Reducción muy reduccionista, sin duda. Pero tomando en cuenta las
transformaciones y cambios que a ojos vista se están produciendo en nuestro
contexto histórico, y que señalábamos al principio de nuestra intervención, esta
macrorreducción resulta hoy día paradójica y poco sostenible.
Cualquier niño y casi cualquier adulto de hoy en día en casi todo el
planeta es asediado diariamente por infinidad de situaciones de comunicación
en que el lenguaje dominante no es el escrito y ni siquiera el verbal. Consume
casi tres o cuatro horas de televisión al día, que combina con una atención casi
neurótica por la música moderna. Asume cientos de miles de imágenes
publicitarias, Se mueve entre lenguajes muy absorbentes como el diseño de
objetos e interiores, los motivos de la moda y los ruidos de un es un espacio
urbano saturado.
Nos movemos además en situaciones de comunicación que han
descartado lo concreto, local y personal, y se construyen a través de complejos
telemáticos, telepresencias y virtualidades varias. Nos sentamos ante
ordenadores y navegamos por redes de comunicación que tienen tendencia a
privilegiar los entornos gráficos y los procesos icónicos. Cada vez están más
lejos de nosotros los espacios comunicativos propios de la conversación o el
encuentro verbal y dominan relaciones complejas que se generan mediante
tecnologías muy sofisticadas.
De hecho, el problema de nuestro tiempo se enuncia con rotundidad:
nuestras prácticas comunicativas actuales van muy por delante de nuestros
sistemas reflexivos de lenguaje dominantes en la enseñanza. Estamos
respondiendo académicamente al reto de la presencia de complejos sistemas
de pensamiento con lógicas de otra época. Nuestra respuesta es más inercial
que avanzada y, en definitiva, nuestra aproximación científica resulta, a la
postre, más normativa que empírica.
Dicho de otro modo, las capacidades lingüísticas y comunicativas que
desarrollamos en el actual contexto mediático tienen poco que ver con las que
enseñamos en las escuelas y centros de enseñanza. Incluso muchas veces,
cuando se habla de las capacidades básicas que debe desarrollar la formación
de base, generalmente sólo se habla de expresividad verbal.
La cuestión supone, sin duda, un serio problema de adaptación
contextual. Problema que están señalando la mayoría de informes y estudios
sobre la educación actual. Una de las mayores barreras para la adaptación, la
toma de conciencia crítica y, en definitiva, para el desarrollo de la inteligencia
colectiva en la actualidad es el desfase existente en la educación entre un
mundo ampliamente mediático y plurisemiológico, y unas disciplinas y saberes
demasiado tradicionales. Barrera ésta que se revela en los planes de estudio,
en los procesos didácticos y pedagógicos, y en la actitud de muchos
profesores.
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Para comprender los cambios
Si en la situación actual queremos reforzar la conexión entre la educación e inteligencia externa emergente, hemos de cambiar algunas de
nuestras concepciones y prácticas docentes y científicas.
La primera cuestión que cabe considerar es el concepto de lenguaje y de
competencia comunicativa. Tomemos como ejemplo lo que sigue siendo una
referencia inevitable: los diccionarios de lenguaje común. La Academia de la
Lengua, pongamos por caso, define, en una primera acepción, lenguaje como
«el conjunto de sonidos articulados con que el hombre manifiesta lo que siente
y piensa»; y, en una segunda, con «lengua, sistema de lenguaje verbal propio
de un pueblo o nación, o común a varios». Se puede apreciar aquí la ecuación
que habíamos señalado hace poco: equivalencia entre lenguaje y verbo, y
entre éste y pensamiento.
Dentro de un terreno más académico, en las teorías lingüísticas
contemporáneas, la noción de lenguaje se ha extendido hasta llegar a designar
la capacidad de la persona para utilizar sistemas simbólicos y sígnicos. Con lo
cual, de hecho, se admite la existencia de otras semiologías diferentes a la
verbal. Sin embargo, en lo que respecta la didáctica más extendida, esta
aceptación de lo general es sólo prologal porque, siempre y de inmediato,
cuando se pasa al desarrollo curricular concreto, el único lenguaje tratado con
extensión viene a ser el verbal.
La reducción, pues, no deja de hacer sentir su peso concreto en muchos
campos.
Por otro lado, hay que añadir que, generalmente, esta reducción que nos
preocupa se complementa con el olvido de las circunstancias que crean la
competencia comunicativa para reducirnos a una didáctica de la sintaxis y de la
semántica más apegada al léxico.
En cambio lo que necesitamos, de una vez, es acabar de completar la
generalización de la noción de lenguaje y afirmar la existencia de una
capacidad semiótica general que debería centrar nuestros esfuerzos didácticos.
Esta capacidad semiótica general es la que debería fundar nuestra
aproximación a cualquier fenómeno lingüístico. Lo cual, consecuentemente se
tendría que traducir en algunas precauciones teórico-didácticas concretas.
1. Empíricamente es comprobable que la actividad comunicativa humana
se ejerza a través de procesos de relación en que intervienen varias
semióticas de modo sincrético y simultáneo, es decir diferentes sistemas
de signos que se relacionan mediante sistemas complejos.
2. Estos sistemas de signos pueden, ocasionalmente, establecer
relaciones jerárquicas entre diferentes tipos de semióticas, pero estas
jerarquías son siempre estratégicas, variables y, en general, muy
inestables.
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3. La producción de sentido, constatable en una situación de
comunicación dada, proviene, por tanto, de la conjunción y
complementariedad de tipos de signos diversos, a saber, verbales,
corporales, icónicos, gráficos, visuales, cinéticos, simbólicos, etc.
4. En consecuencia, el estudio del/de los lenguaje/s y el desarrollo de
habilidades expresivas y comunicativas se tiene que enfocar tomando en
cuenta la existencia de estos sistemas holísticos, híbridos y diversos que
actúan en la inteligencia humana.
Tiene que cambiar, también, nuestra noción habitual de competencia
comunicativa. En general, y a partir de Chomsky, «competencia comunicativa»
parece englobar los factores contextuales que determinan la aceptabilidad o
inaceptabilidad del sentido de una expresión en una situación dada. Se trata,
pues, de un marco normativo que se desprende del conjunto de reglas que
gobiernan el intercambio verbal. Su existencia, como se puede ver, adopta la
forma de código situacional.
Pero este concepto de competencia comunicativa deja fuera una
dimensión fundamental del proceso de sentido, su auténtica dimensión
empírica. Las reglas interpretativas son factores intelectuales, pero la
comunicación requiere, lógicamente, desarrollarse en el plano de las realidades
materiales.
El sentido, de hecho, surge siempre ligado a una situación material concreta —
tiempo y espacios específicos, objetos precisos— en la cual la intelección entre
los interlocutores se efectúa a través de una mediación precisa: la del conjunto
de procesos materiales (y de codificación asociados a los mismos) que
permiten la relación entre los interlocutores. Si no hacemos caso de esta
situación concreta estaremos, de hecho, despreciando un aspecto sustancial
de la producción de sentido.
Contenidismo abstracto
Generalmente, este desprecio nace de un contenidismo llevado a su
máxima expresión o, como veremos, también de un formalismo de tipo
abstraccionista.
Para el punto de vista contenidista, el sentido es propiedad casi
exclusiva del potencial evocador de los signos y éstos son independientes del
sistema de mediación en el que se inscriben. Por tanto, el estudio del sentido
se debe centrar, desde este punto de vista, preferente o exclusivamente en el
análisis de contenido. Un contenido, siempre siguiendo este tipo de
aproximación, más estable y permanente que los contextos materiales y
pragmáticos en que aparece. De hecho, el supuesto básico de los
contenidistas, muchas veces poco confesado, es la perpetua traducibilidad del
sentido en diversas materias de la expresión y, sobre todo, como defendió
Roland Barthes, su traducibilidad al lenguaje verbal.
Por su parte, los formalistas, es decir, aquellos que frente al contenido —
y poniendo en cuestión el principio de traducibilidad— quieren derivar la
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producción de sentido de su expresión más estética o estilística —recuérdese
que, generalmente, los formalistas proceden del cultivo del estudio de una
semiótica concreta, lo literario— prestan menos atención sobre todo a la
vertiente formal, que ellos identifican frecuentemente con la disposición de las
expresiones, con las redundancias fónicas, o con las figuras retóricas y
estilísticas. Sin embargo, de hecho, el vehículo comunicativo, el contexto
situacional, y las relaciones físicas de interlocución e intelección no cuentan
para ellos. Son formalistas, pues, en un sentido muy reduccionista y abstracto
del término.
De hecho, lo que tanto contenidistas como formalistas pasan por alto
sistemáticamente es la estructura de la mediación.
Y justamente lo que nosotros proponemos es complementar la
preocupación por los contenidos y las formas con un análisis mediático. Porque
el sentido surge y se realiza siempre en una situación mediática precisa y de
ella depende en gran parte.
Desde nuestro punto de vista, pues, la competencia comunicativa tiene
que incluir las habilidades necesarias para desenvolverse y ser eficaz en varias
dimensiones:
1. En primer lugar, la competencia comunicativa, como es obvio, se
relaciona estrechamente con la competencia lingüística que es, siempre,
virtual con respecto al acto de comunicación.
2. En segundo lugar, tiene que ver con el conjunto de marcos normativos
—tanto específicos y autorregulados como institucionales— en que se
desenvuelven los interlocutores.
3. En tercer lugar, con la estructura mediática concreta que tendrá una
dimensión empírica y, a su vez, se relacionará con usos y hábitos
convenidos socialmente.
4. Finalmente, la competencia comunicativa se relacionará con factores
situacionales no mediáticos que son procesados por las diferentes
memorias de los interlocutores (a corto y largo plazo) y que resultan
pertinentes en la dinámica del proceso sígnico.
Con este nuevo desarrollo del concepto de competencia comunicativa,
que se tiene que complementar, lógicamente, con el de competencia semiótica
esbozado más arriba, dispondremos de un sistema conceptual mucho más
adecuado a la realidad de nuestros días.
El análisis mediático no puede pasar por alto la fisicidad del medio, su
realidad material. No puede olvidar que un medio de comunicación, en su
entidad más real, ahorma el comportamiento del comunicador y del receptor.
La televisión, por ejemplo, no es sólo transmisión de imágenes; es un
dispositivo que sujeta al individuo delante de la pantalla, que le impone una
cierta inmovilidad corporal, que potencia unos sentidos en detrimento de otros.
No podemos pasar por alto, pues, que las diversas tecnologías de la informaJosé Manuel Pérez Tornero – compilador – Paidós Papeles de Comunicación 27
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ción están potenciando la absorción del movimiento corporal por parte de las
pantallas... A algunos les parecerá que esto tiene poco que ver con el sentido,
pero quienes dispongan de una visión más global convendrán que las pantallas
son, hoy día, el germen de una especie de burbuja invisible que, no sólo
ampara la transmisión de información, sino que está organizando y pautando la
acción social. Esta burbuja espectatorial creciente no es sólo consecuencia del
lenguaje de las nuevas pantallas; es, también, condición básica de su misma
existencia.
Cuando, en otro orden de cosas, se está generando lo que pomposamente se denomina interactividad, que, sin duda, condicionará la aparición
de nuevas pautas lingüísticas, es obvio que esta interactividad nada o casi
nada tiene que ver con la que ya existía en el marco de la conversación
personal: es una nueva modalidad que no escapa a la mencionada burbuja
espectatorial. Interactividad, sí, con la pantalla; simulación, si se quiere, de la
interactividad dialógica, pero alumbramiento, sí, de una nueva dinámica de
monólogo interior. Cuando un niño se sitúa delante de una consola de videojuegos, se está sometiendo a un enfrentamiento consigo mismo, a un esfuerzo de
competitividad con sus propios logros, mediado, sí, por un nuevo lenguaje: el
de la programación informática. El juego tiene un maestro fantasma, invisible
pero fundamental.
Sigamos buscando nuevos ejemplos. Cuando alguien trabaja con
programas de ordenador que manipulan imágenes digitalizadas, no estamos ya
en el orden de la representación icónica, sino en el justo punto de la
emergencia de un nuevo lenguaje híbrido entre el grafismo digital y la
representación realista. Si se quiere, un metalenguaje gráfico que se encabalga
sobre el lenguaje icónico. Pero, desde el punto de vista pragmático, estamos
ante una situación que, siendo aparentemente de referencia, se va convirtiendo
en conceptual y racionalizadora. Del iconismo al simbolismo. De la vídeorepresentación a la videografía, una nueva forma de escritura.
Cuando leemos un diario, y nos dejamos influir por la puesta en escena
de la página, no estamos sencillamente ante la escritura textual, estamos
implicados en un proceso en el que cuentan, de un modo fundamental, el
grafismo y el diseño.
En esos contextos, la percepción, la atención, la memoria, el
discernimiento la conceptualización y otras facultades que forman la
inteligencia humana se encuentran con territorios nuevos e inexplorados. Y la
insistencia en el escriturocentrismo seguiría siendo, por tanto, terriblemente
reductora.
Lo que está cambiando es la mentalidad. Las imágenes visuales, las
cinéticas, las táctiles y, probablemente, hasta las olfativas se van a convertir,
de hecho lo están siendo ya, en lenguajes tan articulados y tan racionalizados
que servirán —siempre han servido— de soporte del pensamiento. Pero, en la
medida en que introducen una nueva facticidad y en que son operativos físicos
concretos, son también fuentes de nuevas sensibilidades. Por otra parte, y
como se está comprobando en el comportamiento de muchos niños y ado-
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lescentes, esto está dando lugar a la aparición de una nueva sentimentalidad,
porque el sentimiento es la expresión y el resultado de una sensibilidad.
Siguiendo con el razonamiento, las nuevas condiciones de sociabilidad
son las que se derivan de la extensión de nuevas competencias. Los nuevos
lenguajes y los nuevos medios están estableciendo nuevas bases para el
desarrollo comunitario. A este respecto no cesa de hablarse de las
comunidades virtuales, es decir, de las comunidades en que el factor de
contacto físico se está supliendo por la transmisión de imágenes y de signos de
pantalla en pantalla. Lo que está surgiendo es, de hecho, un nuevo sujeto
histórico —en un movimiento parecido al que el avance de la burguesía, en su
momento, desarrolló una interioridad individualista que con el paso del tiempo
ha dado lugar al narcisismo contemporáneo—. Pero un sujeto construido con
unas determinadas condiciones de enunciación. Las consecuencias de este
fenómeno no se pueden vislumbrar con completa claridad. Por ahora en las
redes telemáticas circulan una especie de fantasmas, con escasísima
corporalidad, con infinidad de posibilidades de simulación, de
autorrepresentación y de juego. Hasta el punto de que —en casos extremos—
aparecen disociaciones de personalidad en que el rol que ha surgido en las
redes puede llegar a convertir el yo físico anterior en una especie de eco pálido
de la nueva personalidad.
Es difícil conocer las consecuencias de todos estos procesos. Pero no
podemos dejarlos de lado. Necesitamos un nuevo concepto de competencia y
una visión más rica y plural, salir del escrituro-centrismo para seguir hablando
de asuntos reales y, sobre todo, para seguir luchando por la idea de poder ser
dueños de nuestro propio destino social.
Cambiar la idea de competencia comunicativa no es, por tanto, sólo una
derivada teórica; más que nada es una necesidad práctica.
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CAPÍTULO 7
VARIABLES DE LA EDUCACIÓN EN
COMUNICACIÓN
J. Luis González Yuste
Hablamos de progreso, pero considerado desde cierto punto de vista,
nos hallamos en un período, si no de retroceso, al menos de mudanzas desagradables, y hemos de recorrer mucho camino para alcanzar un período
correspondiente en grandeza al de las edades babilónicas. Los recuerdos más
lejanos de la Antigüedad nos presentan la Caldea, aquel país donde en cada
población sobresalía una «Torre de estrellas». Sobre las habitaciones bajas se
elevaba siempre el observatorio; los hermosos jardines aéreos de la legendaria
Semíramis poetizaban con su frondosa vegetación y con el canto de sus
pájaros la alta torre superior desde la que los astrónomos interrogaban los
espacios celestes. No había ciudad completa si no poseía uno de esos templos
de la ciencia consagrados al estudio de la Tierra y del Cielo.
Una leyenda harto conocida refiere que los hombres, unidos en un solo
pueblo y trabajando para la erección de uno de esos edificios del saber, la torre
de Babel, se encontraron repentinamente afectos de ignorancia mutua los unos
por los otros, y no comprendiéndose, partieron cada uno por su lado y
quedaron convertidos en extranjeros y enemigos. Actualmente hablamos de
nuevo una lengua común, la del estudio científico; nada nos impide unirnos aún
más estrechamente que nunca; ya hemos llegado al tiempo en que sin temor
podemos renovar la construcción comenzada. Es de esperar que en un
porvenir próximo cada población construirá su nueva «Torre de estrellas»
donde los ciudadanos acudan a observar cómodamente los fenómenos del
Cielo e instruirse en las maravillas de la Tierra, el planeta natal.
ÉLISÉE RECLUS (1903)
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I. Introducción
1. De Carta de una desconocida a ¡Viva Zapata!,
dos películas para iniciar un análisis
El cine es el protagonista de esta introducción, pero no como objeto de
estudio, sino para, a partir de dos magníficas películas, iniciar una reflexión
sobre comunicación y educación. Desde aquí, se va al cine porque es un
lenguaje común que ha sido capaz de ilusionar a generaciones creando y
recreando situaciones, razonamientos y por supuesto, también emociones. Y
más concretamente por dos razones: aprovechar su plasticidad para transmitir
mensajes y comunicar —en el sentido amplio—; y, también, para evidenciar
que esta reflexión quiere empaparse de los medios y pretende una
aproximación a la realidad de la comunicación.
Una carta que cambió una existencia
En Carta de una desconocida (Letter from a Unknown Woman, 1948) de
Max Ophuls, una conmovedora historia, ambientada a principios de siglo, sobre
los sentimientos, las ausencias y el destino, el personaje de Louis Jordán —
Stefan Brand—, tras regresar a su casa de madrugada, se prepara para salir
de Viena. Quiere huir y evitar enfrentarse en un duelo que llegará al amanecer
y del que, probablemente, no saldrá vivo. En el momento crucial, cuando se
dispone a abandonar —no muy «dignamente»— la ciudad, recibe una carta. Es
aquí, y a través de su lectura, cuando su vida adquiere un nuevo significado.
La misiva ha sido enviada por una mujer, Lisa Berndle —interpretada
magistralmente por Joan Fontaine—, una desconocida para él. En ella, le
cuenta cómo, desde que era una adolescente —casi una niña— y él un joven
pianista que vivía en el mismo edificio que ella, le amó en secreto. Desde que
recibe la carta, toda la película es un largo flashback donde se narra la historia
de cómo Lisa, obsesivamente, ha tratado siempre de comunicarse con Stefan,
haciéndose ver y reclamando su atención, pero sin conseguirlo. En un
momento —ya olvidado por él— sus vidas se cruzaron y tuvieron una fugaz
relación. Él, mientras, ha ido gastando su vida, sin rumbo ni orientación, en una
afanosa búsqueda de algo que aporte un sentido a su existencia, sin lograrlo.
A medida que lee, Stefan va tomando conciencia de la magnitud de los
sentimientos de ella y va recordando, asimilando, entendiendo... su propia vida.
Cuando finaliza el mensaje ya sabe que Lisa y el hijo que tuvieron juntos ha
muerto. Borges dice que «sólo el que ha muerto es nuestro, sólo es nuestro lo
que perdimos». Desde este momento, acabada la carta y, con ella, el recorrido
por sus historias personales, todo es distinto. Stefan ya no es el mismo. Quizá
haya encontrado lo que había perseguido compulsivamente durante tanto
tiempo. Deja los preparativos para el viaje y, con una serenidad estremecedora,
se dirige hacia el lugar del duelo. Es el final.
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Lisa ha podido, por fin —más allá del pasajero encuentro, que él ha sido
incapaz de recordar—, llegar hasta Stefan. La carta ha sido el medio que ha
logrado acercarles realmente, superando la distancia que les separaba: toda
una vida de incomunicación. Y además, en el sentido que ella pretendía. Los
signos que Lisa enviaba —simulados encuentros casuales, fugitivos cruces de
miradas...—, cuyos códigos Stefan no comprendía o equivocaba —la toma por
una mujer «ligera»— adquieren una nueva dimensión a través del escrito. Lisa,
gracias a esa carta, ha podido transmitirle, como dice en la película, «algo que
está más allá de nuestro entendimiento». Pero la carta no ha sido únicamente
un vehículo o instrumento para ella. Su contenido ha logrado que Stefan resitúe
su vida —ante el difícil trance de enfrentarse a la muerte— y manifieste una
integridad largamente buscada. El efecto ha sido arrollador y ha provocado una
melancólica respuesta, más allá de lo esperado.
Por encima de la azarosa vida de los protagonistas e independientemente de la contagiosa emoción que se desprende de la película de
Ophuls, el estudioso de la comunicación y educación debería «leer en la lectura
de esa carta» y pensar la trascendencia de la misiva. Por un lado, la carta —un
medio— ha sido capaz de desencadenar el proceso de comunicación deseado
—tanto en la película como en la novela original de Stefan Zweig—. Por otro, el
mensaje incluido en ese medio, cuyo contenido es nuevo para el receptor y
llega de un emisor desconocido, ha desencadenado una acción antes
impensable. Ambos aspectos muestran y refuerzan el significado de la tarea
del educador en comunicación.
Es fundamental subrayar la importancia del medio —los medios— en la
realidad social, por su papel y su influencia. Y sobre todo, lo es en la nueva era
de la comunicación, cuando los medios masivos se han desarrollado y
acelerado de forma vertiginosa.
Un aprendizaje para ser más libre
¡Viva Zapata! (Viva Zapata, 1952), de Elia Kazan, es la otra película que
servirá de trampolín para avanzar en la reflexión. La obra —con guión de
Steinbeck— es un bello y romántico alegato sobre la justicia y la libertad. En
ella se hace un recorrido por cuestiones candentes de la época en que está
ambientada, pero que son patrimonio de todos los tiempos. Aparecen la
violencia, el paternalismo y la mezquindad del poder, pero también la grandeza,
la solidaridad y el idealismo de los que luchan contra las miserias de la
propiedad. No es necesario referir aquí la trama de la obra, basada en las
hazañas del revolucionario mexicano; sin embargo, hay algunos elementos en
la película sobre los que llamar la atención. A lo largo de ella queda patente la
importancia de cuestiones relacionadas con la comunicación y las comunicaciones. Concretamente en dos ocasiones: el momento en que el emisario de
Madero pide que no rompan la máquina de escribir, a la que se refiere como
«la espada de la mente»; o en la que el mismo personaje indica a Zapata —un
poderoso Marión Brando— que debe cortar el cable del telégrafo para retrasar
la acción de sus perseguidores.
En el momento de mayor fuerza de la película se destapa un elemento
clave, esta vez relacionado con la educación. Zapata ha triunfado, se ha hecho
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la revolución y por fin ha logrado unirse a Jean Peters —en el papel de
Josefa—. Cuando, en su primera noche juntos, ella despierta, no encuentra a
Emiliano a su lado. Está mirando por el balcón. Le nota ausente, preocupado.
Él trata de evitar las preguntas de Josefa hasta que, por fin, exterioriza sus
pensamientos. «Ahora, un caballo y un fusil no me servirán de nada ¡No sé
leer!», dice el revolucionario, que, así, se muestra frágil, vulnerable... Pero
inmediatamente resurge el luchador, el hombre que ha querido transformar el
mundo y ambiciona transformarse con él: «¡Enséñame! ¡Enséñame ahora!»,
casi le grita. Emiliano tiene la intuición de que la revolución no estará completa
hasta que él también se haya renovado con ella.
Zapata se da cuenta de la importancia que tiene aquello que llama «leer
y escribir». En realidad, significa iniciar uno de los caminos posibles hacia el
conocimiento que tanto desea. Pero también supone algo fundamental, no
quedar fuera de una parte de la existencia. Siendo consciente de la enorme
incidencia que la comunicación tiene en la realidad, esa misma realidad que
quiere cambiar, siente que necesita apropiarse de esos códigos. Para él, esto
representa: por un lado, comenzó a entender todo un mundo ante el que se
encontraba inerme; por otro, reforzar su capacidad para transformarlo.
Desde la película de Kazan, por tanto, llega otro argumento que debe
abordarse hoy, en el mundo de los medios y las nuevas tecnologías de la
comunicación, con detenimiento y sumo cuidado. Emiliano siente la necesidad
de adquirir la destreza de leer y de escribir —la alfabetización de su tiempo—.
No le asusta aprender ya que es, justamente, en la formación y transformación
personal donde su lucha alcanza la mayor dimensión y su máxima expresión.
Lo que le preocupa es quedarse apartado, en el margen del camino, sin recursos para intervenir en su mundo.
En la actualidad, esta vía de superación es más necesaria que nunca,
porque en la era de las tecnologías de la información las exigencias son más
amplias. Es una necesidad conocerlas, entenderlas y manejarlas para no
quedarse fuera de la realidad. Para ello, los medios —que ya son una segunda
naturaleza para muchos ciudadanos— han de ser integrados en la educación, y
así conocerlos críticamente, aprovechar todos sus recursos y no quedar
indefensos ante ellos. Ésta es una labor de todos, especialmente de los que
buscan una formación libre e integral del individuo.
Educación y comunicación
Retornemos al inicio del siglo XXI, donde nos encontramos tecnologías
del futuro. Castells (1986) dice que «un nuevo espectro recorre el mundo: las
nuevas tecnologías. A su conjuro ambivalente se concitan los temores y se
alumbran las esperanzas de nuestras sociedades en crisis. Se debate su
contenido específico y se desconocen en buena medida sus efectos precisos,
pero apenas nadie pone en duda su importancia histórica y el cambio
cualitativo que introducen en nuestro modo de producir, de gestionar, de
consumir y de morir». Es ahora, por tanto, el momento de exigir una formación
que asegure el conocimiento adecuado de las claves en comunicación y para
los medios, los nuevos y los de siempre.
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Cabero (1996) responde no a la pregunta de si estamos preparados para
descodificar los mensajes generados por estas nuevas tecnologías. Dice que
«resulta llamativo que estamos empezando a plantear las necesidades que
pueden generar otros medios y que todavía nuestra escuela no ha asumido,
consciente y críticamente, la necesidad de alfabetizar a los alumnos para
descodificar los mensajes emitidos por los medios de comunicación de
masas».
A pesar de todo, y justamente por ello, se debe comenzar. El retraso
puede, intentando hacer de la necesidad virtud —y si se juegan bien las
cartas— tener un papel beneficioso. Se ha de buscar —inexcusablemente—
una vía que dé respuesta a las cuestiones de «educación para los medios» y
«educación desde las nuevas tecnologías». Y para ello, ¿por qué no abordar el
problema desde una perspectiva de conjunto? Aprovechando el desfase que la
escuela lleva en educación en comunicación, puede plantearse una renovación
del ámbito educativo que tenga carácter integral.
Hasta ahora, la realidad es que la educación en medios y la integración
de las nuevas tecnologías en el aula han avanzado, han retrocedido o se han
estancado por caminos paralelos, pero separados. Sin embargo, no se debe
olvidar que ambas forman parte de una misma necesidad: abrir la escuela a la
realidad y aprovechar las posibilidades que el entorno y el contexto ofrece para
desarrollar una educación significativa en la era de la comunicación. No se
puede ni se debe, por tanto, separar una educación en medios y la integración
de las nuevas tecnologías cuando se habla de escuela. Ambas van unidas si se
pretende una educación para la contemporaneidad.
En este texto realizaremos una aproximación a la escuela atendiendo a
esa doble perspectiva: la necesidad de integrar la educación en medios como
área de aprendizaje —transversal y específica— por un lado; y, por otro, la
posibilidad de que la escuela se transforme, incorporando el reto de educar
desde las nuevas tecnologías, descodificándolas e interactuando con ellas. En
ambos casos, su incorporación ha de estar alejada de visiones
instrumentalistas o tecnicistas, planteando la renovación de acuerdo con las
necesidades de la educación en comunicación y no desde una simple
introducción de tecnología en los centros educativos. Todo ello,
necesariamente, a partir de una óptica de renovación didáctica y pedagógica —
y también del modelo educativo— que suponga una educación para la realidad
cultural y comunicacional.
El objetivo es reivindicar un modelo de enseñanza crítica y reflexiva
capaz de formar para los medios y desde las nuevas tecnologías, respondiendo
a los actuales retos académicos y educativos, laborales y sociales, y —por
supuesto— el desafío cultural. Ferreri Guardia, con un discurso muy propio de
principios de siglo, decía que «la idea de la enseñanza no debería ir seguida de
ningún calificativo, responde únicamente a la necesidad y al deber que siente la
generación que vive en la plenitud de sus facultades de preparar a la
generación naciente, entregándole el patrimonio de la sabiduría». Es decir, en
el momento actual se trata —desde la institución educativa, pero con la
sociedad— de abrir nuevos caminos para la formación del ciudadano del tercer
milenio.
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Medios y escuela: dos imanes y el mismo polo
Las preguntas sobre los medios «se han multiplicado, cambiado y
matizado hasta la saciedad. ¿Qué hacen con la gente?, se preguntaban los
primeros funcionalistas que estudiaban la comunicación de masas. ¿Qué hace
la gente con los medios?, se preguntaron después los investigadores de la
corriente de usos y gratificaciones. ¿Cómo modelan nuestra cultura?, se
interrogan, más recientemente, los analistas de la tradición de estudios
culturales (...)» (Pérez Tornero, 1996).
Muchas son las preguntas y también las respuestas. Lo cierto es que los
medios han tenido y tienen un papel relevante en la cultura y en la educación.
Constituyen la cultura principal en la que los niños y jóvenes se desarrollan. Es
un hecho incontestable que han derribado los muros y se han introducido en la
escuela ejerciendo, muchas veces el papel de «profesores salvajes», tal y
como se les define en el Libro blanco sobre la educación y la formación de la
Comisión Europea (1995).
En realidad, las relaciones de los medios con la educación han sido
siempre, para bien y para mal, muy «particulares». Ya en el origen, el
desarrollo de los media planteó la posibilidad —al menos teórica— de afrontar
desde una nueva óptica cuestiones tan fundamentales para la sociedad como
los problemas en la transmisión la distribución del saber. El factor multiplicador
de los medios hi-zo pensar que se democratizaba el acceso a la información y,
por tanto, con la colaboración de la institución educativa, se lograba un giro
copernicano en los mecanismos de generación, difusión y apropiación del
conocimiento. Pero, en palabras de Schaeffer (1990) «este "mejor de los
mundos", por muy utópico que sea, no era ni convenientemente aproximado, ni
verdaderamente buscado. Se producían dos huidas paralelas, igual que la de
dos galaxias que se dilatan, rechazándose una a la otra. No se podrá negar
que en casi todo el planeta, tanto la escuela como los media trataban de extenderse, manteniendo cada una de las instituciones su apego a su estilo y a sus
géneros, a su público y a su personal, a su misión, a sus efectivos y a sus
créditos». Esta dinámica trae como consecuencia que, cuando medios y
escuela se encuentran en un mismo espacio, como dos imanes que se acercan
por el mismo polo, la presencia de uno acabe repeliendo al otro.
En los primeros contactos, la escuela recibe a los medios como un
cuerpo extraño, sobre todo basándose en su aportación de información
efímera, superficial o sensacionalista. Se podría afirmar que la «sociedad del
saber» —de la que la escuela se siente guardiana— niega hospitalidad a la
«sociedad de los media» (Schaeffer, 1990). Así, persistentemente, desde la
institución educativa, se impugna a los medios y se rebate su «dignidad
cultural», descuidándose de su existencia.
Pronto, sin embargo, los medios ponen de manifiesto su poder de
convocatoria. La avalancha de imágenes y la abundancia de mensajes que
proporcionan deja sin recursos a la escuela. McLuhan llega a decir que, cuando
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el niño dejaba su pantalla de televisión para ir a la escuela, no podía hacer otra
cosa que regresar a ella. Es en este momento cuando —desde la evidencia de
su presencia en todos los órdenes de la sociedad— la escuela toma conciencia
de la fuerza de los medios. La institución educativa se ve sin recursos y sin respuesta ante su dinamismo y comienza a percibirlos como una poderosa
competencia.
Además, desde distintos sectores se da la alarma sobre los desequilibrios, dispersiones y, fundamentalmente —en términos de Abraham
Moles— la famosa «cultura mosaico» que se está generando a partir de los
medios de comunicación de masas. Se piensa que la escuela debería estar
capacitada para enfrentarse a los medios, ilustrando sus contenidos e
interpretando sus formas, transformándolos en un conjunto coherente. Sin
embargo, esta necesaria aproximación se hace desde una concepción
premoderna, viendo los medios y los nuevos canales de comunicación como
algo exterior a la cultura y de carácter maligno, perverso y deshumanizador. En
este planteamiento se evidencia la falta de recursos para entender los medios y
dar respuesta a la nueva sociedad de la información. Además, este enfoque de
«escuela antídoto» ante los medios es uno de los factores que han incidido,
mantenido y agrandado la brecha entre el sistema educativo y los propios
media.
Pero también (Masterman, 1996), los medios han visto con hostilidad,
recelo y desconfianza a la institución educativa. Ven, en la actitud de la
escuela, una forma de proteccionismo en la que los profesores son los
«guardianes de la moral» y tienen como obligación proteger a los niños de los
excesos de sexo y violencia en los medios. Otros reparos que manifiestan
están relacionados con la creencia de que una enseñanza sobre comunicación
es una actividad completamente negativa que está interesada en convertir a los
media en blanco de todas las iras. También se desconfía y hay dudas por la
capacitación de los profesores «expertos» a la hora de abordar las cuestiones
relacionadas con la práctica profesional do los medios. Éstos —y algunos
más— son los ladrillos que sustentan el muro de la incomprensión entre ambos
mundos.
De todas maneras, más allá de los bien-mal-entendidos que los han
distanciado, el gran obstáculo entre escuela y medios está en el modo
diferente, que tiene cada uno de los grupos de conceptuar los medios mismos.
El «espejo o ventana» frente a la «factoría o confección» son las concepciones
que subyacen en el fondo de los roces y polémicas entre los profesores y los
profesionales de los medios. La primera idea, según la cual los medios
cumplen la función de reflejar la realidad, o bien, ofrecer una visión
transparente de ella, supone una relación plana, tibia y sin conflictos entre
medios y realidad. Este planteamiento es combatido activamente desde la
segunda posición, que defiende que los medios tienen un papel muchos más
activo y construyen una realidad «mediatizada» o confeccionan una
determinada representación de ella, con unos valores implícitos.
Ambas posiciones —la fabricación frente al reflejo, la confección frente a
la ventana— forman una barrera que separa el mundo de la comunicación y el
de la enseñanza. Para romperla, según Masterman (1993), «los profesionales
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de los medios podrían reconocer que están inevitablemente implicados en
procesos de "representación" debido a la naturaleza de sus propias prácticas
mediadoras (...) sin creer necesariamente que su integridad pueda verse
comprometida». Pero, además, la cuestión fundamental es que la escuela
abandone el enfoque de «enseñanza-vacuna», que no recoge la vinculación
entre comunicación y educación que requiere la sociedad de la información. La
educación, ante el protagonismo de los medios y las nuevas tecnologías de la
comunicación, necesita de una renovación y una transformación más profunda,
y ello de un modo triple: en sus programas, en sus métodos y en sus objetivos.
En palabras de Martín Barbero (1996), es necesaria la emergencia de «un
proyecto pedagógico que cuestione radicalmente el carácter monolítico y
transmisible del conocimiento, que revalorice las prácticas y las experiencias,
que alumbre un saber mosaico hecho de objetos móviles y fronteras difusas, de
intertextualidades y bricolaje. Y es en ese proyecto de saber donde comienza a
abrirse camino la posibilidad de dejar de pensar antagónicamente escuela y
medios audiovisuales».
2. Educación en la sociedad de los medios
y las tecnologías de la comunicación
La explosión de nuevas tecnologías de la información ha añadido
inquietudes a las disputas tradicionales entre escuela y medios. Pero ¿qué son
estas «nuevas tecnologías» o «tecnologías avanzadas» sobre las que gira la
polémica? Se hace necesaria una aclaración inicial y un acuerdo. González
Soto y otros (1996) proponen definir nuevas tecnologías de la información y la
comunicación como las relativas al «conjunto de procesos y productos
derivados de las nuevas herramientas (hardware y software), soportes de la
información y canales de comunicación relacionados con el almacenamiento,
procesamiento y transmisión digitalizados de la información». En este sentido,
la digitalización es la clave que otorga sentido a los conceptos «nuevo» y
«avanzado», hasta ahora tan versátilmente utilizados. Por tanto, a medida que
se incorporen a los sistemas digitales, también entrarán a formar parte de este
conjunto los «viejos» medios.
La cuestión fundamental, que cabe destacar, respecto de las tecnologías
en general, y las de la comunicación en particular, es la innegable
transmutación —prácticamente impensable hace apenas un siglo— que han
conseguido: se han tornado invisibles. Su presencia en todos los actos de la
vida —ya desde los primeros llantos—, las ha integrado completamente en la
cotidianidad y respiramos con ellas. Realmente son tan habituales que se ha
perdido la conciencia de su presencia y, sobre todo, de su trascendencia para
el funcionamiento de la sociedad. De tanto que se ven, han llegado a no verse.
Sólo se percibe su importancia cuando fallan o no las encontramos. Esta
transparencia es una característica complicada y problemática, que debe ser
tenida muy en cuenta. Se ha de recordar que ningún medio o tecnología, vieja
o nueva, es neutra. Por tanto, es necesario «verlas y observarlas» ya que, más
que nunca, están incidiendo en la manera en que se interactúa con la realidad
y, también, en la forma de entender el mundo.
Dada la importancia de estos procesos se ha llegado a catalogar esta
época como la «cuarta revolución» de la comunicación. La digitalización y los
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medios electrónicos le otorgarían ese estatus. Sin embargo, este planteamiento
adolece de un fuerte determinismo tecnológico. Como dice Adell (1997), «con
frecuencia olvidamos que una tecnología no sólo tiene implicaciones sociales,
sino que también es producto de las condiciones sociales y, sobre todo,
económicas de una época y país. El contexto histórico es un factor fundamental para explicar su éxito o su fracaso frente a tecnologías rivales y a las
condiciones de su generalización». Las tecnologías no nacen «en un tubo de
ensayo» aunque, si aceptamos la metáfora, pudiera parecerlo. Tienen su
origen en la sociedad que sostiene dicho tubo, la cual puede decidir utilizarlo,
pero también —si le interesa—, puede romperlo o guardarlo en un armario del
laboratorio social de la realidad. En cualquier caso, será la sociedad, y no la
tecnología propiamente dicha, quien tenga la primera y la última palabra.
Esta revolución tecnológica, por tanto, sólo es posible dentro de un
conjunto de transformaciones más amplio que ha dado lugar a lo que se
denomina como «la sociedad de la información». A ella se ha de acudir para
entender los cambios producidos ya que, como afirma Castells (1996), «el
cambio tecnológico tan sólo puede ser comprendido en el contexto de la
estructura social dentro del cual ocurre». Esta sociedad informacional plantea
cuestiones tan importantes a nivel sociocultural y educativo, como:
—la explosión en la cantidad de información —y el consiguiente
aumento de ruido—, lo que comporta que sea la selección de la
información importante o relevante, para evitar la saturación y
sobrecarga, la cuestión fundamental, por encima del simple acceso a la
información, como ocurría hasta el momento;
— la llamada cultura mosaico, que se establece a partir de características como la falta de estructuración y profundidad en la información,
la superficialidad y estandarización de los mensajes, la
espectacularización de los contenidos, y, por tanto, una disminución y
dispersión en la atención;
— la expansión de una industria cultural, que difunde y promociona
determinados valores sociales en base a los parámetros marcados por la
sociedad de consumo;
— la modificación de las coordenadas de tiempo y espacio respecto a la
ampliación en nuestra capacidad para transmitir todo tipo de
información, con lo que se elimina la necesidad de coincidir en
momentos señalados o en determinados lugares;
— la posibilidad de desarrollar un mayor nivel de interactividad,
cambiando el cometido del emisor y el receptor, con lo que se plantean
nuevas formas de interacción social.
Para afrontar estos aspectos de la nueva sociedad de la información, se
necesita —desde la educación— una concepción de enseñanza-aprendizaje y
de escuela distinta. El estallido de la información, su deslocalización y las
posibilidades de interacción son un desafío al que la institución educativa debe
dar respuesta clara, categórica y actualizada. Para desarrollar su labor, por
José Manuel Pérez Tornero – compilador – Paidós Papeles de Comunicación 27
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tanto, la escuela se debe plantear cuestiones como cuál es su papel con
relación a las conexiones existentes entre estos nuevos canales de
comunicación y el ámbito sociocultural y, también, cuál es la repercusión de los
medios en los procesos cognitivos, a corto, medio o largo plazo. Son realidades
que debe afrontar ya que, hasta ahora (Bartolomé, 1996) «los centros
educativos se muestran razonablemente eficaces, a diferentes niveles, en los
procesos de socialización. También afrontan, aunque con dificultades
importantes, los procesos de educación afectiva y formación ética (...). Pero la
escuela no está preparada para afrontar el gran reto del final del milenio: el
paso de la sociedad industrial a la sociedad de la comunicación está
suponiendo un nuevo modo de conocer».
Para ello, una de sus tareas fundamentales es la de «deshacer el
entuerto» con respecto a los conceptos de información y conocimiento, en su
relación con los medios. Consecuencia de las amplias posibilidades —y
también imposibilidades— que ofrecen los apresurados cambios producidos,
con demasiada frecuencia se confunde «información» —ofertada por la
sociedad de los medios y las nuevas tecnologías— con «conocimiento». Como
dice Sandi (1984) «la diferencia entre información y conocimiento es que este
último está dotado de significación». Sin embargo, los medios, contrariamente
a lo que se afirma algunas veces, no pretenden ofrecer conocimiento, como
tampoco tienen el fin de formar ni informar. Su objetivo es conquistar
audiencias que produzcan beneficios económicos. Justamente por ello, la
trivialidad, estereotipación, falta de argumentación y de vertebración
característica de los medios —también de las nuevas tecnologías— los aleja
bastante de la idea de conocimiento con la que, a veces —interesadamente—,
se confunde la simple información. Desde esta perspectiva, dando significación
a la información, la escuela puede encontrar su espacio en la sociedad de los
medios y jugar su baza de aproximación a la realidad, para educar sobre y
desde ella. Este desafío y esta responsabilidad es una asignatura que la
educación debe y puede aprobar. Por ello ha de transformar sus principios y
finalidades e incorporar nuevas tácticas, convirtiéndose en un instrumento de la
sociedad para intervenir en la realidad. Ha de aparecer, por tanto, como una
alternativa necesaria —que no única ni excluyente— capacitada para dar
réplica a los medios, los viejos y los nuevos, los de ahora y los de siempre.
3. Retos y responsabilidades de la escuela ante la nueva comunicación
Las razones para afrontar una renovación de la institución educativa con
relación a la nueva era de la comunicación son múltiples. Inicialmente,
conviene señalar una circunstancia que, por evidente, no está suficientemente
destacada y explicitada: la realidad, contundente y palmaria, de que existe un
profundo cambio cultural. Se está desarrollando una transformación de tal
envergadura que es, afirmando con Martín Barbero (1996), «no un cambio de
viejos contenidos en nuevas formas o viceversa, sino un cambio en la
naturaleza del proceso: la aparición de una "comunidad mundial" en la que
hombres de tradiciones culturales muy diversas emigran en el tiempo,
inmigrantes que llegan a una nueva era: algunos como refugiados y otros como
proscritos, pero todos compartiendo las "mismas leyendas"». Este «desorden
cultural» plantea retos de fondo a la sociedad y a la escuela, que no son
reducibles a una mera cuestión tecnológica pues son todas «las prácticas
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culturales de memoria, de saber, de imaginario y creación las que hoy conocen
una seria reestructuración» (Renaud, 1990). En esta cultura del caos —que no
caos de la cultura—, donde todos los planteamientos tradicionales se cuestionan, aparecen razones objetivas/subjetivas que exigen, en la escuela, educar
para los medios y desde las nuevas tecnologías.
Ante todo es un reto cultural
La distancia que separa a los profesores y, por ende, a la institución
educativa de los alumnos es cada vez mayor. Los medios han modificado las
maneras en que circula la información y el saber, pero además constituyen un
indiscutible espacio de identidad y socialización, recogiendo normas y modelos
de conducta, asentando prácticas y costumbres. Al estigmatizar a los medios
—desde un discurso superficial y reduccionista— como los peores enemigos
de la escuela y con su expulsión de las aulas —y de las estrategias
pedagógicas— se están ensanchando las barreras culturales que separan a la
escuela de la realidad social. Los jóvenes, ante la imposibilidad de encontrar en
la escuela una respuesta crítica, lúdica y creativa a unos medios que potencian
la masificación, el conformismo y el consumismo, pueden tender a «dejarse
absorber por los medios». La razón es, siguiendo a Martín Barbero (1996), la
«abismal distancia entre la actividad, curiosidad, actualidad y apertura de
fronteras que dinamizan hoy el mundo de la comunicación, y la pasividad,
uniformidad, redundancia, anacronía y provincianismo que lastran desde dentro
el modelo y el proceso escolar».
Además, es un desafío educativo
Mientras se acusa a la televisión de embotellar la inteligencia, el rapto de
la iniciativa y la coronación de la superficialidad, ¿no debería, la escuela, verse
la viga en el propio? ¿Es que la institución educativa es, como se pretende,
quien dinamiza la reflexión, estimula la creatividad y aporta profundidad al
conocimiento? La respuesta, como decía la vieja canción, «está en el viento».
Lo cierto es que su alejamiento de la realidad social y cultural la ha margico de
una educación en valores— ha de conseguir que los jóvenes logren un mínimo
dominio sobre el uso que hacen de los medios de comunicación, es decir, que
a través de criterios de análisis y reflexión crítica, desarrollen autonomía para
interpretar y seleccionar los mensajes que les proponen los medios.
Broncano (1996) dice que «si la información creciese en los árboles y
viviésemos en el paraíso terrenal no necesitaríamos comunicadores y
educadores, pero la información es un producto costoso y difícil de obtener»,
con lo que se hace imprescindible encontrar un espacio de convergencia para
la educación y la comunicación.
II. Educación para los medios
4. Atrincheramiento de la escuela:
los desajustes y la resistencia al cambio
las
En esta renovación, necesaria para una educación sobre los medios y
nuevas tecnologías de la comunicación, una pregunta aparece
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persistentemente: ¿supone este cambio el fin para la escuela? Desde luego,
siguiendo a Brunner (1996), sí que es el «fin de la escritura» como herramienta
intransigente y también significa el «agotamiento de lo textual» en su faceta de
dispositivo totalitarista. Más que nunca antes se hará evidente que el orden
escolar es esencialmente una combinación de procedimientos, que se hará —
dentro o fuera del aula— mediante textos de muy diverso tipo recurriendo a
medios múltiples y combinados. Se modifica, por tanto, de forma trascendental,
la dinámica educativa, forzando nuevas estrategias didácticas y pedagógicas.
Además, las transformaciones en las fórmulas desde las que se origina y
accede a la información exigen que los procedimientos para su adquisición y
uso sean más importantes que los contenidos propiamente dichos. Esto
comporta que la línea educativa en la sociedad de la información sea la de
desarrollar mecanismos para «aprender a aprender», y más concretamente,
aprender a aprender «a lo largo de toda la vida». Respondiendo, por tanto, a la
pregunta planteada, si bien esto no significa el fallecimiento de la escuela, sí
supone su evolución.
Esta realidad, con la que se enfrenta la institución educativa, nos
encara con una cuestión capital: la resistencia al cambio. ¿Qué ocurre cuando
la apatía y la inercia en la que se conforma —inalterable y previsible— el
entramado institucional educativo se altera? Históricamente, la mínima
modificación en las apacibles y reposadas aguas de la escuela tradicional ha
destapado la caja de pandora. Y concretamente con relación a los medios de
comunicación, con los que, desde el principio, el sistema de enseñanza ha
actuado a la defensiva, tratando de protegerse de un entorno enormemente
variable para el que no tiene diagnóstico.
Esta postura —esclerótica— marca un mayor desfase, sobre los ya
existentes, respecto de los procesos comunicativos que dinamizan la sociedad.
En este sentido, la escuela (Martín Barbero, 1996) marca desajustes tan
importantes como:
— negarse a aceptar el descentramiento cultural que atraviesa el
libro —hasta ahora su eje pedagógico—, el cual, siendo importante, en
una sociedad multimedia supone un recurso más sin la categoría de
«oráculo» que se le venía asignando;
— una obstinada ceguera a la pluralidad y heterogeneidad de códigos
presentes
(hipertextuales,
audiovisuales,
musicales...),
culpabilizando, además, a las tecnologías de la crisis de la lectura y
esquivando una profunda reorganización de sus estructuras;
— desconocer que se cuenta con mecanismos de ordenación, relajación
y divulgación más prácticos, asequibles e ilimitados que la escuela, que
ya no es el eje central en la transmisión del saber; — alejarse del
entorno de la cultura que rodea a los medios y las tecnologías de la
comunicación, a la que ve como un desequilibrio y una dispersión en el
modelo de conocimiento, atrincherándose en una cultura que se
distancia cada vez más del mundo en el que viven/sobreviven los
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jóvenes, incapaz de ofrecer instrumentos que les permitan apropiarse
crítica y creadoramente de los nuevos canales de la comunicación.
En los primeros factores de resistencia se recoge la eterna disputa que
enfrenta a imagen y texto. Tradicionalmente el modelo de comunicación que
subyace a la educación es el que instituyó el texto impreso. La escuela encarna
y se encarga de prolongar este «régimen de saber» porque, además, coincide
plenamente con la forma sucesiva y lineal en la que ella misma se concibe. A
este modelo mecánico y unidireccional le corresponde la lectura pasiva que la
escuela tradicional ha fomentado y, además, tal y como ha explicado Martín
Barbero (1996), ha continuado «prolongando la relación del fiel con la sagrada
escritura que la Iglesia instaurara. Al igual que los clérigos se atribuían el poder
de la única lectura auténtica de la Biblia, los maestros detentan el saber de una
lectura unívoca, esto es de aquella de la que la lectura del alumno es puro
eco». Para la institución educativa, frente a los textos que son claros y
unívocos, la imagen presenta una polisemia difícil de controlar y esto la sitúa en
un terreno complicado, al que la escuela siempre ha sido reacia. Este debate,
que fomenta una inútil rivalidad y un combate de exclusión, cada vez tiene
menor sentido. Es una polémica estéril que se debe desterrar planteando un
enfoque más cuidadoso, por el que se integre texto e imagen desde una
complementariedad constantemente revisada y corregida.
Las últimas variables están ligadas a lo que muchos profesores
entienden como la decadencia del —ya muy desgastado— poder docente e
incluso en la posible supresión de su figura. Cabría decir, en este caso, y
parafraseando a Isidro Moreno cuando ironiza sobre este tema, que el profesor
que pueda ser sustituido por una máquina «es que se lo merece». Lo que se
esconde tras este temor es más una falta de perspectiva que una remotísima
posibilidad. Al contrario, la tendencia indica que, incorporando las nuevas
tecnologías y recogiendo la realidad cultural en la escuela, la figura del docente
se hace más necesaria c imprescindible que antes. Y eso es porque la
existencia de potentes medios tecnológicos, que presentan y distribuyen el
conocimiento de manera distinta, necesitan de nuevos caminos pedagógicos
que el docente puede y debe aportar.
Es evidente, por tanto, que no hay razones que justifiquen las principales
argumentaciones de resistencia. Es más, la aparición de nuevos canales de
comunicación y, con ellos, una nueva cultura, significa ampliar las
posibilidades, como la de dotar a los jóvenes de recursos para un desarrollo
autónomo, que les permita explorar y analizar la nueva era de la comunicación.
Perceval (1995) dice, para el audiovisual, que «el lenguaje de la televisión
rompe con el aprendizaje repetitivo de fórmulas, ceremonias y protocolos que
estaban claramente marcados por los textos escolares. El sistema ha roto con
la dinámica unidireccional en beneficio de la investigación y la asunción de
responsabilidades de un alumno que deja de ser pasivo». Esta realidad, en
lugar de atemorizar al docente o a la institución educativa, debe ser un aliciente
y una motivación. Por eso, algunos profesores, conscientes de esta realidad,
ven nacer esta nueva cultura —que podría desubicarlos— desde la valentía y
la implicación. Es en este sentido, abordando la educación y comunicación
desde la posibilidad de inaugurar escenarios distintos y enriquecedores
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dispositivos de diálogo como pueden alejarse las dudas y la resistencia al
cambio.
5. Distintos enfoques, distintas estrategias,
distintos objetivos para la educación en medios
Si exploramos el panorama histórico de las relaciones entre medios de
comunicación y escuela encontramos algo similar al argumento de un
melodrama del cine clásico. Una historia de amor y odio con dos protagonistas
de personalidades y objetivos en la vida muy diferentes que, tras múltiples
encuentros y desencuentros, equívocos y aciertos, se ven subsumidos en una
compleja trama de prejuicios, tópicos, confusiones e intereses cruzados, pero
que —a ningún espectador perspicaz se le escapa— están condenados a
encontrarse y mantener una relación que parece inevitable. Esta realidad se
hace incontrovertible, sobre todo, para la institución educativa, a no ser que —
algo que aún está por ver— esté dispuesta a quedarse fuera de la película de
la realidad.
Pero —así como en las historias de amor en las que el cine clásico nos
sumergía— la hora de la verdad llega cuando los protagonistas inician su vida
en común. La manera en que se ha de plantear el guión de esta convivencia,
con personajes que presentan tantas contradicciones y puntos de fuga, es la
cuestión clave en el futuro de la educación en medios y nuevas tecnologías.
Existen diferentes modelos narrativos, con esquemas argumentales
distintos, de cómo se han de encauzar las relaciones de convivencia/conveniencia entre educación y comunicación. Hasta el momento
(Aparici, 1997) los modelos que han caracterizado las relaciones entre nuestros
protagonistas, la comunicación y la educación, han sido el enfoque tecnicista,
la perspectiva de los efectos y el planteamiento crítico.
El enfoque tecnicista
En el se admite la utilización educativa de los medios como estrategia y
recurso, pero se echa en falta una reflexión sobre los mismos. En este enfoque
se parte de la premisa de que la tecnología es neutra y tiene una capacidad
meramente funcional. Así, sobre esta base se introduce en la escuela como
instrumento o como área. Sin embargo, este planteamiento no presenta la
posibilidad ni la necesidad de un análisis sobre los medios que ponga de
relieve cuestiones tan básicas como que, en su reproducción de la realidad, se
muestran unas perspectivas determinadas o se realizan recortes significativos.
En definitiva, se utilizan los medios, pero sin cuestionar el tipo de contenidos
que vertebran y sin analizar el mensaje o las formas de representación
utilizadas.
La perspectiva de los efectos
En ella se atiende al beneficio que los medios aportan al proceso de
enseñanza-aprendizaje. Se supone que su presencia tiene, en el mejor de los
casos, un valor motivador que cataliza las expectativas del alumno hacia un
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aprendizaje significativo. En el peor de los usos, se utiliza como un instrumento
de distracción/contención convirtiéndose en un pasatiempo entretenido. Es una
concepción animista por la que se atribuye a los medios un poder místico que
resuelve las carencias del sistema tradicional, olvidando que la clave se
encuentra más en tratamiento pedagógico y didáctico que en la simple
introducción del medio.
El planteamiento crítico
Por último, está el planteamiento crítico, basado en un modelo participativo y constructivista de la enseñanza-aprendizaje. Su objetivo es
descodificar mensajes y contenidos, analizando, jerarquizando y ordenado la
información difundida por los medios y las nuevas tecnologías de la
información. Este planteamiento no olvida la comprensión del proceso
comunicativo y atiende al análisis de las bases ideológicas del discurso
construido por los medios. También busca la desmitificación de los medios y
para ello los convierte en «herramientas expresivas». En esta línea educativa
se promociona una estrategia pedagógica de motivación y autoexpresión. El fin
último de la perspectiva crítica sería la intervención social para, potenciando
una educación dinámica y autogestionaria, cooperativa y solidaria, y a partir de
un concepto social de la libertad, desarrollar la imprescindible formación en
valores y para la ciudadanía.
Es cierto que la escuela se debe acercar a los medios y ha de integrar
tanto las nuevas modalidades que el entorno comunicativo posibilita, como sus
discursos y relatos. Pero siempre superando la concepción instrumentalista de
los medios y las tecnologías de la comunicación que presentan los primeros
enfoques. Desde ellos, la aportación de los medios queda fuera del proceso
pedagógico y su papel es únicamente «modernizador», «ilustrador» o
«amenizador». Sin duda —en palabras de Masterman (1993)— «el profesor
que pueda pasar con facilidad de un extracto de televisión al libro de texto, o de
un LP a un artículo periodístico y que use los medios de manera creativa como
fuente alternativa de información, ofrecerá a sus alumnos un entorno más
interesante y animado en el aula. Pero si estas fuentes de información no se
someten al análisis crítico que defienden los profesores de medios, entonces
se habrá pasado clandestinamente a una concepción completamente
falseadora de los medios y de los conocimientos, bajo el disfraz del
progresismo y de la relevancia educativa». De ser así, en el fondo y en la
práctica se podría aplicar la formulación «lampedusiana» de que «todo cambia
para que todo siga igual».
Para superar la simple comprensión intuitiva de los medios, la educación
en materia de comunicación y medios necesita de la perspectiva crítica. La cual
no se debe confundir tampoco —como dice Pérez Tornero (1997) hablando del
caso de la televisión— con «lo que Bianculli llama telealfabetización: es
justamente el conocimiento impuesto y difundido por la misma televisión. Un
conjunto de tópicos, temas, personajes e historias que han calado
acríticamente en la conciencia pública y que forman una especie de "sentido
común" general de la audiencia». La educación en medios o alfabetización
mediática comprende la capacidad de analizar críticamente los medios y de
expresarse y producir mensajes con ellos. Es decir, se ha de incidir en la
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educación «sobre» y «en» los medios, planteando una interacción que
implique: por un lado, su análisis y la consiguiente reflexión; por otro lado, un
uso creativo, que los transforme en instrumentos expresivos. Se busca formar y
desarrollar criterios comprensivos y no uniformizados de la realidad mediática
que arrinconen los estereotipos y destierren la pasividad. Es aquí donde se
manifiesta en toda su dimensión la educación en comunicación y para los
medios: en el impulso a la implicación —comprometida y consciente— en la
transformación social.
6. La materia de educación
para los medios en la escuela
La introducción y asentamiento definitivo de la materia de educación en
comunicación y medios en las aulas significa abrir la escuela al entorno.
Supone iniciar el camino hacia el «aula sin muros» ofreciendo al alumnado una
perspectiva desde la que situarse ante su contexto y su realidad. Su
incorporación a la escuela, por tanto, no sólo es conveniente sino que, además,
ha de ser muy fértil porque el entorno del aula es el más adecuado para
estimular, desde el grupo, la atención y la práctica sobre los nuevos medios y
tecnologías de la comunicación. Su incorporación al currículo puede desarrollarse desde dos modalidades: como materia transversal a todas las áreas; y
como área de conocimiento específica.
En su faceta de área concreta —optativa en la mayoría de casos— se
asegura el tratamiento de la materia, sobre todo en la vertiente creativa. Sin
embargo, como dice Masterman (1993), la educación audiovisual es
demasiado importante para quedar encasillada en un compartimento aislado de
los programas escolares, aunque por supuesto sea vital establecer ese lugar y
defenderlo. Es cierto que hay que considerarla como una materia especializada
por propio derecho, pero también como un elemento que deberá conformar la
enseñanza de todas las asignaturas. Lo que se está planteando, en realidad,
es la necesidad de que la educación en medios de comunicación no quede circunscrita —y por tanto, limitada y «estancada», en tanto está en un «territorio
estanco»— al ámbito de los profesores de medios. Y eso porque (Aguaded,
1997), esta materia, contiene en sí todos los rasgos definitorios de los temas
transversales, permitiendo acercar la escuela a realidades sociales altamente
significativas, favoreciendo la adquisición de valores, normas y estrategias de
actuación personal y social que trasciende, al tiempo que las engloba y
superpone, a las clásicas disciplinas, abarcando todos los niveles del sistema
escolar.
Pero, como es lógico, la introducción de los medios en el marco del aula
ha de estar perfectamente planificado. No se ha de no cometer el error de
incrementar el desmedido consumo existente. Es necesario, además —para
abandonar la superficialidad y el instrumentalismo—, desarrollar el
conocimiento de los lenguajes de los medios, trabajar en el desarrollo de
aptitudes para su interpretación crítica y potenciar los resortes para utilizarlos
creativamente. Es decir, se trata «no de descubrir las facetas tecnológicas del
medio (...) sino más bien de revelar los aspectos del medio que repercuten en
una mejora de la competencia, en su doble dimensión de lectura crítica y
escritura creativa» (Aguaded, 1997). El objetivo de ambas estrategias es el de
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desmitificar y distanciar los medios para, manejándolos, comprenderlos, para,
entendiéndolos, utilizarlos.
Lectura crítica
Una adecuada educación en comunicación, para desarrollar el análisis
sobre medios y nuevas tecnologías de la comunicación, contrariamente a los
que han visto en ellos una solución —didáctica en las escuelas y de
entretenimiento en las familias—, ha de:
— problematizar el contenido de los medios, para alejar la concepción
«naturalizada» que presentan de sí mismos,
— desideologizar sus mensajes, que tienden a legitimar y reforzar
«determinadas» actitudes, como conductas e ideas sobre el mundo,
— evidenciar la articulación de los medios con el entramado comercial,
empresarial, financiero y político para alumbrar sobre su pretendida
«independencia y neutralidad».
El objetivo es enseñar a pensar la cultura mediática y a reflexionar sobre
la realidad. Como dice Masterman (1993): «Es importante que dicho material
[el audiovisual producido por las multinacionales] no se consuma
inocentemente, sino que sea leído de un modo crítico. Parece obvio que los
profesores de todas las asignaturas deben favorecer la técnica básica de la
alfabetización audiovisual consistente en relacionar los mensajes de los medios
con los intereses políticos, sociales y económicos de quienes los producen».
Instrumento creativo
Complementariamente, la educación para los medios y las nuevas
tecnologías de la comunicación encuentran su máxima expresión cuando el
estudiante tiene la oportunidad de «crear y desarrollar» —a través de los
medios— sus propios mensajes. Schaeffer (1990) dice que «para "leer" las
imágenes, al igual que los textos escritos, no se ha de olvidar que es necesario
aprender simultáneamente a "escribir". La expresión a través de los media,
como estrategia motivadora a la par que desmitificadora, requiere, por tanto, no
sólo descifrar el lenguaje de la comunicación, sino servirse de él».
Incorporando esta experiencia, el alumno puede percibir significativamente la
construcción de la realidad que todo contenido mediático comporta. Esta faceta
«expresiva» es fundamental para conseguir el objetivo de una educación para
los medios, distanciándolos para hacerlos más próximos.
Pérez Tornero (1994) dice que «todos estos principios de actuación —en
el sentido chomskiano y habermasiano— se reducen en uno: potenciar una
nueva competencia comunicativa». Ya a Freinet, en los años veinte, cuando
buscaba introducir estos conceptos en su escuela, le parecía que llevaba un
retraso de un siglo. Decía que educando en comunicación y medios, la escuela
estará penetrada por una vida nueva a imagen del medio, y tendrá que adaptar,
en consecuencia, no solamente sus locales, sus programas y sus horarios, sino
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Comunicación y educación en la sociedad de la información
Nuevos Lenguajes y conciencia crítica
también sus útiles de trabajo y sus técnicas, a las conquistas esenciales del
progreso en nuestra época. No sigamos adaptados por más tiempo a una
escuela que lleva un retraso de cien años por su verbalismo, sus manuales,
sus manuscritos, el balbuceo de sus lecciones, la recitación memorizada, sus
modelos de caligrafía...». Pero ahora que encaramos el reto de educar para los
medios, surgen importantes interrogantes: ¿va la escuela a adaptar sus
estrategias a los nuevos medios y las nuevas tecnologías de la comunicación?
¿Están la escuela y el sistema educativo preparados para afrontar estos cambios? ¿En qué sentido ha de contemplarse la renovación de la institución
educativa ante la realidad de la sociedad de la información y la comunicación?
Estas cuestiones —y muchas otras—- deben encontrar respuesta, ya que no
hay que olvidar que no sólo educamos para utilizar y convivir con los medios
del presente, sino también con los del futuro.
III. Educación desde las nuevas tecnologías
7. Un nuevo sistema educativo
para una realidad nueva
Para abordar la situación del sistema educativo y las transformaciones
que necesita, se ha de partir de la realidad y sus condicionantes, buscando las
vías adecuadas para superar la coagulación que le impide conectar con los
nuevos tiempos. Se ha de tomar conciencia de los cambios producidos tanto en
la realidad social como en el alumnado. Así, se ha de constatar una «realidad
social» nueva, con un tipo de alumno distinto y que se manifiesta de manera
diferente, lo que implica, a su vez, la necesidad de un nuevo tipo de escuela,
transformada y transformadora. Siguiendo a Bernabeu (1997), se ha de tener
en cuenta:
— el desarrollo de un nuevo tipo de sociedad, qué funciona desde el
vértigo del cambio acelerado y depredador de lo continuamente nuevo
sobre lo permanentemente obsoleto. Un modelo de sociedad que
incorpora tecnologías y medios que sacan a la luz viejos problemas
éticos y nuevas preocupaciones sociales. Ya no hay procesos
informativos únicos y aislados —si los hubo alguna vez—; lo que existe
son continuos flujos de información con mensajes entremezclados y
cambiantes en una situación de estructura comunicativa global. La
constante es un cosmos en continua transformación sociomediática
(Lorite, 1997) que precisa de nuevos conocimientos, capacidades,
habilidades para interpretar la función y el significado de los medios en
un mundo repleto de contrastes;
— la aparición de un nuevo tipo de alumno, que presenta la característica fundamental de necesitar grandes dosis de motivación para
aprender y a quien aburre una explicación teórica tradicional —
siempre ha sido tedioso, pero ahora es un sinsentido—. Es un
alumno que se ha socializado en un mundo de imágenes y que se ha
«instruido» desde y con la mecánica discursiva del audiovisual. Este
alumnado, generación presente y futura de la sociedad mediática,
exige un replanteamiento en las estrategias pedagógicas y
didácticas;
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Nuevos Lenguajes y conciencia crítica
— la necesidad de un nuevo modelo de escuela, que desarrolle su
tarea desde un principio educativo anticipatorio, capaz de reconocer
los cambios y darles una replica efectiva. La incorporación del uso de
los nuevos medios y tecnologías en las escuelas, en base a nuevos
métodos de enseñanza-aprendizaje, nuevos recursos y materiales
educativos, a la par que desarrollando las áreas de educación en
comunicación y medios, resitúa a una escuela que ha de vertebrar
las necesidades de comunicación y educación.
La escuela se encuentra necesitada, por tanto, de hallar un «lugar bajo
el sol» en esta sociedad de las nuevas tecnologías. Pero no será, como ya se
ha dicho, con la simple introducción de medios y tecnología como el sistema
educativo solucionará el problema. Esto puede ser más una trampa que una
solución, enmascarando tras una cortina de «modernización» los serios
problemas que se arrastran. La clave está (Martín Barbero, 1996) en «cómo
insertar la escuela en un ecosistema comunicativo, que es a la vez experiencia
cultural, entorno informacional y espacio educacional difuso y descentrado. Y
cómo seguir siendo en ese nuevo escenario el lugar donde el proceso de
aprender guarde su encanto: a la vez rito de iniciación en los secretos del saber
y desarrollo del rigor de pensar, del análisis y la crítica, sin que lo segundo
implique renunciar al goce de crear». No olvidemos que, entendiendo el
sistema educativo en su perspectiva de actos comunicativos básicos, se puede
decir (Broncano, 1996) que aunque «tenemos complejos sistemas de
búsqueda y obtención de información, redes de distribución y control, y sistemas de transmisión, al final siempre está el propio hecho de la comunicación
en el aula: es este hecho y sólo este hecho lo que hace de un sistema
educativo un Sistema Educativo».
Por tanto, para fortalecer el tejido social —uno de cuyos fundamentos es
la comunicación—, el sistema educativo y las instituciones de enseñanza han
de realizar un esfuerzo para impulsar la comprensión y aplicación de
tecnologías y medios. Por esta razón, y con lo que esta sociedad depende
crecientemente de la información, tanto o más que de la energía, necesita de
un sistema educativo nuevo, transparente, sólido y significativo.
Esta nueva estructura educativa —y, por tanto, la escuela— no ha de
tratar de ser «una fotocopiadora de la realidad», sino que debe suministrar las
herramientas para una interpretación crítica y autónoma de la información y de
la realidad misma. Para ello, a partir de la incorporación de la educación «para»
los medios y «desde» las nuevas tecnologías de la comunicación, el sistema
educativo (Broncano, 1996) se debe apoyar en una serie de elementos de
regulación y de rigor.
Una renovación seria para ser creíble
El sistema educativo ha de responder a la exigencia de credibilidad, a
través de la actualización tanto de sus metodologías como de sus criterios
evaluativos. La credibilidad es un valor que se le «otorga» desde el receptor del
acto educativo y por lo tanto es susceptible de retirada si se manifiesta frágil y
quebradiza. Por ello, el sistema educativo, utilizando la célebre expresión, ha
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de ser como la mujer del César: «No sólo debe ser honrado sino, además,
parecerlo». En el caso de la educación en comunicación es particularmente
importante por las continuas polémicas que suscita el tratamiento crítico de
determinados mensajes y contenidos.
Clarificar objetivos para ser transparente
Es fundamental en la comunicación de todo acto educativo. La clarificación de los propósitos propicia el entendimiento y evita las confusiones o
malos entendidos. Es decir, la transparencia no es únicamente un valor que
protege la honestidad del proceso educativo; además, es una categoría que
propicia la eficacia del proceso y la adecuación de los resultados a los objetivos
propuestos. En la educación en comunicación, el mostrar las «propias
intenciones», clarificar los objetivos y las estrategias permite caminar con paso
firme sobre las ambigüedades y superar la imprecisión, vaguedad y confusión
características de la sociedad mediática.
Aportar contenidos relevantes
Es esencial para diseñar, orientar y organizar un aprendizaje significativo. Encontrar contenidos representativos para el contexto y el entorno del
joven favorece no sólo la eficacia del proceso de enseñanza, sino que, además
—al incorporar las experiencias de la realidad social externas a la institución
educativa— contribuye a la necesaria formación integral. Para la educación en
comunicación es una característica básica y cardinal, ya que aporta sentido y
razón de ser a la propia existencia del área.
Al sistema educativo, además, se le supone —como el valor al
soldado— la veracidad en sus contenidos y sus mensajes. Sin embargo, aun
en el momento en que los códigos escritos y textuales eran la única referencia
y verdad absoluta, la institución educativa ha manifestado siempre algunos
lados oscuros, ha funcionado con renglones torcidos y ha permitido lecturas c
interpretaciones interesadas. Por eso, en la actualidad, cuando se actúa en el
«inestable» mundo de las imágenes y se funciona desde el cambiante hipermedia, es necesario afianzar y reforzar los ejes de referencia haciéndolos más
sólidos y por ende, más creíbles, transparentes, relevantes, veraces y fiables.
Estas características han de ser la piedra angular y el eje de rotación sobre los
que gire un nuevo modelo educativo capaz de conectar comunicación y
escuela, respondiendo a la necesidad de afrontar una auténtica cultura de la
realidad.
8. Escuela: nuevas orientaciones y diferentes roles
Sobre las consecuencias que las nuevas tecnologías traen a la educación hay todo tipo de planteamientos. Desde algunos lugares se cree que la
escuela va a seguir igual —sin modificaciones esenciales— porque,
sencillamente, cumple bien su papel de socialización, la función principal que
se le ha asignado. Es un discurso que destaca la poca o nula preocupación de
las instituciones educativas por la enseñanza, centradas más en cimentar una
escuela de contención social que una estructura que «eduque». Desde otras
posiciones se habla del «fin del aula» y se afirma que «invertir en el sistema
José Manuel Pérez Tornero – compilador – Paidós Papeles de Comunicación 27
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educativo actual es como si a principios de siglo hubiéramos pretendido
mejorar las razas equinas para competir con los vehículos a motor» (Perelman,
1992). Este es, en realidad, un discurso reduccionista que asimila información y
conocimiento, y se basa más en consideraciones económicas que educativas,
más en argumentos de coste que de calidad del resultado.
Pero desde cualquiera de estos enfoques se desprende una certeza: la
necesidad de cambio que tiene la escuela, si no quiere quedar arrinconada o
desbordada. La institución educativa debe adaptar sus capacidades para
encontrar su lugar y su función. Uno de los caminos para mejorar, formando
«en» y «para» la realidad, es el de la creación de un entorno que propicie el
uso de las nuevas tecnologías y los medios educativos. Por eso, la escuela ha
de buscar nuevas orientaciones que garanticen su cometido en el desarrollo de
las habilidades y destrezas necesarios en la sociedad de la información. En
realidad, la institución educativa tiene más posibilidades y de mayor
profundidad de lo que afirman algunos tremendistas, que encuentran en su fin
una nueva posibilidad de negocio.
Orientación por el caos informacional
En la nueva sociedad de los medios se recibe mucha más información
de la que se puede procesar, y gran parte de ella no interesa para nada.
Campuzano (1992) dice que «dentro de muchos años se percibirá que la
recolección masiva de datos y el acceso a los mismos a la velocidad de la luz
ha sido de gran valor para las grandes organizaciones, pero ha resuelto cosas
de muy poca importancia para la mayoría de la gente, creándoles, como
mínimo, tantos problemas como los que les ha solucionado». Lo cierto es que
los viejos mecanismos para «navegar» por la información no son válidos
porque la actualidad de la comunicación requiere manejar un enorme volumen
de información, a la que se accede de manera instantánea, que es muy
variable y circula sin controles rigurosos. El campo educativo es el que puede
ofrecer las claves necesarias para la selección y tratamiento adecuado de esta
información. Y en su papel de guía y formador que prepara para rastrear entre
la maleza de la desinformación, es donde puede encontrar su oportunidad de
responder a la «prueba» a la que le enfrentan los nuevos modos de acceso a la
información.
Formación para el autoaprendizaje permanente
También se han modificado el ritmo y los tiempos en el aprendizaje.
Vives, en 1531, hablaba de la actitud que debía tener el humanista tras haber
«acabado la carrera y recorrido el anchuroso estudio de las letras humanas» y
decía que:
...será afanoso de saber y jamás le pasará por las mientes haber llegado
a la cumbre y al cabo de la erudición. Rebosa muy aguda verdad aquella
sentencia de Séneca, a saber: que muchos pudieran buenamente llegar
a la sabiduría, si no se hubieran persuadido de haber llegado ya. Y el
mismo Séneca dice: debes ir aprendiendo mientras durare tu ignorancia
y si creemos al proverbio, mientras durare tu ignorancia, mientras durare
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tu vida. En realidad, no hay en la Naturaleza conocimiento tan asequible
y fácil que no pueda entretener todo el espacio de la vida mortal.
Lo que Vives pedía al humanista, hoy se pide a la sociedad entera, y no
por el valor de enriquecimiento personal característico del Renacimiento, sino
por el utilitarismo y pragmatismo más implacable: tener la posibilidad de
acceder a un puesto —o sucesivos puestos— de trabajo. La capacitación
profesional requerida por el mundo laboral exige un enfoque de formación
continuada y esto, a su vez, es una nueva perspectiva para el mundo
educativo. Algunos sectores en la educación —selectivos— ya están
desarrollando, de manera complementaria, sistemas de formación
«permanente». Sin embargo, el tren del cambio va tan acelerado que la
escuela tradicional —la de todos— se ha quedado varias «estaciones» más
atrás. Así, aparece la posibilidad —realidad— de que sólo tengan una
preparación adecuada aquellos que «puedan pagarla». Se establecen, así,
nuevas formas de discriminación-desigualdad-injusticia, todo a la vez y no sólo
por separado, en base a la división entre «inforricos» e «infopobres». El
sistema educativo se ha de preparar para ocupar el espacio que le corresponde
como vehículo igualitario. Para ello ha de dar respuesta a la necesidad de
«educación a lo largo de la vida», estimulando —desde el potencial que
aportan las nuevas tecnologías-fórmulas educativas que capaciten para un
autoaprendizaje permanente, necesario en los nuevos tiempos de la
comunicación.
Estrategias de capacitación grupal
Frente a las teorías del darwinismo social emergentes en el siglo XIX, Kropotkin
(1906) argumentó «el apoyo mutuo» como el mecanismo real que impulsa y
fortalece al individuo y a la sociedad. Lo plantea como alternativa al modelo de
sociedad competitiva y depredadora que se estaba desarrollando y que se
asemejaba más al Leviathan de Hobbes (1651), donde el «hombre es un lobo
para el hombre». Ahora, cuando la jungla de asfalto es, más que nunca, «una
guerra de todos contra todos», son los nuevos canales de comunicación y, en
particular las redes telemáticas, quienes aportan posibilidades de cooperación
y solidaridad. Aquí es donde la escuela tiene una gran oportunidad y un
enorme reto. Es el momento para que, realmente, modifique su estrategia hacia
una pedagogía comunicacional, donde se promuevan grupos de aprendizaje en
los que, como dice Kaplún (1997) «cada grupo participante recibe el aliento de
una nueva energía, ensancha su visión, amplía sus conocimientos, crece en su
capacidad de expresión, cuando el ámbito de sus interlocutores se agranda en
número y distancia». Así, proveyendo de canales para que los grupos se
comuniquen, no sólo se promueve la intercomunicación sino que se genera una
dimensión colectiva que potencia una escuela práctica que aporta respuestas a
las necesidades de capacitación para las acciones colectivas y cooperativas
demandadas en la era de la comunicación.
Estas reorientaciones y todo el nuevo engranaje de un sistema educativo
para la sociedad de las nuevas tecnologías de la información está planteando,
a su vez, una redefinición en los roles de sus principales protagonistas:
educador y educado. En un desarrollo tradicional asociaríamos «educador» a
profesor y el «educado» sería el alumno. Sin embargo, estos dos polos del
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proceso de enseñanza-aprendizaje clásico se están viendo visiblemente
variados. No sólo porque los alumnos sean más «competentes» en algunas
destrezas que sus profesores, sino porque —con relación a medios y nuevas
tecnologías— los propósitos pedagógicos y didácticos están modificando el
papel de cada uno y la relación entre ambos.
El educado que se «educa»
A partir de la presencia de los medios —tanto en la sociedad como en la
escuela—, el papel del alumno, ya sea por su formación «para» o «desde»
ellos, queda trastocado. Y no sólo se modifica su relación con el profesor o la
escuela, sino con el saber mismo. En la medida en que aparece una amplia
gama de fuentes —desde los medios de masas a los nuevos canales— y se
consigue un fácil acceso a la información, se desplaza (Castro, 1995) «la
noción de saber a la de saberes, la noción de verdad a la de verdades». Todo
ello implica un planteamiento menos lineal y más intuitivo, distanciándose la
concepción del «saber monolítico» o el «saber constituido», y surgiendo una
visión más cercana al «conocimiento como construcción». La posibilidad de
profundizar en la interactividad, otra característica de los nuevos medios,
adquiere un sentido pleno en el terreno educativo. Permite al alumno (Cabero,
1996) elaborar mensajes, introduciéndose en el medio mismo y, al tiempo,
alfabetizándose en él. Pero también, y eso lo más importante, posibilita decidir
la secuencia de información que hay que seguir, establecer el ritmo, cantidad y
profundización de la información que se desea, y elegir el tipo de código con el
que se quiere establecer relaciones con la información. Ya sea por estos
factores —distintivos de los medios y los nuevos canales—, ya sea por
cualquiera otros —incluidos los que aportará la nueva cultura escolar—, el
acercamiento del alumno al proceso educativo será manifiestamente diferente,
sobre todo en su relación con el responsable tradicional de la docencia, el
profesor.
El educador «educado»
Un uso creativamente pedagógico y crítico de los medios sólo es posible
en una escuela que transforme su modelo transmisivo centrado en una
secuencia lineal y unidireccional —profesor hacia alumno—, en otro que recoja
la posibilidad de una multiplicidad de recorridos. Ese modelo «instructivo», que
no acaba de desaparecer del sistema educativo, es el responsable de buena
parte de la resistencia de los profesores a nuevos modelos de enseñanzaaprendizaje. Algunos quieren mantener estas prácticas porque creen defender
su «puesto» de exclusivo y preeminente transmisor del saber y el conocimiento, como si desde modelos distintos hubieran de quedar expulsados del
proceso educativo. Éste es un debate estéril y sin fundamento. No hay rivalidad
entre medios y educadores, como no la hay entre lenguaje textual y audiovisual
o multimedia. Sin embargo, sí es cierto que se opera en un mundo
radicalmente distinto al de unos años y es necesario que muchos profesores se
conciencien de que su función como fuente única, directa y primaria de
información ha desaparecido.
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«Compartir frente a competir» sería la consigna. El docente debe jugar
un papel distinto —lejos de planteamientos transmisivos— en la nueva
sociedad de los medios, para que su figura continúe siendo fundamental. Para
ello se ha de potenciar la figura de un educador que de «mero retransmisor de
saberes se convierte en formulador de problemas, provocador de interrogantes,
coordinador de equipos de trabajo, sistematizador de experiencias, memoria viva de la institución que hace relevo y posibilita el diálogo entre generaciones»
(Martín Barbero, 1996). El nuevo educador, por tanto, debe tener un
alineamiento y un alto grado de implicación tanto en la educación formal como
en las actividades de educación no formal potenciando las interrelaciones
escuela-sociedad que clan sentido a una educación para la realidad.
La alteración de los papeles de profesor y alumno, educador y
educando, docente y discente... o cualquier otra polarización, pone en
entredicho la raíz misma del sistema educativo. Ya no hay lugar, en palabras
de Kaplún (1997), «a esa enseñanza memorística, mecánica, represiva,
divorciada de la vida, que deja a los niños en una actitud pasiva y amorfa que
sólo engendra fracasos». El cambio (Cabero, 1996) en los roles
tradicionalmente desempeñados por las personas que intervienen en el acto de
enseñanza-aprendizaje, llevan, por un lado, a que el profesor alcance una
dimensión más importante como tutor del proceso didáctico y diseñador de
situaciones educativas para el alumno; por otro, a que el alumno pueda romper
con el modelo tradicional de comunicación e interaccionar de manera diferente
con compañeros y profesores, de dentro o de fuera del marco del aula. Así, la
institución educativa se debe redefinir para alejarse del atributo de «escuela
cuartel» o «escuela guardería» que se le ha asignado —por el interés de
iniciativas «reformadoras» o de reformas con iniciativas «interesadas»—, si
realmente se pretende una enseñanza de calidad para todos. En este sentido,
el sistema educativo debe iniciar nuevos caminos, transformándose y
superando sus limitaciones, y constituyéndose en un factor de igualdad social y
de desarrollo integral del individuo.
9. Nuevas tecnologías en la escuela
A través de su incorporación al currículo, como áreas en las que se
desarrollen nuevos conocimientos, habilidades y destrezas, los medios y las
nuevas tecnologías modifican algunos de los contenidos en la enseñanza.
Además, con la necesaria incorporación de las nuevas tecnologías a la
educación y los nuevos sentidos pedagógicos, se modifica, a su vez, la
enseñanza misma.
Por ello hay que estar alerta y tener precaución frente al anzuelo
«mercantil» que nos muestran los nuevos medios y canales de comunicación.
Ante el deseo de mejorar el proceso educativo y con la mejor de las
intenciones, en palabras de Aparici (1997), «los educadores que nos
suponemos críticos y progresistas nos convertimos de la noche a la mañana en
agentes de venta». Utilizar una nueva tecnología, por el hecho de serlo y sin
reflexionar sobre el significado de su uso, puede significar entrar en una
dinámica pedagógica contraria a la que se pretendía inicialmente. Es decir, tras
la fascinación inicial y la presunción de mejora en la calidad de la enseñanza,
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se puede estar colaborando, ingenuamente, en las campañas
comercialización y venta de tecnología de cualquier empresa avispada.
de
Es cierto que si «quieren propiciarse cambios educativos en las metas,
los contenidos y la metodología de la enseñanza, además de muchos ámbitos
(...) [el cambio] no debiera abordarse, en ningún caso, al margen de un serio
esfuerzo para impulsar la integración de las nuevas tecnologías de la
información y de la comunicación» (Escudero, 1992). Sin embargo, no se debe
olvidar que la incorporación de tales tecnologías sólo genera procesos reales
de cambio y mejora de la educación a condición de que concurran en dicho
empeño un buen número de otros factores y condiciones de diversa naturaleza.
Por tanto, previamente, se debe estudiar cuál es su contribución potencial a la
mejora del sistema educativo. Así, más allá del diseño y la producción de
nuevos medios —con relación a programas educativos y recursos didácticos—
es interesante centrarse en el «uso pedagógico de las nuevas tecnologías»
como la cuestión clave para propiciar un auténtico progreso en la calidad de la
enseñanza, al tiempo que contribuir a la inserción del sistema educativo en la
nueva sociedad de la información y la comunicación. Para lograrlo hay factores
esenciales (Escudero, 1992) que se deben abordar.
La renovación pedagógica
El contexto adecuado para la incorporación de las nuevas tecnologías ha
de ser, necesariamente, el de una renovación pedagógica dispuesta para
acoger propuestas educativas innovadoras que incorporen el uso de las nuevas
tecnologías en los centros educativos y en la enseñanza en general. Este clima
de renovación ha de venir marcado, en definitiva, por un proyecto sociocultural
para la acción educativa en el que se recoge un determinado compromiso con
el cambio y transformación de la realidad, siempre desde las aportaciones que
comporten mejoras para el proceso de enseñanza y aprendizaje. Por tanto, y
dada la envergadura del giro que se pretende, no es posible pensar en un
programa educativo como una mera infraestructura tecnológica que se ha de
incorporar a las aulas. Es decir, no se puede hablar de programas de nuevas
tecnologías para la educación, sino de programas educativos que incorporan
nuevas tecnologías o de programas educativos «con» nuevas tecnologías
(Escudero, 1992). Actuar desde esta perspectiva es fundamental para no
repetir errores antiguos y no persistir en los actuales: la utilización de una tecnología de la comunicación no representa, por sí misma, una acción educativa:
es necesario insertar e integrar su uso en el seno de programas educativos
bien fundamentados.
La significación del profesorado
Desde este planteamiento, al hablar del uso pedagógico de los nuevos
medios se ha de considerar la advertencia de que cualquier programa debe
tomar en consideración a los usuarios que lo van a desarrollar, los profesores,
en este caso. Los profesionales de la educación —muchas veces «obreros de
la enseñanza», cuando se dedican con competencia y firmeza a su función
social— son individuos activos y experimentados con sus propias maneras de
entender su práctica y llevarla adelante. Por ello no se pueden diseñar
programas educativos sin contar con el «librillo» de cada maestro. Se han de
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considerar, por tanto, como una variable fundamental a la hora de promover
cualquier innovación y se ha de buscar su implicación. Para lograrlo, se ha de
contar con medios eficaces y diversos de formación, desde la que desarrollar
iniciativas, consolidar proyectos, abrir puertas y reajustar las dinámicas usuales
a las nuevas ideas.
La resituación de los centros escolares
Para esta renovación es necesario identificar las condiciones y los
condicionantes existentes en las escuelas, en tanto que contexto e institución
donde se desarrolla el proceso educacional. Esta cuestión es clave para
entender —y controlar— las circunstancias que favorecen o dificultan el uso de
las propuestas más innovadoras. Concretamente «en este ámbito se sitúan
aspectos tales como el tipo de metas y valores sostenidos en la escuela, la
cultura escolar y profesional en uso, el carácter social de la escuela y los
poderes fácticos dominantes en la misma, las consecuencias derivadas de su
débil articulación y la existencia o no de contextos y actividades para el
procesamiento social de los programas» (Escudero, 1992). Es decir, hay que
intentar sortear los obstáculos de la inercia o esclerosis que puede haber en
algunos centros educativos, desmantelando las nocivas prácticas de la
«antigüedad» y la «tradición», defendidas por algunos «profesionales»
asentados en —el que creen que es— su «trono» —escuela— particular. Los
centros educativos debieran escapar de estas rutinas y tornarse en entornos
estimulantes para toda propuesta educativa seria y rigurosa. Por tanto, con
relación a la integración de las nuevas tecnologías, conviene hablar no sólo de
su incorporación al currículo sino de una integración real en el centro escolar,
del que dependen su desarrollo pedagógico, el calado que tendrá y su
sostenimiento en el tiempo.
Pero siendo necesarias estas perspectivas, no son suficientes. Además,
en la incorporación de cualquier innovación, y más claramente en las
relacionadas con nuevas tecnologías, se han de tener en cuenta cuestiones
que están en la raíz de todo proyecto educativo de base social, como:
— Cuál es su contribución —o no— para ampliar el conocimiento sobre
el contexto, el entorno y la realidad.
— Cuál es su papel en el mantenimiento —o no— de relaciones de
poder y desigualdad.
— Cuál es su beneficio —o no— en la práctica educativa, entendida
desde su función de responder a necesidades sociales y a la mejora de
la calidad de vida de los ciudadanos.
Son preguntas e interrogantes fundamentales sobre los que debe
centrarse el debate, ya que ni las nuevas tecnologías ni su incorporación a la
educación responden a procesos asépticos. Es necesario, por tanto, plantearse
estos argumentos porque —siguiendo a Escudero (1992)— «si adoptamos
decisiones de integración curricular sólo por la presión social o económica que
hoy ejercen las nuevas tecnologías, estaríamos renunciando a una perspectiva
realmente educativa sobre las mismas». Ante este panorama, y desde la
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barricada de la transformación, sólo resta tomar impulso para vencer las
resistencias que limitan una enseñanza integral y atrevida para el «nuevo
ciudadano» de la «siempre nueva» sociedad.
A modo de corolario: «contra el miedo»
Bacon escribió: «La imprenta, la pólvora y la brújula han cambiado la faz
del mundo». Con ellas había llegado un orbe distinto, un universo que
«renacía» y se llenaba del «Nuevo Mundo» que había encontrado. Aquellos
inventos y descubrimientos, hijos de la cultura en la que germinan, eran algo
más que artefactos excepcionales y asombrosos. Con la brújula se dio norte a
nuevos caminos, la pólvora inauguró nuevas estrategias de paz y de guerra, y
la imprenta expandió el horizonte del conocimiento. Encarnan, en el más amplio sentido, el vivo reflejo de un espacio que se abre, que se ensancha hasta
que hace estallar lo antiguo en mil pedazos.
Pero en el período en que están conviviendo las antiguas y nuevas
formas, los viejos y nacientes contenidos, las eternas contradicciones ante el
cambio y la transformación —de nuevo— se destapan. Por un lado —como de
las oscuras cavernas—, aparece la enfermiza paranoia de los que se
aterrorizan ante cualquier innovación; por otro, surge la obsesión de los
iluminados por echarse en brazos de la mínima banalidad catalogada como
«novedad», para estar continuamente en primera fila, las más de las veces
«vanguardia de la nada». Unos y otros, en incesante dialéctica, tensan la
cuerda de la realidad provocando reacciones airadas en sus «oponentes» y
generando nuevos resentimientos, pero sin aportar nada. Estos
posicionamientos están ahí permanentemente, atentos a difundir un discurso
apocalíptico, respecto del ayer o sobre el mañana, pero siempre desde
posiciones simplistas, lejanas de cualquier pensamiento crítico.
Podemos encontrar en nuestra «contemporaneidad» un proceso similar
—en el que se manifiestan los distintos miedos— al simbolizado por «la
imprenta, la pólvora y la brújula». Otros tres inventos/descubrimientos surgidos
en esta última mitad del siglo XX, han vivificado ese sentimiento de crisis
característico de un mundo, siempre en continua transformación, que
sufre/disfruta de cambios acelerados. Además, curiosamente, las áreas en las
que han actuado más directamente las novedades tecnológicas de la
actualidad son coincidentes con las de la «Era de los Descubrimientos». Como
la pólvora, el potencial bélico del átomo y la energía nuclear han marcado un
orden mundial nuevo. Al igual que la brújula abrió nuevos caminos en la Tierra,
los viajes espaciales han roto las últimas fronteras del universo conocido. Y,
cómo no, la significación de la imprenta encuentra su paralelismo en la
explosión de los medios y las tecnologías avanzadas de la información y la
comunicación.
Las profundas transformaciones sociales encarnadas en estos procesos
también han generando niveles importantes de ansiedad y angustia en las
generaciones que son y han sido actores/espectadores de su nacimiento y
evolución. Superados —aparentemente, al menos— los temores a la posible
destrucción total del planeta a partir de la violencia nuclear, y abandonada —a
modo de objetivo prioritario— la carrera espacial, queda la vertiginosa
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implantación de las nuevas tecnologías como factor de crisis en plena vigencia.
Otra vez, irreductiblemente, el miedo al cambio y la transformación. En estos
momentos es aquí, en el área mediática, donde —como un nuevo
milenarismo— se concitan todas las dudas y expectativas de fin de siglo. Sobre
todo en el cruce de comunicación y educación es donde se agitan muchos de
los fantasmas tradicionales. Concretamente las cuestiones* como la
desinformación o la deshumanización, consecuencias del desarrollo de los
nuevos medios, son las que despiertan una atención máxima,
fundamentalmente con relación al papel que debe jugar la escuela.
Sobre el primer aspecto de preocupación, la desinformación, dice Postman
(1991), que es un término que «no significa información falsa, sino engañosa,
equivocada, irrelevante, fragmentada o superficial; información que crea la
ilusión de que sabemos algo, pero que de hecho nos aparta del conocimiento».
Sin embargo, esta información-desinformación que llega a raudales y se
pretende siempre «inmaculada», sin origen ni causa, descontextualizada,
puede ser resignificada. Para hacerlo no basta —como se dice— con diversificar las fuentes. Las novedades y la cantidad, por sí mismas, no son nada.
Como dice Fontcuberta (1992), no está más informado el individuo que lee
cinco periódicos, observa varias cadenas de televisión y oye diferentes
emisoras de radio, sino aquel que es capaz de determinar: los elementos
básicos para interpretar la información; darse cuenta de las omisiones clave;
descubrir las tácticas y estrategias de persuasión empleadas en la emisión de
los mensajes, lo cual implica conocer los mecanismos de producción de, la
información; y ser capaz, en consecuencia, de aceptar o rechazar el mensaje,
global o parcialmente, pero siempre de la manera crítica. Ésta es una de las
misiones responsabilidad de la escuela: con un modelo educativo adecuado,
dar una réplica a la realidad de una información que puede desinformar para,
así, evitar la reducción a una realidad «sin historia» y, por tanto, sin conflicto.
El otro aspecto de inquietud clave, la deshumanización provocada por
las nuevas tecnologías, nos lleva, respecto de la escuela, a una curiosa
paradoja. Sancho (1994) dice que hay «docentes que afirman que el uso del
ordenador deshumaniza la enseñanza, sin darse cuenta de que los artefactos
que utilizan (desde el libro a la pizarra), las tecnologías simbólicas que median
su comunicación con el alumnado (lenguaje, representaciones icónicas, el
propio contenido del currículum) y las tecnologías organizativas (gestión y
control del aprendizaje, disciplina...) están configurando su propia visión y relación con el mundo y sus estudiantes. La pregunta que pocas veces se
plantea es si la tecnología más adecuada para responder a los problemas
actuales de la enseñanza es la escuela». O al menos esta escuela —se podría
añadir—. Resulta «simpático» —por no utilizar otro término— observar algunos
modelos educativos o instrumentos pedagógicos en vigencia que parecen
enseñar desde entelequias y para la irrealidad, pero que, atrevidamente, son
presentados como más «humanos» que las nuevas tecnologías. Una escuela
que cumpla con los preceptos de innovación y actualización acordes al contexto en el que se sitúa, y forme a ciudadanos críticos y libres puede y debe,
por encima de las tecnologías en uso, colaborar en «humanizar» la sociedad y
con ello hacer más sensato el uso de las tecnologías, tanto en la educación
como para la colectividad.
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Estas posibilidades sitúan, nuevamente, a la institución educativa en el
ojo del huracán, ya que, no siendo panacea de nada, sí juega un papel
importante en la estabilización/desestabilización social. Por eso, históricamente
es objeto de tanta atención/desatención y se ha intentado controlar desde
amplios y diversos sectores. Ignacio de Loyola (1525), por ejemplo, a raíz de la
escisión que se había abierto en la Iglesia y en su batalla contra la Reforma,
marcó a la enseñanza como objetivo de control prioritario:
Todos los profesores públicos, si en las cosas tocantes a la religión
tienen mala fama, deben, a nuestro entender, ser desposeídos de su
cargo. Lo mismo sentimos de los rectores, directores y lectores de los
colegios privados, para evitar que inficionen a los jóvenes, aquellos
precisamente que debieran imbuirlos en la piedad; por tanto, de ninguna
manera parece que deban sufrirse allí aquellos de quienes hay sospecha
de que perviertan a la juventud: mucho menos los que abiertamente son
herejes; y hasta en los escolares en quienes se vea que no podrá
fácilmente haber enmienda, parece que, siendo tales, deberían ser
despedidos. Todos los maestros de escuela y alumnos deberían tener
entendido y probar de hecho con la experiencia, que no habrá para ellos
cabida en los dominios del Rey, si no fuesen católicos y dieren
públicamente pruebas de serlo.
En realidad es el conocimiento —y los cauces por los que se llega a él—
lo que se ha considerado tradicionalmente, por todos los poderes, peligroso y
sospechoso. Por eso, más que nunca, la escuela debe escapar a las presiones.
Un mensaje crítico y transformador originado-provocado-expandido en y por la
escuela —desde las nuevas tecnologías de la comunicación y sobre la realidad
de los medios— puede desactivar muchos de los miedos existentes. Y educando contra el miedo se evita, a su vez, resignarse a las imposiciones del
inmovilismo o quedar subordinados a los artificios tecnológicos. El objetivo es
desterrar tanto las actitudes de una irresponsable resistencia al cambio como
de un superficial entreguismo a la novedad. Ambos planteamientos se
presentan como adalides de los «valores eternos» cuando, en realidad, por
mera superchería o por impostura, se ponen al servicio de la más ruinosa
involución.
Es aquí cuando la enseñanza se ve empujada hacia lo que Pérez
Tornero —hablando de los discursos sociales en la escuela— llama una senda
«caliente». La educación —y por extensión, la escuela—, a cada paso va a
encontrar ocasiones de duda, de polémica e inseguridad, lo cual no es otra
cosa que la primera consecuencia de haber entrado en un terreno donde la
relatividad de los valores es notable y la confusión la nota dominante. Por tanto
hay que estar muy atentos para que no se produzca la regresión característica
de «cuando el efecto de inestabilidad se quiere compensar con formas dogmáticas y puritanas, en un sentido amplio de la palabra. Surgen entonces
enseñanzas militantes en lo ideológico, y hasta místicas en lo pragmático, que
son reductoras de lo real y tienen tendencia a escayolar el proceso de
comunicación. Sustituyen así la autenticidad de la duda y de la interrogación
por eslóganes de catecismo y algunas formas del maniqueísmo más burdo»
(Pérez Tornero, 1988). Es decir, la escuela en su contienda educativa,
indudablemente, pasará por fases de escepticismo, incertidumbre y malestar,
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pero ello no debe llevarla a caer en manos de los mismos miedos que combate,
paralizando su proceso de modernización y adecuación.
Es bueno remitirse a los clásicos para ver cómo estos conflictos —los
actuales— se parecen mucho los viejos problemas —los de siempre—, aún por
resolver. Ricardo Mella (1926), a principios de siglo —el XX— decía que «la
escuela no puede ni debe ser más que el gimnasio adecuado al total desarrollo,
al completo desenvolvimiento de las personas. No hay, pues, que dar a la
juventud ideas hechas, cualesquiera que sean, porque ello implica castración y
atrofia de aquellas mismas facultades que se pretenden excitar. La escuela que
queremos, sin denominación, es aquella en que mejor y más se suscite en los
jóvenes el deseo de saber por sí mismos, de formar sus propias ideas». Este
planteamiento, hoy, ya no es un deseo o un principio ideológico. En la época
que nos corresponde vivir únicamente es posible una escuela que desarrolle el
concepto de «aprender a aprender», superando la noción simple de escuela
socializadora —traducida en la práctica, las más de las veces, como
«domesticadora»—. Se ha incorporar, para ello, desde el objetivo de una
educación integral y liberadora, una nueva alfabetización —en sentido amplio—
, que desarrolle una adecuada formación en valores —crítica y reflexiva— y
potencie estrategias de acceso a la información —individual y grupal— desarrollando un sentido autónomo de la educación.
Y siempre desactivando los miedos —al futuro o al pasado— que niegan
y limitan una auténtica transformación social, alejada de apriorismos y centrada
en la reflexión crítica. Ya en el umbral del siglo XXI se ha de avanzar en el
entendimiento de que el mundo, la vida y la realidad están en crisis y cambio
permanente. Ésta es la manera de perder el temor al cambio, entendiendo al
individuo y a la sociedad —siempre diferenciados, nunca por separado— como
un todo dinámico y en constante movimiento.
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Nuevos Lenguajes y conciencia crítica
La sociedad de la información
ha acarreado para la educación una
profunda transformación llena de posibilidades, pero también de problemas e
incertidumbres: ¿se están perdiendo los
valores educativos tradicionales? ¿Están
en crisis la lectura y la alfabetización?
¿O estamos ante posibilidades inéditas
que mejoraran el sistema educativo y
aumentaran la libertad personal y la
conciencia crítica? Los ordenadores e
Internet ¿permitirán una educación
personalizada y global?
En todo caso, es evidente que
se abre un nuevo horizonte para el
sistema educativo: aparecen nuevas
fuentes de saber, de descubrimiento y
de invención; surge un nuevo tipo de
alfabetización audiovisual; se crean
nuevas comunidades educativas; parece
poder superarse el modelo fabril e
industrial de la escolaridad; cambia la
función de los profesores; se abre paso
la educación a lo largo de la vida...
En este texto se analizan los
retos específicos de la sociedad de la
información. Se plantean las cuestiones
nuevas y las cuestiones de siempre. Y
se ofrecen al lector nuevas perspectivas
sobre problemas candentes de especial
trascendencia en el mundo de la
educación y la comunicación.
José Manuel Pérez Tornero posee un
doctorado en Comunicación por la UAD y un
doctorado honoris causa por la Universidad
de Aix Marseille. Experto en comunicación
estratégica y televisión educativa, creó
Televisión Educativa de TVE y ha dirijido
diversos proyectos de canales temático
educativo culturales. Presidió la Red de
Centros de formación Multimedia del
Mediterráneo y en la actualidad es
vicepresidente de la Asociación Internacional
de Televisión Educativa y del Descubrimiento.
Es también consultor internacional de la
UNESCO en temas de televisión. Dirige el
máster de Comunicación y Educación de la
Universidad Autónoma de Barcelona, donde
enseña semiótica y teoría de la comunicación.
Premio Rema Soria de Investigación en
Ciencias Sociales, ha escrito numerosos
libros y artículos científicos sobre
comunicación.
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